Seis textos para releer la Revolución Rusa

Los cien años de la Revolución Rusa estuvieron en la agenda del 2017 en medio de una nebulosa a nivel mundial. Hay quienes los han recordado con frases equivocadas, sacadas de contexto, electorales. Hay otros que han vuelto a las raíces, a las profundas motivaciones que volcaron a millones de rusos a las calles, agitando fábricas y campos, para obtener cuotas de dignidad impensables en tiempos zaristas. Aquí, un recorrido por las letras que siguen marcando esta historia.

Por Ximena Póo | Crédito foto portada: Edward Alsworth Ross

En estos días de paradojas y tensiones, las contradicciones se agudizan al mismo tiempo que se blindan soterradamente. Y es así como revisando afiches chilenos que dan cuenta del variado repertorio de conmemoraciones, el guiño con el presente nacional y/o mundial se dibuja en la nostalgia inocua y en el secreto anhelo de ver al “hombre nuevo” cruzando el umbral del siglo XXI con la frente en alto en medio de un panorama falto de la necesaria épica para sobrevivir.

Las siguientes líneas se lanzan como puntos georreferenciados en una cartografía litera – ria prolífica en torno a la conmemoración. Se recomienda comenzar por el epitafio y avanzar hacia los discursos de liberación, a la praxis del pueblo que construyó teoría. Es Svetlana Aleksiévich (1948), Premio Nobel de Literatura, quien con su libro El fin del “Homo sovieticus” (Acantilado, Barcelona, 2015) pone una lápida al comunismo que surgió de una Revolución Rusa inspiradora aún para muchos, adoptada por una América Latina que, entre décadas del siglo XX, se levantó no pocas veces para, “desde abajo”, poner en primera plana la voz, la acción y el voto de oprimidos, esclavizados y dominados.

Es probable que los y las intelectuales de esas revoluciones locales y sus seguidores lean con estupor textos como el de Aleksiévich. Y no es para menos, sobre todo cuando, por más pragmática que sea la visión sobre la vida y la liberación de las clases subyugadas, se tiene la convicción de que Stalin tiñó de horror a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Stalin no fue un paréntesis y si no lo fue, ¿lo de hoy es el futuro? Al final de este texto el mapa nos llevará a textos fundantes, que presagiaban larga vida y no el ocaso cuyo marco es un horizonte no menos desalentador, condicionado por la crisis terminal del Estado-Nación liberal, de un capitalismo sin rumbo y sin humanidad, y por unas democracias representativas sin representantes, pujando por la participación directa que logre unir los retazos. Mientras vivimos en estado de simulacro, leemos a la Revolución Rusa bajo un manto de extrañamiento, donde la izquierda sostiene un mapa que, desde los ‘90, le ha sido arrebatado por terceras o cuartas vías que sólo han logrado aceitar la máquina de los tiempos.

“Las barricadas no son un buen lugar para un escritor. Son una trampa. En las barrica – das la vista se nubla, las pupilas se contraen, los colores se difuminan. Desde las barri – cadas se ve un mundo en blanco y negro donde los hombres se convierten en los puntos negros que hay en el centro de las dianas. Me he pasado la vida en las barrica – das y me gustaría salir de ellas de una vez, aprender a gozar de la vida, recuperar la vista. Pero vuelve a haber decenas de miles de personas que salen a la calle tomadas de la mano, llevan cintas blancas sujetas a las chaquetas: son un símbolo de resurrección, de luz. Y yo estoy con todas ellas”, escribe Aleksiévich antes de hacernos caminar por las historias recogidas tras el largo final de la URSS y lo que vino después, el fervor y la amnesia, el individualismo y la nostalgia por recuperar una ideología irreductible e incompatible con las luces de neón colgadas sobre el borde de una carretera hacia ninguna parte. “¿Por qué aparecen en este libro tantos relatos de suicidas y no de personas comunes con sus comunes biografías soviéticas? (…) Yo busqué a aquellos que se habían adherido por completo al ideal, a aquellos que se habían dejado poseer por él de tal forma que ya nadie podía separarlos, aquellos para quienes el Estado se había convertido en su universo y sustituido todo lo demás, incluso sus propias vidas”, escribe la autora y, leída desde Chile, se cae en la tentación de pensar en el ciclo al revés. La dictadura cívico-militar logró lo contrario, que el Mercado (con mayúsculas) sustituyera la vida. Ambos ciclos, el fin de la URSS y el fin de la dictadura, abrieron los ‘90 por estas latitudes: a Gorvachov y Yeltsin les colgaban carteles de “vendidos y traidores” mientras aquí se esperaba que llegara la alegría, al fin.

