José Ángel Cuevas: el poeta que quiere volver

La obra de Pepe Cuevas (Santiago, 1944) no ha dejado de ser un territorio de memoria y resistencia, un proyecto geopolítico que conversa con las muchedumbres y la ciudad, si es que ambas no son lo mismo para él. No enuncia, sin embargo, desde el púlpito ni grita a las masas para conmoverlas: surfea los nuevos tiempos sin darle la espalda a la historia del exChile, apunta en este texto el joven escritor Nicolás Meneses. Su habla, dice, logra agrupar fiesta, música, conversación; la dialéctica militante, el Chile apolítico, el reporte de guerra, la rabia acumulada, la literatura social y la tradición poética chilena.

Por Nicolás Meneses

Zapatos, pantalón de tela, camisa, chaqueta negra de cuero y un bolso cruzado. Así llegó José Ángel Cuevas a una lectura de poesía a la que lo invitamos en 2013 a la UMCE, y así lo volví a ver casi siempre. Fuimos, increíblemente, la primera generación de estudiantes que lo invitó a su alma mater a leer su poesía. Lo convidamos a almorzar al casino con la beca Junaeb y no paró de hablar y de preguntar por ese pedagógico devenido en universidad con siglas, hacinado, tomado aún por profesoras y profesores contratados en dictadura. Él nos contó de un pedagógico en donde los edificios de cuatro pisos en que teníamos clases se usaban como pensiones para las y los estudiantes de regiones, nos indicaba las salas donde se hacían asambleas y los lugares donde se discutía, organizaba, bebía e incluso peleaba. Nuestro relato de la universidad precarizada, destruida y desmemoriada no lo asustó: “mejor, así se organizan, se juntan”.  

Las invitaciones se repitieron: en las tomas, en los paros, en las lecturas bailables que organizamos, Pepe Cuevas fue un nombre que se repetía. Cada vez que lo llamamos, su respuesta era automáticamente afirmativa. Y cuando llegaba el día, a veces ni se acordaba a qué lo habíamos invitado. Una vez, con ese descaro sutil que muestra en momentos de conversación, nos preguntó si de verdad lo leíamos. Tímidamente, comencé a nombrar parte de sus libros y algunos ni siquiera se acordaba de haberlos publicado. Lo que sí me quedó claro en las pocas ocasiones en que lo vi fue que Pepe Cuevas escribe como quien conversa. En el epílogo de Restaurant Chile (2005), su mejor antología, Raúl Zurita dice que Pepe es un poeta que transita poderosamente desde la intimidad y se instala en el habla, pero no a la manera de Parra, sino en un habla que se colectiviza: los poemas de Pepe Cuevas son retratos a pincel fino de un pueblo que vive un país antes del Golpe y padece un Chile después del fatídico 11 de septiembre del 73, una traición que en el poema “El sueño de Kiko Rojas” imagina frustrada: “Nadie puede/ ni podrá decir que el pueblo de Chile/ fue vencido en un par de horas.// En el sueño se verá/ a los Cordones/ Vicuña Mackenna/ Cerrillos/ Maipú/ fábricas/ e industrias/ que habrán de saltar sobre la Fach/ Escuela Militar/ regimientos sediciosos/ Hay un millón de obreros en la calle”. 

Crédito: Fabián Rivas

Perteneciente a la llamada generación del exilio interior, Cuevas vivió ese contraste de época de un periodo de jolgorio popular a una dictadura cívico-militar brutal. Su poesía arrastra ese ánimo tragicómico que trajo consigo pasar de una posible utopía a la devastación. En dictadura, ya no tiene sentido la poesía, y como tal se hace llamar expoeta, llevándose a todas esas muchedumbres, calles, organizaciones, edificios e hitos que no pararon de desfilar en sus poemas: Efectos personales y dominios públicos (1979), su primera publicación, le sirvió para inscribirse en la SECH e intentar salvaguardarse de la persecución de la DINA, que quería obligarlo a hacer contactos con gente del MIR. El largo poema Introducción a Santiago (1982) es un viaje alucinante, mezcla de monólogo, tomas aéreas de dron y sampleo de “En un largo tour”, de Sol y Lluvia, que nos lleva a ver la vida tal como es; un poema-ciudad que desborda las geolocalicaciones y las rutas que traza Google Maps. Un gran poema-urbe cuyos edificios y alamedas bullen de agitación y los nombres de sus calles se cruzan como peatones desesperados. 

En una entrevista que dio en 2018 a la Revista de Libros decía: “Santiago no me la ha ganado”, recalcando una actitud de persistencia frente a una ciudad tomada por el negocio inmobiliario, las transnacionales y los malls. Es ese rastro, especie de grafiteo en la página, lo que hace de la poesía de Pepe Cuevas un registro público increíblemente contingente. Su obra entrega la falsa impresión de una escritura atrofiada por el Trauma de la Dictadura, la Persecución, el Chile Post y el Expoeta. Y los escribo así, en mayúscula, como uno de los procedimientos de su poesía en que punza las palabras y las graba “al interior del espacio que uno Es” (Proyecto de país, 1994). 

La obra de Pepe Cuevas no ha dejado de ser un territorio de memoria y resistencia, un proyecto geopolítico que conversa con las muchedumbres y la ciudad, si es que ambas no son lo mismo para él. No enuncia, sin embargo, desde el púlpito ni grita a las masas para conmoverlas como el poeta cohete José Domingo Gómez Rojas. Surfea los nuevos tiempos sin darle la espalda a la historia del exChile, el país antes del Golpe. Sus libros más recientes demuestran un interés en el deteriorado espacio público, y su crítica a la alienación consumista y tecnológica es la más evidente: “una pantalla una voz que nos habla/ es la Voz de los Grupos Económicos/ Oh Patria del Consumo” (“Poema 18”) o “Aquí y ahora se hablará de la Banca,/ cuotas/ intereses/ comisiones muy/ muy altas./ Tanto así que los pobres usuarios/ No las podrán pagar, sencillamente” (“Poema 4”). 

Es quizás a partir de Maquinaria Chile y otras escenas de poesía política (2012) donde la presencia del Chile neoliberal se siente con más fuerza en su poesía y se refrenda en libros como Poesía del American Bar (2012) y Capitalismo tardío (2013). En ellos se hace más claro el camino de un país de militancia política y grandes conquistas sociales al de la privatización y tercerización. Para el expoeta, la realidad de ese Chile es monstruosa, inconcebible. De ahí que su rabia no solo se vuelque a los responsables de repartirse el país como un botín de guerra, sino también a esa gente que dejó de ser pueblo: “Un pueblo vencido se merece estar / a honorarios / no tener previsión / derecho a salud / jubilación mínima / un pueblo vencido/ no tiene derecho a nada / porque las leyes/ laborales les fueron requisadas y expropiadas.// Un pueblo vencido. / Sólo debe ser dócil./ Se lo merece” (“Poema 23”). 

Sin embargo, es el mismo que en sus poemas logra entrar en los engranajes del lenguaje proletario y de los antiguos sectores productivos del país: “Un camión blanco hará su entrada al amanecer/ bajo el estruendo de la maquinaria/ teclados/ émbolos/ rodillos que aparecen/ y desaparecen// el traqueteo fuerte/ del Puente Carrascal/ donde se halla Juan Reveco Ruz/ con su parka subida” (“Indus Lever”). Con ello no hace más que reafirmar su fascinación no solo por el mundo y el lenguaje del trabajo, sino sobre todo por el de las y los trabajadores. 

Pepe Cuevas adolece profundamente la pérdida de identidad del proletariado convertido en operarios y operarias, parte de una cadena productiva impersonalizada, aséptica e inodora. Acompañar a su padre arreglando máquinas de escribir para tantas fábricas lo impregnó de esa fascinación por los oficios. De ahí el tono sentimental de muchos de sus poemas que se lamentan por la pérdida: “¿Por qué destruyeron Ferrocarriles del Estado/ si la Electricidad Nacional los alimentaba/ y corrían por sus líneas 20 vagones llenos como unas estrellas/ en la noche?/ ¿Por qué se detuvo la circulación de los ramales/ Perquenco, Maule, Constitución y Villarrica?/ (…) ERA CHILE EL QUE PASABA POR SUS VENTANAS ABIERTAS/ y ya no pasa” (“La destrucción de ferrocarriles del Estado plantas y materiales”, 1992). 

Si bien parte de la obra de Pepe Cuevas puede leerse como poemas chamullentos de un hablante que repite las mismas quejas en otro orden, es esa insistencia mezclada con una diversidad de procedimientos los que le otorgan a su obra una vitalidad tremenda. Su habla, la de sus poemas, logra agrupar fiesta, música, conversación; la dialéctica militante, el Chile apolítico, el reporte de guerra, el impacto de la publicidad, la rabia acumulada, la historia, los exsindicatos, las exempresas del Estado, imágenes oníricas, la literatura social y la tradición poética chilena. Tampoco hay que olvidar su trabajo gráfico en Álbum del ex-Chile (2008), compuesto por portadas de prensa del período 1970-1973, más poesía y textos testimoniales; la novela Autobiografía de un ex-tremista (2009), y su libro Materiales para una memoria del profesorado (2002), pues mal que mal, Pepe siempre ha sido un profesor de Filosofía del Pedagógico. A pesar de la amplitud de su obra, esta no ha sido bien difundida, y en una entrevista que logré hacerle el año 2019 para Revista Santiago habló sobre su mala experiencia con algunas editoriales. Quizás es por eso que su nombre siempre suene tímidamente como candidato al Premio Nacional.

Quisiera detenerme en una de sus desconocidas obras audiovisuales, Serey llora por Santiago (1999), una producción amateur grabada en San Antonio donde un angustiado Serey (Pepe Cuevas) camina a orillas de la playa y conversa en un restaurant con dos amigos sobre su deseo irrefrenable de volver a la capital. “Soy un hombre de las urbes”, dice en algún momento, ante lo que los parroquianos que lo acompañan le preguntan incrédulos “¿por qué no se vuelve?”. Pero Serey no tiene la respuesta. Lee, escribe poemas, conversa y camina por una playa mirando un mar que desprecia, pensando en su exvida. La pregunta sobre Pepe que me ha perseguido después de la revuelta social es si acaso llegó el momento de que el poeta vuelva y sobrevuele Santiago como en un sueño. Tal vez nos hablará de otro horizonte al modo de uno de esos breves momentos en que se da la oportunidad de ilusionarse: “¿Se podría vivir otra vida, compañeros bolcheviques?/ ¿Volver a juntarnos/ tocar el bombo/ guitarra/ charango/ tratar de cambiar la realidad?/ ¿Transformar el mundo?/ Piénsenlo./ Confío en ustedes./ Sé que no me van a fallar” (Poemas bolcheviques, 2018). 

Nadia Prado: Quien no se debate es un cadáver

Ante la inminencia de la muerte —de la propia, de la de quienes amamos, de la de aquellos a quienes nos arrebataron—, la poeta Nadia Prado (Santiago de Chile, 1966), escribe. Ante el terror que le provoca la inmovilidad, piensa. O quizá no piensa, quizá desea ese instante en que el pensamiento se ve interrumpido y aparece el poema. Ese momento que ningún pensamiento organizado puede traducir.

