​​No más, porque somos más

La cátedra de Pensamiento Situado es una iniciativa nómade que entrelaza experiencias y modos de hacer del activismo, las prácticas artísticas y el pensamiento crítico desde América Latina. El encuentro, que impulsan las investigadoras Ileana Dieguez y Ana Longoni con el apoyo de la UAM-Cuajimalpa (México) y el Museo Reina Sofía (España), llegó a la Universidad de Chile entre el 30 de junio y el 2 de julio, en medio de las discusiones en torno a la nueva Constitución, bajo el título “Des/constituyentes. Prácticas e imaginarios por-venir”. En la primera jornada, tuvo lugar una conversación entre la teórica Nelly Richard y la exconstituyente Elisa Loncon, acompañadas por la investigadora Javiera Manzi. Aquí compartimos las palabras de Richard, quien reflexionó a partir de los saberes sobre la(s) lengua(s) que pone en práctica Loncon.

Por Nelly Richard

Quisiera entrelazar esta breve reflexión con algunas de las intervenciones que hemos conocido de Elisa Loncon en entrevistas o debates públicos desde que ella asumió la presidencia de la Convención Constitucional y luego se desempeñó como constituyente, para subrayar la importancia de la cuestión del lenguaje, del discurso y sus recursos enunciativos en la formación de las identidades y las relaciones entre culturas y géneros. Decimos “lenguaje” en una doble dimensión: primero, usar la lengua para nombrar lo que se nombra (sabiendo que la palabra recorta, clasifica, estereotipa o, al revés, descubre, revela, transfigura), y segundo, saber que el habla intercomunica cuerpos e instituciones mediante actuaciones discursivas que pueden funcionar como dispositivos autoritarios o, por el contrario, tener un alcance emancipador. 

Elisa le ha prestado especial atención a cómo funciona el lenguaje en los procesos de subjetividad y cultura, de constitución de identidades desde una perspectiva tanto feminista como decolonial. Nos hace falta esta reflexión sobre lenguaje, subjetividad y cultura en la encrucijada en la que nos encontramos. Por un lado, está la apuesta a que una nueva Constitución reoriente un diseño de país y sociedad motivando un pacto de entendimiento colectivo que amplíe sus fronteras para renovar la democracia. Y, por otro lado, está la constatación de que nuestra convivencia social está siendo afectada por un grado de conflictividad casi salvaje, de proliferación de múltiples violencias que atentan contra la posibilidad de fortalecer dinámicas intersubjetivas que favorezcan el relacionarse unas con otros desde lo que podríamos llamar, en términos feministas, el “cuidado”. Aplicado al lenguaje, podríamos interpretar el “cuidado” como la delicadeza de un trato con las palabras que las salve de la rudeza y sequedad de los lenguajes utilitarios (los del mercado, de la administración política) que están hechos para despojar al nombrar de toda potencia creativa y reflexiva. “Cuidado” sería también evitar las furias destructoras, las incitaciones al odio o las declaraciones de guerra que matan al lenguaje,  condenándonos a la impotencia (el cuerpo primario como un cuerpo cortado de toda ligazón con el sentido que nos vincula a los demás) o bien a la prepotencia (sentirse dueños absolutos de una verdad incontrovertible). El “cuidado” en el lenguaje se refiere, además, a habilitar ciertas condiciones de reciprocidad en el intercambio entre hablantes que, pese a lo conflictual de las disputas de sentido, acojan la otredad en lugar de querer exterminarla.    

¿Cómo interviene la dimensión simbólico-cultural de las prácticas discursivas en las visiones de sociedad que comunican entre sí a sujetos, grupos y comunidades? La respuesta atañe a la política en la medida en que supone un nuevo reparto igualitario de poder de intervenir en lo común entre quienes se sienten insatisfechos con la democracia representativa. Pero también concierne al lenguaje en tanto hace de mediador entre el cuerpo y la significación, la experiencia y la representación, la pulsión y el deseo y que, por lo mismo, los actos de habla pueden inhibir o bien estimular nuevas formas de conciencia y de sensibilidad.   

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El 4 de julio de 2021, se inauguró —en una sesión memorable— la Convención Constitucional bajo la presidencia de Elisa Loncon. Se relevó públicamente el máximo simbolismo de su condición de representante de los pueblos originarios como un gesto reparatorio, ya que Elisa proviene de una nación que, desde siglos de siglos, se encuentra condenada por el dominio estatal al olvido, a la negación de su etnia, a la supresión de su lengua, a la desposesión de sus tierras y a la persecución de sus derechos. 