Aleksiévich recoge, al concluir su libro, los “Comentarios de una mujer ordinaria”. En estas líneas, “una mujer ordinaria” vive como una más en la larga historia, en algún punto de los cien años que hoy algunos recuerdan, lavan o se apropian. Ella sólo recuerda, tributando a la utopía desde un lugar aislado de Rusia, desde ese margen del que nadie habla, pero que se nos hace tan familiar hoy en todo el mundo occidental: “Aquí la nieve lo cubre todo en invierno. Las casas, los coches…A veces nos pasamos semanas enteras sin ver pasar el autobús. De lo que se cuece en Moscú no tenemos idea. ¡Está a mil kilómetros de nosotros! Vemos en la televisión las noticias de Moscú como quien ve una película. Conozco a Putin y a la cantante Alla Pugachova, pero del resto no sé nada. Y veo los mítines y las manifestaciones en las noticias, pero aquí seguimos viviendo como vivíamos antes… Nuestra vida bajo el capitalismo es exactamente la misma que teníamos bajo el socialismo (…). Tengo 60 años, ¿sabe? Yo no soy de ir a la iglesia, pero necesito tener alguien con quien hablar. Alguien con quien hablar de lo humano y lo divino…A quien decirle que envejecer es un asco, por ejemplo. Y que no tengo ningunas ganas de morir”.

Esta “mujer ordinaria” tal vez habría hablado de lo humano con otras mujeres a comienzos del siglo XX. Y es que la Revolución Rusa no habría dejado esta huella si no fuera por otras que, como ella, angustiadas por el devenir de una clase, lucharon, murieron y articularon un discurso que se materializaría –a la vanguardia de cualquier país hasta ese momento- en el derecho al aborto libre y gratuito, al divorcio, la legitimidad de los hijos nacidos fuera del matrimonio, la despenalización de la prostitución y de la homosexualidad y el derecho a no seguir sujetas a la “esclavitud doméstica”. Stalin borraría parte de estos logros; logros fundados en la utopía revolucionaria.

Nadezhda Krupskaia (1869-1939), Alexandra Kollontai (1872-1952), Inessa Armand (1974-1920), Elena Stasova (1873-1966) son nombres que resuenan hoy para devolvernos el proceso revolucionario –con toda la fuerza de la clase trabajadora- al grito de ¡Pan y paz!, recordado cada 8 de marzo desde 1917 (23 de febrero del año juliano). Con prólogo de Hannah Arendt, se recomienda releer el texto editado este año por Página Indómita, Revolución Rusa, de Rosa Luxembugo (1871-1919), quien, siendo una teórica marxista fue crítica de algunas prácticas bolcheviques.

Los destinos

En tres volúmenes y con letras de destierro, León Trotski (1879-1940) escribió Historia de la Revolución Rusa, intuyendo, tal vez, que sería leído, como un legado, en 2017. Seguro, nunca imaginó que estaría entre los libros ubicados prolijamente en estanterías europeas para promover la oferta sobre “comprender la Revolución Rusa”. Hoy Trotski es leído por los anticapitalistas que reivindican su nombre y el trasfondo emancipador y democrático de 1917.

Trotski escribe: “En los dos primeros meses del año 1917 reinaba todavía en Rusia la dinastía de los Romanov. Ocho meses después estaban ya en el timón los bolcheviques, un partido ignorado por casi todo el mundo a principios de año y cuyos jefes, en el momento mismo de subir al poder, se hallaban aún acusados de alta traición. La historia no registra otro cambio de frente tan radical, sobre todo si se tiene en cuenta que estamos ante una nación de ciento cincuenta millones de habitantes (…). En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los parlamentarios, los periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos”.

Los destinos a los que hace referencia Trotski, de los que hablaba Marx y Lenin, implican leer la historia desde un contexto donde sea fácil advertir “la bayoneta” o la demagogia, para desviar el foco a las ideas y las materialidades en busca de la “vida buena”. Trotski aventuraba que la Revolución Rusa sobreviviría al Sóviet de Petrogrado, a la guerra civil, a la URSS y a su caída: “La Revolución de octubre sentó las bases para una nueva cultura tomando a todos en consideración. Aun suponiendo que debido a las desfavorables circunstancias y los hostiles golpes el régimen soviético fuera derrocado temporalmente, la huella inexpugnable de la Revolución de octubre, empero, sería un ejemplo para todo el desarrollo futuro de la humanidad”.

