Skip to content

Seis textos para releer la Revolución Rusa

Los cien años de la Revolución Rusa estuvieron en la agenda del 2017 en medio de una nebulosa a nivel mundial. Hay quienes los han recordado con frases equivocadas, sacadas de contexto, electorales. Hay otros que han vuelto a las raíces, a las profundas motivaciones que volcaron a millones de rusos a las calles, agitando fábricas y campos, para obtener cuotas de dignidad impensables en tiempos zaristas. Aquí, un recorrido por las letras que siguen marcando esta historia.

Por Ximena Póo | Crédito foto portada: Edward Alsworth Ross

En estos días de paradojas y tensiones, las contradicciones se agudizan al mismo tiempo que se blindan soterradamente. Y es así como revisando afiches chilenos que dan cuenta del variado repertorio de conmemoraciones, el guiño con el presente nacional y/o mundial se dibuja en la nostalgia inocua y en el secreto anhelo de ver al “hombre nuevo” cruzando el umbral del siglo XXI con la frente en alto en medio de un panorama falto de la necesaria épica para sobrevivir.

Las siguientes líneas se lanzan como puntos georreferenciados en una cartografía litera – ria prolífica en torno a la conmemoración. Se recomienda comenzar por el epitafio y avanzar hacia los discursos de liberación, a la praxis del pueblo que construyó teoría. Es Svetlana Aleksiévich (1948), Premio Nobel de Literatura, quien con su libro El fin del “Homo sovieticus” (Acantilado, Barcelona, 2015) pone una lápida al comunismo que surgió de una Revolución Rusa inspiradora aún para muchos, adoptada por una América Latina que, entre décadas del siglo XX, se levantó no pocas veces para, “desde abajo”, poner en primera plana la voz, la acción y el voto de oprimidos, esclavizados y dominados.

Es probable que los y las intelectuales de esas revoluciones locales y sus seguidores lean con estupor textos como el de Aleksiévich. Y no es para menos, sobre todo cuando, por más pragmática que sea la visión sobre la vida y la liberación de las clases subyugadas, se tiene la convicción de que Stalin tiñó de horror a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Stalin no fue un paréntesis y si no lo fue, ¿lo de hoy es el futuro? Al final de este texto el mapa nos llevará a textos fundantes, que presagiaban larga vida y no el ocaso cuyo marco es un horizonte no menos desalentador, condicionado por la crisis terminal del Estado-Nación liberal, de un capitalismo sin rumbo y sin humanidad, y por unas democracias representativas sin representantes, pujando por la participación directa que logre unir los retazos. Mientras vivimos en estado de simulacro, leemos a la Revolución Rusa bajo un manto de extrañamiento, donde la izquierda sostiene un mapa que, desde los ‘90, le ha sido arrebatado por terceras o cuartas vías que sólo han logrado aceitar la máquina de los tiempos.

“Las barricadas no son un buen lugar para un escritor. Son una trampa. En las barrica – das la vista se nubla, las pupilas se contraen, los colores se difuminan. Desde las barri – cadas se ve un mundo en blanco y negro donde los hombres se convierten en los puntos negros que hay en el centro de las dianas. Me he pasado la vida en las barrica – das y me gustaría salir de ellas de una vez, aprender a gozar de la vida, recuperar la vista. Pero vuelve a haber decenas de miles de personas que salen a la calle tomadas de la mano, llevan cintas blancas sujetas a las chaquetas: son un símbolo de resurrección, de luz. Y yo estoy con todas ellas”, escribe Aleksiévich antes de hacernos caminar por las historias recogidas tras el largo final de la URSS y lo que vino después, el fervor y la amnesia, el individualismo y la nostalgia por recuperar una ideología irreductible e incompatible con las luces de neón colgadas sobre el borde de una carretera hacia ninguna parte. “¿Por qué aparecen en este libro tantos relatos de suicidas y no de personas comunes con sus comunes biografías soviéticas? (…) Yo busqué a aquellos que se habían adherido por completo al ideal, a aquellos que se habían dejado poseer por él de tal forma que ya nadie podía separarlos, aquellos para quienes el Estado se había convertido en su universo y sustituido todo lo demás, incluso sus propias vidas”, escribe la autora y, leída desde Chile, se cae en la tentación de pensar en el ciclo al revés. La dictadura cívico-militar logró lo contrario, que el Mercado (con mayúsculas) sustituyera la vida. Ambos ciclos, el fin de la URSS y el fin de la dictadura, abrieron los ‘90 por estas latitudes: a Gorvachov y Yeltsin les colgaban carteles de “vendidos y traidores” mientras aquí se esperaba que llegara la alegría, al fin.