Por Julieta Marchant

***

“El poema es un movimiento, ‘una actividad, no un producto’.
(Im)potencia, no poder —o no con el poder—. Minoritario, disidente”.

—Nadia Prado

Me pidieron que escribiera este texto mediante una pregunta: “¿Te gustaría escribir sobre algún/a autor/a?”. Ante la potencial ambigüedad del formato, pregunté si tenía que ser un texto desde el yo. “Puedes escribir lo que quieras, originalmente yo lo pensaba en tercera persona, un perfil”. Pero los textos que me mandaron de ejemplo estaban afincados en el yo. La profunda —y al parecer insoslayable— caída en el yo. El yo se abisma en un agujero que es el mismo yo: como un yoyo (el juguete), el yo (el pronombre personal en primera persona) es lanzado y vuelve mediante su cordón a quien lo lanza. “El yo, que es tan simple porque esta representación no tiene contenido alguno” (Kant). El yo anuda la dispersión de los enunciados —el yo: partícula gramatical vaciada y viciada—, forma de la conciencia, inaccesible y, sin embargo, necesaria.

“Pero yo, es cierto, no sé quién soy” (Nadia Prado).

***

Ante la incógnita de qué escribir —o desde dónde escribir—, Alejandra Costamagna me manda ejemplos. Uno es un perfil sobre Idea Vilariño. Lo reviso y está hinchado de cosas que otros dicen de Vilariño y de afirmaciones de Vilariño misma. Pero Nadia Prado dice tan poco, casi nada, en público, que eso se ha vuelto proporcional a lo que dicen de ella en los medios.

—Voy a armar un libro de entrevistas a escritoras chilenas vinculadas a los ochenta y noventa, te tengo en la lista, ¿te parece participar? —le dije hace un par de años.

—No —respondió.

—¿Cómo que no?

—No tengo nada que añadir a lo que escribo.

Nadia ha decido callar de manera radical hace un par de décadas. No da entrevistas, deja pasar invitaciones de toda naturaleza, hay que tironearla y convencerla de cualquier aparición que no sea en su casa pareada en la discreta calle Girardi, en su pequeño patio con un par de amigos, aceitunas y queso de cabra.

“Yo no puedo volar” (Nadia Prado).

***

Un ensayo del filósofo Sergio Rojas sobre uno de los libros de Nadia no deja de visitarme. Rojas, después de citar un poema de Prado, escribe: “Han escuchado la imagen, ¿qué más podría decir? ¿Qué más que no esté de más? Algo en mí quiere volar”. Si me visita es porque da cuenta del instante en que el filósofo y la poeta se encuentran. El filósofo (estudioso de Kant, por lo demás, quien no agota, pero sí calma el pensamiento en una inmensa estructura de certezas) admite su impotencia ante la poesía: qué podría decir después de este poema. El filósofo guarda silencio. La poeta también, aunque sigue escribiendo, laboriosa. El filósofo —este filósofo, al menos— comprende que la poesía le indica algo que la filosofía no puede, o algo que la filosofía persigue —sin poder del todo capturar— después de que la poesía ha dicho. Este filósofo comprende que la poesía no se remite al entendimiento (perdonen que ocupe la conceptualización kantiana) y que la poeta opera en otra facultad (la imaginación), que interfiere la cadena de facultades, que interrumpe la manera en que hacemos experiencia, que hace aparecer lo inaudito y que, con ello, suspende el pensamiento. El filósofo podría “traducir” aquello que la poeta dice y, sin embargo, consciente de su insignificancia, calla: “¿Qué más [podría decir] que no esté de más?”. El filósofo se silencia ante el poema.

Nadia Prado estudió filosofía en Arcis e hizo su tesis sobre Juan Luis Martínez. Algo en ella quiere volar. Algo en ella posee el impulso de tachar el nombre propio. Sergio Rojas dirigió su tesis. Después de la defensa fuimos a comer a plaza Brasil. A Sergio Rojas le gusta el pollo arvejado con arroz. Nosotras, según recuerdo, comimos mechada con papas fritas.

***

Hay algo, como lectora de Montalbetti, que me interesa particularmente: el momento en que Montalbetti (el poeta) hace crisis cuando el filósofo (Badiou) nos traduce un poema (de Mallarmé). Comento ese texto con Nadia: el poema está solo en el poema, ningún discurso puede reproducirlo. La traducción del poema, que hace la prosa filosófica, le saca el poema al poema. Es decir, “lo explica” y, al explicarlo, el poema desaparece. Por eso alguien como Sergio Rojas enmudece ante un poema de Nadia Prado: sabe que allí algo ha aparecido, que la filosofía desea explicarlo y que, al hacerlo, ganamos una pérdida. El gesto de Rojas de silenciarse es una manera de resistencia a la filosofía —suspende el discurso y le hace espacio al poema—. Entiendo que a Nadia esto le interesa, aunque indica un par de objeciones que no comprendo. Hay otras cosas que sí entiendo, o que al menos integro: el asma que le entrecorta el habla, la cicatriz que le cruza el labio superior (trató de compartir la comida con un perro siendo niña: se ve que perdió), el tajo en el dedo índice que le dejó un surco en la uña (una máquina de imprenta se lo rebanó en dos). Tartamudea cuando está nerviosa, hace una ínfima “o” con la boca y aspira, tiene la costumbre de parpadear lento y apretado cuando se siente inquieta y trata de “usted” por afecto o por respeto (en ella el respeto es algo ético, jamás significa pura formalidad). Suele pasarse las manos por el pelo —una melena crespa y canosa—, se lo alisa con las palmas y sonríe. Es de risa fácil cuando se siente cómoda. Sus dientes frontales son grandes y eso le da un aire infantil. Nunca ha dejado de tratarme de usted en diez años, salvo cuando se enoja.

—¿Cómo está, mi Julietita?

Mi “yo” es más pesado que el “mi”, aunque ninguno, debido a nuestra relación literaria, deja de aparecer.

***

“La contienda del yo que rociado de su yo vuelve vacío / a construir una pequeña casa donde vivir anónimamente / para hacer sus únicas y silenciosas palabras” (Nadia Prado). Creo haber oído este poema en una lectura de poesía el verano del 2004 en la plaza Camilo Mori, en Bellavista. Era una escena desproporcionada o muy particular para nuestro contexto literario: cientos de personas sentadas en la plaza, una plataforma de elevación funcionaba de escenario, un sistema eléctrico con forma de tijeras elevaba la plataforma a varios metros del piso y en ella estaban de pie los poetas con sus libros en una mano y el micrófono en la otra. Nadia Prado desde las alturas leía poemas de su libro © Copyright (2003), recientemente publicado. La voz ronca y rasposa, el tartamudeo, las palabras que se iban tropezando unas con otras sin lograr armar figura. Algo le molestaba y, aunque no sabíamos qué, no era difícil suponer que ese nivel de exposición colisionaba con sus poemas, que leía bajito —a pesar del micrófono— y atarantadamente —a pesar de la musicalidad de los textos—. Luego de su turno, se deslizó hacia la baranda trasera de la plataforma y se quedó ahí, con cara de niña asustada y reprendida en un rincón.

“Solo al nombre personal de la autora, Nadia, lo separa de NADA una diminuta ‘i’, una diminuta ‘e’ lo separa de NADIE”, escribió Guadalupe Santa Cruz, otra escritora asidua a decir no o a poner límites, amiga e interlocutora literaria de Nadia, hasta que el cáncer interrumpió una vida. Quizá esa proximidad con el nadie y la nada se hizo lugar en esa lectura donde los poetas parecían ser alguien y todo. La altura incluso de la plataforma generaba un enorme contraste con la estatura de Nadia, que es más bien baja. Esa elevación mecánica le daba una impronta de malestar. Estaba padeciendo un vuelo forzado.

Acerca de esta misma “i” que separa a Nadia de nada, escribe Elizabeth Collingwood-Selby: “No por nada NADIA: la ‘i’ florecida entre la ‘d’ y la ‘a’ sería un jaramago crecido entre escombros que hace de NADA un nombre, una vida y también, al mismo tiempo e inevitablemente, como insiste en recordarnos la propia Nadia, una muerte por venir”. En esa vocal débil una vida que crece con la voracidad de una planta que se hace espacio en la aridez contra todo pronóstico.

***

Lo que vuela es la escritura. Quizá Nadia no vuela pero la letra sí. Le gustan los pájaros y esa figura puebla sus libros. Entre el vuelo y la caída, la poesía de Prado se debate. “Quien no se debate es un cadáver”, leemos en Un origen donde podría sostenerse el curso de las aguas (2010). Ante la inminencia de la muerte —de la propia, de la de quienes amamos, de la de aquellos a quienes nos arrebataron—, ella escribe. Ante el miedo de volverse un cadáver, ante el terror que le provoca la inmovilidad, piensa. O quizá no piensa, quizá desea ese instante en que el pensamiento se ve interrumpido y aparece el poema. Ese momento que ningún pensamiento organizado puede traducir. Mientras eso no ocurra, lee —ojalá con luz natural—, toma apuntes —tiene una torre de libretas a mano— y se adhiere al borde que hace la poesía en el lenguaje. Al interior de ese borde, hay un yo que se sabe insignificante y que vive anónimamente para hacer sus únicas y silenciosas palabras.

Un origen donde podría sostenerse el curso de las aguas
LOM, 2010
Leer y velar
Cuadro de Tiza Ediciones, 2017
[J]
Cuadro de Tiza Ediciones, 2012
Jaramagos
LOM, 2016
© Copyright
LOM, 2003

Sacralidad y profanación

“Brito es una de nuestras pioneras en la poesía feminista, a través de toda su obra ha instalado una inflexión en clave de mujer en proceso deconstructivo, desautorizando el formato poético asignado al femenino”, escribe Patricia Espinosa sobre Trama, antología de Eugenia Brito.

Por Patricia Espinosa H.

Eugenia Brito tiene una amplia y sólida obra poética que justifica plenamente la aparición de Trama, antología realizada por la propia autora. Su itinerario de libros publicados comienza en 1984, en plena dictadura. No es un hecho menor escribir bajo amenaza, donde la escritura era la posibilidad de parecer culpable de insurgencia. Brito es una de nuestras pioneras en la poesía feminista, a través de toda su obra ha instalado una inflexión en clave de mujer en proceso deconstructivo, desautorizando el formato poético asignado al femenino.

La antología Trama se divide en ocho segmentos donde se seleccionan poemas de cuatro de sus libros: Vía pública (1984), Filiaciones (1986), Emplazamientos (1992), Dónde vas (1998) y “Veinte pájaros”, texto publicado en la revista boliviana El Zorro Antonio en 2015.  Si bien toda antología queda siempre a criterio del compilador, se echa de menos la presencia de poemas publicados en sus libros Extraña permanencia (2004), Oficio de vivir (2008) y A contrapelo (2011).  Esta inclusión permitiría tener una visión mucho más integral de la escritura de esta gran poeta.