Diez días que estremecieron al mundo, de John Reed, es un clásico escolar recuperado por estos días. Lenin (1870-1924), líder del Partido Comunista (bolchevique) y protagonista de ese octubre de 1917, dijo que se trataba de la “obra más veraz y vívida de la Revolución Rusa”. Habría que agregar, a la luz del proceso posterior, el discurso de Lenin en la apertura del I Congreso de la Tercera Internacional, el 2 de marzo de 1919: “El sistema soviético ha vencido no sólo en la atrasada Rusia, sino en Alemania, el país más desarrollado en Europa, así como en Inglaterra, el país capitalista más viejo. Siga la burguesía cometiendo ferocidades, asesine aún a millares de obreros, la victoria será nuestra, la victoria de la revolución comunista mundial es segura”. Aún nadie imaginaba a Stalin, el Muro de Berlín, la Guerra Fría, las vías latinoamericanas y asiáticas, en ese horizonte revolucionario y la contra-revolución que se propagaría.

Por último, siempre se hace necesario revistar al historiador Eric Hobsbawm (1917- 2012), autor de La Historia del Siglo XX (1994), que da cuenta de cómo el “largo siglo XIX” dio paso al “corto siglo XX”. Antes de morir escribió un nuevo prólogo para El Manifiesto Comunista (desde 1872 se le conoce así; originalmente se llamaba El Manifiesto del Partido Comunista, de 1848), de Marx y Engels, base de la Revolución Rusa: “El compromiso con la política es lo que históricamente distinguió al socialismo marxiano de los anarquistas y los sucesores de aquellos socialistas cuyo rechazo de toda acción política condena específicamente el Manifiesto. Incluso antes de Lenin, la teoría marxiana no trataba sólo de ‘la historia nos demuestra lo que pasa’, sino también acerca de lo “que tenemos que hacer’. Ciertamente la experiencia soviética del siglo XX nos ha enseñado que podría ser mejor no hacer ‘lo que se debe hacer’ bajo condiciones históricas que imposibilitan virtualmente el éxito. Pero esta lección se podría haber aprendido también considerando las implicaciones del Manifiesto Comunista. Pero entonces el Manifiesto -y ésta no es la menor de sus notables cualidades – es un documento que prevé el fallo. Esperaba que el resultado del desarrollo capitalista fuera ‘una reconstitución revolucionaria de la sociedad’ pero, como ya hemos comprobado, no excluía la alternativa de ‘la ruina común’. Muchos años después, otra investigación marxiana reformuló esto como la elección entre socialismo y barbarie. Cual de ambos prevalezca es una pregunta que el siglo XXI debe contestar”.

La memoria digital

Por José Miguel Piquer

La humanidad parece haber estado siempre obsesionada con almacenar su historia, por mantener una memoria hacia el futuro, por no ser olvidada. Desde los dibujos en las grutas prehistóricas, pasando por los millones de páginas de papel impresas, hasta los discos duros repletos de archivos. Por ello, no es sorprendente que hoy, que tenemos acceso a generar información y almacenarla casi a costo cero, los archivos de la humanidad hayan explotado en el planeta.

Se estima que hoy Internet almacena y disponibiliza más datos que los que se habían generado en toda la historia previa. Cada día se producen más de 2.5 exabytes en fotos, videos, textos, etc. Si eso no le dice nada, se estima que todas las palabras habladas por todos los seres humanos que han existido sobre la tierra suman como 5 exabytes de texto. Al parecer, con la memoria digital hemos construido lo más parecido posible a la biblioteca infinita de Jorge Luis Borges: jamás podremos recorrerla entera ni encontrar todo lo que en ella existe.

Una diferencia importante entre la memoria digital y los métodos anteriores de memoria (pinturas rupestres, libros) es que todo lo que almacenamos son ceros y unos, nada más. Esos ceros y unos los llamamos bits, y usualmente se almacenan y transmiten en forma electrónica, lo que permite tener enormes capacidades de almacenamiento y transmisión. Podríamos almacenarlos en formas más tradicionales, como en papel, pero resulta tremendamente ineficiente para los tamaños que se requieren. Un problema de los bits es que capturan muy poca información cada uno (sólo dos valores posibles), por lo que necesito muchos para almacenar cualquier objeto. Por ejemplo, una simple letra requiere 8 bits. Si queremos idiomas con acentos, eñes y esas alternativas, pasan a ocupar 16 bits cada una. Imaginen cuánto se requiere para una película en alta definición. Por ello es importante ocupar tecnologías de almacenamiento que requieran poco espacio y poca energía para cada bit. Los discos magnéticos y las memorias de estado sólido son los campeones actuales para almacenar datos, pero irán apareciendo alternativas nuevas en un mundo que cambia muy rápidamente.