Aleksiévich recoge, al concluir su libro, los “Comentarios de una mujer ordinaria”. En estas líneas, “una mujer ordinaria” vive como una más en la larga historia, en algún punto de los cien años que hoy algunos recuerdan, lavan o se apropian. Ella sólo recuerda, tributando a la utopía desde un lugar aislado de Rusia, desde ese margen del que nadie habla, pero que se nos hace tan familiar hoy en todo el mundo occidental: “Aquí la nieve lo cubre todo en invierno. Las casas, los coches…A veces nos pasamos semanas enteras sin ver pasar el autobús. De lo que se cuece en Moscú no tenemos idea. ¡Está a mil kilómetros de nosotros! Vemos en la televisión las noticias de Moscú como quien ve una película. Conozco a Putin y a la cantante Alla Pugachova, pero del resto no sé nada. Y veo los mítines y las manifestaciones en las noticias, pero aquí seguimos viviendo como vivíamos antes… Nuestra vida bajo el capitalismo es exactamente la misma que teníamos bajo el socialismo (…). Tengo 60 años, ¿sabe? Yo no soy de ir a la iglesia, pero necesito tener alguien con quien hablar. Alguien con quien hablar de lo humano y lo divino…A quien decirle que envejecer es un asco, por ejemplo. Y que no tengo ningunas ganas de morir”.

Esta “mujer ordinaria” tal vez habría hablado de lo humano con otras mujeres a comienzos del siglo XX. Y es que la Revolución Rusa no habría dejado esta huella si no fuera por otras que, como ella, angustiadas por el devenir de una clase, lucharon, murieron y articularon un discurso que se materializaría –a la vanguardia de cualquier país hasta ese momento- en el derecho al aborto libre y gratuito, al divorcio, la legitimidad de los hijos nacidos fuera del matrimonio, la despenalización de la prostitución y de la homosexualidad y el derecho a no seguir sujetas a la “esclavitud doméstica”. Stalin borraría parte de estos logros; logros fundados en la utopía revolucionaria.

Nadezhda Krupskaia (1869-1939), Alexandra Kollontai (1872-1952), Inessa Armand (1974-1920), Elena Stasova (1873-1966) son nombres que resuenan hoy para devolvernos el proceso revolucionario –con toda la fuerza de la clase trabajadora- al grito de ¡Pan y paz!, recordado cada 8 de marzo desde 1917 (23 de febrero del año juliano). Con prólogo de Hannah Arendt, se recomienda releer el texto editado este año por Página Indómita, Revolución Rusa, de Rosa Luxembugo (1871-1919), quien, siendo una teórica marxista fue crítica de algunas prácticas bolcheviques.

Los destinos

En tres volúmenes y con letras de destierro, León Trotski (1879-1940) escribió Historia de la Revolución Rusa, intuyendo, tal vez, que sería leído, como un legado, en 2017. Seguro, nunca imaginó que estaría entre los libros ubicados prolijamente en estanterías europeas para promover la oferta sobre “comprender la Revolución Rusa”. Hoy Trotski es leído por los anticapitalistas que reivindican su nombre y el trasfondo emancipador y democrático de 1917.

