Sacralidad y profanación

“Brito es una de nuestras pioneras en la poesía feminista, a través de toda su obra ha instalado una inflexión en clave de mujer en proceso deconstructivo, desautorizando el formato poético asignado al femenino”, escribe Patricia Espinosa sobre Trama, antología de Eugenia Brito.

Por Patricia Espinosa H.

Eugenia Brito tiene una amplia y sólida obra poética que justifica plenamente la aparición de Trama, antología realizada por la propia autora. Su itinerario de libros publicados comienza en 1984, en plena dictadura. No es un hecho menor escribir bajo amenaza, donde la escritura era la posibilidad de parecer culpable de insurgencia. Brito es una de nuestras pioneras en la poesía feminista, a través de toda su obra ha instalado una inflexión en clave de mujer en proceso deconstructivo, desautorizando el formato poético asignado al femenino.

La antología Trama se divide en ocho segmentos donde se seleccionan poemas de cuatro de sus libros: Vía pública (1984), Filiaciones (1986), Emplazamientos (1992), Dónde vas (1998) y “Veinte pájaros”, texto publicado en la revista boliviana El Zorro Antonio en 2015.  Si bien toda antología queda siempre a criterio del compilador, se echa de menos la presencia de poemas publicados en sus libros Extraña permanencia (2004), Oficio de vivir (2008) y A contrapelo (2011).  Esta inclusión permitiría tener una visión mucho más integral de la escritura de esta gran poeta.

Brito asume en su escritura una política donde emerge una voz en crisis, inserta en el horror, que necesita decir deconstruyendo la lengua, la escritura, yendo más allá de los límites de lo enunciable.  En el presente las y los escritores/as  intentan tematizar la crisis, olvidándose de la sintaxis. Esta disociación implica una despolitización de la forma.  Por tanto, el privilegio contenidista y la subordinación de la materialidad de la palabra. Brito, en cambio, ha sabido desde siempre que escritura y crisis van de la mano y que, por lo mismo, la poesía es un territorio privilegiado para la confluencia de una estética de la confrontación, el testimonio y la denuncia.

La poesía de Brito es experimental, de vanguardia, siempre, no solo en un contexto de dictadura, sino también en la posdictadura. En ambas temporalidades, la poeta va siempre más allá de la convención del género y del decir, sin abandonar jamás su preocupación rigurosa por el lenguaje y los modos de decir. Esta continuidad está anclada en la reelaboración constante de una escena donde la violencia contra seres marginados, fundamentalmente mujeres, es lo protagónico. La violencia como signo permanente permite la construcción de una alegoría nacional que nos remite al acontecer continuo de una realidad apocalíptica, una degradación que no cesa, donde solo quedan fragmentos esparcidos de viejos mitos y creencias.

Si tuviera que comparar los primeros libros de la autora con su producción de fines de los años 90 en adelante, diría que la gran diferencia es haber dejado atrás cualquier esperanza. Brito elabora un trayecto creativo donde solo queda en pie la derrota y, por supuesto, la escritura.

En Vía pública —el volumen iniciático, el germen de su escritura— es posible advertir con exactitud el proyecto estético de la autora. Debo agregar que no es común que un primer libro sea capaz de dar cuenta con tanta destreza de un trabajo artístico donde confluirán las obsesiones que Brito ha desarrollado en la totalidad de su obra.  Me refiero con esto a temáticas como la mujer, la ciudad, la violencia, la represión, el desamor, la religiosidad, la muerte, el suicidio y, por supuesto, la patria.  