Elisa Loncon y Nelly Richard en la Cátedra de Pensamiento Situado. Crédito: Felipe PoGa.

Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural.  Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres. 

Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.  

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Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal. 

Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio. 

La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.  

De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias. 

El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.  

Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos.  Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder).  Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad. 

Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno.  El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.

“Históricas”: las elecciones de mayo de 2021 y la expansión del feminismo

Mayo de 2018 fue el detonante energético de una revolución cultural que nos hizo pasar del receso feminista de los años de la transición al reciente triunfo de las jóvenes mujeres feministas que, revuelta social mediante, salieron victoriosas de las últimas elecciones de mayo de 2021 para incorporarse a la Convención Constitucional, a las alcaldías y a los consejos municipales. Esta fue la prueba contundente —afirma en este ensayo la crítica cultural Nelly Richard—, después de tantos desprecios y menosprecios hacia la capacidad política de las mujeres, de que la insistencia y persistencia del proyecto feminista logró multiplicarse y diseminarse a lo largo y ancho del cuerpo social de este nuevo Chile que exige hoy radicalizar la democracia en términos igualitarios y participativos, sin exclusiones ni arbitrariedades de género.      

Por Nelly Richard

Quisiera entrelazar esta breve reflexión con algunas de las intervenciones que hemos conocido de Elisa Loncon en entrevistas o debates públicos desde que ella asumió la presidencia de la Convención Constitucional y luego se desempeñó como constituyente, para subrayar la importancia de la cuestión del lenguaje, del discurso y sus recursos enunciativos en la formación de las identidades y las relaciones entre culturas y géneros. Decimos “lenguaje” en una doble dimensión: primero, usar la lengua para nombrar lo que se nombra (sabiendo que la palabra recorta, clasifica, estereotipa o, al revés, descubre, revela, transfigura), y segundo, saber que el habla intercomunica cuerpos e instituciones mediante actuaciones discursivas que pueden funcionar como dispositivos autoritarios o, por el contrario, tener un alcance emancipador. 

La memoria entrecortada del feminismo   

Bien sabemos de lo disparejo de los tiempos que se conjugan irregularmente en los procesos de formación histórica de la memoria. Son tiempos que van y vienen, se dilatan o se contraen, modulando transcursos siempre expuestos a la interrupción, la suspensión o la precipitación de sus ritmos y secuencias. La memoria nunca es lineal en sus avances de consolidación de lo ya acumulado al tener que enfrentarse a percances y retrocesos. El feminismo chileno conoce lo accidentado de este camino de rescate del pasado y de afianzamiento de sus logros, ya que su propia memoria histórica (la de las organizaciones y movimientos de mujeres y de las luchas por la conquista de sus derechos) se ha visto sucesivamente atravesada por desactivaciones y reactivaciones que convierten su itinerario en un trazado particularmente discontinuo.

La transición político-institucional chilena instaló la neutralidad del vocablo “género” para silenciar los acentos más enérgicamente contestatarios de aquel feminismo que luchó contra la dictadura y el patriarcado en los años del régimen militar. Después del largo repliegue de los movimientos de mujeres durante la transición, la insurgencia feminista de mayo de 2018 demostró que lo inhibido y reprimido por el consenso neoliberal tuvo la fuerza suficiente para retornar a escena con un protagonismo desbordante. Las universidades, las calles y la sociedad entera se vieron sacudidas por una rebeldía de género que no se propuso únicamente denunciar la violencia sexual y reclamar por una educación sin discriminación de género, sino también, y sobre todo, subvertir la simbólica de las arquitecturas del poder masculino-dominante que gobierna la esfera pública. Mayo de 2018 fue el detonante energético de una revolución cultural que nos hizo pasar del receso feminista de los años de la transición al reciente triunfo de las jóvenes mujeres feministas que, revuelta social mediante, salieron victoriosas de las últimas elecciones de mayo de 2021 para incorporarse a la Convención Constitucional, a las alcaldías y a los consejos municipales. Esta fue la prueba contundente, después de tantos desprecios y menosprecios hacia la capacidad política de las mujeres, de que la insistencia y persistencia del proyecto feminista logró multiplicarse y diseminarse a lo largo y ancho del cuerpo social de este nuevo Chile que exige hoy radicalizar la democracia en términos igualitarios y participativos, sin exclusiones ni arbitrariedades de género.       

