Lemebel, el escritor

Han pasado cuatro años desde la muerte del autor de La esquina es mi corazón: primero fue el shock y luego vino el gran vacío. Cuatro años es poco tiempo para superar el luto de alguien tan entrañable como Pedro Lemebel, por ello no sorprende la enorme cantidad de lecturas que emergen hoy en torno a su obra.

Por Carmen Berenguer / Ilustración: Fabián Rivas

Dicen que, últimamente, Pedro se ha venido con todo: se publicaron Incontables, el volumen con sus primeros cuentos; Lemebel, de Soledad Bianchi; Lemebel oral, de Gonzalo León; No tengo amigos, tengo amores, de Ediciones Alquimia; Pedro Lemebel, de Catalina Mena. A ellos se suman el documental de Joanna Reposi —estrenado y premiado en la Berlinale—, la inauguración de la Biblioteca Pedro Lemebel de Recoleta y una biografía en preparación. Alguien me pregunta qué ocurre, por qué este boom. Si bien fue una figura cultural en vida, él solía decir que la academia chilena no estudiaba su obra. Dicho de otra forma: sentía que había un saldo con Lemebel, el escritor. O Pedro fue adelantado a su tiempo o la academia sufrió la parálisis mental del golpe militar y luego pasó demasiado tiempo petrificada, añejando el paper institucional.

“Pedro inauguró un estilo literario crítico, mordaz y audaz en el lenguaje, combinando novedosas estructuras a partir de lo coloquial y del reencuentro con las raíces profundas del habla popular. Su estética colorida y brillosa lucían como un barniz recién pintado”.

Chile es ingrato y cicatero con sus escritores: Lemebel debió recibir el Premio Nacional de Literatura. 

El vacío que dejó su partida se siente en un momento triste de abusos y desigualdades; en una época marcada por una descomposición que atañe tanto a la política como a las instituciones laborales y culturales. Pedro habría levantado la voz: era un ser imprescindible en un país donde todo es prescindible. Cuatro años es poco tiempo para superar el luto de alguien tan entrañable como él, y por ello no sorprende la gran cantidad de lecturas que emergen hoy acerca de su obra. En la época en que comenzó a escribir, sin embargo, el archivo literario nacional enmudeció ante la vigorosa producción de los años 80, en particular, frente a la vinculada con el género, el feminismo y la diversidad sexual. 

El escritor que representaba Pedro Lemebel pertenece a un pasado reciente que no quiere desaparecer. Lemebel no es una figura decorativa y reconocida solamente como el joven pobre que salió de la pobla, mito que se ha consagrado en torno a él. Era eso y mucho más: sus historias durante la Unidad Popular, sus apremios sexuales, su paso por la universidad, sus aprendizajes de artesano, de vendedor ambulante; su vida en San Miguel y su estar cultural y político en los 80. Lemebel no es sólo la etapa final ni tampoco la del colectivo homosexual Las yeguas del Apocalipsis, que fue colectivo hasta su entrada en una yegua a la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, cuando el rector era nombrado por el dictador Pinochet. Ese acto fue político y eso es lo que Lemebel hizo: politizar su estar y su escritura.

¿De dónde viene culturalmente Pedro Lemebel, el escritor?

Han pasado cuatro años desde que mi amigo murió por un cáncer agresivo. Nuestra amistad profunda data de 1980, por lo que tuvimos una larga historia caminando juntos en aquella época de dictadura. Pedro escribía cuentos y participaba en el taller de la escritora Pía Barros, quien era lectora de Julio Cortázar. Pienso que allí recibió las claves del cuento moderno.

En ese entonces, se hacía por primera vez un taller en la Sociedad de Escritores de Chile (SECH) dirigido por el poeta Jaime Quezada, con alrededor de 50 alumnos. Intuyo que los que asistían lo hacían más que nada por el deseo de hablar, de verse con otros. Lo cierto es que a la SECH sólo iban los que mantenían el deseo vivo de defender ese lugar a como diera lugar.

Los tallerinos apenas nos mirábamos. Jaime Quezada, con su voz grave, le daba un aura mística, y su compañero, el poeta Floridor Pérez, ampliaba los decires poéticos desde su visión literaria. Se formaron grupos y revistas como Al Margen, La Castaña, La Gota Pura; y por nuestra parte, junto a Pía Barros y Liliana Trevizán, hicimos la primera hoja feminista denominada Nos-Otras, en respuesta al tufillo masculino que se respiraba en la incipiente urdimbre literaria de la SECH. Se multiplicaban los grupos de escritores que llegaban a guarecerse, arrancando de alguna persecución política, y fue en este espacio clandestino que lograron armar una narrativa, visitados por Enrique Lihn, Nicanor Parra, Jorge Teillier y Estela Díaz Varín, la única mujer. 

