La figura de Carlos Leppe, pionero de la performance en América Latina, es protagónica en la historia del arte reciente. A casi una década de su muerte, la potencia de sus obras sigue intacta, como lo demuestra la exposición «El día más hermoso».
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La artista (Osorno, 1941), que comenzó su carrera en los años 60 tras radicarse en Nueva York, presenta por primera vez su trabajo en Chile. Sus acciones que deslumbraron a fines de los 70 fueron redescubiertas hace cinco años y devueltas a la vida en lugares tan importantes como la Tate, de Londres, y el Kunsthalle, de Viena. Una obra efímera, simple y compleja en partes iguales, que aterriza —bajo la curatoría de Jennifer McColl— hasta el 5 de enero en el Centro Nacional de Arte Contemporáneo Cerrillos y que la tendrá a ella misma en diciembre protagonizando algunas de sus piezas más emblemáticas. “Nunca imaginé, nunca pensé, que en Chile tendrían interés por mis cosas”, dice al teléfono la artista.
Por Denisse Espinoza
“¿Es danza minimalista? ¿Arte surrealista? ¿Ni arte ni danza? ¿A quién le importa cómo lo llamas? Prefiero que la experimentación artística me provoque reflexiones en lugar de saber su nombre”, escribía en 1979 Barbara Newman en su artículo para The Wisdoms Child New York Guide sobre Sylvia Palacios Whitman, la chilena que por esos días presentaba sus acciones nada menos que en el Museo Guggenheim de Nueva York, atrayendo reacciones positivas de la crítica de arte que la convertirían en una promesa local.
Cuatro décadas después de su origen, las mismas preguntas y respuestas sirven para enfrentarse a esas obras reproducidas por primera vez en suelo chileno. El pasado 14 y 15 de octubre se inauguró, en el Centro Nacional de Arte Contemporáneo Cerrillos, la muestra Alrededor del borde, que incluyó el desarrollo de cuatro performances de Palacios Whitman con la participación de artistas locales y que a fines de diciembre la tendrán a ella misma, hoy de 80 años, reproduciendo otras piezas inéditas. Para quienes estén sobre acostumbrados a buscar un discurso ya sea político, filosófico o ecológico, que precede la obra de arte, no encontrarán sentido a las escenas de Palacios Whitman.
Su trabajo apela más bien a lo sensorial, a las lógicas (o no lógicas) de los sueños, al absurdo de la conciencia y a la simpleza de lo material. La clave es dejarse llevar por aquellas imágenes oníricas que nos regala la artista: una mujer que brinca cada vez más alto para caer con gracia sobre bloques que se van acumulando bajo sus pies; un hombre que hace equilibrio de pie sobre una tabla apoyada solo de los extremos, y que carga en cada mano dos baldes que de a poco se van llenando con más peso; u otra mujer que va adoptando las poses de un árbol danzante, como si fuesen un espejo, la una del otro.
La obra de Palacios Whitman cobró notoriedad a fines de los 70 cuando se presentó en el Museo Guggenheim de Nueva York, época en que aún la teoría del arte performático no definía sus preceptos, y su trabajo deambulaba espontánea y experimentalmente entre la danza, el teatro y las artes visuales. Por esos años, además, trabó amistad y colaboró con la prestigiosa coreógrafa Trisha Brown, quien intentó reclutarla en su compañía, recibiendo una contundente negativa. “Yo trabajé con ella y con un montón de otras bailarinas, entonces ella me ofreció hacer un montón de cosas, pero yo no quería ni me interesaba bailar, yo quería hacer otras cosas, mis locuras, y ella entendió perfectamente”, cuenta la octogenaria artista por teléfono desde Nueva York.