“Mujeres a la calle contra la precarización de la vida”

El movimiento feminista de mayo de 2018 reconquistó las calles para darle visibilidad pública a la convergencia multitudinaria de las mujeres que acusan los perjuicios y maltratos infligidos por el dispositivo patriarcal. Pero este movimiento feminista supo traspasar los límites de autoreferencialidad del nosotras-las-mujeres en tanto comunidad particular de sujetos movilizados por los mismos intereses de género, para extender sus denuncias y reclamos a la trama entera de organización política y económica que sujeta la armadura neoliberal. La consigna del 8M 2018 de “Mujeres a la calle contra la precarización de la vida” anticipaba el diagnóstico que luego se impuso con la pandemia, a saber, la extrema vulnerabilidad de aquellos cuerpos feminizados que el productivismo capitalista deja fuera de sus cadenas de rendimiento profesional y competencia económica. La consigna feminista de la “precarización de la vida” que exhibió su materialidad desnuda con los posteriores estragos de la pandemia en las vidas indefensas, contenía resumidamente todo lo que está hoy en discusión cuando se habla de explotación neoliberal y de feminización de la pobreza.

El 8M de 2020, la Brigada Laura Rodig, de la Coordinadora 8M, pintó en la Plaza de la Dignidad la palabra Históricas. Crédito: Equipo Audiovisual CF8M

El énfasis colocado por el feminismo en la división sexual del trabajo nos enseña cómo funcionan los diferentes mecanismos —salariales y otros— de reconocimiento del valor que se ordenan en función de la división entre lo productivo (exterioridad social) y lo reproductivo (interioridad familiar y doméstica). Al resaltar el eje de la división sexual del trabajo, la teoría feminista descifró aquello que el discurso sociológico tradicional no fue capaz de comprender por haber marginado a la problemática del género de sus reflexiones sobre la clase social. Pese a esta conquista teórica del feminismo que evidencia la urdimbre de género como reverso oculto del capitalismo, no deja de ser llamativo que luego de la revuelta de octubre de 2019 y en medio de la pandemia —es decir, a la luz de aquellos dos sucesos que no hicieron sino ratificar todo lo que prefiguraba la consigna del mayo feminista en materia de precarización de la vida cotidiana—, las tribunas mediáticas, en búsqueda de opiniones sobre lo acontecido, llamaran a los mismos sociólogos e historiadores de siempre como aquellas figuras legitimadas culturalmente por una autoridad patriarcal del saber: unos sociólogos e historiadores que siguen omitiendo, tanto en sus bibliografías académicas como en sus declaraciones públicas, a la teoría feminista como estrategia clave de lectura del cómo y porqué de la desintegración capitalista. Los mismos sociólogos e historiadores que parecen ignorar que la crisis del modelo político-económico de sociedad sobre la que tanto les gusta disertar ha socavado de paso su propia racionalidad masculina del conocimiento científico-social.  

Hacer historia

El movimiento de las mujeres que llenaron las calles en mayo de 2018 hizo que la exterioridad social y pública se viera alborotada por cuerpos de la denuncia (cuerpos que exigen justicia frente a las reiteradas violencias del sistema capitalista-patriarcal) que, al mismo tiempo, actúan como cuerpos del deseo y de la imaginación: unos cuerpos que combinaron una proliferante libertad de estilos de expresión y figuración en su performatividad callejera de la desobediencia. Esta doble condición (la de no dejarse circunscribir por el lenguaje de la victimización sexual (“denuncia”) para refundar los contornos de la democracia mediante la creación de nuevos lazos sociales (“deseo e imaginación”), constituye un antecedente incontestable de la explosiva revuelta social de octubre de 2019. Un antecedente que suele callarse cuando los sociólogos e historiadores de siempre hacen el recuento de las movilizaciones estudiantiles, de las protestas contra las AFP o por la defensa del medio ambiente como aquellas instancias precursoras del estallido social, pasando por alto la revuelta feminista de mayo de 2018 que, sin embargo, le traspasó a la revuelta sus sueños de otredad.    