En esa maraña, junto a Jordi Lloret, Lemebel fue parte del Colectivo de Escritores Jóvenes (CEJ), que organizó el Primer Congreso de Escritores y Escritoras en el insilio chileno, y en cuyo directorio estaban Diego Muñoz, Aristóteles España, Ramón Díaz Etérovic y yo. Pedro Lemebel y Mirna Uribe, poeta inédita, eran parte de este movimiento disidente: llegaban en silencio y participaban casi sin inmiscuirse, manteniendo cierta lejanía. Lemebel era un Nosferatu, una figura expresionista: vestía de negro, llevaba el rostro pintado de blanco y unos ojos delineados con manchas oscuras. 

Uno de esos días, después de la lectura de mi poema “Concholepas, Concholepas”, Pedro dijo que le había llamado la atención mi texto, que se acercaba a la prosa y contaba una historia de tortura con un molusco, el loco chileno. “Ese lenguaje tuyo son puras palabras”, comentó. “Bueno —le dije—, es lo que hay: dejo que la lengua salga con ímpetu”. Desde ese momento, nos vimos como novios todos los días, y en ese entorno duro y rizomático, vivimos juntos persecuciones y nos morimos de miedo frente a la presencia de la agente Mariana Callejas en la SECH. Siempre iba a tomarse unas copas y nosotros, que la conocíamos, la observábamos tanto como ella a nosotros.

Pedro escribió los cuentos Incontables, que llamaron mi atención. En ese tiempo viajaba y había vivido en Buenos Aires, desde donde traía cosas que matuteaba: pañuelos, lentes, cueros; que ofrecía en la calle como vendedor ambulante en Bellavista. Hacía objetos con sus manos, como unos colgadores de ropa con el rostro de actores íconos —todavía guardo uno de James Dean. Pedro era un gato de siete vidas: algunas veces llegaba moreteado, más de alguien le propinó una golpiza. Nos encantaba pitear en el Parque Forestal o a veces en el Bustamante. De madrugada, en la casa de trabajadoras sexuales como la Elizabeth, en la calle o en el bar, hicimos tumultos durante todos esos años de cárcel nacional. El lenguaje, producto de lecturas, iba deshaciéndose y rehaciéndose.

Este relato reafirma que Pedro Lemebel no salió de la nada: aun con su enorme talento, se hizo escritor a través de su vida narrada, una vida llena de matices e intervalos que siempre fueron para él motivo literario. Lemebel tuvo la intuición de hablar como lo hacía desde la homosexualidad, y a partir de ahí, gracias a la figura de la loca, desordenó la centralidad del discurso literario y lo descompuso de forma radical. Transformó la lengua al crear ese hablar lemebeliano tan suyo. Su voz “loca” era oraliteraria: lo oral y lo literario se fundían, y su instalación en ese terreno fue La esquina es mi corazón (1995), compendio de crónicas que me pidió presentar y que fue lanzado en el Museo de Arte Contemporáneo. Tanto la presentación como el libro fueron actos clandestinos en un entorno político y cultural oficialista, en medio de una transición de los acuerdos que no trajo la alegría que prometió. 

La esquina en mi corazón —su primera publicación— alteró la tranquila y apacible sociedad chilena, que quedó desconcertada con sus páginas. Pedro inauguró un estilo literario crítico, mordaz y audaz en el lenguaje, combinando novedosas estructuras a partir de lo coloquial y del reencuentro con las raíces profundas del habla popular. Su estética colorida y brillosa lucían como un barniz recién pintado. Su irrupción fue abrupta, desconcertante e inesperada por su contenido y su forma, luego bautizada como “neobarroco”. Lo pensé entonces, y lo sostengo ahora: ese libro es extraordinario por su propuesta radical. Pero también por llenar un vacío político–cultural en Chile: el de la homosexualidad. Para mí, ese libro fue su gran performance.

Francisco Casas: «Yo ya me vestí de mujer y hoy eso no tiene ningún sentido»

De visita en Chile a propósito del X° encuentro “eX-céntrico: disidencias, soberanías, performance”, el connotado artista, fundador junto a Pedro Lemebel de Las Yeguas del Apocalipsis, habla sobre sus proyectos actuales y la necesidad de encontrar nuevas formas de increpar al poder desde el arte.