Desde mi perspectiva, Brito es nuestra gran poeta de la metrópolis. Su escritura, por tanto, es como señala Adrienne Rich, localizada. En Vía pública, Brito así dice: “parto de mi ciudad y de sus voces/ veladas” (Tramas 89). Voz que afirma posesión y constata otredades veladas. El velo, recurrente en su escritura, me lleva hacia otro término, aún más constante en la poesía de Brito, quien así señala: “Los que habitan afuera/ me han dicho/ que van a cubrir de gasa toda la ciudad” (Tramas 16), “Sucede que la gasa me partió el alma en dos” (Tramas 17), “El sueño del abandonado/ corta al desnudo el velo de sus sienes/ en la ciudad cubierta de gasas/ El cuerpo se esfuma entre cenizas (Tramas 53). Gasa es un término que en la escritura de Brito asume la condición de dispositivo, que permite entrever lo real, sin clausurar la visión, sino que dejando atisbar indicios de lo que hay tras ella. Brito, por tanto, acude al término gasa para dar cuenta de una representación velada de la realidad, una realidad también enferma, en duelo perpetuo.

Su mirada focaliza y se emplaza, así queda manifiesto en su poema “Metro de Santiago de Chile”,  donde visualiza este sitio como un “altar” de los “parias” (Tramas 23) para luego agregar: “La máquina, la máquina seduce con este socavón/ que a tanto esclavo oprime y es esbelta la franja/ que los guarda. Dulce la promesa de su respiración” (Tramas 27). Leo acá un acierto simbólico impresionante. La poeta reconoce el carácter de fetiche del Metro, lo cual desde hoy nos permite vincularlo con las posibles motivaciones de la quema del Metro durante octubre de 2019. En el segmento de esta antología “Las alucinaciones de Metro”, también del libro Filiaciones, la autora propone un punto de vista entre una tercera y una primera persona que remiten a una escena. Se trata de un cuerpo de mujer y una voz que se pregunta por lo que es, por aquello que le dicen y por lo que oye. La esteparia es el nombre de esta voz femenina que no duda en reconocerse cautiva (Tramas 48).

Otro símbolo importante en la escritura de Brito es la Virgen. La divinidad, ubicada en el cerro que domina toda la ciudad, aparece como una lejanía que la voz lírica femenina confronta denominándola “Madre”. En el segmento de este libro titulado “A la poderosa madre de Chile”, la hablante establece un contrapunto con la figura material, el monumento, pero también apela a un universo simbólico que permite la convergencia y el distanciamiento entre dos sujetas. Así, la poeta nos dice: “Cómo suben hasta tus genitales/ madre/ cómo te lavan los hijos/ madre/ cómo me lavaron a mí/ madre/ que ya no me oigo de tan acurrucada” (Tramas 39).  La voz lírica acusa haber sido lavada/purificada en su genitalidad, al igual que la Virgen; aun cuando ambas han sido violentadas, una permanece en su sacralidad y la otra, en el lugar de la profanación. La Virgen se ciega, acusa esta escritura, ante la agresión que experimentan sus fieles, sin embargo, tal como aparece en el poema “Alucinaciones del Metro”, la hablante ruega a la Virgen-Madre: “No me traiciones, madre, / aulló. / Sosténme, no me dejes que me han herido los pies estos fantasmas” (Tramas 49).  Destaco el enunciado intercalado “aulló”, que remite a una tercera persona, una voz panóptica, cercada por la apelación desesperada a la figura divina.

Brito escribe a partir de una sintaxis tan quebrada como la realidad.  Elabora escenas oscuras,  dolorosas, siempre ligadas a una corporalidad y a un contexto de violencia. La mujer errante que transita balbuceando su historia, la mujer que emite un discurso posromántico al amante desaparecido, la mujer que asume la voz de las hermanas Quispe, de los desaparecidos y torturados, remarca su “falta”, aquello que le han restado. Para contrarrestar la disolución, en el libro Emplazamientos (1992), la sujeta señala: “Deshacer la realidad vista por el espejo/ ¿qué me dicen del hueco?” (Tramas 67). Estos versos permiten abordar parte de la poética de Brito: deshacer o deconstruir la realidad, que se disemina, que no es una. Asumiendo, además, la existencia de un “hueco”. De tal manera, es posible asociar oquedad con genitalidad material, corpórea, la cual configura como: “hueco genital” (Tramas 85), “el genital hundido” (Tramas 86), “esta genitalidad tan débil y violenta, mi magra y terrible boca corporal” (Tramas 114). Genitalidad hundida (en oposición a protuberante como el genital masculino) que clama escritura y se impone como un deber.