La última vez que multitudes llenaron el espacio público de las ciudades fue gracias a la convocatoria de las organizaciones feministas para el 8M 2020, justo antes de que se declarara la pandemia en Chile. Una de las intervenciones sobresalientes de aquel 8M 2020 fue aquella firmada por la Brigada Feminista Laura Rodig que, en el pavimento de la rotonda de la Plaza de la Dignidad, dejó inscripta la palabra “Históricas”. “Históricas” como aquellas mujeres que hacen historia reactualizando la memoria olvidada de quienes llevan siglos desafiando la jerarquía patriarcal y sus cánones de transmisión de la autoridad. “Históricas” como aquellas feministas que supieron recrear el imaginario de las izquierdas del siglo XXI con nuevas conceptualizaciones —feminizadas— de la huelga general; con protestas masivas en todo el planeta que mezclan estrategias contraculturales de utilización de los medios digitales con audaces coreografías del cuerpo que lo tornan escénico y contingente en sus inventivos montajes de signos.   

Después de aquella marcha “histórica” (la del 8M 2020), durante los largos meses de pandemia cuya temporalidad suspendida parecía haber disipado cualquier horizonte futuro y, pese a la adversidad de las cuarentenas y sus medidas de confinamiento, las feministas no dejaron de actuar y pensar, de intervenir. Afinaron modos de seguir trabajando en colectivos para sostener lo común-comunitario de sus redes activistas; realizaron asambleas con vecinas y pobladoras y organizaron ollas comunes; solidarizaron con las víctimas de los graves atropellos a los derechos humanos causados por la represión policial en contra de los manifestantes de las protestas; activaron colectivos artísticos para darle curso a un trabajo con la imagen y la palabra que revitalizara el sentido y los sentidos que se encontraban en estado de desarme; fortalecieron alianzas entre transfeminismo y disidencias sexuales; etc. Y, sobre todo, se involucraron de pleno en una reflexión exigente sobre democracia, feminismo y nueva Constitución articulando, por ejemplo, la Plataforma Feminista Constituyente y Plurinacional (diciembre de 2020)[1].   

El trayecto expansivo del feminismo: disputas de significado y cruces estratégicos  

La firma del Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución (15 de noviembre de 2019) que hizo posible el llamado a un Plebiscito Nacional sobre la vigencia o derogación de la Constitución sellada por Augusto Pinochet en 1980, fue un acuerdo notoriamente insatisfactorio. El Acuerdo Nacional dejó fuera de su marco de decisión (exclusivamente parlamentario) a las organizaciones sociales que se habían hecho parte de la comunidad de la revuelta; impuso un quórum supramayoritario de 2/3 con la intención de preservar la facultad de veto ejercida monopólicamente por el bloque de derecha frente a cualquier iniciativa transformadora; otorgó ventaja a los desacreditados partidos políticos dificultando la participación de los independientes; desatendía la representación de los pueblos originarios y tampoco garantizaba la inclusión paritaria de las mujeres en el rediseño político del Estado. Sin embargo, varios de estos obstáculos se fueron sorteando de a poco gracias a las presiones de la ciudadanía y a gestiones parlamentarias que replicaron el eco de la calle en el interior del espacio institucional.  Hubo que ajustar el deseo —ilimitado— del Todo al reconocimiento de los límites impuestos por la derecha que condicionó la negociación, aceptando desde ya que se llamara  “Convención Constitucional” aquello que había sido proyectado como “Asamblea Constituyente” en tanto expresión absoluta de la autodeterminación popular. Este reajuste de expectativas no impidió que la sociedad civil y el mismo parlamento forzaran estos límites-limitaciones torciendo el marco de lo impuesto, generando mecanismos de empuje y de tensión que abrieron huecos en los diagramas del poder. La estructura del Acuerdo por la Nueva Constitución fue cediendo debido a las fracturas y desbordes que, desde el interior o en sus márgenes, impulsaron las fuerzas vivas —destituyentes y constituyentes— al trazar vías alternativas (rodeos y desvíos, saltos, escapatorias) frente a lo que había sido marcado unilateralmente por el poder instituido.  