Esto presenta un gran desafío para los archivos, ya que debemos irlos copiando de una plataforma a otra todo el tiempo, o nos arriesgamos a perderlos para siempre. En lo personal, he perdido mucho tiempo de mi vida preservando videos de mi familia desde que son digitales. En un inicio los copié a DVDs, luego los codifiqué a discos duros y hoy los tengo en la nube, suponiendo que es suficiente respaldo. En ese camino, descubrí que los DVDs se vuelven ilegibles con los años, que los discos duros se mueren con el tiempo y que cometemos errores, borrando historias completas de nuestras vidas.

Alguna vez buscamos respaldos en cinta de un viejo computador para rescatar mails muy antiguos, sólo para descubrir que esas cintas ya nadie puede leerlas. Es ahí que uno entiende el valor que tiene el papel en la historia de la humanidad: soy capaz hoy de leer un libro con cientos de años de antigüedad sin ningún problema, pero no soy capaz de leer una cinta magnética de hace 20 años.

Los archivos digitales son tremendamente volátiles, por lo que la primera lección es ¡cuídenlos! Recuerdo una charla de Marco Antonio de la Parra de hace unos 20 años atrás en que contaba cómo había perdido varios capítulos de una novela, escritos en un largo momento de inspiración en un computador, sin nunca guardar el archivo, claro, hasta un corte de luz. Dijo algo como: “en ese momento entendí lo que era el vacío. ¿Dónde estaban todas esas frases, esas palabras que escribí y sufrí hace unos minutos atrás? ¿Cómo es posible que no quede nada?”.

Ese es un problema fundamental de los bits: son etéreos y frágiles. Debemos batallar por respaldarlos, replicarlos, almacenarlos en forma confiable.

Pero esta memoria digital de la humanidad también presenta varios otros desafíos hacia el futuro. El más obvio es cómo navegar en este diluvio de datos: ¿cómo encuentro esa foto que busco si ahora tengo millones de fotos en mi disco? ¿Cómo discrimino información confiable entre todo el ruido generado por opiniones sin fundamento? Y varios otros que son menos obvios, pero igual de importantes:

¿Cómo diferencio un original de una copia?

¿Cómo protejo la propiedad intelectual?

¿Cómo sé que la información que estoy leyendo es real?

¿Cómo digitalizo objetos complejos reales?

¿Cómo visualizo información masiva?

¿Cómo borro información errónea o de la que me arrepiento?

¿Cómo podemos sacarle el mayor provecho a estos datos masivos?

¿Cómo controlo la privacidad de mi información personal?

La digitalización nos seguirá revolucionando las vidas por muchos años más. Tendremos que seguir esforzándonos por mantenernos al día y buscar soluciones innovadoras a los múltiples desafíos que tenemos por delante.

¿Es Chile un Estado laico?

Por Agustín Squella

Tratándose del tema de la fe, la pregunta suele ser tan simple como “¿cree usted en Dios?”, y parece conducir sólo a dos posibles respuestas, sin dejar espacio para otras réplicas igualmente plausibles y que sus sostenedores desearían poder explicar más allá de un simple “sí” o “no”. Lo que quiero decir es que ante una pregunta como esa caben más de las en apariencia dos únicas respuestas posibles, porque para no pocos hombres y mujeres la existencia de Dios –utilizando una imagen literaria de John Updike- se presenta como algo más bien borroso e incógnito, “como una cara a través del cristal empañado de un cuarto de baño”.

En efecto, entre aquellas dos respuestas más habituales –“sí, creo”; “no, no creo”- es posible identificar a lo menos cinco diferentes alternativas que se sitúan en distintos puntos de una extensa línea que se podría trazar entre aquel par de conclusiones extremas y excluyentes.

Dichas posiciones son la del que opta por suspender todo juicio acerca de la existencia de Dios; la del que duda de esta misma existencia; la del que cree sólo en la posibilidad de la existencia de un ser superior; la del que afirma la existencia de Dios, pero declara que este no es cognoscible por la mente humana; y, por último, la del que únicamente cree que cree.

La primera de aquellas posiciones –suspender todo juicio sobre la existencia de Dios- es la del que se considera agnóstico, esto es, de quien declara no saber, ni ser asunto posible de saber, si Dios existe o no. La respuesta que dio alguna vez Jorge Millas a la pregunta “¿qué pasa entre Dios y usted?” podría ilustrar esta posición: “Entre Dios y yo no ocurre nada”, respondió el filósofo. “Si me ha creado, no lo sé; si su Providencia me conserva, no lo noto. No conozco ni el temor de su justicia ni la confianza de su amor, ni la bendición de su misericordia. Digo “Dios” y me envuelven las tinieblas; pierdo al instante lo único que me salva del aturdimiento ante el misterio de la rutina del universo, que es mi pequeña capacidad de pensar”.