Por Ximena Póo | Fotografías: Felipe Poga

Montados sobre una yegua aparecen Francisco Casas y Pedro Lemebel (1952- 2015) por Las Encinas. Es 1988 y la Universidad de Chile, intervenida por la dictadura, insistía en sus resistencias y también en sus retiradas. Hoy, a casi tres décadas de ese día, quienes los vieron llegar o aquellos que tuvimos noticias de esa performance no podemos olvidar e imaginamos. Imaginamos aún desde las explanadas de la resistencia y también desde las puertas cerradas de las retiradas. Acción y política, artes visuales, cuerpos y deslindes de una historia larga y un relato corto es lo que hoy Francisco Casas nos vino a recordar, cuando se remece la memoria.

En los extramuros del X° encuentro “eX-céntrico: disidencias, soberanías, performance” –organizado entre el 17 y 23 de julio por el Instituto Hemisférico de Performance y Política de la U. de Nueva York, fundado por Diana Taylor, la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones y el Departamento de Teatro de la Facultad de Artes de la U. de Chile, en colaboración con el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes–, Casas expuso en la galería Metales Pesados Visual lo que es hoy: su travestismo del siglo XXI.

Su cuerpo estuvo ahí, en calle Merced, conversando con amigos y con poca prensa, pero también estuvo en las pantallas que cuelgan de las paredes blancas de este espacio ubicado en un territorio de moda, en pleno barrio Lastarria. En esas pantallas, “Pancho” Casas –el mismo que en 1987 fundó, junto a Lemebel, el colectivo Las Yeguas del Apocalipsis– se conectaba con el agua mostrando su última performance, Ese’eja (2011), resultado de una residencia en el Amazonas peruano, donde hizo un viaje en balsa por el río Tambopata con una cámara Bolez de 16 mm. Navegó desde los glaciares de Puno hasta el río Madre de Dios, rodeado por los bosques donde el grupo Ese’eja alguna vez construyó su vida.

“Pancho” Casas vive y trabaja en Lima, Perú, desde 2013. Y no extraña nada de Chile, o por lo menos se empeña en que todos lo crean. Su biografía académica y artística es extensa, sujeta a vacíos y demandas por coherencias. Estudió Literatura en la Universidad Arcis entre 1984 y 1987, y realizó una maestría en Literatura y Psicoanálisis en la Universidad de Chile en 1988. Su nombre remite a vestidos largos, tragedia en los ‘70 y ‘80, opulencia en los ‘90, mundos felices, contradictorios, bizarros, combatientes, amorosos, a luchas de subjetividades y egos. Su nombre remite a mundos críticos, lumpéricos, obreros, burgueses. Su nombre es un continente que nos conecta con un Chile que aún, aunque cueste creerlo, muchos no quieren ver por conservadurismos obscenos o bien porque el ruido del arte convertido en moda no deja oír (ni ver). Los mismos que, es probable, no quieran tocar a esta América Latina de fronteras difusas y tercermundistas que autores como él nos lanzan a la cara.

Casas, autor de Sodoma Mía (poesía, Editorial Cuarto Propio, 1991), Yo, yegua (novela, Editorial Seix Barral, 2004), Romance de la inmaculada llanura (poesía, Editorial Cuarto Propio, 2008), Romance del arcano sin nombre (poesía, Chancacazo, 2010) y Partitura (novela, Chancacazo, 2014), camina por Lima, por su Barranco literario, libre. Y se empeña en decirlo al reconocer la densidad cultural de Perú, donde ha sido profesor de crítica cultural en la Escuela de Arte Corriente Alterna en Lima y hoy curador de la galería de arte Ginsberg (así de beat). Le gusta recordar que ha sido invitado como artista, escritor y conferencista a la Universidad de Berkeley, la Universidad de Chile, la Universidad de Nueva York, la Universidad Autónoma de México, el Centro Wilfredo Lam de La Habana, el Instituto Latinoamericano de Cultura (ILA) de Roma, el Museo Reina Sofía, Madrid, y recientemente al Museo MALI de Lima y a la Pontificia Universidad Católica del Perú.

Francisco Casas. Fotografía: Felipe PoGa.

Y le gusta recordar que “cuando con Pedro Lemebel pensamos la performance Refundación de la Universidad de Chile decidimos entrar a la Facultad de Artes, en Las Encinas, montados sobre una yegua que se llamaba ‘Parecía’, que era como Rocinante de El Quijote”. Y hoy recuerda así para esta Universidad crítica, compleja, política.