Brito asume en su escritura una política donde emerge una voz en crisis, inserta en el horror, que necesita decir deconstruyendo la lengua, la escritura, yendo más allá de los límites de lo enunciable.  En el presente las y los escritores/as  intentan tematizar la crisis, olvidándose de la sintaxis. Esta disociación implica una despolitización de la forma.  Por tanto, el privilegio contenidista y la subordinación de la materialidad de la palabra. Brito, en cambio, ha sabido desde siempre que escritura y crisis van de la mano y que, por lo mismo, la poesía es un territorio privilegiado para la confluencia de una estética de la confrontación, el testimonio y la denuncia.

La poesía de Brito es experimental, de vanguardia, siempre, no solo en un contexto de dictadura, sino también en la posdictadura. En ambas temporalidades, la poeta va siempre más allá de la convención del género y del decir, sin abandonar jamás su preocupación rigurosa por el lenguaje y los modos de decir. Esta continuidad está anclada en la reelaboración constante de una escena donde la violencia contra seres marginados, fundamentalmente mujeres, es lo protagónico. La violencia como signo permanente permite la construcción de una alegoría nacional que nos remite al acontecer continuo de una realidad apocalíptica, una degradación que no cesa, donde solo quedan fragmentos esparcidos de viejos mitos y creencias.

Si tuviera que comparar los primeros libros de la autora con su producción de fines de los años 90 en adelante, diría que la gran diferencia es haber dejado atrás cualquier esperanza. Brito elabora un trayecto creativo donde solo queda en pie la derrota y, por supuesto, la escritura.

En Vía pública —el volumen iniciático, el germen de su escritura— es posible advertir con exactitud el proyecto estético de la autora. Debo agregar que no es común que un primer libro sea capaz de dar cuenta con tanta destreza de un trabajo artístico donde confluirán las obsesiones que Brito ha desarrollado en la totalidad de su obra.  Me refiero con esto a temáticas como la mujer, la ciudad, la violencia, la represión, el desamor, la religiosidad, la muerte, el suicidio y, por supuesto, la patria.  

Desde mi perspectiva, Brito es nuestra gran poeta de la metrópolis. Su escritura, por tanto, es como señala Adrienne Rich, localizada. En Vía pública, Brito así dice: “parto de mi ciudad y de sus voces/ veladas” (Tramas 89). Voz que afirma posesión y constata otredades veladas. El velo, recurrente en su escritura, me lleva hacia otro término, aún más constante en la poesía de Brito, quien así señala: “Los que habitan afuera/ me han dicho/ que van a cubrir de gasa toda la ciudad” (Tramas 16), “Sucede que la gasa me partió el alma en dos” (Tramas 17), “El sueño del abandonado/ corta al desnudo el velo de sus sienes/ en la ciudad cubierta de gasas/ El cuerpo se esfuma entre cenizas (Tramas 53). Gasa es un término que en la escritura de Brito asume la condición de dispositivo, que permite entrever lo real, sin clausurar la visión, sino que dejando atisbar indicios de lo que hay tras ella. Brito, por tanto, acude al término gasa para dar cuenta de una representación velada de la realidad, una realidad también enferma, en duelo perpetuo.

Su mirada focaliza y se emplaza, así queda manifiesto en su poema “Metro de Santiago de Chile”,  donde visualiza este sitio como un “altar” de los “parias” (Tramas 23) para luego agregar: “La máquina, la máquina seduce con este socavón/ que a tanto esclavo oprime y es esbelta la franja/ que los guarda. Dulce la promesa de su respiración” (Tramas 27). Leo acá un acierto simbólico impresionante. La poeta reconoce el carácter de fetiche del Metro, lo cual desde hoy nos permite vincularlo con las posibles motivaciones de la quema del Metro durante octubre de 2019. En el segmento de esta antología “Las alucinaciones de Metro”, también del libro Filiaciones, la autora propone un punto de vista entre una tercera y una primera persona que remiten a una escena. Se trata de un cuerpo de mujer y una voz que se pregunta por lo que es, por aquello que le dicen y por lo que oye. La esteparia es el nombre de esta voz femenina que no duda en reconocerse cautiva (Tramas 48).

Otro símbolo importante en la escritura de Brito es la Virgen. La divinidad, ubicada en el cerro que domina toda la ciudad, aparece como una lejanía que la voz lírica femenina confronta denominándola “Madre”. En el segmento de este libro titulado “A la poderosa madre de Chile”, la hablante establece un contrapunto con la figura material, el monumento, pero también apela a un universo simbólico que permite la convergencia y el distanciamiento entre dos sujetas. Así, la poeta nos dice: “Cómo suben hasta tus genitales/ madre/ cómo te lavan los hijos/ madre/ cómo me lavaron a mí/ madre/ que ya no me oigo de tan acurrucada” (Tramas 39).  La voz lírica acusa haber sido lavada/purificada en su genitalidad, al igual que la Virgen; aun cuando ambas han sido violentadas, una permanece en su sacralidad y la otra, en el lugar de la profanación. La Virgen se ciega, acusa esta escritura, ante la agresión que experimentan sus fieles, sin embargo, tal como aparece en el poema “Alucinaciones del Metro”, la hablante ruega a la Virgen-Madre: “No me traiciones, madre, / aulló. / Sosténme, no me dejes que me han herido los pies estos fantasmas” (Tramas 49).  Destaco el enunciado intercalado “aulló”, que remite a una tercera persona, una voz panóptica, cercada por la apelación desesperada a la figura divina.

Brito escribe a partir de una sintaxis tan quebrada como la realidad.  Elabora escenas oscuras,  dolorosas, siempre ligadas a una corporalidad y a un contexto de violencia. La mujer errante que transita balbuceando su historia, la mujer que emite un discurso posromántico al amante desaparecido, la mujer que asume la voz de las hermanas Quispe, de los desaparecidos y torturados, remarca su “falta”, aquello que le han restado. Para contrarrestar la disolución, en el libro Emplazamientos (1992), la sujeta señala: “Deshacer la realidad vista por el espejo/ ¿qué me dicen del hueco?” (Tramas 67). Estos versos permiten abordar parte de la poética de Brito: deshacer o deconstruir la realidad, que se disemina, que no es una. Asumiendo, además, la existencia de un “hueco”. De tal manera, es posible asociar oquedad con genitalidad material, corpórea, la cual configura como: “hueco genital” (Tramas 85), “el genital hundido” (Tramas 86), “esta genitalidad tan débil y violenta, mi magra y terrible boca corporal” (Tramas 114). Genitalidad hundida (en oposición a protuberante como el genital masculino) que clama escritura y se impone como un deber.

Eugenia Brito es un referente poético, una escritora comprometida literaria y políticamente, creadora de una estética sobre la violencia y la sujeto mujer, a estas alturas, fundamental para la poesía; además ha sido inspiración para innumerables mujeres poetas. Hace bastante tiempo que su obra merecía una antología como esta.

***

Trama
Eugenia Brito
Mago Editores, 2020
166 páginas
$14.000

Derribar el Premio Nacional

Este año, se entrega el mayor galardón estatal en Literatura, y una campaña de la agrupación de Autoras Chilenas (AUCH) aboga para que se le entregue a una mujer poeta, la que se sumaría a la  única mujer premiada en ese género en la historia del premio: Gabriela Mistral. La crítica literaria Patricia Espinosa presenta su visión sobre el tema y lo pone en debate: “Las poetas postulantes tienen méritos de sobra y este reconocimiento debiera servir para comenzar a  resarcir en parte el histórico maltrato que han sufrido las poetas en Chile. Pero aun así y aunque vinieran 20 premiaciones más a mujeres, la historia de este premio seguirá siendo el mayor símbolo del dominio patriarcal en la literatura nacional y con ello de todas sus prácticas de silenciamiento, monopolización de la voz y construcción del canon por parte de los hombres”.

Por Patricia Espinosa H.

Este año se otorga el Premio Nacional en mención poesía y los nombres más resonantes y las escrituras más contundentes son de mujeres; no debería quedar duda alguna que este año sí o sí debe ganarlo una mujer y al hacerlo sería la primera vez que en dos entregas consecutivas lo ganan mujeres. ¿Algo para celebrar? Sí, por supuesto. Las poetas postulantes tienen méritos de sobra y este reconocimiento debiera servir para comenzar a  resarcir en parte el histórico maltrato que han sufrido las poetas en Chile. Pero aun así y aunque vinieran 20 premiaciones más a mujeres, la historia de este premio seguirá siendo el mayor símbolo del dominio patriarcal en la literatura nacional y con ello de todas sus prácticas de silenciamiento, monopolización de la voz y construcción del canon por parte de los hombres. 

La única poeta mujer ganadora del Premio Nacional ha sido Gabriela Mistral, quien lo recibió en 1951, cinco años después del Nobel.

El Premio Nacional de Literatura es un galardón creado por el patriarcado para el patriarcado, la inclusión de mujeres en el listado siempre ha sido una anomalía. De hecho cualquier varón, poeta o narrador mediocre o definitivamente sin mérito alguno, ha tenido siempre mil veces más posibilidades de ganárselo que cualquier mujer. El listado está plagado de ejemplos y en la sala de espera del premio hay una multitud de hombres al acecho. A tanto ha llegado esta práctica, que la hemos naturalizado,  como si fuera “normal” la exclusión de género, llegando a celebrar cuando gana una mujer. Conformarnos con la excepcionalidad es hacernos cómplices de la política sexista que destila este galardón. En este mismo momento los ataques a las poetas postulantes se multiplican en las redes sociales. Se les ha cuestionado  su condición ya sea de feminista, regionalista o, insólitamente, el hecho de ser “eterna candidata”. Esto ha venido tanto de parte de los hombres, mayoritariamente, como de mujeres. Lo cual tiene una explicación fácil: el patriarcado, que está conformado no sólo por varones sino también por mujeres patriarcalizadas, ha salido a defender su territorio con una fuerza pocas veces vista en sus escrituras literarias. 

Es más, la violencia contra las mujeres de este galardón ha sido tan desmesurada que históricamente la misoginia no ha sido obstáculo alguno para llevárselo. Así, poetas claramente machistas y misóginos de la envergadura de Neruda, Zurita, Rojas, Parra, Barquero, pueden lucir campantes su pasaporte a la inmortalidad literaria, mientras multitud de mujeres escritoras se han muerto esperando un reconocimiento. 

Tengo claro que ya van a salir con que las feministas queremos quemar los libros escritos por hombres y destruir las bibliotecas. A pesar de que es una estupidez, se hace tan constante que hay que responderla. No pretendo evitar su lectura ni remitir sus obras al bote de la basura, pero sí incitar a leer sus obras desde una mirada antipatriarcal. Para eso hay que comenzar por las representaciones de la mujer y de la masculinidad que sus escrituras levantan. El resultado es la imagen de la mujer desde el conjunto madre-virgen-prostituta-bruja-feminazi. 