La segunda posición –todavía más alejada del puro y simple ateísmo, pero distante, a la vez, de la firme actitud del creyente- es la de un estado de duda o de indecisión ante Dios. Juan de Mairena, el fabuloso personaje imaginario de Antonio Machado, constituye un buen ejemplo de ella, como se desprende de su conocida sentencia: “A Dios, además de creer en Él y de negarlo, se puede también dudarlo”, frase esta que recuerda la ambigua pero sincera invocación del padre del epiléptico en el Evangelio de San Marco: “Creo, Señor, socorre mi incredulidad”.

En cambio, la tercera de las posiciones antes mencionadas cae más cerca de la del creyente, aunque no coincide del todo con esta: es la del que cree, aunque no propiamente en Dios, sino sólo en la posibilidad de que este exista. Tal nos parece, por ejemplo, la actitud que acabó teniendo el novelista inglés Graham Greene, quien preguntado por los motivos de su conversión al catolicismo respondió que “ante todo me era indispensable creer en la posibilidad de la existencia de Dios”.

La cuarta posición, es decir, la de aquellos que junto con afirmar la existencia de Dios declaran el carácter no cognoscible de este, correspondería a la de Hobbes, y también de Locke. Se trata aquí de creyentes silenciosos, no pontificadores, que se limitan a creer y a quienes no se les ocurriría argumentar a favor de su creencia.

En fin, hay todavía una quinta posición, que es la del filósofo Gianni Vattimo, quien dice que “cree que cree”, y que llama incluso a conformarse con eso –a creer que se cree y a no creer a ciegas-, puesto que sólo una fe débil como esa puede suavizar el mensaje y proceder de religiones que a lo largo de la historia se han comportado agresivamente con quienes no compartían su fe.

Quiero aludir ahora a la distinción entre “secularización” y “secularismo”, la cual, en cierto modo, se corresponde con la distinción entre “laicismo” y “laicicismo”. Sin embargo, “secularización”, propiamente hablando, alude a un proceso histórico que hemos vivido y continuamos viviendo a escala de todo el planeta, el cual se encuentra especialmente avanzado en Occidente, mientras que “secularismo” alude a la ideología que apoya o empuja dicho proceso, aunque “secularismo” puede ser también otra cosa: la ideología de la repulsa o rechazo de las religiones, y, aun, de la misma idea de Dios. Por su parte, “laicismo” es lo que se predica de alguien que es laico. Pero “laico” puede significar también varias cosas, según los distintos contextos de uso del término: el que dentro de una iglesia como la Católica no es clérigo; el que propicia que el Estado debe estar separado de las religiones y de las iglesias y comportarse de manera neutral frente al mensaje de todas ellas; y el que propugna una educación que no incluya la enseñanza pública de ninguna religión. “Laicicismo”, a su turno, equivale a “secularismo” en la segunda de las dos acepciones que señalamos antes para esta última palabra. Y si acabamos de poner “religiones” e “iglesias” es para evitar la confusión entre aquellas y estas. Así, por ejemplo, si el cristianismo es una religión, la Católica es únicamente una iglesia, una iglesia cristiana, por cierto, pero que convive con muchas otras iglesias que comparten la religión cristiana. Vattimo afirma que las iglesias son a las religiones como los clubes de fútbol al fútbol.

Pues bien, llamo “secularismo” a la ideología y comportamiento del rechazo o repulsa de la religión, y llamo “secularización” al intento humano de conseguir una explicación del mundo sin necesidad de recurrir a la afirmación y ni siquiera a la hipótesis de la existencia de Dios. Así entendida, es decir, como un proceso en virtud del cual asuntos estrictamente humanos, tales como el arte, la ciencia, la política, el Estado, el derecho, son explicados y fundamentados con entera prescindencia de la idea de Dios, la secularización no sólo resulta compatible con la religiosidad, sino que se vuelve posible ver en ellas dos fenómenos radicalmente humanos y, por tanto, en cierto modo, convergentes.

Uno de los pensamientos que mejor refleja esa idea lo debemos a un hombre de fe, el teólogo jesuita Henri De Lubac, quien dijo que “si Dios descansó en el séptimo día, ello significa que alguien en adelante tendría que ocuparse del resto”.