“Parecía” (así se llamaba) era una “yegua carretonera que la habíamos rentado en una feria de Peñalolén. Apenas podía caminar esta yegua y a Pedro le costó mucho subir porque les tenía miedo a los caballos. Pensamos esta entrada no solamente por la dictadura y los campus tomados por los militares; estaba Federici de Rector. La Facultad de Artes existía a duras penas con toda la censura que había”. Así, montados desnudos y abrazados, decidieron que en este acto la Universidad se refundaría desde un lugar que los interpelaba, un lugar simbólico y material por donde entrara la clase obrera homosexual.

La disrupción se producía entonces al interior de los puntos neurálgicos de un espacio de Educación Superior donde la discriminación a la homosexualidad no daba tregua en medio de la represión política. Además, cuenta mientras en el Parque Forestal el invierno convoca nostalgias, “esta censura –también universitaria– había aumentado mucho más cuando llega el Sida a Chile”.

Casas, atropellando análisis y praxis, recuerda que “en ese instante decidimos refundar la Universidad de Chile, inventar otra forma de Universidad de Chile a la manera de Pedro de Valdivia cuando entra a Santiago. Entonces era como sexualizar también la figura de ‘Don’ Pedro de Valdivia arriba de un caballo. Además, desde otro lugar más lejano, que era tema de risa y conversaciones, se construyó una metáfora que aludía a Lady Godiva, esta mujer a la que la obligan a pasear desnuda por las calles del pueblo para luego morir apedreada luego de que le han inventado mentiras sobre su vida”.

Esa performance señera, antecedida y seguida por decenas de otras, densificaría la alianza que él y Lemebel tenían con el feminismo, la resistencia frente a la dictadura y la deconstrucción del patriarcado al transgredir la figura icónica de Pedro de Valdivia representada en “esta estatua horrenda que está en la Plaza de Armas; una estatua que no está en un pedestal, está sobre el piso, y por tanto es más amenazante que si estuviera arriba. Y, curiosamente, esta estatua se ubica en la misma esquina donde durante la época colonial estuvo la horca, donde se hacían los juicios públicos, lo que no deja de ser interesante”.

Pedro de Valdivia todavía está entrando a la ciudad, insiste al pensar en la colonia. “Mirando esta estatua (en Plaza de Armas), dijimos con Pedro: ‘hay que refundar la Universidad de Chile, pero vamos a tomar ese modelo’. Esto rara vez lo había dicho, es raro, pero ahora que recuerdo, con Pedro solíamos pasar mucho tiempo sentados en la Plaza de Armas y no dejábamos de mirar y mirar”.

En mayo, de paso en Chile, “Pancho” Casas volvió a sentarse en alguna banca de este espacio que los alcaldes y alcaldesas de turno suelen intervenir y que se ha peruanizado, dominicanizado, colombianizado para buena ventura de una parte del país que puja por construirse en y desde las diferencias. “Al volver experimenté un impacto visual, mi recorrido por la Plaza de Armas fue ahora realmente increíble”, dice, e imagina que “Chile cree que eso no le está pasando”.

El giro travesti

Cruzando el estereotipo, Casas se internó en el Amazonas para la performance Ese’eja y sus estrategias de transformación giraron. “Pedro Lemebel y yo trabajamos el travestismo como una forma de enfrentarse a los poderes”, como cuando, durante la proclamación de Patricio Aylwin como candidato a la presidencia de Chile para encabezar la transición, desplegaron el lienzo “Homosexuales por el cambio”, “una forma violenta en ese tiempo de visualizar un cuerpo que estaba oculto”. Era una forma de manifiesto en una época que requería esa habla. Pero el travestismo, dice, “hay que llevarlo a otros lugares” y se fundamenta en la tesis de la simulación que hay, por ejemplo, en Ensayos Generales sobre el Barroco, de Severo Sarduy.

“El travestismo va ahora en otros cuerpos, cuerpos menos garantizados, como el de los indígenas o en las migraciones; me preocupan los temas ecológicos, que son temas políticos, críticos”. En ese contexto, esta performance se conecta con el hecho de que grandes territorios del Amazonas están siendo devastados por la minería formal e informal. “Toda la minería informal, ilegal, financiada por las grandes mineras, está devastando, por los relaves, la selva entera; es lo mismo que pasa en Chile. Yo llamo un poco la atención sobre eso y su impacto en la contaminación del agua, las especies nativas y los humanos que van desapareciendo. Para eso yo me relacioné con tribus no contactadas. Tuvimos que pedir muchos permisos para ir a ese viaje. A medida que vas bajando ves el río contaminado entero y ves lo que pasa con sus habitantes”.