Resulta verdaderamente ridículo que en pleno siglo XXI tengamos que estar justificando la presencia de mujeres postulantes. Solicitando, además, un jurado paritario en términos de género, lo cual no siempre ocurre; clamando, incluso, por representantes diversxs que aseguren un criterio desligado de lobby o intereses extraliterarios. ¡En treinta años de democracia sólo dos mujeres, Allende y Eltit, han obtenido el premio! ¡Dos en treinta años! Que una mujer obtenga el galardón no debiera ser nunca más una apertura circunstancial del canon, de la ley del patrón. Para ello es necesario elaborar y poner en práctica una política de la diversidad que permita romper de una vez y para siempre con el criterio sexista que articula a este Premio. 

Sólo dos mujeres han sido galardonadas con el Premio en estos últimos 30 años: Isabel Allende, en 2010 y Diamela Eltit, en 2018.

Reparar la exclusión de las autoras es posible y esto no pasa solo por premios o por ponerles nombres femeninos a bibliotecas o parques, sino por la destrucción del canon masculinizante y de todos los efectos que su predominio conlleva. Más allá de eso, lo que queda es una reflexión sobre la cultura del patronazgo y la necesidad de derribar su representación estatuaria. Llegó el momento de pensar en derribar unas cuantas estatuas oprobiosas. Nuestra literatura está plagada de estatuas que debemos eliminar y el Premio Nacional ha sido la mayor fábrica de estatuas literarias para la consolidación del canon masculino y la violenta exclusión de la producción literaria de mujeres. 

Vivimos en un contexto político-cultural necromachista, donde el fin último es hacer desaparecer cuerpos, escrituras y autoras. Los retoques y maquillajes con los cuales hoy el patriarcado intenta cambiarle el rostro a su sistema de dominio serán incapaces de hacernos olvidar que el Premio no es más que una pequeña muestra de la violencia con que la cultura dominante ataca a los cuerpos de las mujeres para exigirles su sometimiento. 

Para ser más clara, nos enfrentamos a dos opciones: reformular las bases del Premio, esto significa normar para que se alternen ganadores masculinos y femeninos o que derechamente el Premio desaparezca. Yo opto por su desaparición y la creación de otro tipo de reconocimiento a la labor de escritoras y escritores, obviamente bajo un estricto sistema de paridad, en tanto no se elimine la odiosa binariedad que parece ser la ley que rige todas las decisiones estatales. Ya no estamos para migajas, ha sido suficiente con la denigración constante que los gobiernos continúan ejerciendo contra las mujeres. No más escritoras premiadas cada treinta años que sirven para lavar la imagen del Premio o reformulaciones que en la práctica pierden toda relevancia. Más de lo mismo no tiene sentido. 

En tiempo de pandemia, la violencia hacia la mujer ha recrudecido. Las figuras de varones pululan en los medios de prensa y mesas de asesoría sanitaria exponiendo sus saberes científicos y políticos, pero basta que alguna mujer se atreva a levantar la voz para que las hordas patriarcales desaten su furia contra ella. Alejandra Matus e Izkia Siches son los ejemplos más claros en este periodo, agredidas constantemente por investigar y denunciar la catástrofe en las que el gobierno nos tiene sumergidxs. Las cifras de violencia intrafamiliar crecen y crecen de manera abismante. Las mujeres se encuentran recluidas haciendo teletrabajo y realizando labores de cuidado familiar. La cesantía ha golpeado especialmente a las mujeres. A pesar del épico 8 de marzo las mujeres no hemos conseguido transformaciones profundas que por lo menos equilibren el panorama. En este contexto, la actual preocupación por un premio literario podría sonar exagerada, pero contra el patriarcado y su política de silenciamiento o muerte no hay pelea chica.

Hay que dejarlo claro, este año sí o sí el Premio Nacional de Literatura debe ser para una mujer y es de esperar que en los siguientes dos años el territorio sobre el cual establecemos esta discusión haya cambiado lo suficiente para no tener que volver a la carga en defensa de las narradoras, cosas que claramente vamos a hacer.

Juntas pero no revueltas: la cruzada por relevar a poetas mujeres camino al Premio Nacional

Rosabetty Muñoz, Carmen Berenguer y Elvira Hernández son las tres poetas que compiten por el Premio Nacional de Literatura 2020 y la asociación de Autoras Chilenas (AUCH) manifestó su apoyo a todas las candidatas por igual. En un espacio donde los respaldos individuales son la norma, nominadas y escritoras analizan las complejidades de destacar a todas las voces femeninas.

Por Florencia La Mura

Las puedes contar con los dedos de una mano: Gabriela Mistral, Marta Brunet, Marcela Paz, Isabel Allende, Diamela Eltit. Desde las redes sociales del colectivo de Autoras Chilenas (AUCH) son enfáticas: solo cinco de las 54 veces que ha sido entregado el Premio Nacional de Literatura, éste ha recaído en mujeres. El galardón estatal más importante y longevo en Chile, fue creado en 1942 para apoyar financieramente a un gremio que no conseguía vivir de sus derechos editoriales y a la vez para ser un reconocimiento a quien “haya consagrado su vida al ejercicio de las letras y haya recibido la consagración por el juicio público”. La historia y los números reflejan una evidente disparidad entre hombres y mujeres que han recibido el premio, donde influyen múltiples factores. Es por eso que escritoras que forman parte de AUCH y poetas nominadas al Premio Nacional sacan a la luz sus encuentros y desencuentros cuando se habla de la escritura de mujeres.

Las candidatas poetas de este año: Carmen Berenguer, Rosabetty Muñoz y Elvira Hernández.

Autoconvocadas y heterogéneas

“Un sol delicado alumbra el tránsito

de los que vamos

sin apuro a ninguna parte”.

Marea Roja (extracto) – Rosabetty Muñoz

“Es muy rico poder compartir con autoras, con una serie de preocupaciones y problemas en común. Desde gente que tiene un recorrido internacional importante hasta quienes están empezando y que a lo mejor tienen un libro publicado. Me hubiera encantado con 25 años haber podido entender cómo funcionaba este mundo, con todas sus limitaciones, problemas e injusticias”, reflexiona la escritora Lina Meruane, sobre el colectivo del que es parte, al teléfono desde Nueva York. Autoras Chilenas (AUCH) es una agrupación que nació en abril de 2019, luego de que un grupo de mujeres relacionadas al mundo del libro caminaran juntas para el Día internacional de la Mujer, el 8 de marzo. Un mes después, se autoconvocaron para reunirse y discutir cómo funcionaría su agrupación. Autoconvocado, transversal, feminista y horizontal son los términos que resaltan de sus primeras declaraciones. Un año y medio después, el colectivo integrado por diversas caras visibles de la literatura local, además de editoras, ilustradoras y académicas, sigue constante en su afán de visibilizar mujeres autoras desde una mirada política.

Lo que comenzó con un breve comentario en Twitter a fines de junio terminó siendo una campaña como tal. AUCH planteó una postura de apoyo a las tres candidatas mujeres de este año al Premio Nacional de Literatura. “Sabemos que los premios son un gesto político y en el caso de las mujeres se ponen siempre en desmedro”, conversa la escritora Pía Barros, también parte de AUCH, explicando la cruzada por visibilizar a Carmen Berenguer, Rosabetty Muñoz y Elvira Hernández por igual. “Las tres candidatas son de una diversidad espectacular”, reflexiona Barros, “está la etnopoesía de Rosabetty Muñoz, que además es de Chiloé, tierra de poetas. Si hay una escritora local que rescata ese lenguaje chileno y esa forma de articular una historia es Carmen Berenguer, su desenfado es indiscutible, de hecho ha sido premiada en muchas partes y no tiene el Nacional. Si miras a Elvira Hernández tiene solidez, arrastre, esa capacidad de mostrarnos un Chile que no queremos ver”, ahonda la escritora, destacando su obra, temática y consistencia.

Respecto al Premio Nacional en sí, para Pía Barros, su estado actual es “inmoral” de parte de un Estado se vuelve insuficiente. “Cuando dices ‘una vida dedicada a la literatura’, son todos, muchos, cientos, los que están en Chile y con una solidez en su obra que es absolutamente merecido. El premio pasa a ser una migaja y como un aval de jubilación”, explica. ¿Cuál sería la solución? Barros propone desde una modificación del premio a una modalidad anual (actualmente se entrega cada dos años) hasta un cambio completo en la estructura cultural de nuestro país. “Chile cree ser vanguardista, pero es muy snob”, explica, mencionando además que el hecho de difundir múltiples voces, sin poner a pelear las unas contra las otras, es un gran primer paso. Según Barros, el Premio Nacional debiera ser una discusión en el sentido de incorporar a sectores de la literatura más allá de lo académico. “Debe haber pares e instituciones que son parte del mundo de la literatura, que no estén presentes y sean parte permanente de un equipo de trabajo”, agrega.

Mujeres escritoras v/s escritura de mujeres

“(..) no estoy obligada a escuchar palabras

de un pequeño dios que me ahoga con ingredientes sempiternos”

Oda a mi huerto de pelos (extracto) – Carmen Berenguer

Un tema complejo que vuelve a asomarse en la discusión por potenciar mujeres en un área es el hablar sobre “escritura femenina”. Si bien no es nueva, cada cierto tiempo se vuelve al tema, sobre como el potenciar mujeres debe diferir de una “literatura femenina” en el sentido de que no por ser mujeres se escribe sólo de ciertos temas, lo que sería caer en una nueva división sexista. Así lo ha señalado, entre otras, Diamela Eltit, última Premio Nacional y quien integra el jurado de este año -con mayoría de mujeres- junto a la Ministra de Cultura, Consuelo Valdés; el rector de la Universidad de Chile, Ennio Vivaldi, un representante de la Academia de la Lengua, un representante del Consejo de Rectores, dos personas expertas designadas por el Ministerio de Cultura, la ensayista y primera director mujer de la Academia Chilena de la Lengua, Adriana Valdés y la investigadora, académica y en experta en lengua mapudungún, María Isabel Lara.

Contemporáneas todas, las poetas nominadas reconocen el trabajo de las otras, con quienes además cruzaron caminos en distintas ocasiones. Carmen Berenguer recuerda los años 80 como un “lugar clave de una ‘otra poesía’ escrita por mujeres, que escapaba del yoismo y ponía el cuerpo de la mujer al centro de la escritura”. “Si para algo sirve toda esta exposición pública, aspiro a que una parte de la comunidad, empiece o amplíe su lectura de poesía”, comenta Rosabetty Muñoz.