Vista del modo que hemos señalado, ¿no podrá constituir la secularización un proceso incluso favorable a la misma religión, en cuanto demarca mejor, y por lo mismo refuerza, los ámbitos de lo eterno y sagrado, por una parte, y de lo temporal y profano, por otro? ¿No ocurrirá que merced a ella -en palabras de Teilhard de Chardin- “el núcleo de lo religioso se desprende ahora ante nuestros ojos más diferenciado y vigoroso que nunca”? ¿No está acaso en esa misma línea la Constitución Pastoral “Gaudium et Spes”, cuando refiriéndose a las nuevas condiciones de nuestro tiempo sostiene que “dichas condiciones afectan a la misma vida religiosa: por una parte, el espíritu crítico, más agudizado, la purifica de la concepción mágica del mundo y de las pervivencias supersticiosas, y exige cada día más adhesión verdaderamente personal y activa a la fe”, de todo lo cual resulta –concluye el citado documento- “el que no pocos alcancen un sentido más vigoroso de Dios”.

Agregaré que, como es obvio, la moral es independiente de la religión en el sentido de que así como resulta posible una moral con Dios, esto es, una moral que tome sus preceptos de un credo religioso –por ejemplo, el cristianismo- y que de hecho es adoptada por quienes comparten ese credo, también es posible una moral sin Dios, o sea, una moral laica. Esto quiere decir que no sólo personas creyentes pueden desarrollar una idea del bien, determinar los caminos para realizarla y ponerse en marcha para concretar esa idea en la mayor medida posible. Muchas veces se afirma, erróneamente, que sin Dios todo está permitido en el terreno moral, una idea que cierra toda posibilidad para una moral laica. Sin embargo, y además de no corresponderse con la realidad, puesto que muchos no creyentes se comportan moralmente y pueden dar razones para ello con entera independencia de la existencia de Dios y de los premios y castigos divinos que los sujetos religiosos imputan a los comportamientos moralmente correctos e incorrectos, la idea de que sin Dios todo está permitido se revierte a veces en su contraria, puesto que el fanatismo religioso justifica en nombre de la fe la violencia y aun la eliminación física de quienes no participan del credo de que se trate, es decir, de los infieles. ¿No fue “Ala” la última palabra que salió de los labios de los terroristas islámicos que estrellaron sus aviones contra las torres gemelas en Nueva York? ¿No era acaso en nombre de “Dios” que el tribunal de la santa inquisición católica privaba de su patrimonio y aun de su vida a quienes no creían en Él o simplemente blasfemaban? ¿No fueron reformadores calvinistas los que en 1553 asaron vivo al médico español Miguel Servet por haberse declarado contrario al bautismo de los recién nacidos?

Volviendo a la moral religiosa, es decir, a códigos de comportamiento moral que se corresponden con determinados credos religiosos, está también el problema de que no todos los creyentes de una misma religión comparten íntegramente el código moral de esta, o, lo que es lo mismo, no todos tienen una misma interpretación del mensaje moral del fundador de la respectiva religión. Por otra parte, y si nos situamos ahora en el ámbito más limitado de una iglesia en particular, no todos los fieles comparten ni tampoco siguen las pautas de tipo moral que imponen los ministros y jerarcas de esa iglesia. Esto quiere decir que no hay perfecta coincidencia en temas morales entre quienes comparten una misma religión, y ni siquiera entre quienes forman parte de una misma iglesia, lo cual no relativiza del todo, aunque sí complica a toda moral de carácter religioso.

Mirada desde cierto punto de vista, una moral laica es no sólo posible, sino también más meritoria que una de tipo religioso, puesto que el no creyente que cumple la moral que ha adoptado autónomamente no cuenta para ello ni con la promesa de la salvación ni con la amenaza de la condena eterna. ¿Qué lo mueve entonces? La fidelidad a la imagen moral que ha trazado de sí mismo, el impulso a sustraerse al remordimiento y la culpa, la convicción de que no es aceptable causar daño a otro, e, incluso, la aprobación que desde un punto de vista moral todos necesitamos obtener tanto de parte de nosotros mismos como de los demás. Fidelidad a uno mismo, vivir sin remordimiento ni culpa (hasta donde algo así resulte posible para seres constitutivamente imperfectos), consideración y respeto por los demás, y autoestima moral fundada en el juicio moral tanto propio como ajeno: no son pocos, como se ve, los motivos que tiene un no creyente para tener y observar una moral.

Respecto ahora de cómo se relaciona un Estado con las religiones, veo cuatro alternativas posibles: el Estado confesional, el Estado religioso, el Estado laico y el Estado anti religioso.

