Martha Rosler y el arte de incomodar

La artista y ensayista estadounidense —una de las figuras más políticas del arte contemporáneo— estuvo en Chile para inaugurar la exposición Si tú vivieras aquí en el MAC Forestal. Antes de partir a Argentina y Hong Kong, Rosler habló en esta entrevista sobre las luchas que ha dado en sus cinco décadas de trayectoria y que hoy, a los 76 años, no abandona: desde el desarme de los roles de género y la política exterior de Estados Unidos, hasta la gentrificación y la relación entre el arte y el capital.

Por Evelyn Erlij

A comienzos de 1970, cuando Estados Unidos tenía fresco el recuerdo de las tres millones de muertes que dejó en la guerra de Corea, cuando el desastre de Vietnam estaba a poco de cumplir dos décadas y hacía años que la CIA extendía sus tentáculos hacia América Latina, Martha Rosler (Brooklyn, 1943) era una de las artistas jóvenes que creían que los problemas del arte no estaban en la forma y la materia —como pensaban los minimalistas— ni tampoco en el dinero o en los quince minutos de fama que prometían Warhol y el pop art. Por esos días, lo que inquietaba a Rosler estaba frente a las narices de todos: en los diarios, en las revistas, en los avisos de modelos en ropa interior o de electrodomésticos junto a imágenes espectaculares de las atrocidades que ocurrían en Indochina.

Crédito: @Josep Fonti para PIN-UP

El espacio doméstico se convirtió en su campo de batalla porque allí anidaban algunos de los males contra los que luchaban los antibelicistas y las feministas como ella, y así lo problematizó en dos famosas series de fotomontajes: Body Beautiful, or Beauty Knows No Pain (1966-72), una lectura sarcástica de los estereotipos femeninos —la dueña de casa, la mujer objeto— que promovía la cultura de masas; y House Beautiful: Bringing The War Home (1967-72), una crítica corrosiva a la inercia de los estadounidenses frente a la primera “guerra de living”: Vietnam fue seguida por millones de personas desde la comodidad de sus sillones. Los problemas del arte, al menos para Rosler, estaban dentro de las casas, en las cocinas, en los comedores; y fuera de las fronteras, por allá por donde la superpotencia expandía sus dominios.

—La relación de Estados Unidos con lo que se llamó “su patio trasero” es la historia del imperialismo de la segunda mitad del siglo XIX en adelante, y no entiendo por qué este asunto no le preocupaba a todo el mundo. Para nosotros, la gente joven de esa época interesada en el cambio social, era un tema central, y por eso los eventos en América Latina nos importaban tanto —cuenta la artista, que en agosto estuvo en Santiago para la inauguración de su muestra Si tú vivieras aquí, que hasta el 13 de octubre estará en el Museo de Arte Contemporáneo—. Por eso el experimento chileno y el progreso del gobierno socialista democráticamente elegido fue tan importante para mi generación. Entre mis amigos se hablaba del golpe militar chileno como “la guerra civil española de la izquierda americana”.

En 1977, cuenta, la invitaron a participar en una exposición en Nueva York para conmemorar el asesinato de Orlando Letelier y Ronni Moffitt, en la que presentó The Restauration of High Culture in Chile, un folleto en el que, a través de un relato ficticio, denunciaba la anestesia de la burguesía de los países desarrollados frente a la situación política en Chile, y cuya traducción al español fue incluida en su retrospectiva en Santiago. El intervencionismo de Estados Unidos, su política exterior y sus huellas en América Latina aparecerían en varios otros trabajos, entre ellos, Domination and the Everyday (1978), video en el que yuxtapone imágenes del Chile de Pinochet con escenas de la vida cotidiana de una madre estadounidense —una reflexión sobre las formas en que la política se cuela en la vida diaria— y Chile on The Road to NAFTA, Accompained by the National Police Band (1997), un registro hecho a partir de imágenes que grabó en su primera visita a Santiago, en 1995, cuando fue invitada por Néstor Olhagaray a la Bienal de Video y Artes Mediales de Santiago.

Rosler recuerda que lo que más la impresionó del país de la transición fueron la obsesión por dejar atrás los traumas de la dictadura y la manera en que Chile se había dejado colonizar por Estados Unidos, una realidad que se asomaba en los letreros de McDonalds y en los avisos de vuelos a Miami. Fotografió el Santiago de entonces, una ciudad con rincones donde aún no se oían los discursos exitistas de los años 90 —varias de esas imágenes son parte de la exposición del MAC— y que condensó en el video de 1997, donde se ven las contradicciones del supuesto “jaguar de Latinoamérica”: un camino semirural, unos hombres en carretas, una publicidad de Coca-Cola sobre la berma y, de fondo, la orquesta de Carabineros interpretando el tema principal de La guerra de las galaxias

—Ese aviso lo grabé desde el taxi cuando iba al aeropuerto y parecía ser un puño que salía de la tierra. Cuando nos fuimos acercando noté que era la mano de un hombre con camisa sosteniendo una Coca-Cola. Era un recordatorio explícito del neoliberalismo, en una época en que los chilenos estaban muy ansiosos por ingresar al Tratado de Libre Comercio de América del Norte sin que nadie se riera o dijera “pero no tiene sentido, Chile no es parte de América del Norte”. En esa imagen estaba la idea de qué produce la tierra y qué es impuesto. Supongo que pocos artistas que no fueran latinoamericanos se interesaban por lo que pasaba en estos lados. Pero yo nunca me vi dentro del mundo del arte. Siempre fui una artista periférica.

Esa posición en los márgenes le ha permitido abordar problemas sociales y políticos con una libertad ajena a quienes están insertos en el círculo vicioso del arte y el capital, animado por inversionistas, banqueros, coleccionistas y artistas ávidos de fama. Su acercamiento a estos asuntos ha sido también a través de la escritura: Rosler es una reconocida crítica cultural, docente y activista que lleva décadas publicando ensayos —su libro Clase cultural. Arte y gentrificación, sobre cómo el arte se ha vuelto un brazo más de la industria inmobiliaria, fue publicado en 2017 por la editorial Caja Negra. La artista no se cansa de repetirlo: hace rato que el arte dejó de ser vanguardia y política. Hoy, dice, es uno de los depósitos más grandes del exceso de capital.

***

Martha Rosler es una de las figuras fundamentales del arte estadounidense de la segunda mitad del siglo XX, y aunque lleva cinco décadas creando fotomontajes, instalaciones, performances, esculturas y videos —como Semiotics of the Kitchen (1975), un manifiesto visual citado por varias generaciones de feministas en el que, a punta de batidores, cuchillos y humor negro se mofa de la idea de que la cocina es el lugar de realización de la mujer—, recién en las últimas décadas ha recibido una mayor atención de parte del mundo del arte. A partir del 2000 empezaron a multiplicarse sus exposiciones individuales en lugares como el MoMA de Nueva York y el Centro Pompidou de París, reconocimiento tardío que se explica en esta cita irónica del colectivo de arte Guerrilla Girls: una de las ventajas de ser una artista mujer, dicen, es “saber que tu carrera puede repuntar cumplidos los 80 años”.

—Pienso en algunas mujeres que fueron muy conocidas en algún momento, como Barbara Kruger, Jenny Holzer y Lorna Simpson, que están vivas y hacen arte, pero apenas son visibles. En cambio, tenemos exposiciones de artistas hombres reaccionarios muertos hace rato —reclama Rosler. El auge del feminismo ha forzado a los curadores a saldar la deuda con las mujeres olvidadas por la historia, como Carol Rama, Alice Neel, Joan Jonas y Ana Mendieta, pero estos gestos hay que mirarlos con sospecha, asegura:

—No ha cambiado nada. Y dudo que algo cambie.

Chile on The Road to NAFTA, Accompained by the National Police Band (1997) // Martha Rosler/Gentileza MAC

—Al menos en los grandes museos, la política de inclusión y diversidad cultural y de género sigue siendo escasa.

Por más romántico que suene, siempre he visto estas batallas como si fueran una guerra. La premisa del mundo del arte es el novum, los nuevos fenómenos, igual que en la moda. Estamos tan acostumbrados que ya ni lo notamos: el mundo del arte se parece al de la moda, lo que me parece problemático. Hoy la voluntad de los artistas de convertirse en activistas resulta predecible también, porque desde hace un rato ya que el arte está pretendiendo ser un vehículo para el activismo social a través de proyectos que intentan hacer el bien, pero que no logran intervenir seriamente la política.

“Mi gran preocupación hoy es el presentismo. No se pueden comprender obras de arte del pasado sin entender su contexto de producción, lo mismo con las luchas políticas: sin esa información estamos mal equipados para combatir los contragolpes y caminar hacia adelante”.

—Muchos de sus trabajos de décadas pasadas abordan problemas políticos y sociales con los que todavía lidiamos: los estereotipos en torno a la mujer, la brecha entre ricos y pobres, la precarización de la vida, la guerra a escala global. ¿No le parece aterrador mirar hacia atrás y ver que seguimos luchando contra los mismos asuntos después de tanto tiempo?