 “Más allá de que sea una cruzada -una palabra con un airecillo bélico- me parece una excelente iniciativa. Haría de ella una manifestación continua que superara la circunstancia de esta triple nominación de poetas mujeres para mostrar lo que hoy se está escribiendo en todo el ámbito literario nuestro”, reflexiona Elvira Hernández respecto a su nominación, agregando que tanto como el reconocimiento a la trayectoria, importa todo lo nuevo y lo oculto. “Necesitamos de un movimiento de lectura y escritura que dé cuenta de lo que ya está ahí, que ha salido de manos más jóvenes y que no puede quedar congelado. En estas duras condiciones de existencia se espera por una palabra viva y la que traen las nuevas escritoras viene palpitante”, agrega la autora de La bandera de Chile

Por otro lado, Rosabetty Muñoz, siente su nominación no solo como un reconocimiento a las mujeres, sino además a la escritura desde regiones. “Así como las mujeres han estado fuera de la lista de premiados, tampoco la escritura de las provincias que se produce en lugares apartados del país, que apuesta por la participación en el desarrollo del pensamiento y el arte desde otros puntos del territorio, ha sido señalada en la lista de Premios Nacionales”, menciona, agregando que Stella Díaz Varín, Winnet de Rokha, Cecilia Casanova y Paz Molina, por nombrar algunas que tampoco han obtenido el Premio Nacional, desde hace décadas debieron ser miradas y leídas. 

Desde otra vereda, Carmen Berenguer, postula que “es demasiado categórico pensar que existen solo dos géneros literarios solamente”, en relación a la entrega del premio solo por novela y poesía. Agrega, además, que el reconocimiento de una trayectoria dedicada a la palabra y la ausencia de mujeres se aloja bajo un sistema que incluye universidades, academias, carreras literarias, librerías, medios y páginas literarias, las que replican una lógica tanto competitiva donde se prioriza lo comercial. Bajo esa mirada, explica que “lo que más le ha costado a la escritora de literatura es hacerse de una voz y singularizar su apuesta literaria”, y por ende considera que la propuesta de AUCH borra en vez de destacar, haciendo aún más difícil que una mujer efectivamente logre ganar.

El caso Mistral

En un pie

la garza

sostiene la tarde.

En los bajíos – Elvira Hernández 

En su ensayo de 1983 “Cómo acabar con la escritura de las mujeres”, la autora estadounidense Joanna Russ reflexiona sobre las críticas que han debido enfrentar las mujeres en este espacio de la palabra. Desde el anonimato casi forzado, a una lectura particular -solo por el hecho de ser mujeres- o incluso a medirlas según la vara masculina: a Marta Brunet, como bien recuerdan las AUCH en sus redes, se le destacaba por “escribir como hombre”. Russ plantea, en síntesis, que a las mujeres siempre se las ha analizado desde una óptica blanca y heteropatriarcal, y donde cuya libertad ha sido solo un decir. “El truco reside en hacer que la libertad sea tan sólo nominal y después […] desarrollar diferentes estrategias para ignorar, condenar o minusvalorar las obras artísticas resultantes”. 

Desde la literatura local, el caso más evidente y mencionado al hablar de mujeres premiadas es el de Gabriela Mistral, quien recibió el Nobel de Literatura en 1945 y recién cinco años después, en 1951, el Nacional de Literatura, el último en ser otorgado a una mujer poeta. Además de este desaire histórico a su carrera, por supuesto que el legado de Mistral fue cubierto con un manto de despolitización. Como analiza Russ, el peso de la lectura hacia las mujeres tiene una carga histórica gigante, pero ¿podemos aprender a leer a las autoras mujeres sacándoles la lectura patriarcal? “El caso de la Mistral es muy evidente, porque se le negó su irreverencia, su potencia política, que está en muchos de sus escritos ensayísticos, incluso poéticos y se la leyó desde una figura preestablecida a la que ella en realidad no corresponde, que es de la mujer sufriente, la viuda, la virgen, la maestra rural. Se le negó una vida compleja en el relato”, analiza Lina Meruane, quien trabajó en Las Renegadas, antología de la poeta chilena donde la escritora fue consciente de dejar fuera esta carga que había sobre su lectura para dejar ver tanto lo que Mistral era, como aquello que ocultaba. “Ella es muy hábil hablando de ciertas cuestiones, por un lado mostrando y por el otro tapando, una estrategia del siglo XX sobre todo para escritoras queer, que muestran lo suficiente para que el lector o lectora pueda leer lo que está tratando de decir”, agrega Meruane.

“Así como las mujeres han estado fuera de la lista de premiados, tampoco la escritura de las provincias que se produce en lugares apartados del país, que apuesta por la participación en el desarrollo del pensamiento y el arte desde otros puntos del territorio, ha sido señalada en la lista de Premios Nacionales”.

rosabetty muñoz, poeta chilota y candidata al premio.

La cruzada de la AUCH ha generado el ruido suficiente como para poner en conversación la diversidad de autoras locales, con o sin reconocimiento institucional de por medio. De haber premios, conversa Meruane, la contienda es desigual al momento de competir con hombres y también se replica junto a otras mujeres “en instancias que han sido creadas y definidas por un sistema patriarcal, masculino, de jurados de hombres”, detalla, la autora de Sangre en el ojo. Pero como la historia es cíclica, ya lo mencionaba Virgina Woolf en su clásico de 1929 Un cuarto propio: cuando lee a las mujeres de la época, siempre están compitiendo por un hombre o por un favor masculino, en vez de solidarizar entre ellas. 

Se suma el hecho de que tanto en la cima como en la base, la prevalencia de hombres sigue siendo mayor. En una búsqueda rápida, un estudio español del 2019 demuestra que los hombres siguen escribiendo más que las mujeres, a pesar de ser ellas quienes más consumen libros. El sistema está construido de manera masculina y permea desde la escritura, hasta cómo se desenvuelven los autores entre pares. “Uno de los problemas es que el canon está construido de manera tan masculina así como el sistema de recomendaciones, que no se lee a las mujeres, no se sabe de ellas y por lo tanto no se las considera”. Tres mujeres nominadas al máximo galardón nacional en letras aparece como un pequeño primer paso en pensar un futuro donde la escritura de las mujeres sea reconocida, con o sin premios de por medio. 

Lee la columna de Patricia Espinosa H, relacionada con este tema: Derribar el Premio Nacional

Efraín Barquero: “Mi seudónimo está relacionado con la muerte”

Su nombre era Sergio Barahona. Fallecido el pasado 29 de junio, a los 89 años, el Premio Nacional de Literatura 2008 cuenta en esta conversación hasta ahora inédita, ocurrida en 2017, que el mismo día que firmó su primer libro asistió a la muerte de su padre. También se refiere al exilio, a su regreso a Chile después de haber vivido más de 25 años en Francia, a la dimensión social y religiosa de su poesía y a las nuevas generaciones.

Por Javier García Bustos

Su libro La compañera fue una suerte de hit desde su aparición a mediados de los años 50. Incluso tuvo una edición popular por editorial Nascimento. “La he tomado de entre los rostros pobres/ con su pureza de madera sin pintar”, señalan algunos versos de Efraín Barquero que se reproducen una y otra vez en las mejores antologías de poesía chilena y latinoamericana.

“Pero dejó de existir esa compañía tan profunda”, dijo el poeta en 2017. Un año antes, en 2016, había fallecido su compañera y esposa Elena Cisternas Franulic: la compañera. Se habían conocido en la década del 50 y formaron una familia con tres hijos. 

“Para mí fue un golpe fuerte, porque ella me acompañó por todas partes del mundo. Era la compañera, la amiga, la madre, la hermana, tenía todos los papeles de la mujer. Además, era una persona muy entendida en pintura, música y luego en poesía. A veces me hacía unas críticas demoledoras”, señaló Efraín Barquero en un diálogo entablado en su departamento ubicado en calle Antonio Varas, en Providencia, Santiago, donde el pasado 29 de junio falleció, a los 89 años, a causa de una enfermedad pulmonar crónica. 

El poeta y Premio Nacional de Literatura 2008, Efraín Barquero, falleció el 29 de junio pasado, a los 89 años.

Por esos días y hasta su muerte, el poeta estaba acompañado de una empleada y sufría además las secuelas de una miastenia, una enfermedad neuromuscular que se le notaba en la frecuencia y la manera en que con los dedos de una mano no dejaba de golpear la mesa, como marcando el ritmo. En aquella visita de hace tres años, quien nació en 1931, en Piedra Blanca (Teno, Curicó), con el nombre de Sergio Efraín Barahona Jofré, habló de sus orígenes y del grupo que integró: la generación literaria del 50. También se refirió a su seudónimo: Efraín Barquero, con el que recibió varios reconocimientos, como el Premio de la Academia Chilena de la Lengua en 1993, el Premio Municipal de Literatura de Santiago en 1999 y el Premio Nacional de Literatura en 2008. La primera vez que fue candidato al Premio Nacional fue cuando lo obtuvo Humberto Díaz-Casanueva, en 1971.

 “Yo nunca hice lobby ni nunca he estado detrás de ningún premio. Cuando me dieron el Premio Nacional de Literatura yo estaba en Francia, de manera que no pude empujar nada”, comentó riendo en 2017. “Esto también tiene que ver con mi carácter más bien tímido, y así me es difícil andar buscando premios”, añadió. 

Se crió en el mundo campesino, junto a su madre y su padre, quien era panadero y dueño de una pequeña panadería en Teno. “Hay el orgullo del que produce este fruto”, anotó el poeta en el texto Arte de vida. También es autor de El pan del hombre

Su comienzo en la escritura, eso sí, no fue la poesía. Siendo un adolescente, Efraín Barquero comenzó escribiendo crónicas deportivas. Iba al estadio a ver los partidos de fútbol en las canchas del sur y luego apuntaba textos de ficción con el seudónimo de “Centro mirón”. Estudió en el Liceo de Constitución, según él, al colegio le escribió su himno. Allí disfrutó de su biblioteca. 

“Literatura chilena y española y las crestomatías con los textos extranjeros”, recordó el autor citando a Víctor Hugo, Charles Dickens y Fiódor Dostoievski. En el liceo conoció una “antología de Neruda” y Barquero recordó cómo despertó su interés: “Este verbo poderoso nos alimenta, nos hace comprender la nueva poesía y nos hace sentir que estamos vivos”. 

Su debut literario fue financiado por tres amigos del barrio: el poemario La piedra del pueblo de 1954, que contendría justamente una nota inicial de Pablo Neruda. “La poesía de Efraín Barquero tiene cuerpo. Es un material rico, una reconstrucción según las leyes de la vida”, señaló el Premio Nobel de Literatura.

 “Al crear un seudónimo me estaba apropiando de una identidad. Quería ser yo mismo. Efraín era por mi segundo nombre, pero el primer nombre de mi padre, y Barquero, recuerdo que una vez dije que era por los barqueros del Maule, donde pasé algunas temporadas de mi infancia”, señaló hace tres años el escritor. “Pero también tiene que ver con el mito de Caronte, el barquero de la parte del Infierno de La divina comedia. Es un seudónimo que está relacionado con la muerte”, agregó.

—¿Por qué? 

Misteriosamente, el día en que publiqué mi primer libro, estimulado por tres amigos, puse el nombre de Efraín Barquero, ese día tuve que viajar a ver la agonía de mi padre, quien murió esa misma noche. Recuerdo que ese día llegó un telegrama a mi madre relatando que él estaba mal y yo viajé en una micro desde Santiago a Teno, donde estaba mi padre. Yo firmé ese día mi libro y ese día murió mi padre.

El poeta Efraín Barquero en su juventud. Crédito de foto: efrainbarquero.net.