Eugenia Brito es un referente poético, una escritora comprometida literaria y políticamente, creadora de una estética sobre la violencia y la sujeto mujer, a estas alturas, fundamental para la poesía; además ha sido inspiración para innumerables mujeres poetas. Hace bastante tiempo que su obra merecía una antología como esta.

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Trama
Eugenia Brito
Mago Editores, 2020
166 páginas
$14.000

Aquí, Chile: literatura neoliberal y literatura post estallido

Por Patricia Espinosa H.

Complejo resulta mirar nuestra literatura si asumimos hablar desde el interior del estallido social. Sin embargo, los signos estaban ahí evidenciando por medio de gritos o susurros las múltiples grietas y fracturas que iban opacando la brillante y monocorde atmósfera de progreso que pretendía ocultar la tragedia de vivir en el país más neoliberal del mundo. Porque desde siempre el espacio propio de la buena literatura ha sido la grieta: habitar una grieta, provocar una nueva, ignorarla, incluso rechazarla. Por eso, si la literatura decide habitar en la árida superficie que sirve de escenario para el despliegue del poder, no logrará sobrevivir.

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Durante la dictadura, la literatura nacional, realizada tanto al interior del país como en el exterior, tuvo como eje, precisamente, la dictadura. Todo texto de poesía y narrativa se orientó a la confrontación y denuncia del orden represor de manera alegórica o realista. La torsión hacia la estética neoliberal viene después, con la llegada de la democracia pactada con el poder militar y empresarial y tiene como momento fundante la década de los 90. La estética neoliberal impuso y sigue imponiendo el predominio de una voz, ya sea narrativa o lírica, privatizada, es decir ensimismada, concentrada en su individualidad e intimidad. El otro, la otredad, no aparece más que como parte de la escenografía que rodea el itinerario agónico del narrador o personaje principal. La subjetividad, por tanto, se empequeñece al punto de su cosificación, sometida a una continua anestética o pérdida de la sensibilidad, en este caso para percibir la existencia del otro o la otra; además, la memoria se debilita, se hace pequeña, insignificante, salvo para el drama familiar o sentimental. Obviamente, cualquier proyecto colectivo está ausente, ya que el sujeto ve en la alteridad un escollo para el logro de sus objetivos. Incluso la ciudad pasa a ser un territorio amenazante (que interrumpe el desplazamiento del narciso) o un espacio ridículamente idealizado, sanitizado, donde el sujeto puede armar su ruta personal no afecta a interrupciones. La ausencia de diversidad de sujetos, en consecuencia, se vuelve fundamental. Una voz predomina, la burguesa, es decir, con sus necesidades materiales más o menos resueltas. Los y las otras o no aparecen o quedan en un segundo o tercer plano. Sujeto popular, migrantes, pueblos originarios, trabajadores explotados, enfermos sin atención y ancianos empobrecidos. Pero la estética neoliberal no se detiene ahí, porque abarca también las expectativas de un sujeto que ya no tiene el refugio de una utopía, por lo tanto, sólo le queda un desencanto no trágico, algunas veces cínico, otras simplemente indiferente. Por todo esto resulta obvia la ausencia de cuestionamiento a la explotación laboral y al sistema de castas: los personajes se mueven en un orden social naturalizado. Esto implica que la literatura se retraiga sobre sí misma, orientándose a historias mínimas, sucesos cotidianos, donde los narradores, y también muchos poetas, han dejado de lado todo, salvo el yo y su despliegue incesante.

