Una constitución que podrá ser “de todos”

Fernando Atria, exconvencional constituyente y académico de Derecho de la Universidad de Chile, fue uno de los 154 encargados de idear y redactar la propuesta de nueva Constitución. Hoy, en vistas del plebiscito de salida, el abogado cree que es fundamental entender la crisis que nos trajo a este momento y, de paso, dejar de lado toda idealización: la expectativa de que el texto sería una “solución de paz y concordia” era irreal, advierte, porque “ignoraba la crisis que el proceso enfrentaba y las circunstancias que lo vieron surgir”. Y asegura: “es una constitución que podrá, en el tiempo, ser reconocida como ‘de todos’, en el sentido de que no crea una institucionalidad pensada para unos en contra de otros”.

Por Fernando Atria

El proceso constituyente se hizo posible ante la irrupción de una profunda crisis política. Como ha sido descrito por los observadores más acreditados de nuestra realidad social, no es una crisis causada por el estallido. Así, Manuel Antonio Garretón habla de una “sociedad estallada”; Kathya Araujo de una sociedad fragmentada que coexiste como un archipiélago —“todos cerca, pero islas”—; Juan Pablo Luna de una sociedad “quebrada”. 

Solo cuando esta crisis se hizo innegable, el proceso constituyente se hizo tan posible como necesario. Aquí, cuatro reflexiones en torno a algunos lugares comunes que se han repetido en el último tiempo. 

1. Una idea bella: el anhelo de superación de la crisis

El resultado del plebiscito de entrada alimentó una idea bella: que el proceso constituyente llevaría a esta sociedad en crisis, entre aplausos de todos y en un año, a una solución de paz y concordia, que sería aprobada con entusiasmo por todos o casi todos. La idea era bella porque conectaba con el anhelo del que surgió el proceso constituyente: el de solucionar la crisis, restableciendo la convivencia y la cohesión de una sociedad estallada. Ahora se acusa a la Convención Constitucional de haber frustrado esa expectativa, de “farrearse” una oportunidad de unión. Esa acusación se transforma en un arma de campaña: la nueva Constitución no es “la casa de todos”, y debe ser rechazada para que podamos darnos una que sí lo sea.

Por las razones que se desarrollan en los siguientes puntos, esta expectativa —como toda expectativa irrealista— estaba condenada a ser frustrada. Y transformada en un arma de campaña, malentiende la contribución que la nueva Constitución podría hacer a la superación de la crisis. En el origen de esa mala comprensión hay una concepción equivocada de qué significa que la constitución sea —y cómo puede llegar a ser— la “casa de todos”.

2. Aunque bella, era una expectativa irrealista

La expectativa era irrealista porque ignoraba la crisis que atravesaba el país, a la cual el proceso constituyente buscaba responder. La crisis configura elementos de contexto general y circunstancias específicas.

En cuanto a los primeros, nuestro proceso constituyente tiene una diferencia de enorme importancia con otros procesos con los que a veces se le compara. A diferencia del español, por ejemplo, la experiencia chilena no ocurrió al final de una dictadura, sino después de un período de 30 años de funcionamiento normal de las instituciones democráticas (aunque neutralizadas, como lo explicamos junto a Constanza Salgado y Javier Wilenmann en el libro Democracia y neutralización [Lom, 2017]). Por tanto, no miraba, como en el caso español, a un pasado de dictadura que se quería dejar atrás y a un futuro de democracia que era visto con optimismo y esperanza. En vez, el proceso chileno miraba a una larga y progresiva deslegitimación política de la institucionalidad democrática. Y esta diferencia se proyecta hacia el futuro, que entonces es mirado con ambigüedad: con esperanza, sí, porque será el tiempo de la nueva Constitución, pero también con recelo, ante la posibilidad de que la exclusión anterior se replique en la institucionalidad que viene y de que los partidos políticos y los “poderes constituidos” la neutralicen y la conviertan en una constitución gatopardista.