Pekín, Marsella y la Biblia 

Efraín Barquero estudió Derecho en la Universidad de Chile y también pasó por el Instituto Pedagógico. Llegando a Santiago arrendó una pieza en un cité de Estación Central. “Conozco a los personajes de esas calles: prostitutas y lavanderas”, escribió el autor en el ensayo autobiográfico Arte de vida. 

Eran los años 50 y el poeta hizo amistad con sus compañeros de generación: Enrique Lihn, Jorge Teillier, Armando Uribe, Alberto Rubio y Rolando Cárdenas. “Yo venía de un pueblo del sur, de una familia campesina, y pude relacionarme con estos nombres, que fueron grandes poetas y amigos”, comentó Barquero en 2017. 

Su obra, ligada al campo, a lo popular y a lo social fue publicada en una veintena de libros como Enjambre, El regreso y Maula. A lo largo de su trayectoria, el poeta recibió elogios y comentarios de importantes críticos y escritores como Ignacio Valente, Alone, Naín Nómez, Juan Antonio Massone, Federico Schopf y Alejandro Zambra. 

Este último escribió en la prensa, en 2004, tras la aparición del volumen El poema en el poema: “El autor ha mantenido una inusitada fidelidad a las obsesiones que han dado forma a su personalísima obra: la necesidad de preservar los vínculos familiares y, sobre todo, la vindicación del mito como único relato capaz de darle sentido a la existencia”, anotó el autor de la novela Poeta chileno

En 1962 Efraín Barquero viajó a China y pasó dos años en la capital, Pekín, invitado por el gobierno chino. De esa experiencia nació su libro El viento de los reinos (1967), poemario reeditado el año pasado por Ediciones Lastarria en conjunto con editorial Nascimento.

Aterrizando en Chile, el poeta se instaló a vivir en el sector de Lo Gallardo, cerca de San Antonio. Allá llegaban a visitarlo escritores como José Donoso y un personaje de la bohemia de la época, Eduardo “Chico” Molina. “Fue el Chico Molina quien me prestó el libro Exil, de Saint-John Perse, y con ese libro de modelo hicimos El viento de los reinos”, comentó Barquero en 2017.

La dedicatoria del poemario dice: “A Eduardo Molina Ventura por su espíritu poético. A mis antecesores en la ruta interior a la China primordial: Paul Claudel, Victor Segalen, Saint-John Perse, André Malraux y Marcel Granet”. 

“Saint-John Perse fue uno de los primeros poetas franceses que fue a China. Yo, estando en Francia, después tuve relación con el Instituto Saint-John Perse. Y como anécdota siempre cuento que en su museo hay un libro mío”, recordó el poeta. 

En la década del 70, para el golpe de Estado de 1973 en Chile, Barquero se encontraba en Colombia como agregado cultural del gobierno de Salvador Allende. “Yo tuve allá cierta actuación pública y me expulsaron, me dieron unos días para salir. Esto sucedió, recuerdo, porque hablé por la televisión y por la radio sobre lo que estaba ocurriendo en Chile”, señaló hace tres años el autor de La mesa de la tierra. 

“Lo profundamente humano está en todos los escritores. Un buen escritor, aunque escriba sobre ficción, suspenso, si es bueno, siempre va a transmitir los diferentes aspectos esenciales del ser humano. Lo precario, las penas, alegrías, las relaciones amorosas, los problemas sociales”.

Así fue como Efraín Barquero después de Colombia se fue a México y luego pasó un año en Cuba antes de exiliarse en Francia. En La Habana, donde fue jurado del Premio Casa de las Américas, escribió dos poemarios contra la dictadura liderada por Augusto Pinochet: Bandos marciales y El poema negro de Chile, ambos de 1974. 

Era la primera vez que, en su producción literaria, el poeta elaboraba un discurso más directo y cargado de un mensaje contingente. “Obra de fuerte contenido político”, escribió Naín Nómez. “Metaforiza la represión con un tono que intensifica la peculiar estética de Barquero”, agregó el académico. Uno de los poemas de Bandos marciales dice: “Se exagera el número de muertos/ en esta operación de limpieza de nuestro país./ Son muy pocos. Los justos, los necesarios,/ cuando están en juego cosas tan importantes/ como Dios, la Patria y Libertad”. 

Hace tres años el poeta contó sobre su travesía: “Posteriormente me fui a Francia porque fue el país que me dio el asilo. Primero estuve en Estrasburgo, luego en Aix-en-Provence y después me instalé en Marsella. Están, igualmente, las inclinaciones e intereses como la literatura y la poesía francesa. Estando allá yo escribí varios libros, pero todos relacionados con Chile, es por mi raigambre campesina”, contó el poeta, quien se dedicó a hacer clases en Europa antes de regresar definitivamente al país.

“En Francia hice clases de cultura latinoamericana, particularmente, de cultura precolombina. Me fue bien en ese terreno, a pesar de que yo no soy profesor y no me siento un profesor. Yo les pasaba el misterio de nuestras tierras como el libro Popol Vuh. La cultura maya e inca eran los temas que abordaba en clases”, narró Barquero.

—¿Por qué volvió a Chile? 

Fue en 2014 cuando volví otra vez al país. Me vine porque soy profundamente chileno. Necesito de alguna manera estar aquí. Creo que estuve bastante afuera, quizás demasiado, más de 25 años. Ahora, acá tengo lo mínimo, como murió mi mujer, los famosos grabados chinos, por ejemplo, de los años 60, los tengo guardados. Pero, en general, todo se pierde con los viajes.

—¿Cómo ve el vínculo de su poesía con lo religioso? 

Siempre hay algo sagrado en lo que uno escribe. Por ejemplo, en mi nuevo libro Escrito está (2017) hay una dimensión religiosa. Esa frase está en los Evangelios. Ahora eso vino a mi mente, yo no lo busqué. Leo la Biblia por interés cultural, no soy un especialista. Y esto pasa también porque donde yo me formé no había libros, excepto la Biblia que tenía mi abuelo, quien era apicultor. Y también existía la naturaleza, que era el gran libro para aprender.

—Hay, igualmente, una dimensión social en su poesía… 

Lo que pasa es que lo profundamente humano está en todos los escritores.

Un buen escritor, aunque escriba sobre ficción, suspenso, si es bueno, siempre va a transmitir los diferentes aspectos esenciales del ser humano. Lo precario, las penas, alegrías, las relaciones amorosas, los problemas sociales, etcétera.

—¿Cómo se llevaba con Pablo Neruda y Nicanor Parra? 

Con Neruda fue una relación fuerte, muy grande. Viví mucho junto a él, yo iba a verlo a su casa de Isla Negra. Me sirvió mucho para la vida y la poesía. Y cuando me hizo el prólogo a mi primer libro yo salté, en ese tiempo, a los primeros lugares de la poesía chilena. Fue un impulso muy grande. Con Parra no había vínculo en absoluto. Esto, a pesar de que yo escribí cosas de humor y burlescas.

—¿Y tiene relación con las nuevas generaciones? 

Creo que tal vez hace falta más diálogo con las nuevas generaciones. Ya no está ese fuego de la poesía que existía como sucedió con la generación del 50. Ahora he visto, a lo más, hace algunas semanas, a Pedro Lastra. Sobre las nuevas generaciones yo creo que es el cine, las series, lo que captura hoy mayor interés en ellos. Ahora, igual tengo contacto con los más jóvenes a través de correos electrónicos, me envían emails desde España y Francia. Es interesante lo que está ocurriendo en Chile en la política, por ejemplo, con el trabajo del Frente Amplio.

Raúl Zurita: “No nos vamos a morir sólo de biología; las mentiras del sistema van a ser nuestra muerte también”

Por más de 40 años, el poeta y Premio Nacional de Literatura ha usado la palabra como arma de lucha contra la opresión y el dolor, y hoy los poemas que trazó en el cielo en 1982, al igual que sus acciones junto al CADA, vuelven a estar vigentes. “La lucha por el lenguaje sigue siendo fundamental”, dice.

Por Denisse Espinoza A.

A sus 23 años, la vida de Raúl Zurita Canessa cambiaría para siempre. Era joven, pero ya tenía dos hijos con la artista Victoria Martínez —hermana del poeta Juan Luis Martínez—, cursaba el sexto año de Ingeniería Civil en la U. Técnico Federico Santa María y también escribía poemas que publicaba de forma fragmentada en distintas revistas literarias. Como militante comunista, el día anterior al golpe de 1973 había ido a una protesta; el 11 mismo lo llevaron preso, terminaría en el carguero Maipo junto a otros 800 detenidos. Fueron días de angustia, pero Zurita sobrevivió. No se quedó en Valparaíso, regresó a Santiago, a la casa de su madre, la italiana Ana Canessa Pessolo, y allí se fue reconstruyendo. 

El poeta y Premio Nacional de Literatura 2000, Raúl Zurita. Crédito de foto: Pepe Torres.

“Encerrado en ese barco tuve la sensación de que esa era toda la realidad, de que nunca hubo un mundo antes, de que todo había sido sólo ilusiones y de que lo único real es que te estaban matando a patadas. En ese momento me di cuenta de que la poesía era demasiado importante para mí, de que a través de la palabra y los poemas era la única forma en que podía combatir mi propia desesperación y la desesperación colectiva”, dice hoy el poeta, ganador del Premio Nacional de Literatura 2000 y del Premio Iberoamericano de Literatura Pablo Neruda 2016. 

Zurita pasa estos días recluido en su casa junto a su pareja, la escritora Paulina Wendt, y por videollamada contesta esta entrevista. De esos días ya lejanos de dictadura mantiene la convicción de que la palabra es un arma poderosa de denuncia y lucha contra la opresión, como la frase que escribió en el desierto de Atacama y que aún persiste: “Ni pena ni miedo”, con la que titula su último volumen de poesía y aproximaciones críticas a su obra que acaba de arribar a librerías italianas. A sus 70 años, el poeta confirma su relevancia internacional: el diario El País lo situó recientemente en una lista de favoritos para el Nobel entre autores de habla hispana como el español Javier Marías, el cubano Leonardo Padura y el colombiano Fernando Vallejos; y por estos días se preparaba para dictar un taller de poesía virtual en el Instituto Cervantes de Madrid. Y sigue escribiendo, recuperado de dos cirugías donde literalmente le abrieron el cerebro y el corazón. “El 2019 fue mi año operático”, dice entre risas y casi sin rastro de los temblores del párkinson que padece hace más de 20 años.

—¿Cómo se siente hoy después de lo vivido en 2019 y ahora enfrentando la crisis sanitaria que nos obliga a estar encerrados?

La estoy soportando bien, con mi mujer, y al solamente decir eso ya te hace ver tu situación de privilegio. Tú miras el mundo y es un horror la situación, la incertidumbre, las muertes. Estoy en cuarentena desde el 2 de marzo, llegué justo de Italia en esa fecha y decidimos con mi mujer encerrarnos y lo podemos hacer, ¿te fijas? Y esa situación no deja de tener algo de avergonzante. Encerrarse hoy es un privilegio y un lujo sobre la condición de tantos y tantas que no pueden hacerlo. Es tan tonto sentir culpa por algo que va más allá de ti, pero igual la sientes, no me siento bien en esta situación.