Crédito: Alejandra Fuenzalida

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La literatura chilena, a partir del 90, se produce bajo el predominio de las lógicas neoliberales, expresadas bajo la forma de la mercantilización de la cultura. En este sentido, si tomamos en cuenta lo dicho por Harvey: “No cabe duda de que la neoliberalización ha hecho retroceder los límites de lo no mercantilizable” (Madrid: Akal, 2007, p. 182) podemos preguntarnos acerca de los efectos que la mercantilización ha tenido sobre la narrativa publicada desde 1990 hasta la actualidad (2019). Las presiones mercantilizadoras sobre las producciones ficcionales se advierten al interior de los propios textos, así como en su lugar dentro de la crítica y el mercado.

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Una vez reinstaurada la democracia, la literatura dio un giro radical. Pienso en los 90 y la emergencia de la Nueva Narrativa y su adscripción a la promesa neoliberal: la globalización de la literatura. Entiendo esto último como la negación de todo signo de identificación territorial, en última instancia la negación de un contexto latinoamericano, el uso de un español neutro, facilitador para el lector mundial y las posibles traducciones, la cita de alta cultura y la exclusión total de toda problemática social.

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Más acá de los 90, mucha literatura neoliberalizada se ha publicado y se sigue publicando. Que la literatura mostró la crisis antes del estallido, sí, pero no toda. No puede haber aquí una defensa corporativa, gremial, que intente dejar a la literatura como un oasis de crítica, sospecha o denuncia constante. No, porque mucha narrativa ha acompañado a los discursos oficiales, plegándose acríticamente a la naturalización del modelo. Sólo basta pensar en todos esos relatos sin anclajes, con ausencia o débiles referencias a todo aquello que pueda sonar a latinoamericano y que se ofrece desde una neutralidad globalizada. Sólo ese aspecto nos habla de un sujeto/a sumiso, desmovilizado, inhabilitado para ejercer presión o intentar cambiar su estado de desesperanza.

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La ficción atada a la representación de lo real deviene de una episteme, la neoliberal, que acosa al sujeto/a, que no le da tregua, cuyo fin es su destrucción o la obediencia del sometido/a al manual neoliberal. Ante esto surge la mayor parte de las veces de manera incipiente y en otras de manera radical, una estética de la derrota, y es precisamente esta derrota la que prefigura el estallido social. Sin embargo, hay un aspecto importante que la literatura prácticamente no vio, no fue capaz: el entusiasmo, la confianza colectiva en que quizás esta sea la vez en que la infame ruleta del poder escuche las demandas del pueblo. Presenciamos la sorprendente y hasta alegre reinstalación de la utopía contra la cual los partidos políticos y su corruptela connatural ya están complotando para convertirla en anuncios de campaña que les permitan refundar su deslegitimado poder.

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Tal como plantea la posmodernidad, la estética neoliberal incluye también la falta de verdades absolutas y la fragmentación del sujeto. Pero es precisamente por ahí por donde se comienza a filtrar un excedente antihegemónico, me refiero con esto a indicios de torsión a la lógica neoliberal. En las narrativas de mujeres y homosexuales y en las de la memoria, los gestos antihegemónicos dejan de ser indicios de subversión y pasan a formar parte de su contenido fundamental. Sin embargo, es necesario hacer una salvedad, la literatura homosexual masculina burguesa emerge como una tendencia ya no marginal, sino visible y, por lo general, como un dispositivo orientado a realzar poder y clase, deslizándose hacia una banalidad autocelebratoria y una sexualidad convertida en objeto de consumo.