Su historia en el arte se remonta a los 12 años cuando en la ciudad de Osorno decidió que se convertiría en artista. Tuvo un breve paso por la Escuela de Bellas Artes en Santiago, donde conoció al que sería su marido, el también artista Enrique Castro-Cid (1936-1992), con quien emigró a Estados Unidos. A fines de los 60, ya instalada en Nueva York, participó en las obras de Robert Whitman, con quien se casó en 1968 y sigue unida hasta hoy. En 1985, una tragedia familiar —de la que prefiere no entrar en detalles— la alejó de la performance en espacios públicos. Fue entonces que cambió los espacios conquistados, aquellos en los que había sido aplaudida como el Idea Warehouse, el loft de Trisha Brown, el Whitney Museum of American Art, o el Moderna Museet de Estocolmo, y se retiró al campo, donde, sin embargo, no dejó de producir obra: pinturas y dibujos que nunca exhibió hasta ahora.
¿Qué recuerdas de la escena artística chilena de los 60 y qué sientes al volver recién ahora a exhibir en tu país?
—Yo me fui en 1959 y nunca más volví a Chile. Es decir, sí, regresaba cada seis años a ver a mis padres, pero ni siquiera paraba en Santiago, llegaba al aeropuerto y me tomaba otro avión directo al sur. La verdad es que nunca me imaginé, nunca pensé que en Chile tendrían interés en mis cosas y aún no sé qué pensar sobre cómo serán recibidas allá. Ni siquiera estudié un año completo en la escuela de Bellas Artes cuando decidimos venirnos a Estados Unidos. Por supuesto que conocí a artistas que respetaba mucho, incluido al que sería mi esposo, pero la verdad es que fue en Estados Unidos que desarrollé mi trabajo.Fue muy fácil para mí insertarme, como que Nueva York me abrazó, me sentí estupendo. Siempre me preguntan dónde estudié, pero la verdad es que nunca lo hice, nunca estudié arte, ni en Santiago, ni aquí ni en ninguna parte. Me relacioné siempre más con la escena americana y luego me casé con un gringo y me metí en la cosa gringa gringa. Cuando llegué nadie me preguntó si era artista o de dónde era, a nadie le interesaba eso. El único estudio que yo hago es lo que viene de mi cabeza, me levanto en la mañana con ideas locas y las hago, el arte viene con mi personalidad, soy yo misma, es así como nací.
¿Cómo fue que se inició el interés desde Chile de exhibir tu obra?
—Fue a partir de un sobrino mío que vino de visita a verme a mí y a Bob hace como ocho años atrás, y él sabía que mi marido era muy famoso como artista, pero de pronto me vio a mí con mis manos verdes gigantes en carteles en todas las calles de Nueva York, porque justo el Whitney Museum iba a mostrar mis cosas y me dijo ‘oye pero si esta eres tú, pero cómo en Chile no saben nada de ti, si tú eres tan conocida acá’, pero claro, ni mi familia sabía. Entonces él contactó a Jennifer McColl, pasaron unos años después y ambos vinieron a verme y me ayudaron mucho con una muestra que tuve en la Tate e inmediatamente vino esta otra muestra en el Brooklyn Museum, de mujeres latinoamericanas, y Jennifer escribió un libro sobre mi obra que se llama Pequeñas máquinas de conciencias, la obra de Sylvia Palacios Whitman y ahí cuenta todo lo que he hecho y lo que no he hecho. Fue ella quien insistió en llevar mi obra a Chile y quien está haciendo todas estas cosas increíbles, cosas que yo le voy mostrando a la gente que conozco en Europa y de las que también se asombran.
Efectivamente, la obra de Sylvia revivió con fuerza en 2013, cuando el Whitney Museum que ya había exhibido su trabajo en los 70 realizó la exposición Rituals of Rented Island: Object Theatre, Loft Performance, and the New Psychodrama – Manhattan, 1970-1980. New York, donde le pidió que recreara su performance Green Hands (una de sus imágenes más icónicas y que fue también recordada en la muestra Radical Women: Latin American Art, 1960–1985), en la que circulaba con unas manos gigantes de papel verde y Cup an tail, en la que entra en escena con una cola de zorro y una taza humeante en su mano.