El primero de ellos –el Estado confesional- es aquel que adopta una determinada religión como oficial, excluyendo a todas las demás. El segundo –el Estado religioso- es el que, sin adoptar una religión oficial, apoya a todas las religiones existentes, por entender que ellas son un bien para la sociedad; por tanto, un Estado religioso otorga a todos los credos y confesiones religiosas beneficios tales como subsidios, transferencias de bienes inmuebles públicos, exenciones tributarias, y así. Por su parte, el Estado laico es aquel que no adopta una religión oficial, que no hace una valoración positiva ni negativa de las religiones, y que, por lo mismo, ni las apoya ni las persigue. Un Estado laico se mantiene neutral ante el fenómeno religioso y sus diversas manifestaciones institucionales y no hace a aquel ni a estas titular de beneficios ni víctima de maleficios, declarando y respetando la más completa libertad religiosa, incluida por cierto la de no tener religión ni afiliarse a una iglesia. Por último, un Estado anti religioso sería aquel que considera que las religiones representan un daño para la vida en común y el desarrollo de la sociedad, y que, por tanto, las prohíbe y persigue a todas por igual.

En un contexto como ese, ¿qué es Chile hoy, a inicios del siglo XXI? Es claramente un Estado religioso. Ni confesional, ni laico, ni tampoco anti religioso, pero sí religioso, puesto que ayuda de distintas formas a todas las confesiones y credos (aunque casi siempre más a una que a las otras), sobre la base de admitir, aunque no lo haga de manera expresa, que esas confesiones y credos son un bien para la sociedad y que es preciso apuntalarlas en la propagación de la fe y de las buenas costumbres asociadas a esta. Un Estado religioso adopta la tesis de que religiones e iglesias colaboran a mantener buenos estándares morales en la sociedad y que por eso deben ser respaldadas por políticas y recursos públicos que el Estado implementa para ellas.

La pregunta ahora es qué tipo de Estado querríamos tener en adelante. Supuesto que vamos a excluir de partida la posibilidad tanto de un Estado confesional como anti religioso, ¿querremos seguir siendo un Estado religioso, amigo de las religiones, u optaremos por ser uno simplemente laico, neutral frente a ellas?

He ahí una buena pregunta, según creo, en medio del proceso constituyente que estamos viviendo.

La ley de aborto en tres causales: agenda de derechos versus agenda valórica

Por Claudia Dides

En Chile el aborto terapéutico existió legalmente entre 1931 y 1989, periodo en que el aborto era socialmente aceptado. Fue en sus postrimerías que el “Congreso” de cuatro generales de la dictadura militar derogó el artículo 119 del Código Sanitario que lo permitía, penalizándolo a través de la modificación de los artículos 342 a 345 del Código Penal. Esta penalización sin excepciones de la interrupción del embarazo significó el incumplimiento de las obligaciones del Estado de Chile en materia de derechos humanos de las mujeres. Hoy, finalmente, hemos logrado que el Congreso chileno aprobara en septiembre una ley que permite el aborto por causales, lo que constituyó un gran avance en materia de garantía y protección de derechos reproductivos de mujeres y niñas. No obstante, en cualquiera otra causal las mujeres siguen siendo obligadas a buscar la realización de este procedimiento en condiciones inseguras y clandestinas, lo que afecta integralmente su salud y derecho a decidir.

Esta ley de aborto por tres causales se logra después de casi tres décadas de ausencia de un debate democrático sobre el tema, tanto en el Parlamento como en la opinión pública, pese a la permanente lucha de la sociedad civil por concretarla y de los intentos legislativos de algunos parlamentarios.

Cuando el gobierno presentó este proyecto de ley se abrió un intenso y a veces dramático debate político e ideológico en la sociedad chilena, que se sumó a otros debates sobre otros derechos en distintas esferas de la vida, cuyo reconocimiento la sociedad chilena viene reclamando hace tiempo. Ello se enmarca en un proceso de transformaciones profundas sobre los comportamientos sexuales y reproductivos de las mujeres y hombres chilenos desde la década de los ‘90, las que produjeron un cuestionamiento al orden social y al “contrato sexual” de la sociedad chilena, que se ha expresado en diversas polémicas sobre políticas públicas como, por ejemplo, la educación sexual, la prevención del VIH/ Sida, el divorcio, la anticoncepción de emergencia, el reconocimiento de la diversidad sexual y el debate sobre el aborto.

A su vez, estas transformaciones han introducido nuevos principios, valores y discursos que reordenan la relación entre cuerpo, sexualidad y reproducción, fenómenos que se ven enfrentados a nuevos nudos problemáticos y que han llevado a que algunos sectores sientan la necesidad de plantear la llamada agenda valórica. Esta agenda ha sido impulsada por los sectores más conservadores -que, dicho sea de paso, no se relacionan directa ni necesariamente con las posiciones políticas de derecha, sino que atraviesan todo el espectro político chileno-, que se expresan a través de discursos político-ideológicos que se vinculan con una determinada forma de concebir la realidad y el orden social. Las significaciones que se expresan en la agenda valórica son asumidas como “verdaderas” y, por tanto, como naturales, “esencialistas”. Estos universos de significaciones operan como organizadores de sentido de los actos humanos, estableciendo los límites de lo lícito y lo permitido que intentan disciplinar los comportamientos, en particular los de las mujeres.