Por un lado, sí, pero por otro me sorprende que proyectos como la liberación de la mujer, que parecían ganados, sufran retrocesos tan grandes, aunque la historia del feminismo ha sido así desde el siglo XVIII. Pasó en la década de 1980 con los movimientos sociales y antipatriarcales. Todo se mueve por olas: las fuerzas reaccionarias siempre están esperando que olvidemos que hay algo por qué luchar, pero nunca se sabe cuándo la lucha va a resurgir, en especial con los feminismos. En el arte pasa lo mismo: obras antiguas son tomadas en cuenta hoy esencialmente por afanes comerciales. Me parece cansador.

—¿Y cómo se podrían combatir esos ciclos de avance y retroceso?

Mi gran preocupación hoy es la enorme marea de deshistorización de la información, es decir, el presentismo, que es una reinterpretación del pasado desde el presente sin considerar el contexto histórico en el que se dieron los hechos. No se pueden comprender obras de arte del pasado sin entender su contexto de producción, lo mismo con las luchas políticas: sin esa información estamos mal equipados para combatir los contragolpes, los retrocesos, y caminar hacia adelante.

—Vivimos en tiempos oscuros: el calentamiento global, la desigualdad y los neofascismos no pintan un horizonte muy esperanzador. ¿Cuáles son los asuntos que más la preocupan hoy?

El calentamiento global es un problema urgente que necesita la energía de los jóvenes. Pero la gente como Trump sabe que siempre hay una forma de hacer que el presente sea tan agotador que ni siquiera quede energía para pelear la batalla más mínima. No es el planeta el que va a morir, todos vamos a morir, y no se puede luchar contra eso sólo con pactos políticos. Hay que intervenir el curso de la vida en el planeta. Para eso necesitas ser joven, estar en la calle, dar conferencias, hacer arte. Es un tema que me importa mucho, pero soy una artista vieja, y lo que pensamos los artistas viejos, a estas alturas, es “cuándo mierda voy a terminar este proyecto que empecé hace veinte años”. Para nosotros, los viejos, es “ahora o nunca”.

‘Semiotics of the Kitchen’, 1975. // Martha Rosler/Gentileza MAC

María Moreno: Muchacha punk

Empezó a publicar columnas en los 70, y desde entonces se convirtió en una voz única de la literatura argentina. Escritora y cronista rabiosa, feminista, inclasificable, María Moreno viene construyendo una obra deslumbrante que por fin comienza a circular fuera de Argentina. En octubre viene a Chile a recibir el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas, mientras sus libros no dejan de reeditarse y encontrar nuevos lectores.

Por Diego Zúñiga

El primer libro de María Moreno que se publicó en Chile fue Teoría de la noche, en marzo de 2011, por Ediciones UDP, y me atrevería a decir que no apareció ninguna reseña ni entrevista a su autora durante los meses que siguieron a su publicación. No hubo crítica, no hubo lectura pública, no hubo recepción, no hubo aviso de que esta antología de la obra de Moreno —quizás el libro perfecto para entrar en su escritura, en su mundo, en su voz—, se había publicado en Chile.

La suerte editorial de María Moreno fuera de Argentina iba a ser, durante muchos años, complicada hasta que apareció Black out (Literatura Random House) en 2016: el retrato feroz de una generación —los 60, los 70— a la que se le fue la vida discutiendo sobre literatura y política, mientras se bebían hasta el agua del florero y María Moreno sobrevivía para contarlo: la historia de sus amigos, de sus contemporáneos, pero también la de ella: sus resacas, sus amores, sus muertos.

Ese libro iba a cambiarlo todo, o casi todo.

Aunque una frase así de sentenciosa a ella le daría risa, pues en realidad su trayectoria literaria siempre ha estado muy ajena a cualquier sentencia y a cualquier idea de carrera, y se ha mantenido en una incertidumbre profundamente literaria: lejos del mercado, lejos del canon, muy cerca de las palabras, del goce que puede surgir en la escritura, de lo político entendido como esa sintaxis única que se inventó para indagar en su memoria y en la memoria de los otros: política, disidente, feminista, incómoda, gozosa.

Ese silencio crítico que hubo aquí hacia Teoría de la noche se terminó redimiendo, en alguna medida, cuando se publicó Black out y de pronto parecía que todo el mundo había descubierto a María Moreno. Columnas, entrevistas, reseñas, mucho entusiasmo y asombro de que una escritora tan singular hubiese pasado algo inadvertida por estos lados. Nadie se acordó de Teoría de la noche, sin embargo. No es de extrañar: se leyó Black out como si fueran literalmente unas memorias, y no ese artefacto inclasificable, hermoso y terrible que es. Tampoco es de extrañar: una parte importante de Black out se publicó, por primera vez, en Teoría de la noche, pero nadie se dio por enterado. Ocho años después de que apareciera esa antología, es decir, en junio de 2019, la redención iba a ser un poco más bulliciosa, pues se le concedería el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas por el conjunto de su obra. Es la primera vez que se premia su trabajo fuera de Argentina, y quizá debía ser así y sólo así para empezar a cerrar el círculo: Teoría de la noche, el Premio Manuel Rojas y un vínculo con Chile que ha estado cruzado por viajes, lecturas y complicidades.

***

Se llama María Cristina Forero y nació en un año que no aparece en ninguna de las solapas de los doce libros que viene publicando desde los 90, cuando debutó con El Affair Skeffington (1992), una novela alucinante en que inventa un personaje, una voz, una biografía: la poeta vanguardista Dolly Skeffington y el hallazgo de sus manuscritos.

Crédito: Lorena Palavecino/Penguin Random House

Su primer libro iba a ser, entonces, su única ficción. Aunque decir eso sería traicionar su proyecto o leerlo como lo haría un funcionario: las etiquetas, las clasificaciones, no sirven para entrar en la escritura de María Moreno. Lo que exige es goce y una actitud crítica, vital; lo que exige es entender la literatura como un ejercicio que se desborda continuamente. Y en ese sentido, su bibliografía es ejemplar: desde El petiso orejudo (1994) —esa investigación delirante sobre Cayetano Santos Godino, un niño que mataba niños en el Buenos Aires de inicios del siglo XX— hasta las recopilaciones de sus columnas, ensayos y entrevistas en libros como A tontas y a locas (2001), Vida de vivos (2005),  Subrayados. Leer hasta que la muerte nos separe —recopilación de sus extraordinarios ensayos sobre literatura— y Panfleto. Erótica y feminismo (2018), pasando por Banco a la sombra —sus crónicas de viaje que se acaban de reeditar— y llegando por supuesto a los que son sus dos libros más ambiciosos y deslumbrantes: Black out  (2016) y Oración. Carta a Vicky y otras elegías políticas (2018), en el que sigue el rastro de Vicky Walsh —la hija de Rodolfo, el autor de ese clásico del periodismo que es Operación masacre—, quien se suicidó en medio de un enfrentamiento, en plena dictadura militar.

Ensayos, memorias, entrevistas, relatos de viaje, relatos autobiográficos, columnas, muchas, muchísimas columnas, textos repartidos por diarios y revistas, un campo de batalla por el que María Moreno viene circulando desde los 70, cuando comenzó su vida como periodista. Un campo de batalla y un campo de experimentación: primero trabajó en el diario La Opinión, luego fue secretaria de redacción de Tiempo Argentino, donde creó el suplemento “La Mujer”. En 1984 fundó la revista Alfonsina, primer periódico feminista tras la dictadura, en la que hizo firmar con nombres de mujer a autores como Fogwill, Perlongher, Martín Caparrós y Alberto Laiseca. Colaboró en revistas y distintos periódicos, y hoy se la puede leer en Página12, donde sigue escribiendo columnas brillantes y lúcidas, abordando todo aquello que ocurre en la calle: la política, el feminismo, las disputas por la lengua y por los discursos, la memoria.

María Moreno viene escribiendo desde los 70 una literatura que pareciera estar destinada al futuro, y a veces ese futuro se parece a nuestro presente: leer sus columnas sobre feminismo, por ejemplo, es descubrir una voz tan compleja y crítica como fascinante: hay desparpajo, inteligencia, rabia y genialidad. Nadie escribe como María Moreno, en ese lenguaje que parece imposible de traducir, esa lengua que se escabulle y que retuerce el castellano como se le da la gana.

“Ni hace falta aclarar que escribo lejos de la sangre de la portada, del mito del ahora mismo, en esas zonas francas que permiten el suplemento cultural, la página de misceláneas, la revista literaria y la columna del costado, desde donde el bufón suele lanzar una paradoja de veinticuatro horas o el experto, ubicar la noticia que el cronista ha hecho no ficción en el cuerpo a cuerpo”, anota Moreno. 

Y en el texto que abre Panfleto, dice: “Suelo escribir saqueando y modificando mis propios archivos (…). A finales de los años ochenta y noventa yo me intoxicaba con las importaciones teóricas de las feministas de la nueva izquierda que releían en la estructura de la familia en el capitalismo la sevicia del trabajo invisible, de las estructuralistas de la diferencia que inventaban un Freud a su favor y de las marxistas contra el ascetismo rojo. No leía, volaba. Sin tiempo para dejar en suspenso el pensamiento a fin de ponerlo a prueba —las fechas de entrega eran una coartada—, al escribir, concluía. Es decir, escribía animada por lo que iba aprendiendo, relacionando, imaginando que inventaba, sola y exaltada. Porque no recuerdo que supiera quiénes me leían, a quiénes me dirigía. Era como si gozara de un regalo infinito: la posibilidad de dejar aquí y allá, escondidas en ciertos diarios y revistas, las hojas de unos cuadernos de aprendizaje dedicados a unas lectoras futuras”.