Ambas piezas de 1977 fueron exhibidas en la muestra Passing Through en Sonnabend Gallery y volverán a ser reproducidas en Chile por Sylvia, además de otras nuevas ideas que hará en colaboración con la bailarina Josefina Camus, con quien ya trabajó para la Tate Gallery.
En Green hands, Sylvia hace uso —como explica McColl— de la exacerbación de la escala descontextualizando su propio cuerpo en una operación que convierte “una pieza performática simple, en una ilusión onírica y poética”. Mientras que en Cup and tail emplea otro de sus trucos favoritos: “lo inesperado —dice la curadora—, una especie de dislocación temporal y espacial que desplaza cualquier sentido o sensatez que uno pudiera querer agregar, como valor, a su obra”.
Háblame de las obras que vas a presentar en diciembre en Chile. ¿Qué representan para ti?
—Las manos verdes las hice en los 70 solo una vez y nunca más las mostré. Y ahora, cuando volví a exhibir en el Whitney, me pidieron las manos, todos estaban esperando esas manos, y a mí la verdad es que no se me había ocurrido hacerlas de nuevo, las usé en una sola exhibición y luego nunca más. Para mí representan una extensión de mi cuerpo. Estoy segura de que a ti te pasa igual, cuando deseas mucho algo y quieres abrazarlo, quieres tocar algo que en ese momento es inalcanzable, entonces se te alargan las manos, las piernas, todo. Es el deseo de llegar más lejos, de poder tocar cosas, es lo que yo siento cuando me pongo mis manos verdes, me siento empoderada. Lo de la taza es otra cosa, es que si tú miras cuando yo empiezo a caminar la taza tiene un humo blanco que sube y viene en dirección hacia mí, y si la ves de lado sigue la trayectoria transformándose en cola. Entonces es como si el humo pasara a través de mi cuerpo. Para mí el humor es lo más importante. Es acostarme y levantarme con buen humor. Todos los días me entretengo en algo sola o acompañada, siempre estoy matándome de la risa. Incluso cuando me retiré del arte, yo seguí haciendo mis locuras acá en el campo. Cuando venían de visita mis amigos de Nueva York les mostraba mis cosas y de a poco me empezaron a llamar de los museos y las galerías, todos querían ver mis antiguas cosas, pero también las nuevas.
En marzo de 2020, su obra se presentó por primera vez en el Kunsthalle de Viena, donde no solo recreó algunas de sus performances icónicas sino que mostró los dibujos y pinturas en los que ha estado trabajando durante los últimos años, en la performance que tituló Visit to the Monkey and Other Childhood Stories (La visita del mono y otras historias de infancia), un ejercicio de memoria en el que, a partir de dibujos ilustrativos que son proyectados en las paredes, ella va relatando las escenas relativas a su infancia en Chile durante los años 40, algo que verdaderamente logró capturar la atención del público europeo y neoyorquino donde ya lo había presentado en 2019.
La muestra en Cerrillos, por cierto, recoge unos dibujos distintos, más bien los bocetos con los que Sylvia planeaba sus performances en los 60 y 70 y que guardó durante todo este tiempo, sin nunca tener la intención de exhibirlos. Ellos —junto a fotografías de la época y registros en video— serán la compañía de quienes visiten el espacio hasta que las performances vuelvan a presentarse con la artista en diciembre.
“Tengo estas libretas donde yo iba escribiendo todo lo que iba a hacer, son unas notas que tenía escondidas y que ahora dicen que son super valiosas, pero yo no sé bien por qué. No le tengo mucha valoración a esas cosas. A mí me encanta hacerlas y poder mostrarlas, pero esa cosa de tratarlos como piezas de museo no lo entiendo bien. Jamás he dejado de dibujar, de pintar y de crear. Ahora todos me llaman, me publican y quieren que vaya a todas partes a mostrar estas cosas, pero eso es algo que sucede fuera de mí, algo que está pasando como una película, pero la verdad es que yo sigo siendo la misma tontona de siempre que está haciendo estas cosas más raras que no sé qué”, confiesa.
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