Por Claudia Dides
En Chile el aborto terapéutico existió legalmente entre 1931 y 1989, periodo en que el aborto era socialmente aceptado. Fue en sus postrimerías que el “Congreso” de cuatro generales de la dictadura militar derogó el artículo 119 del Código Sanitario que lo permitía, penalizándolo a través de la modificación de los artículos 342 a 345 del Código Penal. Esta penalización sin excepciones de la interrupción del embarazo significó el incumplimiento de las obligaciones del Estado de Chile en materia de derechos humanos de las mujeres. Hoy, finalmente, hemos logrado que el Congreso chileno aprobara en septiembre una ley que permite el aborto por causales, lo que constituyó un gran avance en materia de garantía y protección de derechos reproductivos de mujeres y niñas. No obstante, en cualquiera otra causal las mujeres siguen siendo obligadas a buscar la realización de este procedimiento en condiciones inseguras y clandestinas, lo que afecta integralmente su salud y derecho a decidir.
Esta ley de aborto por tres causales se logra después de casi tres décadas de ausencia de un debate democrático sobre el tema, tanto en el Parlamento como en la opinión pública, pese a la permanente lucha de la sociedad civil por concretarla y de los intentos legislativos de algunos parlamentarios.
Cuando el gobierno presentó este proyecto de ley se abrió un intenso y a veces dramático debate político e ideológico en la sociedad chilena, que se sumó a otros debates sobre otros derechos en distintas esferas de la vida, cuyo reconocimiento la sociedad chilena viene reclamando hace tiempo. Ello se enmarca en un proceso de transformaciones profundas sobre los comportamientos sexuales y reproductivos de las mujeres y hombres chilenos desde la década de los ‘90, las que produjeron un cuestionamiento al orden social y al “contrato sexual” de la sociedad chilena, que se ha expresado en diversas polémicas sobre políticas públicas como, por ejemplo, la educación sexual, la prevención del VIH/ Sida, el divorcio, la anticoncepción de emergencia, el reconocimiento de la diversidad sexual y el debate sobre el aborto.
A su vez, estas transformaciones han introducido nuevos principios, valores y discursos que reordenan la relación entre cuerpo, sexualidad y reproducción, fenómenos que se ven enfrentados a nuevos nudos problemáticos y que han llevado a que algunos sectores sientan la necesidad de plantear la llamada agenda valórica. Esta agenda ha sido impulsada por los sectores más conservadores -que, dicho sea de paso, no se relacionan directa ni necesariamente con las posiciones políticas de derecha, sino que atraviesan todo el espectro político chileno-, que se expresan a través de discursos político-ideológicos que se vinculan con una determinada forma de concebir la realidad y el orden social. Las significaciones que se expresan en la agenda valórica son asumidas como “verdaderas” y, por tanto, como naturales, “esencialistas”. Estos universos de significaciones operan como organizadores de sentido de los actos humanos, estableciendo los límites de lo lícito y lo permitido que intentan disciplinar los comportamientos, en particular los de las mujeres.
De manera especial, el estancamiento y retroceso de las formas de abordar y atender la sexualidad y la reproducción en Chile se ha debido a la intervención de corrientes conservadoras encarnadas en las posiciones de distintos actores institucionales, particularmente religiosos y políticos.
La presencia de sectores conservadores en estos debates se ha ido acentuando en los últimos años. Esta situación no es particular al caso de Chile. Se trata de procesos a nivel global y regional. La jerarquía de la Iglesia Católica ha determinado los lineamientos doctrinarios y religiosos sobre la sexualidad debido a la importancia que se le ha concedido a su normatividad discursiva, la que, incluso, ha llegado a convertirse en un referente casi obligatorio. Se han sumado también las jerarquías de las iglesias evangélicas, que incluso se han constituido en algunos países a través de bancadas parlamentarias, un fenómeno que también comenzaría a suceder en Chile, lo que daría cuenta de la aparición de ribetes integristas preocupantes para la democracia.
Esta agenda valórica se contrapone a la agenda de derechos que se ha construido a partir del reconocimiento de las mujeres como sujeto de derecho, proceso que tiene como base las transformaciones en la intimidad que han modificado el valor social asignado a la sexualidad y reproducción. A partir de los diferentes procesos de modernización ha surgido un elemento central para posibilitar el ejercicio de los derechos en este campo, como es la separación entre sexualidad y reproducción, lo que repercute en el proceso de toma de decisiones de las mujeres en estos ámbitos. Se trata de un nuevo camino de búsqueda de autonomía de las mujeres y, por tanto, de un cuestionamiento a los sistemas de dominación de género en estos campos. Diríamos que el “derecho a decidir” es uno de los grandes avances, a pesar de las dificultades y obstáculos conocidos.
La agenda de derechos, que tiene como columna vertebral la autonomía, la libertad y el derecho a decidir, comienza en la década de los ‘50-‘60, cuando existió una creciente preocupación por los temas de población y desarrollo por parte de los países más desarrollados, y se extiende a la década de los 2000, cuando se reconocen los derechos sexuales y reproductivos como parte de los derechos humanos. Los defensores de esta agenda son principalmente movimientos feministas y de mujeres, ONGs defensoras de los derechos, etc., a los que se suman los Estados, que van suscribiendo sucesivos acuerdos.
La sexualidad y la reproducción son políticas en la medida en que han traspasado la esfera de lo privado y se han convertido en problemas de derechos ciudadanos que el Estado debe garantizar a través de la implementación de políticas públicas acorde con la realidad de la población, y del desarrollo de mecanismos para garantizar los derechos cívicos, sociales y políticos de los ciudadanos y las ciudadanas.
Lo que está en disputa en las agendas y que se expresó claramente en el debate de la ley de aborto por tres causales en Chile ha sido la autonomía, la voluntad y la libertad de decidir en el marco de un Estado laico. Es decir, la capacidad que tiene cada persona, en este caso las mujeres, para adoptar normas y criterios que permiten la construcción de una voluntad individual, expresada en múltiples comportamientos y respetuosa de la autonomía de las otras personas. Se trata de que a cada persona se le reconozcan sus derechos sin renunciar a la propia identidad, a sus deseos y proyectos.
Tal como se ha señalado, la autonomía y la voluntad son parte de los hilos conductores y de los componentes sustantivos más importantes en el escenario de la vida personal, en tanto condición para relacionarse con los demás de forma igualitaria, lo que finalmente permite el respeto por las capacidades de los demás, que es consustancial al orden democrático.
En el debate sobre el aborto por tres causales han coexistido estas dos agendas, que responden a intereses totalmente distintos. Sin embargo, la agenda de derechos cuenta con el amplio apoyo de la ciudadanía; un ejemplo de ello es el 72% de aprobación que tiene la ley de aborto en tres causales.
Sin duda, lo que está al centro de estas dos agendas tan disímiles son los fundamentos mismos del reconocimiento universal de estos derechos. La agenda valórica se constituye a partir de argumentos que se arrogan la interpretación correcta de ciertas reglas que por naturaleza corresponde respetar, una especie de verdad revelada y por tanto no cuestionada. Por otra parte, la agenda de derechos se caracteriza por recurrir a la razón para construir consensos que contribuyan al reconocimiento de la diversidad y de un Estado garante de ideales universales como la libertad, la justicia y la igualdad en el marco de sociedades democráticas.