Y sí, parece que el futuro está aquí.

***

Esta entrevista, que aún no empieza, pero ya viene, tiene un origen que nos remonta a marzo de 2011, cuando aparece Teoría de la noche. Ese fue el primer intento de comenzar esta conversación: un e-mail, una respuesta amable, pero un sin fin de obstáculos que terminaron aplazando esa conversación que recién se haría en 2018, cuando ya habían muchos, muchísimos libros nuevos y reediciones y lecturas que demostraban la vigencia de un proyecto como el de María Moreno. Antes, hubo algunos encuentros fugaces: una cena donde María Moreno se mantuvo en silencio, contenta, sosteniendo su vaso, rodeada de académicas; una charla en FILBA Santiago donde leyó un texto extraordinario sobre una escritora rarísima y secreta llamada Adelaida Gigli; una mesa de conversación, en ese mismo festival, acerca de la crónica —donde ella brilló, por supuesto—; y quizá otra cena, donde guardó un silencio elegante mientras bebía whisky, rodeada de escritores cuyos nombres ya no importan. Pero entonces vino la conversación, una noche de agosto de 2018, en un bar que queda a una cuadras de su casa, en Buenos Aires. Había aparecido hacía poco Oración y aún la lectura de Black out estaba muy viva, pues en España había recibido lecturas muy entusiastas. Pero a los pocos minutos, ella dijo que mejor la entrevista fuera por e-mail, que le acomodaba más, y entonces me dejó encender la grabadora para guardar la conversación que íbamos a tener sin afanes de nada. Conversar por conversar. Y de esas más de dos horas, quedarían anotadas algunas frases en un cuaderno:

Black out

“Alguna vez fui asociada a una escritura de élite, acusada de ininteligible. Con Black out me descubrió gente que no me había leído nunca, que sólo pensaban que era la periodista snob de Página12”.

Éxito

“Creo que desde afuera se ve todo más visible. Para algunos, el pasaje a publicar en Penguin Random House es un paso. Pero como dijo Nabokov —no me comparo, me identifico— cuando vivió el éxito con Lolita: ‘Es demasiado tarde’. No me gusta la idea de tener una relación performática con mi obra, la promoción de los escritores. Mis amigos se murieron, las personas con las que me gustaría reírme de este reconocimiento ya no están. Y esto tampoco se traduce en dinero. Es gratificante, sin duda. Algo de la experiencia de Black out funcionó. Lo leen un poco al compás de la vida y también literal, pero no me hago la boluda, porque sé que puede generar eso”.

Piglia

“Black out iba a aparecer en la Serie del Recienvenido que dirigía Piglia en el Fondo de Cultura Económica. De onda él me metía ahí, porque era una infracción: había publicado sólo reediciones, y éste sería un libro inédito. Pero entonces él enfermó y eso quedó en nada, aunque para mí quedó un encargo: escribir este libro. Porque yo no escribiría si no tengo que entregar. No tengo el imaginario del escritor que hace su obra y después mira dónde la coloca. Y sí, iba a estar rodeada de mis amigos (Miguel Briante, Norberto Soares, C. E. Feiling) que reeditaron en esa colección, pero al final los puse en el libro”.

Amigos

“Esa generación tenía un problema con cómo sobrellevar a Borges, qué ecuación hacer con Borges, con ese legado. Cómo hacer un parricidio, que es absurdo, porque cómo vas a hacer un parricidio de un hombre que lo que menos parecía era un padre, una especie de hombre casto, edípico, pero durante mucho tiempo la pregunta de la literatura argentina era qué hacer con el legado de Borges. Y ahí para mí hay un problema, porque Borges da un modelo económico, diría excéntrico, de la lengua, que viene del inglés. Y ahí yo soy antiborgeana a muerte, porque yo creo que lo que Borges castró del modernismo en exceso fueron los tropos que no van a ningún lado, instaurar esa idea del lenguaje como un instrumento de precisión”.

Lemebel

“A mí me sorprendió mucho Lemebel, me hizo pensar en eso de cómo hacer frases que quizá no tienen resultados. Pero sobre todo sus libros demuestran que se puede hacer denuncia en un texto donde la lengua goza al mismo tiempo”.

En la grabación se escucha levemente la voz de María Moreno: habla de periodismo narrativo —duda de todo ese movimiento—, habla de la crónica, de Rodolfo Walsh, de sus lecturas, de Enrique Raab —a quién antologó, un cronista argentino que habría ya que descubrir—, de Barthes, de muchos de los nombres que aparecen en Subrayados, un libro en el que aparecen algunos de sus mejores ensayos, como ese donde se ríe de la “alquimia nombradora de Bolaño”, que la mencionó una vez, en su último discurso público, en Sevilla, donde hablaba de la nueva narrativa latinoamericana, aunque María Moreno no sabe si esa María Moreno es ella.

Y en ese mismo libro, escribe: “Me gustaría morir leyendo, nadie escuche en esta declaración la construcción pedante para una mitología intelectual, ya que podría leer cualquier cosa. No desearía a mi lado la vigilancia ansiosa de parientes y amigos sino unas últimas líneas que me transportaran como siempre, más allá, a las vidas que no son las mías, a palabras escritas por quienes quizás han muerto hace años, puede ser una vulgar lista de catálogo, más fácilmente un prospecto: que la muerte me alcance en el momento en que el sentido se me escapa y no sepa si sueño que leo y eso es morir, o si ya olvidé mi lengua y la ignoro, irme como cuando no se recuerda por qué copa se va o qué saque, como en una sobredosis”.

La conversación iba a terminar a eso de las once de la noche. Y, entonces, hace unas semanas, la retomamos por e-mail, con una María Moreno esta vez premiada con el Manuel Rojas, respondiendo desde Tigre, cerca del río, estas preguntas.

***

—Una de las cosas más interesantes de Panfleto, tu último libro, es cómo planteas la necesidad de hacer una genealogía, de tomar consciencia de las lecturas que nos formaron intelectualmente y que se despliegan en los distintos discursos en la actualidad. ¿Eso fue algo que siempre te interesó?

Comencé a escribir esos textos durante la transición democrática bajo la pulsión autodidáctica que me permitían los libros de ensayos de la editorial Anagrama —de hecho, editó tres claves para mí, Feminismo y psicoanálisis, de Juliet Mitchell, Álbum sistemático de la infancia de René Schérer y Guy Hocquenghem, y Elementos de crítica homosexual de Mario Mieli, que me felpearon en teoría y política sexual—; los libros de la editorial Jorge Álvarez —casi diría que leerlos era como ir a una universidad laica exquisita y libre— y los del Centro Editor de América Latina, a precios accesibles y editados por capos de la crítica local. La dictadura tuvo un espacio de resistencia en los grupos de estudio: yo estudiaba Freud y Lacan con Germán García, pero la verdadera transmisión ocurría en los bares, entre atorrantes sin filiación académica alguna. 

—En un momento de Panfleto hablas de que muchos de estos textos estaban un poco desperdigados para lectoras futuras. ¿Crees que ese futuro es nuestro presente? Te lo pregunto porque también siento que tus libros han empezado a encontrar más que nunca lectores dentro y fuera de Argentina.

Yo no pensaba en lectoras futuras. Esa es una interpretación estratégica posterior ya que la estrategia no es un plan sino una adjudicación de sentido de acuerdo a un proyecto presente. No te olvides que no publiqué un libro hasta el año 92, escribía en los diarios donde, como dice el lugar común, con sus páginas se envuelven los huevos al día siguiente. Tampoco era una lectora especialmente activa, era como la mayoría del entorno en que me movía, todos queríamos atragantarnos con la apertura de la importación a los libros censurados, a la obra de los militantes de izquierda que comenzaban a volver del exilio y a la circulación libre y la reunión en la ciudad. Es entonces que conozco a Josefina Ludmer, a David Viñas. Creo que establecí una cierta transferencia con feministas de Chile como Raquel Olea, Soledad Bianchi, Eliana Ortega, a las que conocí en diferentes épocas. Ojalá no te equivoques con que he comenzado a encontrar lectores. La idea de Panfleto fue poner a circular de nuevo esos textos cuando el presente puede hacerlos actuar, ya sea para que sean desechados, pervertidos, ignorados. 

—Hace unas semanas circuló el discurso de Lucrecia Martel sobre Pedro Almodóvar y también todo el revuelo que causó su declaración sobre que no asistiría a la gala de la película J’acusse, de Roman Polanski. ¿Qué piensas tú de todo eso que se produjo, de esa separación entre el “hombre” y la “obra”?

