Decreto «Mara Rita»: Hacer posible el respeto a la identidad de género en la Universidad

Por Irma Palma

En el último tiempo un*s estudiantes perturban a la Institución. Lo hacen por un asunto de género. Son jóvenes trastornad*s politizando su existencia en la Institución.

Al matricularse distinguen nombre social y nombre civil, y demandan usar el primero, y así se presentan el primer día de clase; abandonan los códigos del vestir exigidos en la escuela desde la infancia y mutan sus ropas masculinas en femeninas y viceversa, o un día una y al otro, otra; invierten el uso de salas de baño y duchas; resistirían sin duda un diagnóstico psiquiátrico en los servicios médicos estudiantiles. Desordenan a la Universidad en sus sistemas de registro de sus miembros, en su organización sexuada de los baños, en sus códigos del vestir, en su lenguaje.

Intervienen la vida social y cultural cuando invitan a Hija de Perra a seminarios académicos y a performances en los patios de campus universitarios que provocaban a la academia.

Denuncian a la Universidad por no ser un territorio libre de violencia. Han padecido la violencia temprana y exclusión de la vida familiar, la exclusión e intimidación en las instituciones educativas, religiosas y recreativas. Saben de la desprotección contra abusos médicos, tratamientos compulsivos, diagnósticos psiquiátricos, y saben de la denegación de acceso a procedimientos de reafirmación de género. Saben de la existencia de los castigos crueles en las instalaciones penitenciarias y en hospitales psiquiátricos. Saben de la exposición a explotación sexual comercial y trata de personas. Saben de la violación sexual “correctiva”. Saben también que la transfobia es una violencia normativa, una guardiana de las fronteras de género.

Son estudiantes que concluirán su formación universitaria, pero a diferencia de la mayoría, enfrentarán una enorme lucha para sortear la exclusión en el mundo laboral. Puede ser que muten nuevamente sus ropas y retomen los códigos del vestir exigidos, oculten su nombre social, inviertan el uso de salas de baño y duchas. Puede ser que una vez ejercitada la vida fuera del modelo dominante, la continúen, sólo que ocultándola.

Van a marchar por las calles el día de la Marcha del Orgullo Gay. Tensionan al Parlamento, demandando una Ley que reconozca y dé protección al derecho a la identidad de género. Reivindican el derecho a cambiar el nombre y sexo registral en los documentos oficiales sin tener que pasar por ninguna evaluación médica ni psicológica.

Si el proyecto de ley que reconoce y da protección al derecho a la identidad de género fuese aprobado en el Parlamento, arribarán si son mayores de edad y no tienen vínculo matrimonial, a un cambio de nombre y sexo registral, sólo que mediando la presentación de un certificado médico que acredite que cuenta con las condiciones psicológicas y psiquiátricas para formular este cambio. Por cierto, esto último está siendo y será fuertemente resistido.

La Universidad inició, a través de una de sus unidades, su propia transformación. Se trata del “Decreto Mara Rita” -como lo ha llamado DIVERINAP, la agrupación por la diversidad sexual del INAP-, que es fruto de un decreto que en 2016 crearon el Instituto de Asuntos Públicos y la Escuela de Gobierno y Gestión Pública. Mara Rita era el nombre de una estudiante de la carrera de Literatura de la Facultad de Filosofía y Humanidades, una de las más importantes activistas transgénero del país, que murió a causa de un aneurisma fulminante. Su propósito en su artículo primero: “respetar la identidad de género adoptada o autopercibida de cualquier persona que estudie o trabaje en esta Unidad Académica”. Como institución, se trata de hacer posible lo anterior, no de hacer en la medida de lo posible. Esto es, que los sistemas de identificación y registro operen con nombre social y códigos de identificación civil simultáneamente.

Su presencia desafía en su propia casa a las disciplinas de la psicología y la psiquiatría, Resisten el modelo de conocimiento dominante sobre la sexualidad y el género, y movilizan nuevas interrogantes. En cursos CFG se vuelven profesor*s invitados por académicas y académicos a debatir con otros estudiantes y mostrar cómo unos modelos científicos y políticos pueden ser cuestionados y transformados al contacto con estas identidades y cuerpos no normativos.

No acatan ninguna catalogación, ni etiqueta, ni definición impuesta por parte de la institución médica; reclaman el derecho a autodenominarse.

Rechazan la “psiquiatrización”, es decir, la práctica de definir y tratar la transexualidad bajo el estatuto de trastorno mental, a la confusión de identidades y cuerpos no normativos con identidades y cuerpos patológicos. Rechazan el paradigma en el que se inspiran los procedimientos actuales de atención a la transexualidad y la intersexualidad mediante procesos médicos de normalización binaria, ya que reducen la diversidad a sólo dos maneras de vivir y habitar el mundo. Presupone la existencia única de dos cuerpos (hombre o mujer) y asocia un comportamiento específico a cada uno de ellos (masculino o femenino), utilizando el argumento de la biología y la naturaleza como justificación del orden social prevalente.

Hay quienes se definen, más que otr*s, radicalmente a partir de lo que conocemos como género no binario, que no ajustan a los espectros de géneros binarios (masculino y femenino), y que resisten el tránsito del uno al otro al modo de un eje unidimensional, según el cual mientras más se aproxima un individuo a lo masculino mas lejos estará de lo femenino.

Están en una resistencia cultural y política, y la Universidad es un espacio en que ello ocurre. Saben que se trata de un esfuerzo político por la transformación –o la preservación- del orden sexual, de género y de familia. Saben que en las instituciones podría decirse sobre la transfobia lo que Daniel Borrillo sostiene respecto a la homofobia: La homofobia deviene la guardiana de las fronteras sexuales (hetero/homo) y las de género (masculino/femenino), y Florence Tamagne, que las representaciones homofóbicas tienden a fijar los límites de la “normalidad”: la estigmatización de los comportamientos “desviantes” implica la denuncia de una “confusión de los géneros”.