Trotski escribe: “En los dos primeros meses del año 1917 reinaba todavía en Rusia la dinastía de los Romanov. Ocho meses después estaban ya en el timón los bolcheviques, un partido ignorado por casi todo el mundo a principios de año y cuyos jefes, en el momento mismo de subir al poder, se hallaban aún acusados de alta traición. La historia no registra otro cambio de frente tan radical, sobre todo si se tiene en cuenta que estamos ante una nación de ciento cincuenta millones de habitantes (…). En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los parlamentarios, los periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos”.

Los destinos a los que hace referencia Trotski, de los que hablaba Marx y Lenin, implican leer la historia desde un contexto donde sea fácil advertir “la bayoneta” o la demagogia, para desviar el foco a las ideas y las materialidades en busca de la “vida buena”. Trotski aventuraba que la Revolución Rusa sobreviviría al Sóviet de Petrogrado, a la guerra civil, a la URSS y a su caída: “La Revolución de octubre sentó las bases para una nueva cultura tomando a todos en consideración. Aun suponiendo que debido a las desfavorables circunstancias y los hostiles golpes el régimen soviético fuera derrocado temporalmente, la huella inexpugnable de la Revolución de octubre, empero, sería un ejemplo para todo el desarrollo futuro de la humanidad”.

Diez días que estremecieron al mundo, de John Reed, es un clásico escolar recuperado por estos días. Lenin (1870-1924), líder del Partido Comunista (bolchevique) y protagonista de ese octubre de 1917, dijo que se trataba de la “obra más veraz y vívida de la Revolución Rusa”. Habría que agregar, a la luz del proceso posterior, el discurso de Lenin en la apertura del I Congreso de la Tercera Internacional, el 2 de marzo de 1919: “El sistema soviético ha vencido no sólo en la atrasada Rusia, sino en Alemania, el país más desarrollado en Europa, así como en Inglaterra, el país capitalista más viejo. Siga la burguesía cometiendo ferocidades, asesine aún a millares de obreros, la victoria será nuestra, la victoria de la revolución comunista mundial es segura”. Aún nadie imaginaba a Stalin, el Muro de Berlín, la Guerra Fría, las vías latinoamericanas y asiáticas, en ese horizonte revolucionario y la contra-revolución que se propagaría.

Por último, siempre se hace necesario revistar al historiador Eric Hobsbawm (1917- 2012), autor de La Historia del Siglo XX (1994), que da cuenta de cómo el “largo siglo XIX” dio paso al “corto siglo XX”. Antes de morir escribió un nuevo prólogo para El Manifiesto Comunista (desde 1872 se le conoce así; originalmente se llamaba El Manifiesto del Partido Comunista, de 1848), de Marx y Engels, base de la Revolución Rusa: “El compromiso con la política es lo que históricamente distinguió al socialismo marxiano de los anarquistas y los sucesores de aquellos socialistas cuyo rechazo de toda acción política condena específicamente el Manifiesto. Incluso antes de Lenin, la teoría marxiana no trataba sólo de ‘la historia nos demuestra lo que pasa’, sino también acerca de lo “que tenemos que hacer’. Ciertamente la experiencia soviética del siglo XX nos ha enseñado que podría ser mejor no hacer ‘lo que se debe hacer’ bajo condiciones históricas que imposibilitan virtualmente el éxito. Pero esta lección se podría haber aprendido también considerando las implicaciones del Manifiesto Comunista. Pero entonces el Manifiesto -y ésta no es la menor de sus notables cualidades – es un documento que prevé el fallo. Esperaba que el resultado del desarrollo capitalista fuera ‘una reconstitución revolucionaria de la sociedad’ pero, como ya hemos comprobado, no excluía la alternativa de ‘la ruina común’. Muchos años después, otra investigación marxiana reformuló esto como la elección entre socialismo y barbarie. Cual de ambos prevalezca es una pregunta que el siglo XXI debe contestar”.