Me parece genial la intervención de Lucrecia, nada punitivista, ya que no vetó su participación ni se identificó con el veto legal sobre Polanski, pero fue justa en sus precisiones políticas y le creo cuando dice que, en cierto modo, aceptó presidir el jurado para hacer una intervención. Y como ves, no impidió que J’acusse ganara el gran premio del jurado. No se puede leer esa declaración sin el elogio a Almodóvar, no hay la una sin el otro. Me gusta citar textualmente:“Mucho antes de que las mujeres, los homosexuales, las trans, nos hartáramos en masa del miserable lugar que teníamos en la historia, Pedro ya nos había hecho heroínasYa había reivindicado el derecho a inventarnos a nosotras mismas. (…) Ahora se está ocupando de los hombres, que es fundamental. (…) No hay deber ser en la ética de Almodóvar, hay obligación de crearse. Obligación de inventarse”. 

—Sí, ese discurso fue muy emotivo.

Hay ahí una apuesta estética para el futuro. ¿Y  qué tal si dejamos de separar con un gesto tan cool el hecho de que Althusser, Burroughs y Mailer hayan cometido femicidio o intentado? Lo personal es político. Se supone que habría que pasar por alto en las obras de grandes machos el hecho de que hayan cometido delitos sexuales, que éstos son un “a pesar de”. Yo creo que una crítica emancipatoria vería que hay una relación entre esos delitos y los aspectos no tan vanguardistas de esas obras —ojo, no digo un correlato—. Pero para pensar en esta dirección es preciso volver a la Simone de Beauvoir de ¿Hay que quemar a Sade?

El crítico Edward Said habla en uno de sus libros sobre el estilo tardío, esta idea de que ciertos escritores y artistas encuentran una voz particular cuando ya son más grandes. ¿Sientes que estás escribiendo, quizá, de una forma levemente distinta a tus textos de los 90, por ejemplo, o de los 80?

No creo que esté escribiendo distinto. Tal vez los lectores se cansaron del realismo ramplón, del totalitarismo del referente y del prejuicio hacia el barroco. Creo que me he vuelto más legible para una economía de lectura actual y me tocó la pata de conejo de la suerte. Sin duda, el auge del feminismo interviene. Pero tengo la impresión de que mis lectores no suman, constituyen tribus diferentes: las feministas de cierta edad, los jóvenes medio punk, los lectores de un periodismo de opinión que aún desean un cacho de estilo, sin duda los borrachos… 

En varios textos hablas de que vuelves siempre a tus archivos y los saqueas. ¿Siempre te interesó esta idea de reescribirte o de “plagiarte a ti misma”? ¿O todo esto fue algo que descubriste con el tiempo?

Hay un sueño Robin Hood de vender a las misma empresas periodísticas y editoriales el mismo perro con distinto collar. Pero es una bravata  como la de decir que uso los diarios como borradores, bravatas que son verdad. En realidad he encontrado la forma de ir publicando las transformaciones de textos que tienen mucho de investigación, ¿y por qué no usar mis propios archivos? ¿Quién me va a hacer juicio? Y además, ¿qué obra que continúa no es autoplagio? No veo el valor de la novedad salvo para el mercado. Sí, el de volver a decir lo que uno entiende que diría mejor ahora según el propio museo de las supersticiones privadas literarias y de repetir lo que uno no es capaz de cambiar. 

Educación pública, bien común y cohesión social

Recientemente, rectores, académicos, funcionarios y estudiantes de las universidades estatales, junto a las autoridades e integrantes del Senado, de la Cámara de Diputados y del Ministerio de Educación, conmemoramos el primer año de la entrada en vigencia de la Ley 21.094 de Universidades Estatales.

Este es un gran logro en el proceso de reinstalar en Chile los valores de una educación pública. Para nosotros, la vocación académica se identifica con dimensiones que resultan propias, es decir, específicas, de la universidad pública. Una de sus expresiones más notables es el concepto de bien común, expresado en las ideas de pertenencia, respeto a las opiniones del prójimo, inclusión social e igualdad de oportunidades para que cada cual desarrolle sus talentos.

Pensamos que ningún sector ideológico o político debiera considerar al sector público como antagónico. La educación pública permite que prosperen desde las ideas de igualdad y equidad que propone el socialismo, hasta las que permiten hacer realidad el derecho a un desarrollo individual autónomo que defiende el liberalismo.

Para nuestras universidades, esta vocación se expresa plenamente en el requerimiento de pertinencia, de compromiso con el desarrollo del país y las regiones. Es evidente también que no es posible cumplir con tal vocación a través de una decisión unilateral. Debemos invitar a todos los poderes del Estado a tener presente que las universidades estatales son una herramienta principal para servir al conjunto del país. Debemos también asumir en conjunto que sólo el reencuentro en una sociedad cohesionada permitirá superar el actual crispamiento social y el desacoplamiento entre el accionar político de nuestros jóvenes y la institucionalidad política nacional. Una de sus expresiones más dolorosas es lo que está ocurriendo en la educación media.

Pienso que hace perfecto sentido la siguiente tesis: la destrucción sistemática e intencional de la educación pública en Chile, con dramáticas consecuencias en sus niveles básico y medio, explica en gran medida el daño a la convivencia, tolerancia y cohesión social que hoy estamos sufriendo. Si queremos superar esta crisis, hoy deberemos abordar y discutir esta explicación.

Debemos asumir que este proceso de desintegración, que no ha sido casual sino buscado, alcanza su nivel más dramático en lo que está ocurriendo con el Instituto Nacional. Porque ahí se entrelaza el desprecio por lo público con el desprecio por la historia. Y es la historia común, una que abarca desde lo político y militar hasta lo científico y humanístico, el otro gran factor de cohesión social para un país.

La situación del Instituto Nacional se nos aparece como surrealismo, como escenas sacadas de alguna película de Buñuel. Me imagino a un paciente diciéndole a su psicoanalista: “Doctor, tuve un sueño tan raro: veía estudiantes en el patio de un colegio, y cuando alcé la vista al techo comprobé que estaba lleno de policías uniformados en formación”.

Para nosotros tiene perfecto sentido sugerir que la crisis de convivencia que vivimos en nuestra sociedad tiene como antecedente el debilitamiento de los valores propios de la educación pública. Y que ésta no se va a resolver si no somos capaces de reinstaurar esos valores.

Es por ello que nuestra universidad, y el conjunto de las universidades estatales, hacemos de la defensa, articulación y aumento en calidad de todos los niveles de educación pública un objetivo esencial para preservar nuestra misión. Y estamos profundamente comprometidos con esta causa que busca la cohesión nacional, la equidad y la inclusión al servicio del progreso y bienestar del país.

Una ramplona oferta de homogeneidad

Palabra Pública organizó un diálogo sobre periodismo y revistas culturales en el marco de la Primavera del Libro realizada en el Parque Bustamante. Se trataba de interrogar sobre el aporte del periodismo en la visibilización y análisis en torno a las manifestaciones artísticas y culturales, asumiendo que el campo cultural no sólo nos remite a la creación sino también al vasto escenario donde se exhiben y confrontan las señas de identidad de un tiempo, incluidos el pensamiento crítico y el debate de ideas.

Por ello, pasan a ser centrales interrogantes sobre cómo y dónde se abordan estos aspectos claves para el desarrollo humanista y democrático necesarios en toda sociedad que aspire a  una cierta densidad, y que quiera ser narrada o mirada más allá de los parámetros del consumo o del mercado, como nos han acostumbrado en las últimas décadas.

Más aún, cuando enfrentamos cambios culturales de envergadura en medio de crisis políticas, sociales y medioambientales que ponen en jaque incluso la propia existencia humana.

¿Desde dónde podemos leer estos cambios? ¿Quiénes y desde qué disciplinas o áreas del conocimiento siguen las huellas de estas múltiples revoluciones? ¿Qué pasa con la creación artística o con la literatura en América Latina, un continente que se funda y refunda en la palabra de sus creadores, cuya solvencia sobrepasa con creces la de sus políticos y tecnócratas?  

Estas y muchas otras preguntas le corresponden al periodismo cultural a través de sus diarios, revistas, suplementos, libros u otros soportes donde éste se despliega en sus narrativas y estéticas innovadoras e irreverentes.

Sin embargo, la fría tarde primaveral donde transcurrió el diálogo en cuestión dejó un sabor amargo. Esto, pese al entusiasmo y lucidez de su conductora y editora, Evelyn Erlij, así como de las y los panelistas invitados, la crítica Patricia Espinosa, el periodista David Ponce y el editor Álvaro Matus, y pese a la buena noticia que significaba la aparición de dos nuevos medios: Átomo, de la Fundación para el Progreso, y Punto y coma, del Instituto de Estudios de la Sociedad, el primero cercano a una línea liberal y el segundo, a una más conservadora.

Porque no sólo se constataba que gran parte de los medios culturales existentes hoy están anclados a instituciones como universidades o centros de pensamiento. Palabra Pública, en la U. de Chile; Revista Universitaria, de la UC o Santiago, de la UDP, por sumar tres ejemplos a los ya nombrados, y que hablan positivamente del aporte de estas instituciones y centros de pensamiento a las sociedades a las que se deben.  