A esto hay que sumar las condiciones en que comenzó el trabajo de la Convención Constitucional: con acusaciones cruzadas de terrorismo y violentismo por un lado y de violaciones a los derechos humanos y de presos políticos por el otro. Se trataba, además, de un órgano nuevo, al que todos los integrantes llegaban por primera vez, que no tenía prácticas ni reglas establecidas de antemano, en la que no había relaciones ni personales ni políticas previamente establecidas. Como la crisis es también la crisis de los partidos políticos, tampoco había condiciones propicias para la articulación política. 

En estas condiciones, esperar que el momento constituyente solucionara todas las divisiones y “nos uniese” en el plazo de un año era ignorar totalmente la realidad.

Crédito: Fabián Rivas

3. Cómo la constitución puede solucionar la crisis

Lo anterior es consecuencia de una observación bastante evidente: una sociedad estallada, quebrada, no se repara por decreto. Por eso no podía esperarse que la sola propuesta de nueva Constitución produjera el momento de unidad deseado. Pero esto no quiere decir que no sea parte de la superación de la crisis.

A mi juicio, la constitución anterior se hundió cuando se hizo evidente la conexión que había entre el modo en que ella fijaba los términos fundamentales de la convivencia y la experiencia de abuso.. Esta conexión, de hecho, fue certificada oficialmente varias veces, la última de las cuales ocurrió en 2018 cuando el Tribunal Constitucional decidió que la constitución prohibía la existencia de un SERNAC que pudiera proteger eficazmente los derechos de los consumidores frente al abuso de las empresas. Esto explica lo que el profesor Juan Pablo Luna agudamente observa: “Por mucho tiempo una parte significativa de la población en Chile estaba quedándose atrás, tenía altos niveles de resentimiento y estaba desarrollando un fuerte desapego institucional por sentirse sistemáticamente vulnerada. Eso explica que el conflicto social y el descontento que vemos hoy generen una rabia difícil de canalizar y volver a un cauce institucional”.

El abuso es unilateralidad, es la constatación de que no todos son igualmente considerados: unos pesan más que otros. Por eso la rabia y el resentimiento que Luna describe. La superación de la crisis es cambiar esta unilateralidad por reciprocidad, por la idea de que todos son igualmente considerados, igualmente dignos.

Esto es lo que hace la nueva Constitución: cambia los términos fundamentales de nuestra convivencia social y política, moviéndolos de la unilateralidad a la reciprocidad. La propuesta de constitución es acerca de «nuevos tratos»: eso es el Estado social y los derechos sociales, que buscan hacer que la prosperidad material vuelva a la sociedad, para asegurar las condiciones materiales de la libertad para todos; eso es la plurinacionalidad e interculturalidad, un nuevo trato entre el Estado y los pueblos originarios; la paridad, entre hombres y mujeres; el Estado regional, entre el centro y las regiones, etcétera. 

La nueva Constitución, entonces, comenzará un proceso de restablecimiento de la reciprocidad en nuestra convivencia, por oposición a la unilateralidad anterior. Y así contribuirá a superar la crisis. No será una solución automática, será un proceso. Pero no podría ser de otro modo, dada la profundidad del problema.

4. Cómo la constitución será “la casa de todos”

Si era irrealista la idea de que la constitución nos uniría, ¿debemos decir que lo irrealista era la idea misma de que la constitución sería una “casa de todos”? ¿Acaso estamos condenados a una constitución que nos divide, a ser un país dividido por la Constitución?

Esa conclusión sería apresurada. Y para eso es útil notar por qué la Constitución de 1980 nunca fue “de todos”: porque la manera en que diseñaba la política institucional tenía la finalidad precisa de neutralizar la política democrática, de modo que la institucionalidad que constituía no podía ser reconocida como “propia” por todos (véase mi libro La Constitución tramposa [Lom, 2013]). La institucionalidad de la nueva Constitución no es tramposa: no interviene los órganos de elección popular con integrantes no elegidos y designados, de modo que amplifiquen el poder de los herederos políticos de la dictadura; no tiene reglas contramayoritarias en el proceso legislativo que permitan a esa misma minoría bloquear la modificación o dictación de una ley; no sujeta la discusión política a la opinión de un órgano que actúa contra la política democrática en protección de la constitución; no condiciona su propia reforma a altos quórums parlamentarios, dándole así a pequeñas minorías que la defienden los medios para impedir su reforma. 