Por eso quiso travestirse en esos cuerpos, como el del indio yanomani, de Juan Downey, que da vuelta la cámara y por eso sigue travistiéndose, pero esta vez desde ese lugar. “Yo doy vuelta la cámara; yo ya me vestí de mujer y hoy eso no tiene ningún sentido, porque hay que hacerse la pregunta sobre de qué tipo de mujer te estás vistiendo, de la tonta, la de clase alta, la llena de joyas, la explotadora del mismo hecho de ser mujer que traiciona su propia femineidad, la burguesa detestable. Entonces el travesti ocupa ese lugar común y es hora de cuestionarlo. Yo doy un poco vuelta la tuerca y mi travestismo es hacia atrás, atrás, atrás”. Tan atrás como pudo llevarlo la ayahuasca al finalizar el viaje en la balsa río abajo.

¿Por qué nadie se viste de Aretha Franklin?”, se pregunta mientras sigue reflexionando sobre ese travestismo de mujer que hoy, y tal vez por ahora, ha dejado de lado al poner a la intemperie las categorías sobre clase y género naturalizadas por el neoliberalismo.

En Perú, relata, “no hay discriminación hacia los chilenos; amo la cultura peruana, a la poeta peruana Blanca Varela, amo todo. Chile reniega de la densidad cultural que existe en Perú”. Renegar es no querer enfrentar para encontrar. Así es como surge la alianza con Blas Isasi y entran al Pacífico con las letras rojas estampadas, sangrantes, en sus torsos desnudos: Roto y Cholo entran al mar en 2014. Y sobre ellos escribe la buena amiga de Casas, Diamela Eltit, bajo el título Las otras pa-t-rias.

Fotografía: Felipe PoGa

La censura no existe, mi amor

“Es imposible que haya censura”, dice y suelta una carcajada que antecede a la mirada fija, al desaliento de tanto caminar. La censura, piensa en medio del ambiente afrancesado que se levanta como coquetería chic frente al Museo de Bellas Artes, “se puede inventar para vender y hacer escándalo, pero la censura no existe porque no le interesa al sistema. En nuestra época, en los ‘70 y ‘80, había una censura que era peligro de vida. Ya lo vivimos”.

Y es que, concordamos, “uno de los grandes triunfos del neoliberalismo es que el otro ya no interesa y, por lo tanto, no hay censura; si alguien dice que ha sido censurado es que hubo una mala negociación de su parte porque no entendió el mercado. Es decir, negoció mal la edición, la exhibición. A nadie le interesa censurar porque hay otras formas de anular mucho más brutales. La censura no existe, mi amor”. No existe, sentencia, porque “te dicen ‘usted haga lo que quiera mientras llene bien el formulario’, y eso es lo que hacen muy bien los fondos de cultura, que lo han entendido así; el sistema lo ha entendido muy bien”.

El primer acto de censura en democracia que existió en Chile fue, recuerda, a Las Yeguas del Apocalipsis, y eso lo registró Carmen Luz Parot en “Censurados. Cuando se proclama a Aylwin en el Teatro Cariola, en 1989, está toda la prensa internacional y nacional, una sola fotografía se pudo rescatar, pero nada más. No hay nada más que eso”. Pedro y Francisco no estaban invitados a ese encuentro, pero ahí llegaron, con pluma, tacones y lienzo. “Cuando Ricardo Lagos va pasando, yo lo agarro y Pedro Lemebel lo besa en la boca. Todos los flashes se dispararon, pero no hay ninguna fotografía de eso”.

El ejercicio del poder tiene sus códigos y él se pasea por ellos con y sin disfraz. “Guarda el vestido de novia”, le dijo alguna vez la Presidenta Michelle Bachelet, cuando “ni la izquierda quiso dar apoyo al matrimonio homosexual”. “He tenido la oportunidad de entrar a instancias de poder a pesar de mí mismo”, dice quien tampoco deja de lado a los amigos, aunque les estampe mensajes desatados: “Ahora Carmen Berenguer se enojó conmigo porque no la quise apoyar con una carta para el Premio Nacional de Literatura; es que no apoyo a nadie, porque no creo en ese premio”. Cuando viaja aprovecha de ver a Carmen, la “tercera Yegua”, y a Diamela Eltit y Nelly Richard, a Sergio Parra y a Adolfo Bimer, un artista joven “que es como un hijo”, pero no visita a muchos más.