El problema estaba en que no era mucho más lo que había. Porque en esa fría tarde de primavera, cuando se reflexionaba sobre el estado del arte en materia de revistas culturales y periodismo cultural, se hacía invocando los cadáveres de al menos una decena de medios que en las últimas tres décadas dejaron su impronta para luego ser arrasados, ya sea por la indiferencia de sus lectores, las leyes de un mercado que no es neutral o la ausencia de políticas públicas que deben garantizar no sólo la libertad de expresión sino el valor de la diversidad y del pluralismo.  Una diversidad y pluralismo que permitan la circulación de otras voces, de otros discursos, de nuevos debates y estéticas que enriquecen a una sociedad.

Pero en el Chile actual, poco o nada de eso existe. Y aunque nos inviten a sumergirnos con entusiasmo en las alternativas que en esta materia nos ofrecería el mercado, salvo excepciones, seguimos condenados a su ramplona oferta de homogeneidad.  

El peso de las voces

En una sola novela no caben todos los testimonios que habitan los archivos judiciales. Pero tal vez la polifonía se encuentre en el conjunto de novelas que se han escrito y se siguen escribiendo, tantos años después, sobre nuestro pasado reciente, esas novelas que reconstruyen nuestra memoria colectiva, nuestra posmemoria, que sacan a la luz las voces que en su momento fueron silenciadas por la dictadura.

Por Lola Larra | Ilustración: Fabián Rivas

En octubre de 1998 yo vivía en Madrid, todavía trabajaba como periodista, y uno de los diarios para los que era corresponsal me llamó para cubrir la detención de Pinochet. Y aunque me inquieté porque yo no escribía de política, pensé que el destino, o el azar, me había puesto allí, en ese preciso momento, en ese lugar, para darme la oportunidad de saldar cuentas con ese personaje que hacía más de dos décadas había obligado a mi familia a exiliarse en Venezuela.

Saldar cuentas… creo que fue un sentimiento que muchos tuvimos cuando los agentes de Scotland Yard, autorizados por el juez Nicholas Evans, se acercaron a la cama donde dormía el dictador para comunicarle que estaba bajo arresto. Sólo habían pasado unas horas desde que el juez Baltasar Garzón había firmado la orden de detención en Madrid. Era la medianoche del viernes 16 al sábado 17, y hasta las dos de la madrugada el paciente permaneció incomunicado en su habitación del octavo piso de la London Clinic. Dos largas horas —irrepetibles horas, ni fotografiadas ni filmadas para el recuerdo— en las que el dictador estuvo a solas con uniformados que no estaban allí para obedecerlo sino para apresarlo.

Con un amigo periodista nos lanzamos hacia la Audiencia Nacional. La antesala del despacho de Garzón era un hervidero de abogados, fiscales y reporteros, y se había convertido en el foco de atención de la prensa mundial. Cualquiera podría pensar que el lugar desde donde se había gestado esa acción histórica es, por lo menos, un edificio imponente ubicado en alguna de las imperiales avenidas que cruzan Madrid. Pero la Audiencia Nacional es una construcción moderna de aspecto decididamente ministerial, situada en una pequeña calle y provista de oficinas nada glamurosas.

Dos años atrás, en 1996, en esas mismas oficinas se habían aceptado los expedientes recabados por los abogados de la acusación particular, Carlos Slepoy y Joan Garcés. Con su meticuloso trabajo habían logrado documentar una lista de más de cuatro mil desaparecidos y recabar más de quinientas mil firmas que apoyaban la causa. Los cargos que se le imputaban a Pinochet incluían delitos de genocidio, tortura y terrorismo. Setenta y seis delitos coordinados con Argentina en la Operación Cóndor. Cuatro mil desapariciones. Más de ochocientas causas judiciales contra su régimen. Nueve procedimientos criminales contra su propia persona y procesos abiertos no sólo en España, sino también en Alemania, Suecia y Argentina.

Eran datos que manejaban todos los periodistas que nos rodeaban. Pero mi amigo y yo queríamos encontrar algo más, información que entonces, en los inicios de internet, sin Twitter, y cuando la difusión de las noticias demoraba aún algunas horas, había que salir a buscar a la calle. Alguien nos contó, por ejemplo, que Garzón había redactado la orden de detención en unas horas, que tenía 18 páginas y que lo hizo el mismo día que tomaba declaración a dos testigos de otro caso completamente distinto. Eran detalles para sumar a su leyenda de trabajador impenitente.

“Nunca pude ver las cajas con los archivos de Slepoy y Garcés, pero esa fue la primera vez que me fasciné con el poder y las posibilidades de los documentos judiciales, una fuente de memoria inagotable de la que tantos escritores han bebido para muchas cosas, entre otras, para bucear en la maldad de nuestra especie”.

Mientras mi amigo intentaba sonsacar declaraciones entre abogados y jueces, yo me quedé pensando en los expedientes de Slepoy y Garcés. ¿Dónde los guardaban? ¿Eran muchas cajas? ¿Cuántas? ¿De qué tamaño? De pronto necesitaba ver las cajas. Porque aquella noche, cuando escribía el reportaje, quería describirlas. Contar cómo eran, de qué color, viejas o nuevas… Mi amigo me dijo que seguro eran un montón de cajas llenas de carpetas muy gruesas y pesadas. Que podía usar los adjetivos que quisiera sin traicionar a la verdad: pesadas, voluminosas, enormes, ¡pon lo que quieras!

Sin embargo, para mí era importante visualizar esas cajas.

¿Qué extensión tiene la perseverancia de los abogados?

¿Qué volumen ocupa la paciencia de los familiares de las víctimas?

¿Cuánto pesa una espera de años?

¿Qué apariencia —hojeada, gastada en los bordes, amarillenta— tienen las evidencias de la crueldad?

¿Cuántas carpetas hay que acumular para demostrar la infamia?

Nunca pude ver las cajas con los archivos de Slepoy y Garcés, pero esa fue la primera vez que me fasciné con el poder y las posibilidades de los documentos judiciales, una fuente de memoria inagotable de la que tantos escritores han bebido para muchas cosas, entre otras, para reconstruir y contar la miseria humana, la vileza, la locura, y también para bucear en la maldad de nuestra especie, y de cómo puede afectar y cambiar la vida de todo un país.

Al lado de su estudio, el escritor francés Emmanuel Carrère tiene una pequeña bodega donde guarda maletas y viejos colchones, y también el sumario del caso de Jean-Claude Romand, ese impostor que en enero de 1993 mató a su mujer, a sus hijos y a sus padres. Más que un sumario se trata de una quincena de sumarios que sirvieron a Carrère para escribir su novela más famosa, El adversario (2000). A propósito de ellos, dice: “Todos los que han escrito crónicas de sucesos han tenido, como yo, la intuición de que esas decenas de miles de hojas cuentan una historia y que hay que extraerla como un escultor extrae una estatua de un bloque de mármol”.

Si bien la imagen de Carrère es hermosa, para mí los archivos judiciales no son un bloque de mármol mudo, quieto y silencioso. Por el contrario, me resultan inquietantemente vivos y locuaces. Un sumario es una polifonía de voces, la suma de todas las voces. Y, especialmente en el caso de los que registran violaciones a los Derechos Humanos, son las voces de aquellos que han sido vilmente silenciados.

Frente a ese archivo judicial donde todo se suma, está la novela, donde la economía del lenguaje, o la pulcritud de una estructura, te obliga a restar. En la novela siempre hay que elegir. Por mucho que se usen múltiples narradores o varios puntos de vista, hay que terminar eligiendo las voces que van a hablar y las miradas a través de las cuales veremos el mundo. Hay que seleccionar, funcionar más como el conductor de una sinfonía que como el compilador de una polifonía. Y ese trabajo puede resultar extremadamente complicado. ¿Qué dejar fuera? ¿Qué dejar dentro? ¿Con qué criterios? ¿Qué es lo esencial a fin de cuentas? ¿Cuáles voces son las que permitirán contar mejor esa historia? ¿A qué memoria seremos fieles? ¿Cuáles memorias rescataremos?

En una sola novela no caben todas las voces que habitan un sumario. Pero tal vez la polifonía se encuentre en el conjunto de novelas que se han escrito y se siguen escribiendo, tantos años después, sobre nuestro pasado reciente, esas novelas que alertan sobre la impunidad y que reconstruyen nuestra memoria colectiva, nuestra posmemoria, que sacan a la luz las voces que en su momento fueron silenciadas por la dictadura. La memoria de un país, finalmente, debería intentar recordar la voz de aquellos que no tuvieron voz, otorgarles el peso y el volumen que merecen.

Liliana Ancalao: Iluminar la memoria y remendar la lengua

En los poemas de la escritora argentina, nacida en 1961, hay una cadencia sutil con gran presencia de escenas cotidianas, rituales y recuerdos familiares. En sus ensayos, en tanto, está la templanza de quien mastica la historia para digerir los detalles y narrar los horrores. Su escritura es una propuesta ética para desalambrar el engaño y para que no sigan astillando la memoria mapuche.