—En 2019 se sometió a una intervención al cerebro para disminuir los síntomas del párkinson. ¿Cómo vivió ese proceso? 

Fue duro, acá hay tanta gente que tiene lo mismo que yo y que podría acceder, pero es imposible porque en Chile es carísima, y como comenzó hace poco, no tienen la misma experticia para hacerla. En Italia está dentro del sistema público y vienen haciendo esta operación desde los 90, totalmente gratis. La operación fue de siete horas a cerebro abierto y quedé muy bien, porque ya con el párkinson prácticamente no podía caminar, cruzar las puertas solo, muchas cosas. Pero dos meses después, ya en Chile, tuve una operación a corazón abierto que duró nueve horas y ¡qué diablos!, aquí estamos. Estoy bien, por lo menos ahora, y eso ya es un milagro porque el párkinson es una enfermedad que no tiene cura y por debajo continúa su avance, pero eso de estar bien hay que decirlo muy despacio, porque si no, los dioses te escuchan y te castigan por tu arrogancia.

—¿No sintió miedo? 

No, fíjate, más miedo tengo ahora y no por la muerte, porque es tonto temerle a lo inevitable, es casi una trivialidad decirlo, sabemos que el destino final es la muerte para todos, pero es impresionante cómo hoy lo que se presenta de golpe es una muerte sin ilusión. Hoy la muerte es completamente en silencio, es una muerte aislada, sin un beso final; una muerte sin una mano que tome la tuya es algo muy triste. Uno se da cuenta de que morirse incluso es algo que puede hacerte ilusión, morirse de una determinada manera, y peor que la muerte es la soledad, la soledad infinita. Ese es un golpe a la humanidad.

—La pandemia ha dejado al descubierto la soledad que padecen muchos y también otras desigualdades que se venían agudizando con el estallido social. ¿Qué reflexiones ha tenido usted en este periodo? 

Con el virus surge todo, es la pudrición de un sistema económico que es una vergüenza, no hay palabra para graficarlo, es inconcebible y siempre lo fue. Primero fue la protesta social, pero ahora con el Coronavirus se nos muestra su dimensión más cruda, porque el virus real es la sociedad que hemos construido. Una buena sociedad, con una buena educación, con un sistema igualitario, se defiende, pero acá no tenemos casi ningún arma para defendernos, al contrario, la pobreza emerge. Era tan obvio que iba a suceder, porque acá la clase media es una clase que le haces cualquier cosa y son pobres de inmediato. Entonces, que Mañalich haya dicho que descubrió la pobreza da un poco de risa. Lo del hambre es terrible y tiene también una parte tragicómica, cuando se preocupan de borrar la palabra hambre que proyectó Delight Lab en el edificio Telefónica, como si lo importante fuera la palabra y no el hecho del hambre misma, entonces borran la palabra como si con eso borraran lo que está pasando. En estos tiempos se revela lo peor de la injusticia, pero también se revela lo mejor, que es la solidaridad, hay seres humanos que son maravillosos, me sumo a los aplausos a todos esos trabajadores de la salud profundos y solidarios, a quienes están organizando ollas comunes, es conmovedor.

«Ni pena ni miedo»: el geoglifo con el verso de Zurita realizado en el desierto de Atacama en 1993.  Crédito de foto: Guy Wenborne.

Entre 1979 y 1985, Raúl Zurita fue parte del CADA, el Colectivo Acciones de Arte que junto a la escritora y su entonces pareja Diamela Eltit, los artistas Lotty Rosenfeld y Juan Castillo, y el sociólogo Fernando Balcells, desplegó una serie de intervenciones poéticas urbanas para contrarrestar el horror de la dictadura. Una de ellas fue Para no morir de hambre en el arte, en octubre de 1979, donde a través de varias acciones abordaron el problema de la pobreza extrema, dotando a la leche del poder simbólico para representar un problema político irrepresentable. El colectivo repartió 100 litros de leche entre los pobladores de La Granja en bolsas de medio litro; consiguieron que camiones de leche Soprole se estacionaran frente al Museo Nacional de Bellas Artes, donde antes habían clausurado la entrada con un lienzo blanco, afirmando que el arte estaba fuera y no dentro del edificio; publicaron un texto poético en una de las páginas de la revista Hoy y distribuyeron frente al edificio de la Cepal el texto No es una aldea, con reflexiones como esta: “Cuando el hambre o el terror conforman el espacio natural en el que la aldea se despierta, sabemos que nosotros no somos una aldea, que la vida no es una aldea, que nuestras mentes no son una aldea; sabemos también que el hambre, el dolor significan todos los discursos del mundo en nosotros”. 

Ese mismo año, Zurita publicó Purgatorio, su primer libro y suerte de manifiesto artístico donde invoca la poesía como proyecto de arte y vida. Tres años después, el 2 de junio de 1982, consiguió que cinco aviones escribieran con humo blanco sobre el cielo del barrio Queens, en Nueva York, 15 versos de su poema La vida nueva, acción que fue registrada en video por el artista Juan Downey. “Mi Dios es hambre/ Mi Dios es nieve/ Mi Dios es pampa/ Mi Dios es no/ Mi Dios es desengaño/ Mi Dios es carroña/ Mi Dios es paraíso”.

—Hay una lucidez y una vigencia inusitada en su trabajo y en el del CADA. ¿Cómo percibe hoy esas obras? 

Pertenecer al CADA para mí fue como escribir un poema de distinta manera, un poema colectivo. Fuimos cinco personas que nos lanzamos con todo. No fue más que eso y no fue menos que eso. Sin embargo, hay una discusión sobre cuándo termina el CADA. Para mí termina en 1983, cuando comenzaron las grandes protestas masivas. La última acción del CADA fue la de los rayados que cubrieron todas las paredes de Chile con la consigna No +, que culminó con el triunfo del No en el plebiscito. Las niñas después quisieron hacer otra cosa y la hicieron, se llamó Viudas, pero fue una cosa mínima comparado con las otras acciones, fue sólo gráfica, ya se había perdido todo el espíritu y la fuerza, pero si ellas quieren ponerle a eso CADA, que se lo pongan, en realidad importa bien poco. Terminé un libro sobre el CADA, un perfil que está cruzado por la biografía. Siento que es algo de una gran belleza, pero de una belleza extrema, dura y fuerte. Su tema final es la muerte y la resurrección del amor. Se llama Tú que fuiste desmembrado. Como dijo Jorge González, es una tristeza que sigan vigentes esas obras, canciones y poemas. El gran poema debiera ser aquel que nunca se ha escrito, que este hubiese sido un país sin desaparecidos.

—Pero también son esos poemas y esas canciones las que nos ayudan a luchar contra el terror. ¿De qué forma la palabra y el lenguaje nos pueden seguir salvando?

En la dictadura, el significado de la palabra era el que querían imponernos los militares, que era cantar la gloria del triunfo marcial, las marchas militares, todo el lenguaje fascista con el que querían destruir el lenguaje de Chile, el lenguaje que habían construido todos sus poetas a través de Violeta Parra y Víctor Jara, de Neruda, de Mistral. Entonces la lucha era por el significado de la palabra, por preservar los grandes significados, por preservar frases como las de Allende, “se abrirán las grandes alamedas”, y hacer que cruzaran a este tiempo, porque si perdíamos esa pelea por los significados, habría sido una derrota total. Fíjate en esta publicidad, “Metrogas, calor humano, calor natural”, ese no es ni calor humano ni es natural, entonces hoy tenemos que ninguna palabra dice lo que dice, ninguna frase nombra lo que nombra, ninguna imagen muestra lo que muestra. Es el idioma del capitalismo que se caracteriza por arrancarle a las palabras el sustento de lo real para tener un mundo ilusorio que promete la felicidad, pero es una felicidad oscura. Revertir eso debe ser un trabajo profundo de los artistas del mundo, de los poetas, del pueblo, es el poder creativo. La lucha por el lenguaje sigue siendo fundamental, pero es una lucha al borde del abismo. Está claro que no nos vamos a morir sólo de biología, todas las mentiras del sistema van a ser parte de nuestra muerte también. 

Zurita partió su aventura poética siendo un seguidor de los Evangelios, los que aún admira: hoy se declara un “cristiano ateo”. También sigue comprometido con el Partido Comunista, del que se apartó brevemente en los 2000 cuando decidió apoyar la candidatura de Ricardo Lagos. “Lo apoyé con todo porque estuvo a punto de ganar Lavín, entonces me parece bastante obvio dónde debía estar. Nunca estuve alejado del PC, es un partido que yo respeto mucho y donde está la gente que quiero, es un partido que jamás ha estado en ninguna asonada militar ni golpista, que ha sido traicionado, pero que jamás ha traicionado, que apoyó a Salvador Allende hasta el último segundo y que luchó con heroísmo contra la dictadura. Es el partido más castigado, cuyos militantes no necesitan alardear ni vestirse de revolucionarios porque son revolucionarios. Mi militancia es libre y va con todas mis discrepancias”, dice.

—¿Usted piensa que el arte debe ser político?

Yo creo que el arte es mucho más que político. El arte es político, pero también es un arte de amor, un arte del espacio íntimo. Un poema político tiene que ser también un poema de amor, un poema social, un poema laico. A mí, personalmente, me interesa un arte situado en el mundo y me interesan los poetas que hablan de este mundo y no que especulan en fantasmagorías que quizás no existen en ninguna parte de esta tierra.

—¿Cree que los artistas deban crear en torno a lo que se está viviendo hoy? 

Es inevitable escribir y crear, pero nosotros no somos periodistas, no somos reporteros. No necesariamente vas a hablar de la pandemia, porque la memoria es una cosa muy extraña, la memoria a veces te actualiza de cosas mínimas, insignificantes, pero las actualiza en ti, como cuando te despiertas una noche y te acuerdas de algo que pensabas que habías olvidado y eso te sobresalta. Hace poco murió Paulo de Jolly, un poeta maravilloso, solitario e increíble que escribió poemas dedicados al rey Luis XIV y vivía pegado en el siglo XVII, era un tipo excéntrico, su presente era otro y nadie podría culparlo por eso. La poesía, de alguna forma, se arranca del tiempo para mostrar todos los tiempos, el presente y el pasado. Si una imagen es profunda, será profunda para la humanidad entera y no solamente para ti.

—Son tiempos difíciles para los artistas también. ¿Le parece que el gobierno o el Estado debería comprometerse más con la cultura en estos tiempos de crisis?

Desconfío totalmente de la ayuda de este Estado al arte y la cultura, no creo que estén en condiciones ni sepan cómo hacerlo. ¡Qué va a apoyar Piñera la cultura si no es lo que le importa! Para Piñera, la cultura es otro de sus enemigos. Entiendo profundamente qué es la pobreza, la entiendo porque la padecí y la viví, sé lo que es no tener absolutamente ningún apoyo ni ninguna ayuda, pero por eso mismo sé que no dependemos de eso. Un artista o es más fuerte que sus circunstancias o no es un artista, pero si lo es, hará las cosas igual, con financiamiento o sin financiamiento.