Todo esto significa: es una constitución que podrá, en el tiempo, ser reconocida como “de todos”, en el sentido de que no crea una institucionalidad pensada para unos en contra de otros.

Y aquí, el argumento se une a lo dicho más arriba: en la medida en que cambia la unilateralidad por reciprocidad, permitiendo así la reconstrucción de la convivencia; en la medida en que su institucionalidad sea vista como una que es para todos, no de para unos contra otros; en la medida, en fin, en que sea reconocida como la constitución que nos permitió reconstituir nuestra vida política, la nueva Constitución será asumida como «nuestra», de todos. Esto no es una predicción sobre el futuro, es un juicio que descansa sobre el sentido de los «nuevos tratos» contenidos en el texto, y sobre el modo en que configura las instituciones políticas fundamentales. En este sentido, y porque su contenido la convierte en el tipo de constitución que puede en el tiempo ser reconocida como “la casa de todos” —y no por la idea fantasiosa de que puede unir súbita y espontáneamente una sociedad fracturada, estallada—, la nueva Constitución es la casa de todos.

​​No más, porque somos más

La cátedra de Pensamiento Situado es una iniciativa nómade que entrelaza experiencias y modos de hacer del activismo, las prácticas artísticas y el pensamiento crítico desde América Latina. El encuentro, que impulsan las investigadoras Ileana Dieguez y Ana Longoni con el apoyo de la UAM-Cuajimalpa (México) y el Museo Reina Sofía (España), llegó a la Universidad de Chile entre el 30 de junio y el 2 de julio, en medio de las discusiones en torno a la nueva Constitución, bajo el título “Des/constituyentes. Prácticas e imaginarios por-venir”. En la primera jornada, tuvo lugar una conversación entre la teórica Nelly Richard y la exconstituyente Elisa Loncon, acompañadas por la investigadora Javiera Manzi. Aquí compartimos las palabras de Richard, quien reflexionó a partir de los saberes sobre la(s) lengua(s) que pone en práctica Loncon.

Por Nelly Richard

Quisiera entrelazar esta breve reflexión con algunas de las intervenciones que hemos conocido de Elisa Loncon en entrevistas o debates públicos desde que ella asumió la presidencia de la Convención Constitucional y luego se desempeñó como constituyente, para subrayar la importancia de la cuestión del lenguaje, del discurso y sus recursos enunciativos en la formación de las identidades y las relaciones entre culturas y géneros. Decimos “lenguaje” en una doble dimensión: primero, usar la lengua para nombrar lo que se nombra (sabiendo que la palabra recorta, clasifica, estereotipa o, al revés, descubre, revela, transfigura), y segundo, saber que el habla intercomunica cuerpos e instituciones mediante actuaciones discursivas que pueden funcionar como dispositivos autoritarios o, por el contrario, tener un alcance emancipador. 