De manera especial, el estancamiento y retroceso de las formas de abordar y atender la sexualidad y la reproducción en Chile se ha debido a la intervención de corrientes conservadoras encarnadas en las posiciones de distintos actores institucionales, particularmente religiosos y políticos.

La presencia de sectores conservadores en estos debates se ha ido acentuando en los últimos años. Esta situación no es particular al caso de Chile. Se trata de procesos a nivel global y regional. La jerarquía de la Iglesia Católica ha determinado los lineamientos doctrinarios y religiosos sobre la sexualidad debido a la importancia que se le ha concedido a su normatividad discursiva, la que, incluso, ha llegado a convertirse en un referente casi obligatorio. Se han sumado también las jerarquías de las iglesias evangélicas, que incluso se han constituido en algunos países a través de bancadas parlamentarias, un fenómeno que también comenzaría a suceder en Chile, lo que daría cuenta de la aparición de ribetes integristas preocupantes para la democracia.

Esta agenda valórica se contrapone a la agenda de derechos que se ha construido a partir del reconocimiento de las mujeres como sujeto de derecho, proceso que tiene como base las transformaciones en la intimidad que han modificado el valor social asignado a la sexualidad y reproducción. A partir de los diferentes procesos de modernización ha surgido un elemento central para posibilitar el ejercicio de los derechos en este campo, como es la separación entre sexualidad y reproducción, lo que repercute en el proceso de toma de decisiones de las mujeres en estos ámbitos. Se trata de un nuevo camino de búsqueda de autonomía de las mujeres y, por tanto, de un cuestionamiento a los sistemas de dominación de género en estos campos. Diríamos que el “derecho a decidir” es uno de los grandes avances, a pesar de las dificultades y obstáculos conocidos.

La agenda de derechos, que tiene como columna vertebral la autonomía, la libertad y el derecho a decidir, comienza en la década de los ‘50-‘60, cuando existió una creciente preocupación por los temas de población y desarrollo por parte de los países más desarrollados, y se extiende a la década de los 2000, cuando se reconocen los derechos sexuales y reproductivos como parte de los derechos humanos. Los defensores de esta agenda son principalmente movimientos feministas y de mujeres, ONGs defensoras de los derechos, etc., a los que se suman los Estados, que van suscribiendo sucesivos acuerdos.

La sexualidad y la reproducción son políticas en la medida en que han traspasado la esfera de lo privado y se han convertido en problemas de derechos ciudadanos que el Estado debe garantizar a través de la implementación de políticas públicas acorde con la realidad de la población, y del desarrollo de mecanismos para garantizar los derechos cívicos, sociales y políticos de los ciudadanos y las ciudadanas.

Lo que está en disputa en las agendas y que se expresó claramente en el debate de la ley de aborto por tres causales en Chile ha sido la autonomía, la voluntad y la libertad de decidir en el marco de un Estado laico. Es decir, la capacidad que tiene cada persona, en este caso las mujeres, para adoptar normas y criterios que permiten la construcción de una voluntad individual, expresada en múltiples comportamientos y respetuosa de la autonomía de las otras personas. Se trata de que a cada persona se le reconozcan sus derechos sin renunciar a la propia identidad, a sus deseos y proyectos.

Tal como se ha señalado, la autonomía y la voluntad son parte de los hilos conductores y de los componentes sustantivos más importantes en el escenario de la vida personal, en tanto condición para relacionarse con los demás de forma igualitaria, lo que finalmente permite el respeto por las capacidades de los demás, que es consustancial al orden democrático.

En el debate sobre el aborto por tres causales han coexistido estas dos agendas, que responden a intereses totalmente distintos. Sin embargo, la agenda de derechos cuenta con el amplio apoyo de la ciudadanía; un ejemplo de ello es el 72% de aprobación que tiene la ley de aborto en tres causales.

Sin duda, lo que está al centro de estas dos agendas tan disímiles son los fundamentos mismos del reconocimiento universal de estos derechos. La agenda valórica se constituye a partir de argumentos que se arrogan la interpretación correcta de ciertas reglas que por naturaleza corresponde respetar, una especie de verdad revelada y por tanto no cuestionada. Por otra parte, la agenda de derechos se caracteriza por recurrir a la razón para construir consensos que contribuyan al reconocimiento de la diversidad y de un Estado garante de ideales universales como la libertad, la justicia y la igualdad en el marco de sociedades democráticas.