La esperanza que me interesa es la que ha producido la unidad, el aprendizaje colectivo y la expresión contundente de una “acumulación en el seno de la clase” que marcó la diferencia en la elección presidencial más relevante de nuestra historia reciente.
Por Claudia Zapata Silva
Desde octubre de 2019 hemos sido partícipes de un devenir histórico vertiginoso que no deja de sorprendernos por la imposibilidad de predecir escenarios. No obstante, si una lección hemos obtenido de la reciente elección presidencial, donde la alternativa de la centroizquierda ganó con holgura, es que los procesos sociales con potencial de transformación estructural están muy lejos de ser lineales y que, por lo mismo, no pueden ser descuidados; actitud a la que se puede llegar tanto desde el optimismo excesivo como desde la decepción anticipada.
La inestabilidad del impulso emancipador se ha hecho patente desde ese hito democratizador que fue el plebiscito y la posterior elección de los constituyentes. Dos fenómenos contribuyen a esa inestabilidad y entrañan riesgos de regresión: de un lado la continuidad de la brecha entre la esfera política institucional y la sociedad, expresada en una baja participación electoral (pese a lo decisivas que han sido las contiendas de los últimos años); y, del otro, la reorganización del campo oligárquico tras sus derrotas electorales relacionadas con el proceso constituyente.
Respecto al último punto, estos meses hemos visto, y sobre todo padecido, esa reorganización producida en torno a la ultraderecha y lo que eso significa en Chile: pinochetismo (con su respectiva apología al golpe militar y al terrorismo de Estado), anticomunismo, boicot (especialmente contra la Convención Constitucional) y una perspectiva declaradamente antiestatal y antiderechos. Ante todo, sería un error leer a esta derecha únicamente como un resabio del pasado, pues su paradigma autoritario se ha visto ensanchado con la incorporación de nuevos temas a partir de los cuales moviliza su ultranacionalismo, su racismo y su misoginia. No es raro, por lo tanto, que sus enemigos jurados sean hoy el autonomismo indígena, la plurinacionalidad, el feminismo y las disidencias sexuales, y que ofrezca interpretaciones autoritarias a problemas sociales graves, como la migración, el crimen organizado y la delincuencia común, copando vacíos que históricamente han caracterizado a la izquierda.
Una punta de lanza en este realineamiento fueron los poderes fácticos, principalmente la prensa y el empresariado, antes incluso que los partidos políticos, los cuales de todas formas no perdieron tiempo en asentir tras el declive de su candidato elegido democráticamente. Así se explica el patético momento que vive la derecha liberal, que demostró no ser más que un espejismo y que lo seguirá siendo mientras transe sus débiles convicciones frente a la primera opción autoritaria con posibilidades electorales que se le cruce por el camino. Continuará el debate sobre las posibilidades reales de la refundación liberal de la derecha —opción que de momento no se atisba por ninguna parte, por más que insistan en ella sus nuevos rostros intelectuales con amplio espacio en la prensa—, así como también sobre la condición fascista de su propuesta. Como sea, existen quienes creemos que el peligro de tener a la extrema derecha en el gobierno consistía en expandir a la totalidad del país una violencia material, simbólica, policial y militar que ya padecen hace décadas algunos sectores de la sociedad, ¿pues qué otra cosa es sino lo que ocurre en la Araucanía y en muchas comunas populares, o con la población migrante, sectores que se debaten entre la represión, la ilegalidad y el odio social fomentado por la institucionalidad “democrática”?
La segunda vuelta electoral mostró signos potentes de que este realineamiento de la derecha fue leído como un riesgo para la sociedad y para el proceso de cambio. El llamado urgente, claro y sin demoras de la mayoría de las organizaciones y movimientos sociales a votar por el candidato Gabriel Boric y a participar en la campaña presidencial (bajo dirección de su comando o de manera autogestionada), son expresiones elocuentes de compromiso con el ideal de emancipación. No sabíamos si con eso alcanzaba para ganar una parte decisiva del abstencionismo elevado que caracteriza los procesos electorales de países profundamente desiguales con sistema de voto voluntario, una medida que en la práctica termina haciendo de la “libertad” un privilegio de clase. Y, sin embargo, se logró producto de un despliegue que dio al balotaje un cariz de movimiento social heterogéneo pero a la vez claro en su propósito de bloquear la llegada de la ultraderecha al gobierno; un triunfo popular conmovedor que conviene celebrar y calibrar. Y digo popular porque las estadísticas corroboran un aumento sustantivo de la participación electoral a nivel nacional, incluidas las comunas más pobres, en muchas de las cuales la proporción de apoyo al candidato de Apruebo Dignidad se acercó a la de las comunas ricas con su candidato de la ultraderecha.