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Hubo que esperar hasta los 2000, fecha en que se conmemoraron los cuarenta años del golpe militar, para que nuestra narrativa diera un giro hacia la historia. La publicación de posmemorias ha significado la vuelta hacia una ficción que se nutre de no ficciones y que retoma la dictadura desde el punto de vista de los hijos. El lenguaje deja su transparencia, su consumo facilista, que se había hecho habitual, para poner en jaque la épica de los 70 y cobrar cuentas a la generación de los padres. Esta escritura sí manifiesta un explícito descontento, falta de expectativas, ausencia de proyecto y mucho resentimiento. La posmemoria corre en paralelo al surgimiento de la autoficción. Un tipo de narrativa en la cual confluye la ficción con la biografía del autor/a, donde se elimina la acción, los acontecimientos se limitan a lo cotidiano, intrascendente, y el tiempo parece detenido. Mucho yo, mucho individualismo, pero también soledad, tristeza, nuevamente mundos burgueses apresados por una lógica del consumo ligado a las relaciones afectivas. El tiempo en estas narraciones se ha condensado, los periodos son breves, no hay pasado ni futuro, sólo un presente continuo, interrumpido por crisis de sujeto/a, que alteran los ritmos de vida sin que esto signifique dramatismo o tragedia. Es más, todo lo trágico termina por diluirse en pos de la sobrevivencia automatizada de los personajes o del llamado darwinismo neoliberal.

Crédito: Felipe PoGa

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La autoficción se ha vuelto una moda o tendencia que fácilmente se podría rechazar en bloque por sus innegables parentescos con la lógica neoliberal, sin embargo, me parece necesario hurgar un poco más en ella. Se trata de una escritura sobre una intimidad en crisis, despojada de todo, donde lo único que queda en pie es el sí mismo/a. Sin épica resulta natural la introyección del sujeto/a, el privilegio de situaciones domésticas que dan cuenta del vaciamiento de expectativas, de la impotencia de no poseer algo más que al propio yo; son escrituras del después de la derrota, del momento en que surge un estado de tregua, donde sólo queda vivir en el pequeño territorio asignado y, en ciertas ocasiones, asumir cierto cinismo o ironía.

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Las escrituras de mujeres desde el 90 en adelante manifiestan mayoritariamente un giro radical. Advierto, acá, un territorio de escrituras orientadas a privilegiar a la mujer en su dimensión política. Sin edades que marquen generaciones, las escritoras abandonan los lenguajes sutiles, las retóricas oblicuas tan bien recibidas por nuestro macho campo literario, para poner en escena las operaciones patriarcales y su pedagogía orientada a subordinar a la mujer. La escritura de mujeres en sí misma se está convirtiendo en una revolución del lenguaje, amarrada a la exigencia de cambio social, donde se enfatiza la presencia de cuerpo, la diferencia de género, el abuso y la memoria como un lugar fundamental para la deconstrucción del sujeto mujer.

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La crisis tiene una presencia constante en nuestra literatura, incluso en la plenamente neoliberalizada, y no implica necesariamente una energía contrahegemónica. Aun cuando sea de Perogrullo, reiteraré que no hay literatura sin crisis y que, por tanto, si de literatura y crisis se trata, es casi imposible encontrar un texto donde se haya eliminado la crisis. He intentado derivar a un tipo particular de crisis, aquella ligada al estallido social que estamos viviendo. Pero esto no puede implicar la elaboración inoportuna, dado el contexto y este espacio, de listas con autores y autoras que hayan vaticinado la revuelta social o, en su contrario, autoras y autores que se hayan plegado al discurso hegemónico. Por supuesto que hay nombres que son más que evidentes y que ya he mencionado en otros lugares, porque son claramente una interrupción violenta en el curso del orden neoliberal o su afirmación tajante. Pero si hay algo que el estallido ha mostrado es que las chilenas y los chilenos sí leíamos y sí podíamos expresarnos. Durante años se construyó una mitología que relegaba a gran parte de la población a un estado de barbarie no lectora y por lo tanto incapacitada del derecho a hablar, esclava sumisa de la televisión y los medios. Pero entre todo lo que comenzó a arder desde el 18 de octubre también se arrojaron al fuego las ansias monologantes de las elites, el monopolio de la palabra y del discurso, sus límites, cánones y escalafones. Es difícil creer que todo eso se calcinó y quedó reducido a cenizas, más cuerdo sería pensar que apenas se chamuscó porque son estructuras viejas y poderosas, resistentes, pero aun así deberían provocarse cambios importantes. Por eso, más que celebrar los poderes predictivos de la literatura deberíamos preguntarnos de qué lado queremos que esté la literatura que viene.