Elisa le ha prestado especial atención a cómo funciona el lenguaje en los procesos de subjetividad y cultura, de constitución de identidades desde una perspectiva tanto feminista como decolonial. Nos hace falta esta reflexión sobre lenguaje, subjetividad y cultura en la encrucijada en la que nos encontramos. Por un lado, está la apuesta a que una nueva Constitución reoriente un diseño de país y sociedad motivando un pacto de entendimiento colectivo que amplíe sus fronteras para renovar la democracia. Y, por otro lado, está la constatación de que nuestra convivencia social está siendo afectada por un grado de conflictividad casi salvaje, de proliferación de múltiples violencias que atentan contra la posibilidad de fortalecer dinámicas intersubjetivas que favorezcan el relacionarse unas con otros desde lo que podríamos llamar, en términos feministas, el “cuidado”. Aplicado al lenguaje, podríamos interpretar el “cuidado” como la delicadeza de un trato con las palabras que las salve de la rudeza y sequedad de los lenguajes utilitarios (los del mercado, de la administración política) que están hechos para despojar al nombrar de toda potencia creativa y reflexiva. “Cuidado” sería también evitar las furias destructoras, las incitaciones al odio o las declaraciones de guerra que matan al lenguaje,  condenándonos a la impotencia (el cuerpo primario como un cuerpo cortado de toda ligazón con el sentido que nos vincula a los demás) o bien a la prepotencia (sentirse dueños absolutos de una verdad incontrovertible). El “cuidado” en el lenguaje se refiere, además, a habilitar ciertas condiciones de reciprocidad en el intercambio entre hablantes que, pese a lo conflictual de las disputas de sentido, acojan la otredad en lugar de querer exterminarla.    

¿Cómo interviene la dimensión simbólico-cultural de las prácticas discursivas en las visiones de sociedad que comunican entre sí a sujetos, grupos y comunidades? La respuesta atañe a la política en la medida en que supone un nuevo reparto igualitario de poder de intervenir en lo común entre quienes se sienten insatisfechos con la democracia representativa. Pero también concierne al lenguaje en tanto hace de mediador entre el cuerpo y la significación, la experiencia y la representación, la pulsión y el deseo y que, por lo mismo, los actos de habla pueden inhibir o bien estimular nuevas formas de conciencia y de sensibilidad.   

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El 4 de julio de 2021, se inauguró —en una sesión memorable— la Convención Constitucional bajo la presidencia de Elisa Loncon. Se relevó públicamente el máximo simbolismo de su condición de representante de los pueblos originarios como un gesto reparatorio, ya que Elisa proviene de una nación que, desde siglos de siglos, se encuentra condenada por el dominio estatal al olvido, a la negación de su etnia, a la supresión de su lengua, a la desposesión de sus tierras y a la persecución de sus derechos. 

Elisa Loncon y Nelly Richard en la Cátedra de Pensamiento Situado. Crédito: Felipe PoGa.

Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural.  Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres. 

Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.  

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Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal. 

Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio. 

La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.  

De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias. 

El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.  

Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos.  Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder).  Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad. 

Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno.  El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.

Elisa Loncon y los caminos que se abren para la democracia del siglo XXI

La presidenta saliente de la Convención Constitucional se encargó de ampliar los horizontes de posibilidad de la democracia, abriendo un cuestionamiento cultural y político señero para nuestros tiempos: ¿quiénes pueden imaginar el país del futuro?

Por Claudio Alvarado Lincopi

No es un develamiento decir que Elisa Loncon es una de las personalidades más importantes de 2021, aunque me atrevería a sumar también que será de las más sobresalientes del ciclo histórico que se abre. Las numerosas condecoraciones de las principales universidades del país o los reconocimientos internacionales que la situaron entre los personajes más influyentes del año recién finalizado, han sido formas de expresar las incontables energías que irradia Elisa en la reconfiguración de los sentidos culturales y políticos para las décadas venideras en nuestro país y en parte del globo.

Desde los primeros instantes como figura pública de interés general, cuando pronunció aquel emocionante discurso inaugural como presidenta de la Convención Constitucional, Elisa Loncon se ha ido constituyendo en una figura histórica que será impostergable para relatar en el futuro los sucesos políticos que hemos habitado durante el último tiempo. Y estos sentidos históricos, desde Elisa, se enarbolan como un nuevo proyecto societal que busca ampliar los marcos de comprensión del sistema político, económico y cultural.

Y esto es un remezón de siglos que todavía no logramos calibrar del todo. Con Elisa Loncon se gesta una fractura improbable, desde donde emerge algo impensado antes del 18 de octubre y sus múltiples efectos: cómo los pueblos indígenas, pero por sobre todo las mujeres indígenas, pueden conducir destinos, y más aún, desde allí edificar nuevos contornos para nuestra democracia.