Por Daniela Catrileo

Durante marzo de este año, en Córdoba, se realizó el VIII Congreso Internacional de Lengua Española, cuya bullada versión se destacaba por la visita que haría el rey de España en su apertura. Desde la bajada del avión hasta la entrada a la ciudad, se percibían los cúmulos de publicidad del evento, además de un reforzado contingente policial que se veía desfilando en las esquinas trasandinas. Sin embargo, este acontecimiento removía otras aguas, aquellos cauces que percibían la lengua como un órgano que habita para reinventarse, un contra-congreso: el I Encuentro Internacional de Derechos Lingüísticos como Derechos Humanos.

Esta fiesta que nada tenía que ver con alfombras rojas ni coronas, estaba organizada por colectivos, estudiantes y docentes de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Córdoba, quienes a punta de entusiasmo político habían decidido paralelamente —y a pulso— armar un programa a contracorriente del gran Congreso y su estela colonial. Fue así como prontamente había un piño mapuche de asistentes e invitados, tanto de Ngulumapu (Chile) como de Puelmapu (Argentina), entre poetas, educadoras, lingüistas y activistas. Un lof diaspórico, una comunidad ambulante, como bromeamos en esos días.

En uno de los almuerzos colectivos, previos a una charla en el Instituto de Culturas Aborígenes que daríamos junto al poeta David Añiñir, se me ocurrió la posibilidad de armar una intervención, alguna performance colectiva de la mapuchada que pudiese tachar la palabra “aborígenes” de ese espacio. Nos motivamos y empezamos a arrojar ideas. Cuando llegamos, nos dijeron que había tanta gente que decidieron trasladar el evento a un colegio. Caminamos un par de cuadras y ahí estaba, repleto. Me sentí sorprendida del interés de un montón de personas para ir a escuchar poesía y participar de un conversatorio mapuche. A los pocos minutos de llegar nos dimos cuenta, sorpresivamente, de que entre el público estaban las poetas Graciela Huinao, Viviana Ayilef y Liliana Ancalao. Las tres invitadas al Congreso oficial, sin embargo, se habían fugado para asistir a la charla. Nuestra comunidad itinerante seguía creciendo.

Yo no conocía personalmente a Liliana, pero la había leído, que es otro modo de conocer a alguien o al menos intentarlo. Seguía su escritura desde hace años. La primera vez que vi sus poemas fue en Antología de poesía indígena latinoamericana (Lom, 2008), compilada por Jaime Huenún, y en Kümedungun/ Kümewirin (Lom, 2011), antología de poetas mujeres mapuche editada por Maribel Mora Curriao y Fernanda Moraga. Quizás esta era la única manera de leer a esta poeta mapuche del Puelmapu, además de bucear entre el manojo de revistas literarias de internet. Esto, porque sus libros no llegan a Chile, porque si buscamos poesía en las librerías es un espacio reducido, más si añadimos las categorías mujer y mapuche, más si es una lamngen (hermana) que habita donde nace el sol.

Lo único que sabía de su biografía, por ese entonces, era que su tuwün o territorio de origen era cercano al mar, un lafken que ondea sus atlánticas olas en las costas patagónicas de lo que hoy es Comodoro Rivadavia. Más precisamente, Liliana Ancalao nació en 1961, en un campamento petrolero en Diadema. Su padre y su madre nacieron en las reservas indígenas posteriores a la guerra del Desierto. Luego, partieron a la ciudad a trabajar. Liliana estudió Letras y se dedicó a la docencia en la escuela pública. Además, trabajó en investigación y revitalización del mapudungun, cuya lengua aprendió a la par del nacimiento de su comunidad Ñamkulawen, junto a otros lamngen que migraron a la ciudad de Comodoro. Parte de recomponer los tejidos identitarios está vinculado a su relación con el mapudungun, pues aunque este aprendizaje apareció como segunda voz o como camino de retorno, para ella es su lengua materna.

“Lo suyo es pensar las fracturas para maniobrar formas de remendar la lengua y recoger las esquirlas, como una dedicada zurcidora”.

Por eso fue tan sorpresivo verla aquel día. Una no espera conocer a alguien que admira con un discurso aprendido, a veces salen balbuceos, lenguas que se atoran. Nos saludamos entre todas, disponiendo nuestros brazos como un puente, fracturado por lo que hoy es Chile y Argentina, un puente, porque eso es para nosotras la cordillera. Entre la emoción y el impulso de saludar, le dije: “Mari mari ñañita”. Un saludo con cierta confianza, con ternura. Quizás porque mi cuerpo hizo lo mismo que la montaña. Con una voz emocionada y sus cabellos ceniza, me muestra sus ojos que sonríen, achinados. Escucho que contesta: “Me dijo ñañita”, arrastrando las últimas sílabas como quien acaricia con sus palabras.

Después de ese saludo, decidimos que nuestra mesa debía ampliarse. Las circunstancias señalaban que nuestra charla debía transformarse en un nütramkawün, una multiplicidad de diálogos y voces desde la composición de cuerpos que anidábamos. No exagero si en la añoranza de esa tarde algo se dislocó para transformar nuestros fragmentos, nuestras esquirlas dañadas que de pronto fueron pura conmoción. En unas horas, entre el público asistente y quienes estábamos en la mesa pasamos de la risa al llanto y viceversa. Estábamos ante el testimonio ardiente de sentirnos vivos, de compartir nuestras experiencias, de hacer política recomponiéndonos. Nos leímos, nos fotografiamos y pasamos varios días en la dinámica de quienes se encuentran.

Al terminar la jornada, Liliana me regaló su libro Resuello, publicado el año 2018 por la editorial Marisma, una compilación de su segundo poemario Mujeres a la intemperie /Pu zomo wekuntu mew (2009) y Andás bien, una reunión de ensayos escritos entre 2005 y 2014. Además de aquellas publicaciones, tiene un primer poemario llamado Tejido con lana cruda (2001). En sus poemas hay una cadencia sutil, con gran presencia de escenas cotidianas, rituales y recuerdos familiares. Pasamos de una fotografía a una reflexión que condensa sus hebras. Escribe en castellano, luego se traduce al mapudungun y nos regala imágenes como esta: “las mamás/ todas/ han pasado frío/ mi mamá fue una niña que en cushamen/ andaba en alpargatas por la nieve/ campeando chivas/ yo nací con la memoria de sus pies entumecidos/  y un mal concepto de las chivas/ esas tontas que se van y se pierden/ y encima hay que salir a buscarlas/ a la nada”.

Sus ensayos tienen la templanza de quien mastica lentamente la historia para digerir con sabiduría los detalles y narrar los horrores que han intentado emborronar. Testimonia con lucidez, con soplidos tenues del sur y con la fortaleza del tiempo: “Ahí, cuando se perdió el mundo. Cuando pisotearon la tierra. Cuando destruyeron el puente de la cordillera con fronteras, cuando los latifundios clavaron los postes del alambre y parcelaron el territorio. Hace poco más de un siglo. Silenciaron nuestro idioma, desarmaron nuestra organización política, desmembraron nuestros lazos amorosos, desparramaron a nuestros parientes”. Lo suyo es pensar las fracturas para maniobrar formas de remendar la lengua y recoger las esquirlas, como una dedicada zurcidora que hace iluminar la memoria.

Los cuerpos indígenas que resistieron en la Patagonia llevan ardiendo la guerra del Desierto, un genocidio del cual poco se habla en este país que comparte sus tristes matanzas con la Ocupación del Wallmapu (ambos conocidos desde la historia occidental como la Campaña del Desierto y la Pacificación de la Araucanía, respectivamente). Pero ¿Cuánto sabemos de los campos de concentración mapuche en el Puel? ¿Cuánto conocemos de los nombres en el Museo de La Plata? Ante este pasado reciente, Ancalao contesta: “En la historia de mi pueblo yo nací dos generaciones después de la guerra del Desierto”. La política de integración fue empantanar los recuerdos, hacernos creer que cada vez que enunciamos la palabra “colonización” sólo hablamos de 1492 y no de la historia de nuestros abuelos y abuelas que pudieron huir de la guerra. Repaso y repaso sus hojas, aparecen los mates, la pava, el viento. Llego hasta el final de Resuello y leo: “Transparentar es descolonizar” y pienso: su escritura es una propuesta ética para desalambrar el engaño, para que no sigan astillando nuestra memoria.

Sobre utopías e izquierdas. Reflexiones al filo de los 30 años de la caída del Muro de Berlín

Por Juan Gabriel Valdés

1. Hay un hecho extraordinario, que ha sido se­ñalado como una anomalía histórica única de nues­tro tiempo: mientras se observa una creciente indig­nación con el funcionamiento del sistema social, en especial con la enorme riqueza privada y la acumula­tiva y crecientemente generalizada pobreza pública, los indignados no ven una sociedad futura basada en la igualdad y la justicia. El mundo occidental carece por primera vez de una utopía social.

Quizás en Chile, más que en otras partes, el fe­nómeno de la ausencia utópica demoró en hacerse evidente. En realidad, a comienzos del siglo nadie pa­reció echarla de menos. Tras la dictadura las deman­das de la reconstrucción institucional condujeron a la clase política, especialmente a quienes provenían de una tradición socialista, a la difícil tarea de recupe­rar las libertades públicas, expropiadas por una casta cívico–militar que concentró el poder durante dieci­siete años, y luego, a introducir reformas sociales en una economía liberal que mostró un grado de creci­miento económico extraordinario.