La aprobación de la fórmula de lo paritario (que terminó convirtiendo a Chile en el primer país en el mundo en aplicar la igualdad de género a la redacción de una nueva Constitución) se materializó gracias al refuerzo de votación que, en el Senado, le aportaron a esta reforma constitucional mujeres de la derecha. Este dato reviste interés frente a las polémicas que suelen dividir al feminismo respecto de si es válido o no que mujeres liberales se declaren “feministas” por el solo hecho de pronunciarse a favor de la igualdad de oportunidades y en contra de la violencia de género, sin compartir otras  demandas fundamentales como el derecho al aborto “libre, seguro y gratuito” ni tampoco suscribir la necesidad de asociar la crítica antipatriarcal a un cuestionamiento generalizado de todo el dispositivo neoliberal. En verdad, la aprobación en el Senado y la ratificación presidencial de la Ley de Reforma Constitucional de “Paridad de género para el proceso constituyente”[2] funcionan como una prueba reveladora de cómo, después de mayo de 2018, el feminismo logró modificar la esfera de los discursos públicos haciendo que la problemática del género ocupara un lugar ya ineludible en la sociedad civil y la agenda política. Al mismo tiempo, la diversidad a veces conflictiva de las voces que evocan el feminismo transmite la percepción (y es bueno que así sea) que el vocablo “feminismo” nombra a un conjunto no homogéneo de posiciones cruzadas que acentúan distintamente los términos “mujeres” y “género”. Si bien el feminismo que hegemoniza el debate público y direcciona las transformaciones sociales y culturales es aquel feminismo (antipatriarcal y anticapitalista) que se articula desde posiciones de izquierda(s), esto no debería ser un impedimento para que se formulen circunstancialmente pactos y alianzas con las representantes del feminismo liberal. Es gracias a tales alianzas (por definición, impuras) que se ganó una batalla tan significativa como aquella que desembocó en la aprobación de la Ley de Paridad de Género para el proceso constituyente. Muchas señalan el peligro de que la contra-apropiación del feminismo de parte de mujeres de derecha distorsione su significado verdaderamente emancipador. Pero en lugar de inquietarnos por la contaminación del significado de la palabra (sabiendo, además, que ninguna definición es unívoca salvo aquellas capturadas por el dogmatismo), quizás debamos valorar como un beneficio el modo en que, desde mayo de 2018, el feminismo ha logrado salir de la posición minoritaria y residual en la que lo tenían encerrado el discurso transicional para cursar un trayecto expansivo en la sociedad y la cultura. Los tironeos, los malentendidos y los equívocos, las paradojas, son parte inevitable de las batallas del sentido que nacen de los roces y las fricciones interpretativas en torno a definiciones fluctuantes que no deberían aspirar a verse clausuradas por alguna verdad inalterable del feminismo. Fueron la capacidad y la habilidad de las mujeres organizadas (en la calle, en los barrios y poblaciones, pero también en la academia, en los medios, en las redes culturales independientes, en los partidos políticos, etc.) las que lograron amplificar la resonancia del término “feminismo” hasta generar deseos de identificación positiva incluso entre quienes partían desconfiando de su reputación. La expansividad de este trayecto en la cultura y la sociedad depende de que el feminismo logre atraer identidades que vayan más allá del núcleo originario de un referente “mujeres” que quiera preservarse idéntico a sí mismo, puro, sin admitir que identidades, grupos y sujetos se desarman y se rearman heterogéneamente a partir de intersecciones variables.  

La nueva Constitución como tumba simbólica de la verdadera muerte de Jaime Guzmán

La elecciones de mayo de 2021 fueron contundentes en redibujar un mapa político en el que la derecha se ve finalmente tomada por asalto por candidaturas y organizaciones sociales que, por primera vez, desafían vehementemente su monopolio del poder político y económico con posturas nítidamente ancladas en un fundamento anti-neoliberal. Este nuevo mapa (que rompe con el equilibrio —centrista— del modelo de gobernabilidad administrado por la transición en base al Consenso y al Mercado)  comenzó a volverse visible y audible, en las pantallas televisivas, cuando irrumpió, junto con el sector de los independientes, la Lista del Pueblo en la franja electoral de abril-mayo de 2021. La Lista del Pueblo exhibió una diversidad micropolítica de cuerpos, hablas y territorios singulares cuyo paisaje heteróclito había quedado sistemáticamente marginado de la banal esfera de visibilidad pública con la que los medios hegemónicos de la transición quisieron homogeneizar la comparecencia de la “gente” en tanto masa anodina. La irrupción de la Lista del Pueblo en la franja televisiva y su dislocación de los códigos políticos tradicionales nos anunciaba cómo se estaban alterando completamente las reglas de uniformidad y disciplinamiento (lenguajes, conductas, poses) que dominaron la escena política convencional.  

Crédito: Fabián Rivas