Las mujeres indígenas, por décadas, si no siglos, condenadas tanto a la marginalidad como a la petrificación, ausentes en las tomas de decisiones y ubicadas como pretéritas figuras étnicas, hoy emergen como posibilitantes de nuevos tiempos, unos donde lo inverosímil se vuelve probable, donde es dable considerar que desde los márgenes sociales y epistémicos pueden edificarse parte crucial de los sentidos comunes del nuevo ciclo histórico. Quizás por ello Elisa Loncon fue incansable con el llamado al diálogo entre diferentes, quizás en esos gestos de escucha se logren oír por fin las profundidades ocultas, esas que Elisa ha convocado cuando nombra a mujeres, territorios, pueblos, regiones, disidencias, jóvenes, niños y niñas.

Elisa Loncon. Foto: Alejandra Fuenzalida.

La condición proyectual de estos llamamientos a grupos heterogéneos permitió reubicar en el centro del debate la pregunta por los miembros de la comunidad política. La presidenta saliente de la Convención Constitucional se encargó durante su administración de ampliar los horizontes de posibilidad de la democracia, abriendo un cuestionamiento cultural y político señero para nuestros tiempos: ¿quiénes pueden imaginar el país del futuro?

Elisa Loncon ha sido insistente en situar las exclusiones históricas ante esta pregunta, y aquellas insistencias causaron irritaciones y enojos entre quienes fueron definidos en su momento por Elisa como los privilegiados de la historia. Naturalmente, las heridas que no han sido sanadas duelen al ser tocadas, pero ha sido vital pasar por ellas, develar las cicatrices que ha dejado el devenir del país, y lograr edificar lo común también y fundamentalmente desde los y las excluidas. Aquí emerge un principio ético que Elisa Loncon ha logrado situar con profundidad en su mandato.

Y no se trata simplemente de inclusiones; las palabras y las acciones de Elisa no respiran desde la vieja promesa republicana, muchos menos de los actuales deseos multiculturales, es decir, no se gestan solo como ensanche de los márgenes de la comunidad política, ahora incluyendo y reconociendo como ciudadanos a los marginados de 200 años, pero manteniendo los centros de hegemonía masculina y eurocéntrica. No, las nociones instaladas caminan más bien por repensar los sentidos hegemónicos de nuestra sociedad, por debatir los centros gravitantes que le dan sentido a nuestra realidad desde las experiencias y saberes que los “otros” de la historia han acumulado y proyectan para el siglo XXI. Por ello Elisa habla de buen vivir, de superar el extractivismo, de profundizar la democracia desde las regiones, entre otros temas. 

Es que cuando Elisa Loncon habla de las nuevas formas de ser plural busca construir renovados razonamientos para el diálogo democrático, construyendo los pilares para afirmar un proceso postergado por siglos de colonización y que es horizonte básico para avanzar en el encuentro de nuestras heterogeneidades y conflictos: que las voces marginadas por la historia se vuelvan inteligibles.

Esto último parece fácil, pero es el problema que hasta hoy arrastra nuestra sociedad. Los pueblos indígenas, por ejemplo, no gozan todavía del oído abierto de las élites; la mayoría de estas últimas no logran o no quieren comprender las razones que activan los pueblos en sus reflexiones y acciones colectivas. Y como élite, no me refiero solo a quienes controlan poder económico, sino también a sectores políticos y culturales, incluso progresistas, que buscan incluir sin polemizar las estructuras de lo común. 

Allí Elisa Loncon ha abierto, con política y pedagogía, un camino que esperamos sea fructífero, donde el racismo que acusa irracionalidad, flojera, incluso espasmos de barbarie, logre ser arrinconado como expresión de un pretérito Chile, para avanzar en el reconocimiento y el diálogo simétrico de nuestras heterogeneidades.