El fin de siglo exigió entonces un gobierno alter­nativo: uno que respetaba los derechos humanos, que preparaba las condiciones para hacer justicia, que res­tablecía el Estado de derecho y le devolvía su digni­dad al país. Pero nada parecía demandar una sociedad alternativa: nada parecido a un cuestionamiento del capitalismo. Al contrario, la sociedad se introdujo en un desarrollo para el que existía un nombre de fuerza incontrarrestable: la globalización. Chile fue así parte de un fenómeno universal. La única ingeniería estatal abiertamente favorecida era la que corregía la acción del mercado para facilitar su estabilidad. La otra, según decían los portavoces de la ideología dominante, arries­gaba todo, especialmente, la libertad.

Por entonces las derechas celebraban esta renuncia a la utopía como el resultado inevitable de la caída del Muro de Berlín o el fin de la Unión Soviética, algo evidentemente falso, por la simple razón de que la mayoría de quienes adherían a una tradición socialista habían perdido hacía mucho tiempo cualquier ilusión por aquel sistema burocrático e imperial basado en la cancelación de las libertades individuales.

Pero nadie podía negar la evidente fatiga de las iz­quierdas y el marchitamiento de todas sus utopías. ¿A qué se debe esto? ¿Cómo explicarlo? ¿Es posible decir que hoy esta situación comienza a cambiar?

La significación de la caída del Muro de Berlín no fue sólo el desplome del imperio burocrático construido por Stalin bajo el barniz envejecido de la revo­lución bolchevique. Aquello fue algo por sí mismo significativo, pero de cuya permanencia histórica podemos dudar cuando consideramos la actual reapari­ción de la gran Rusia de la mano de Vladimir Putin. Más importante parece ser que junto con aparecer consolidando el predominio ideológico de la democracia liberal, el fin de la Guerra Fría desencadenó una ideología nueva, distinta a todo lo que el capitalismo había producido ideológicamente hasta entonces, un tipo de individualismo que además de “posesivo”, como lo concibiera la transición del liberalismo desde Hobbes a Locke, se apoderó de la sociedad premunido de un economicismo que no soñó ni el más materialista de los filósofos decimonónicos.

Es decir, en vez de significar un impulso fenomenal de democratización de las relaciones sociales, lo que el fin del comunismo inauguró fue un proyec­to que buscaba economizar todas las esferas de actividad humana, incluso de aquellas regidas históricamente por otras tablas de valores, como la democracia. De esa manera, en una paradoja inigualable, los dos gemelos del “fin de la his­toria”, la democracia representativa y la economía liberal, nacieron no una para la otra, sino una contra la otra, y el “liberalismo económico”, transformado en una ideología economicista, se desplegó como avalancha, privando a la demo­cracia de su naturaleza, castrándola de cualquier significado de cambio social y extrayendo su esencia, que no es otra cosa que la voluntad popular.

El individualismo economicista es difícil de precisar. Desde un punto de vista teórico, el neoliberalismo ha sido una ambición que nunca estuvo en el liberalismo, ni en el político ni en el económico: esto es, la ambición de trans­formar al mercado en la figura y el modo de racionalidad del Estado y la so­ciedad. Y como mostró tempranamente el mismísimo Foucault, no se trató en caso alguno de un intento de apartar al Estado asegurando el laissez faire. Al contrario, la nueva racionalidad dominante requería del Estado, y en algunos casos, como ocurrió en Chile, sólo podía existir impuesta desde el Estado. Desde ahí se desplegó en la sociedad un proceso de indoctrinación y de creación de sentido común que probó ser de una efectividad sin igual.

Primero, porque fue sostenido por redes de capital financiero y por un cam­bio extraordinario en el lenguaje de la economía y la política. Segundo, porque fue distribuido desde un universo mediático rediseñado espectacularmente por la revolución tecnológica, y predicado incansablemente por una tecnocracia profesional instalada en centros de poder del sistema global. Convertida en­tonces en una estructura de poder, la nueva ideología fue capaz de rediseñar el lenguaje de la política y del gobierno asimilándolos al mercado. De desterrar lo “público” a un concepto de servicio, unido al mercado y separado del Estado. De reducir lo “nacional” a un “patriotismo” simbólico y estridente. De sujetar la representación de la soberanía popular a una producción de “políticas pú­blicas”, y el imaginario democrático a lo “técnicamente posible”. De sacralizar una casta tecnocrática consagrada para “calificar” si una sociedad se inserta en el sistema globalizado, o es, por el contrario, expulsada de los mercados mundiales.

Esta es, me parece a mí, la verdadera naturaleza del neoliberalismo y sobre todo su verdadera dimensión. Y aquí está el estupefaciente de la imaginación democráti­ca y de la imposibilidad de los grupos progresistas para esbozar un modelo distinto de sociedad. La contunden­cia de esta estructura de poder hace absurda la acusación de “traición”, dirigida contra quienes, perteneciendo a una tradición política social demócrata o democrática, debieron administrar la política a nivel nacional en las condiciones globales producidas tras el fin de la Guerra Fría. Que administraron sus economías y, además, en al­gunos casos, lo hicieron bien.

2. En todo caso, se debe reconocer que no ha sido la oposición “socialista” —en ninguna de sus acep­ciones— la que ha llevado al capitalismo financiero a su actual crisis, y a la ideología neoliberal a la constatación de sus limitaciones. Lo que vemos hoy parece ser el fin del ciclo iniciado con la caída del Muro de Berlín y el inicio de una fase diferente, en la que el neoliberalismo y la democracia repre­sentativa simplemente no se necesitan entre sí o, más bien se contraponen; en el que la globalización hace resurgir los nacionalismos autoritarios y sus degeneraciones xenófobas y neofascistas, y en el que el calentamiento de la atmósfera, así como la revolución tecnológica, producen tanta incertidumbre como movilización social. ¿Será este el contexto en el que la aparición de alternativas sociales se hace posible?

«(La izquierda) debe tener una visión ética de la democracia sin la cual esta pasa a ser sólo un método electoral, algo valioso y a defender, pero algo también insuficiente en un mundo tecnológico como el actual, donde corre el riesgo permanente de ser alterado y manipulado».

La producción de vastas capas sociales de “perdedores” de un capitalismo global que insis­te en reducir el rol del Estado en áreas como la educación y la salud, ha generado la aparición de un nuevo populismo reaccionario. Persona­jes como Trump, Bolsonaro, Urban o Putin han acudido a llenar el vacío político y a responder a la indignación de los “perdedores”, utilizando un discurso de nacionalismo autoritario, de xenofo­bia, de ataque a los organismos internacionales y a las reglas del sistema global. Bruscamente, he­mos visto la aparición de líderes que no intentan apagar el miedo de los perdedores “con autori­dad legítima y apoyo estatal, sino con palabras de odio y resentimiento”.

Ninguna institución actual sufrirá más del em­bate de estas tendencias que la democracia repre­sentativa, cualquiera sea la forma democrática que ella adopte. El gemelo abandonado en el Muro de Berlín se ve ya acosado en un mundo sin reglas, donde la tecnología genera mundos tan alterna­tivos como efímeros, y la acumulación de riqueza y poder escapa absolutamente los espacios nacio­nales. Los intentos actuales de líderes populistas de manipular mediante ataques cibernéticos las elecciones en otros países, de acabar con la autonomía de los poderes del Estado y de justificar la convenien­cia de una democracia “iliberal” es sólo un anuncio de lo que vendrá, cuando la velocidad de los acontecimientos de los mercados, los desplomes financieros o las catástrofes naturales “obliguen” a los gobiernos a buscar la adhesión inme­diata de las poblaciones.

En este marco, otra visión de la sociedad no sólo es posible, sino que parece obligatoria. Hay sectores en las izquierdas del mundo y también en la chilena que comienzan a visualizar el proceso creativo que implica hacer una propuesta que congregue a las mayorías tras una nueva forma de sociedad.

Al mirar doscientos años de su desarrollo ideoló­gico, de sus fracasos y conquistas, los socialistas han reconocido que no existe un sector portador del cam­bio y poseedor de la semilla de una sociedad diferente. También, que la espera en la autodestrucción del capi­talismo es ilusoria y que el mercado y su buen funcio­namiento deben ser parte de una sociedad más justa e igualitaria. Pienso que han comprendido además, en el mundo entero, que el punto de partida de todo esfuerzo transformador radica en las libertades esta­blecidas y ya conquistadas por la democracia liberal.

El socialismo contemporáneo debe visualizar que lo que se requiere es otro tipo de mercado y una vi­sión de la actividad económica que no se agota en sí misma. Que la tarea socialista es la expansión de la vida democrática en las esferas constitutivas de la sociedad, tanto la económica, como la política y la de la vida privada. Que el feminismo constituye un elemento esencial de cualquier progreso social y que la lucha contra el egotismo de la sociedad neoliberal debe constituir un esfuerzo civilizatorio basado en la construcción paciente de iniciativas solidarias en las que los individuos concluyen que su realización personal y sus derechos individuales no sólo no se oponen, sino que son reafirmados y consolidados por la solidaridad social. El desarrollo de un pensamiento social y su realización no puede ser hecho como un listado de tareas tecnocráticas, sino como un método participativo y conciliador.