Lo que vivimos en diciembre de 2021 se ha ganado un lugar en esta historia breve pero fundamental del “nuevo Chile”, al que —conviene recordar una vez más— no llegamos de la nada. El nuevo Chile, ese donde continúa la desigualdad y el abuso, pero en el cual también albergamos esperanzas, es resultado de una acumulación histórica de luchas que conviene tener presentes, porque el olvido también acecha al campo popular, por ejemplo, cuando se evoca como hito casi exclusivo al movimiento estudiantil que formó los liderazgos —ahora sí evidentes— que están conduciendo esta parte del proceso. En ese sentido, es posible leer esta segunda vuelta electoral y la unidad contra el autoritarismo que la caracterizó como una expresión más de ese acumulado histórico de luchas que confluyeron en octubre de 2019 —ellas mismas o sus legados— en un escenario de crisis nacional.
Quienes conocen la obra del sociólogo boliviano René Zavaleta Mercado sabrán que me estoy arrimando a su idea de crisis, que él concibe como un momento de encuentro y aprendizaje entre sujetos individuales y colectivos que hasta entonces no habían coincidido en tiempo y lugar (el «momento en que se revela el todo social», como señaló en un texto de 1983), generándose las condiciones para la articulación y acumulación de fuerza en el campo popular. Zavaleta dijo alguna vez que Chile se caracterizaba por el agudo contraste entre sus hábitos democrático-representativos y una estructura socioeconómica no democrática (1982). Lo que se manifestó el 2019 fue ese viejo anhelo del pueblo de resolver esa disociación, y hacer coincidir democracia social con democracia representativa, en las claves emancipadoras propias del siglo XXI, que incorpora colectivos humanos que fueron invisibles o derechamente perseguidos por los propios actores de la transformación en otros períodos, pero que ahora tienen una presencia central en la Convención Constituyente y en el programa de gobierno del futuro mandatario (mujeres, disidencias sexuales y pueblos preexistentes).
En este largo camino opera lo que el mismo Zavaleta denominó —en otro concepto de enorme potencia histórico-política —“acumulación en el seno de la clase”, que en nuestro caso ha implicado la composición de un repertorio político diverso y en expansión, que incluye variadas formas de rebelión popular, así como las formas de la democracia representativa. Esta idea de repertorio permite obviar dicotomías innecesarias, y reemplazarlas por la distinción de momentos o estrategias con miras a avanzar en ese objetivo mayor de profundización de la democracia. La memoria es fundamental para que se produzca esa acumulación en el seno de la clase, y ¿qué otra cosa fue la reciente elección presidencial sino un acto de memoria? Memoria de la dictadura, del plebiscito de 1988, del abuso neoliberal, de las luchas sectoriales y de la revuelta popular de 2019.
Zavaleta Mercado vivió en carne propia los golpes de Estado de la extrema derecha latinoamericana de la década de 1970: primero el que encabezó Banzer en Bolivia y luego el de Pinochet en Chile, eso a propósito de la amenaza autoritaria que nos persiguió durante el siglo XX y que se reactiva en el XXI con nuevas y viejas formas (porque no debemos olvidar que las fuerzas reaccionarias también poseen su propio repertorio, donde el boicot económico, las fake news y el golpe de Estado continúan siendo centrales). El carácter supranacional de estas articulaciones autoritarias obliga a incluir la geopolítica en nuestras reflexiones, que para este caso es el ascenso que desde hace ya varios años ha experimentado la derecha radical a nivel mundial. Por ello lo ocurrido en Chile, y lo digo sin ánimo de chauvinismo, tiene importancia más allá de nuestras fronteras, pues puso freno —al menos por ahora— a la llegada de ese tipo de derecha al gobierno por vía democrática, en un momento en que muchos pensaron que sería difícil abstraerse a la derechización después de una revuelta popular que acaloró los ánimos de la oligarquía y de una pandemia que despierta miedos y ánimos individualistas de sobrevivencia.
La palabra que más se ha escuchado desde el 19 de diciembre es esperanza y concuerdo en la pertinencia de acuñarla, no para reducirla a las expectativas que se puedan tener con el futuro gobierno porque eso sería minimizar el fenómeno social y político que estamos protagonizando. Por el contrario, el alcance de este capítulo electoral es tan amplio que resulta posible —y válido— tener distancia con la nueva coalición gobernante y vivir esta nueva etapa con expectación y voluntad de colaboración. Esta es la esperanza que me interesa: la que ha producido la unidad, el aprendizaje colectivo, la humildad para conceder en función de un bien mayor y, sobre todo, la expresión contundente de una “acumulación en el seno de la clase” que marcó la diferencia en la elección presidencial más relevante de nuestra historia reciente.