Adiós a Efraín Barquero, poeta sobreviviente de la generación del 50

Su infancia en el campo chileno marcó el comienzo de una poesía vitalista, que buscó siempre en la naturaleza los orígenes del ser humano y su conexión con el mundo. Ganador del Premio Nacional de Literatura en 2008, hasta bien entrada esa década, Barquero aún seguía viviendo en Francia, donde se exilió tras el golpe de Estado. Sin embargo, nunca dejó de evocar ese terruño impreso en la memoria, a través de una lírica que era tan cotidiana como luminosa. Anoche, el poeta falleció, a los 88 años, en su departamento de Providencia, debido a una enfermedad pulmonar crónica.

Por Denisse Espinoza

Por algún tiempo, Efraín Barquero (Piedra Blanca, 1931) fue etiquetado como el poeta del campo y la tierra chilena, una nueva voz que aparecía, a mediados de los 50, para retomar la lírica de lo cotidiano, de las tradiciones ancestrales y como suerte de continuador natural de Pablo Neruda, quien le daría su venia al escribir el prólogo de su primer libro, La piedra del pueblo (1954). Sin embargo, en pocos años Barquero se animó a emprender otros vuelos literarios: un viaje a China en 1962 le abrió las puertas a una mirada más universal, saboreó otra cultura y comparó ritos rurales de allá y acá, que marcarían para siempre su obra. Así lo cree el periodista y editor de Ediciones Lastarria, Pedro Pablo Guerrero, quien el año pasado reeditó, por primera vez, junto a Pablo Farba de Editorial Nascimento, el libro El viento de los reinos, publicado originalmente en 1967. “Sin desmerecer sus otros libros, que me encantan, creo que con este logra una universalidad que no había alcanzado antes, entrar en contacto con territorios extraños, con una cultura tan distinta en uno de los periodos más importantes de China, con Mao a la cabeza, todo eso la convirtió en una obra única”, comenta Guerrero sobre el libro que se presentó el año pasado, a inicios de octubre, durante la Primavera del Libro y que se transformó en la última noticia literaria que tuvimos de Barquero.

Aquejado hace varios años de Epoc (Enfermedad pulmonar obstructiva crónica) y últimamente con problemas de movilidad debido a una fractura de cadera, Efraín Barquero se mantenía recluido en su departamento de Antonio Varas, Providencia, donde anoche abandonó este mundo. Viudo desde 2016 y con sus tres hijos viviendo en el extranjero -lo que se suma al complejo contexto de la pandemia-, el poeta tendrá un funeral íntimo este 1 de julio en el Parque del Recuerdo.

Con la partida del autor de El viejo y el niño desaparece el último poeta sobreviviente de la dorada generación del 50, aquella que bebió de la obra de Neruda y Parra, y que cultivó un desencanto por la vida moderna al mismo tiempo que rehuía el criollismo. Enrique Lihn, Jorge Teillier, Armando Uribe, Miguel Arteche fueron algunos de quienes, como Barquero, pusieron en jaque el propio terreno de la poesía, cada uno con un estilo original e intereses propios, pero compartiendo un escepticismo vital en un contexto social de profundo cambio.

“Al igual que Teillier, Barquero fue una especie de exponente de la poesía lárica, se dedicó a trabajar el origen y el hogar, pero desde un lugar mítico. La diferencia es que si para Teillier el origen del mito humano era un paraíso perdido, imposible de recobrar, en Barquero había una posibilidad de reencontrarlo en la vuelta a la naturaleza, era allí donde él buscó las conexiones más profundas del ser humano y donde emerge la solidaridad de nuestra especie”, dice el poeta Naín Nómez, quien estrechó una amistad con Barquero desde que en 2000 trabajara en su primera y única antología, editada por LOM, sello que en los últimos años emprendió un trabajo de rescate de la obra del Premio Nacional 2008. “Cuando aún no existía el hombre/ existía un nudo en el viento/ y una vaga exclamación en el espacio./ Todo era demasiado grande y tenebroso/ para que existiera una sola gota a punto de caer/ y dos árboles unidos por una telaraña…” escribió Barquero en El poema en el poema.

Algunas de sus novelas clave: La compañera (1956), El poema en el poema (2004), El viento de los reinos (1967, reeditado en 2019) y Escrito está, su último libro de 2017.

Su próximo libro también era un rescate de los años 80, pero esta vez inédito: La voz de las raíces, que está nuevamente a cargo de Nómez, bajo LOM Ediciones: “Habla sobre el tema del origen, la infancia y los pueblos rurales del centro del país, temas que desarrolló a lo largo de su trayectoria”, cuenta el poeta, filósofo y académico de la U. de Santiago. “Con Efraín éramos muy cercanos, pero él no era de muchos amigos, era muy retraído y tímido, hablé con él la última vez hace unos 10 días, tenía ganas de que nos viéramos, pero estaba consciente de que era difícil por la pandemia”.

El poeta Jaime Quezada también recuerda a Barquero como un hombre solitario, que sin embargo caló hondo en su generación de jóvenes escritores de los 70. “Yo fui un lector muy admirativo de su obra, toda la generación del 50 era referente para nosotros, era paradigmática. Él tenía un tipo de escritura muy original, que rescata lo más originario de la tierra, de la oralidad, de lo chileno, y al mismo tiempo su obra tiene esa limpieza, una mirada luminosa de las cosas, de los objetos. Es muy notable cómo lo cotidiano se cuela en su escritura, la ritualidad y las materialidades de las cosas están muy presentes y uno admira ese amor por el lenguaje y el interés de hacerlo más sencillo, cotidiano y cercano al lector”.

Amante de la vida de campo, Barquero vivió varios años en Lo Gallardo, pueblo de la provincia de San Antonio, donde el poeta y su familia tenían una casa en los terrenos de su amiga Inés “Momo” del Río de Balmaceda, lugar que también terminaría siendo centro de reuniones de escritores y poetas. En los 70, bajo el gobierno de Salvador Allende, Barquero desarrolló una carrera diplomática que lo llevó a Colombia, donde lo pillaría el golpe de Estado. Peregrinó por México y Cuba hasta finalmente radicarse en Francia, primero en Estrasburgo y más tarde en Marsella, donde llegó a vivir hasta entrados los años 90, época en la que intentó por primera vez regresar a Chile, sin éxito. “Estuvo viviendo acá intermitentemente, pero se le hacía difícil volver a establecerse, es lo que le pasa a la mayoría: si te vas de Chile, desapareces, eres un fantasma, y sobre todo cuando te dedicas 100% a la escritura, es complicado volver”, cuenta Nómez. 

El regreso y la muerte

Entre 1979 y 1985 publicó obras importantes en Francia: A deshora, Mujeres de oscuro y El viejo y el niño, editados todos en Chile, en la década de los 90. Hasta que en 1999 logró publicar La mesa de la tierra, con el que recibió ese año el Premio Municipal de Literatura. De a poco la figura de Barquero volvió a entrar en el mapa de las letras locales.

«Su poesía conmueve por su autenticidad, hondura y sencillez, lo que significa hacernos vibrar, y transmite una experiencia vital, la suya, con un lenguaje cristalino», dijo el fallecido novelista y Premio Nacional de Literatura 2006, José Miguel Varas, quien fue parte del jurado que galardonó a Barquero con el Nacional en 2008: el reconocimiento terminó por sellar su regreso a Chile y su obra fue lentamente cobrando su espacio. Él, quien siempre había rehuido la ciudad, terminó viviendo, hasta ayer, en el corazón de Providencia.

Efraín Barquero en Lo Gallardo, provincia de San Antonio. Foto: http://www.efrainbarquero.net/

Para Naín Nómez, Barquero tuvo una matriz poética transversal que desarrolló a lo largo de toda su vida literaria, volvía a revistar una y otra vez los mismos temas, pero su escritura se iba afinando. “Su primera poesía es más narrativa, pero de a poco se va recogiendo en sí misma, se va haciendo cada vez más sintética, entrando a mayores densidades. Su aporte dentro de la generación del 50 tiene que ver con una suerte de crítica a la modernidad, a todo el proceso de tecnologización y de aislamiento del ser humano, a partir de este elemento natural siempre presente en su obra, al igual que la idea de la solidaridad de los seres humanos que nunca abandona”, dice el académico. “Es interesante, porque en mis clases, Barquero les gusta mucho a los jóvenes, curiosamente es una poesía retro, pero que recoge la inquietud de salir de la alienación de las ciudades”.

El amor y la muerte fueron otros de los temas que desarrolló en su obra, también con una mirada íntima y a la vez cotidiana. «Así es mi compañera / la he tomado de entre los rostros pobres / con su pureza de madera sin pintar / y sin preguntar por sus padres porque es joven y la juventud es eterna / sin averiguar donde vive / porque es sana, y la salud es infinita como el agua / y sin saber cuál es su nombre / porque es bella y la belleza no ha sido bautizada», escribió el poeta en un fragmenta de La compañera (1956), libro que dedica a su esposa Elena Cisternas Franulic, la mujer que estuvo a su lado desde que se conocieran a inicios de los años 50 en una de las salas de la Biblioteca Nacional. Él había llegado a Santiago desde Teno, donde era apicultor, para estudiar Pedagogía en Castellano en el Instituto Pedagógico y Derecho en la Universidad de Chile; y ella era alumna de la escuela de Bellas Artes y preparaba su tesis en arte japonés. No se separaron más. Hasta que, en 2016, Elena falleció de un ataque al corazón. 

“La muerte de Elena lo deprimió mucho, y aunque él siguió sobreviviendo por su poesía, que era el gran motor en su vida, él sentía la falta de ella, lo conversamos muchas veces, porque sentía que ya no tenía mucho más que hacer aquí. Ella era la parte más concreta y realista del mundo, era quien además se preocupaba de las cosas cotidianas, le cocinaba y era su sostén. Es curioso, porque a pesar de que él en su poesía habla mucho de semillas y alimentos, no sabía cocinar. En este último tiempo vivía solo y le acompañaba su cuidadora, la señora Angelina, quien suplió esas tareas en su vida”, cuenta Naín Nómez.

El golpe de la muerte de su esposa lo empujo por última vez, en 2017, a escribir un volumen dedicado a ella, Escrito está (LOM Ediciones), donde vuelca el dolor por la pérdida y la negación de su desaparición, que hoy es también la suya: “Tu último suspiro fue aún más suave/ que soplar un vilano, que aspirar una flor./ Y sin dejar de mirarme, como acercándose a mí/ para decirme que la ayudara a vivir un día más./ Yo soplé en su boca para hacerla vivir/ sabiendo que estaba muerta, soplé y soplé/ y sentí que alguien me estrechaba con un abrazo mortal./ Era el primer nudo de nuestra vida, el nudo ciego/ de nuestra juventud, que se hace también ciegamente/ con los extremos de la vida y de la muerte./ Yo dejé de soplar para decirle a mi mujer/ que ella no podía morir porque yo estaba vivo./ Y ante esta afirmación se produjo un silencio infinito”.