Todo lo anterior, por cierto, no ha sido en Elisa solo palabra etérea. Sus acciones como presidenta de la Convención Constitucional fueron permanentes en buscar aquella inteligibilidad entre diferentes, ella fue vital en la construcción de vías para una convivencia democrática plural en un espacio de alta fragmentación política.  

Hoy, cuando atravesamos tensiones cruciales para los tiempos venideros, tales como el vínculo entre los pueblos y los territorios postergados, o las desigualdades y brechas de género, o la crisis climática y el extractivismo, o la precarización general de la vida, figuras como las de Elisa Loncon se vuelven cruciales e impostergables, liderazgos de amplitud democrática y que apuestan por una convivencia simétrica de la heterogeneidad, junto con proyectar horizontes de sentido fundamentados en los derechos humanos y de la naturaleza, son motores que dan esperanza a un siglo que a ratos parece aciago.

Además, en estos ánimos democratizadores que impulsa Elisa, es imposible no reflexionar sobre lo que ella, junto con convencionales como Rosa Catrileo o Adolfo Millabur, representa para avanzar en encuentros plurinacionales entre la sociedad y el Estado de Chile y el pueblo mapuche. Una relación que por décadas ha estado fraguada desde el Estado bajo políticas criminalizadoras y de focalización sobre la pobreza, hoy se abre bajo una oportunidad inédita hace siglos: establecer diálogos de carácter plurinacional para encontrar un camino de convivencia.

Con todo, la figura de Elisa Loncon, que por estos días cierra su presidencia de la Convención Constitucional, todavía es inagotable. Creo que lejos de pasar a una segunda línea del debate público, sus reflexiones seguirán siendo cruciales en los meses y años venideros, que se avecinan como un ciclo democratizador donde la política lejos estará de lecturas binominales, y cada vez más se sostendrá en una pluralidad de voces que hoy más que nunca son insustituibles e impostergables. 

Palabra de Estudiante. Disidencias sexuales: la deuda histórica continúa

Ad portas de un mes importante para las disidencias sexuales y de género, y ante la gran ausencia de personas trans en la Convención Constitucional, resulta fundamental reflexionar en torno a la deuda histórica para con las disidencias, sobre todo cuando en estos momentos de alta tensión y “oferta” electoral hay sectores o personas que nos utilizan como sujetos de aprovechamiento político.

Por Tomás Barrera Méndez

A semanas de una de las elecciones más importantes de los últimos 30 años, y encontrándonos en un momento histórico, inmersos en una pandemia, una crisis social y una revuelta que no ha culminado —y que dejó decenas de jóvenes presos políticos que, hasta hoy, no tienen respuesta sobre su libertad—, tuvimos la oportunidad de escoger quiénes serán las personas que redactarán la nueva Constitución, una demanda central emanada desde la ciudadanía movilizada a partir del 18 de octubre de 2019.  

Celebramos con éxito la inscripción de candidaturas provenientes de las diversidades sexuales y de género, quienes se atrevieron a asumir nuevos desafíos no solo para el cambio constitucional, sino también para disputar alcaldías y concejalías, espacios claves para la organización de los gobiernos comunales. Tras realizar un mapeo general de las candidaturas abiertamente pertenecientes a la diversidad sexual, Les Constituyentes —como se denomina el Observatorio Nacional LGBTIQ+— confirmó que el número total de ellas fue 52, lo cual habla de un avance claro en materias de participación activa en la disputa del poder. Esto evidencia, sin lugar a dudas, un progreso, pero pensamos que se debe perseguir más.

Luego de las elecciones efectuadas el 15 y 16 de mayo, y tras una derrota aplastante de la exConcertación y la derecha, que obtuvieron las cifras más bajas en estas elecciones, nos percatamos de que de las 52 candidaturas vinculadas a los movimientos disidentes, solo ocho lograron llegar a la Convención Constitucional, representando un escaso 5,2% de los escaños totales. Otro antecedente importante es que las personas trans no tendrán representación en la escritura de la nueva Constitución, lo que es un factor esencial y preocupante a la hora de plantearnos las futuras reglas que van a regir el Estado y nuestras formas de convivencia, pues una vez más, y como se ha hecho de forma histórica, las personas trans quedaremos fuera de las decisiones relevantes que nos atañen. Como si fuera poco, no solo estaremos excluídes, sino además personas cisgénero decidirán por nosotres, lo cual sigue generando un grado de marginación a la hora de enfrentar uno de los momentos más importantes que tenemos como sociedad.

Ad portas de un mes importante para las disidencias sexuales y de género, y ante la gran ausencia de personas trans en la Convención Constitucional, resulta fundamental reflexionar en torno a la deuda histórica para con las disidencias, sobre todo cuando en estos momentos de alta tensión y “oferta” electoral hay sectores o personas que nos utilizan como sujetos de aprovechamiento político. En estas circunstancias de doble marginación (ausencia y ser hablad-s por otr-s), es primordial hacer un llamado a la reflexión crítica y al ejercicio de la presión desde la población trans, para así lograr que las discusiones que hemos instalado desde las organizaciones puedan quedar plasmadas dentro de la nueva Constitución.

En junio, mes en que se conmemora en Estados Unidos el gran hito de Stonewall, no podemos dejar de recordar a Marsha P. Johnson y a Silvia Rivera, entre otras, quienes sufrieron la violencia de la policía y de grupos conservadores solo por manifestarse, exigir sus derechos y reclamar su visibilidad. Las mismas luchas que motivaron la revuelta de Stonewall siguen siendo aquellas por las que nos encontramos peleando hoy. No cabe duda de que en Chile hemos avanzado y que, a pesar de los fallos tras los que se esconden los poderes del patriarcado, contamos con la Ley Antidiscriminación y la Ley de Identidad de Género, que vienen a dignificar la vida de las personas que diariamente tenemos que vivir la exclusión.

En este mismo mes en el que nos preparamos para conmemorar fechas importantes para la comunidad LGBTIQ+, vemos con preocupación el avance de los discursos de odio que se ven materializados, por ejemplo, en el proyecto de ley ingresado por los diputados RN Cristóbal Urruticoechea y Harry Jürgensen, quienes, en plena pandemia y crisis económico-social, como si no pudieran siquiera sospechar los horrores a los que nuestra comunidad se ha visto expuesta en este escenario, propusieron prohibir el lenguaje neutro dentro de las escuelas, lo que no solo es un sinsentido dado el contexto actual, sino también constituye un acto de discriminación y transodio contra las identidades no binarias, replicando ideas conservadoras que buscan mantener la homogeneización masculina de la población.

A lo anterior, debemos sumar los problemas que han tenido personas trans al presentarse en los centros de vacunación contra el covid-19, dado que no se les ha respetado su nombre y sexo registral, a pesar de estar amparados por la Ley de Identidad de Género, fenómeno infame que hemos visto replicado incluso en las elecciones pasadas, lo que es una falta grave a su integridad.  Agregamos la denuncia que realiza el colectivo Organizando Trans Diversidades, en la que mencionan que incluso en el pase de movilidad implementado por el Gobierno esto no se ha respetado. Nuevamente, nos tenemos que enfrentar con situaciones de discriminación frente a las que el Gobierno no solo guarda un silencio cómplice, sino también elude su responsabilidad y  preocupación por el derecho a la identidad de las personas trans.

Sin duda, este es un mes en el que, a la luz de las luchas del pasado y su vigencia, continuamos reivindicando nuestra existencia como comunidad disidente sexual y de género, y afirmando que el contexto actual de profunda vulneración contra la población trans es impresentable. Esperemos que las personas electas constituyentes no nos excluyan otra vez de los espacios y no hagan oídos sordos a las demandas que desde hace años hemos impulsado, entre las que están el reconocimiento de las diversas formas de constituir familias, el derecho a la identidad de todas las personas sin exclusión, el reconocimiento del derecho a la no discriminación y a una vida libre de violencia, y el establecimiento del acceso a la educación sexual integral como un derecho clave para todas las edades.