En Chile las izquierdas han atravesado experien­cias extraordinarias durante los últimos treinta años. Tras la confrontación con un régimen con tendencias genocidas, la izquierda vivió renovaciones, experien­cias de gobierno, éxitos, marginalidades y fracasos de los que debe aprender. Debe reconocer la fuerza de las tendencias que les arrastraron donde no querían ir, o que les dieron éxitos que fueron luego problemas porque conspiraban contra una visión común. Debe aprender de sus prácticas políticas, primero de aque­llos excesos y vicios que parecieron parte del “normal” de la política y que contribuyeron a fomentar divi­siones políticas y generacionales. Debe aprender tam­bién a valorar la cercanía con las mayorías que mostró durante parte importante de estas últimas décadas: la forma como sus gobiernos supieron abrir etapas de progreso, pequeñas o grandes mejoras en la calidad de vida, nuevas oportunidades de acceso a la educación, a la salud, a grados mayores de participación popular.

La izquierda debe ser global y nacional al mismo tiempo. La amenaza a la democracia es hoy real. La amenaza a la vida humana es también real. En todas partes y también en Chile surgen fuerzas que excitan los peores instintos humanos, el odio, el racismo, el desprecio por el más débil, y se consolidan en su creen­cia de que la violencia es la mejor manera de resolver los problemas sociales. En todas partes hay fuerzas que desconocen el riesgo de las fuerzas naturales que el hombre ha contribuido a desencadenar. La izquier­da no puede sino aliarse a la ciencia y a la tecnología. Debe devolver un sentido de futuro a la humanidad.

Pero esta izquierda debe no sólo reafirmar sus valores democráticos, su creencia en la dignidad esencial del ser humano, el respeto a sus derechos y a las instituciones que la lucha social ha producido para defenderlos. Debe tener también una visión éti­ca de la democracia sin la cual esta pasa a ser sólo un método electoral, algo valioso y a defender, pero algo también insuficiente en un mundo tecnológico como el actual, donde corre el riesgo permanente de ser alterado y manipulado.

Es posible que aquello que la izquierda deba recordar en el momento actual es precisamente lo que aquellos que contribuyeron a derribar el Muro de Berlín dijeron de sus sociedades cuando lucha­ban por superar el Estado burocrático y autoritario que destruía sus esperanzas de libertad. Tal como lo hiciera Vaclav Havel en su carta de 1975 a Gustav Husak, secretario general del Partido Comunista, la izquierda podría hoy preguntar: “¿Qué significan esas cifras de crecimiento —esa supuesta consolidación económica— para la renovación moral y espiritual de la sociedad, para el desarrollo de las dimensiones realmente humanas de la vida, para elevar al hombre a una mayor dignidad”?

La caída del Muro de Berlín y las preguntas abiertas de la izquierda

Por Azun Candina / Ilustración: Gonzalo Catriao

En Del inconveniente de haber nacido, Emil Cioran escribió: “dice el Zohar que ‘en cuanto apareció el hombre aparecieron las flores’. Más bien creo que estaban ahí desde mucho antes, y que su llegada las sumió en un estu­por del cual todavía no se han recuperado”. Tal vez algo parecido le ocurrió a la izquierda a fines del siglo XX, y particularmente a partir de eventos como la caída del Muro de Berlín.

Se olvida a menudo, en estos tiempos, que el sueño revolucionario de la modernidad no fue sólo una discusión de intelectuales sobre marxismo, o las luchas internas y externas de los partidos políticos por la toma del poder. La revolución como horizonte se parecía a la Arcadia Feliz o al reino de Dios en la tierra de los milenaristas medievales; era el paraíso como lo imaginan los pobres, con largas y generosas mesas cubiertas de comida, con ríos de leche y miel, con poderosos despojados de sus galas y pastores li­berados de la servidumbre. Una sociedad sin ricos ni pobres, sin palacios para unos pocos y hambre para la mayoría, un mundo donde quien trabajara con sus manos no tuviese que doblar la cerviz frente a las manos ociosas de quienes vivían de su trabajo. En nombre de ese sueño, todo sacrificio cobraba sentido y se justificaba; por ese mundo sin miseria y sin amos valía la pena dedicar la vida y la muerte, tomar la plu­ma y el fusil y sumarse a la batalla contra el capital, la propiedad privada y el Estado burgués.

Entre esos sacrificios y las imágenes y poéticas de esos sacrificios, no estaba, evidentemente, que el pueblo de un país celebrara la caída de un muro que supuestamente protegía al socialismo del capitalismo, ni que ese pueblo cantara y llorara de emoción en las calles por ello, y que a ese derrumbe feliz se sumara empujar las estatuas de Lenin al suelo y atesorar pedacitos del muro como reliquias de un final deseado. La caída del Muro de Berlín de 1989, como las protestas de los estudiantes chinos en Tiananmen ese mismo año y el posterior colapso político de la Unión Sovié­tica, eran aquello que no debía ocurrir, aquello que contradecía una lucha casi centenaria por la construcción del socialismo.

Se abrió allí, creemos, una grieta que no se ha cerrado, y que sigue influen­ciando la política global hasta hoy: esa grieta fue la muy profunda duda (y para algunos, certeza) de que las revoluciones socialistas eran incapaces de sortear los dos grandes peligros que las acechaban. El primero, la destrucción desde afue­ra, es decir, los golpes de Estado para ahogarlas en su cuna, como ocurrió en Chile en 1973. El segundo, la destrucción desde dentro; la personalización del poder en un líder in perpetuum y su co­rrespondiente camarilla de burócratas y de defensores acrí­ticos, que fue lo ocurrido en la RDA y que culminó con esa contradictoria, en apariencia, alegría de un pueblo derrum­bando un muro socialista. La caída del Muro de Berlín, aun con toda su espectacularidad orquestada y su triunfalismo exagerado, no fue, realmente, la derrota. La derrota ya ha­bía ocurrido: una revolución que necesita amurallarse para sobrevivir ya dejó de ser el sueño de igualdad y libertad que alguna vez fue. La caída del muro fue, en un año y día espe­cífico, la constatación final de ese fracaso.

«La pregunta abierta que dejó la caída del Muro de Berlín a fines del siglo XX y las demás crisis y derrotas de la izquierda en la segunda mitad de ese siglo es cómo reconstruir alternativas de cambio estructural que además de su valor ético y democrático, parezcan viables y confiables a las mayorías de la población».

Esas caídas por la fuerza externa o por el anquilosamien­to y autoritarismo interno no solamente provocaron crisis puntuales y cambios políticos en cuanto a quienes estaban en el poder y quienes los reemplazaron, sino que ensombre­cieron lo que podría definirse como el horizonte de sentido de la izquierda. Las organizaciones y los partidos de izquierda siguieron existiendo, por cierto, y también las poéticas revo­lucionarias: no se deja de creer, como no se deja de amar, de un día a otro, aun cuando el objeto de esa pasión ya no esté allí. Pero se gestaron, a fines del siglo XX, dos fenómenos que llegan hasta hoy. Por una parte, la historia revolucionaria, con todos sus sacrificios y heroicos combates, dejó de ser el camino para alcanzar ese paraíso de los pobres con mesas generosas y para todos y que necesariamente iba a llegar, y se transformó en memoria. Es decir, en el reservorio ético y político de la izquierda y las izquierdas, en aquello que no pode­mos olvidar y que debemos revisitar si queremos retomar la lucha contra modelos desiguales y despiadados de sociedad. En segundo lugar, se instaló la pérdida de fe de mayorías sociales en que una revolución anti capitalista efectivamente traería bienestar y felicidad, y no terminaría en un baño de sangre y represión, o en una dictadura amurallada. Esa pérdida de fe colaboró en la resignación hacia un capitalismo liberal y global triunfante, y en el con­vencimiento —alegre para algunos, y doloroso para otros— de que sólo nos quedaba adaptarnos a ese mundo, porque ninguno mejor era posible.

Si hay un desafío para las izquierdas del siglo XXI, si se abre una puerta para remontar la dolo­rida perplejidad de esos fracasos del siglo XX, es encontrar la manera de rodear o neutralizar ambos riesgos. El discurso crítico hacia el neoliberalismo no basta: siendo francos, la mayoría de las perso­nas sabe que vive en un sistema desigual por defi­nición, pero muchos terminaron temiendo más a un cambio de sistema que a esa desigualdad y esas injusticias cotidianas. La pregunta abierta que dejó la caída del Muro de Berlín a fines del siglo XX y las demás crisis y derrotas de la izquierda en la segunda mitad de ese siglo es cómo reconstruir alternativas de cambio estructural que además de su valor ético y democrático, parezcan viables y confiables a las mayorías de la población. Quizás el horizonte revo­lucionario reconvertido en memoria revolucionaria tenga en ello un papel relevante, pero no como la sola recordación y valoración periódica de ciertos hechos, sino la memoria como ejercicio reflexivo y creador de realidad que nos permite desmenuzar esas derrotas y sus motivos, y también recordar que si no fuera por ese horizonte deseado y esos sueños y luchas del siglo XX, lo que todavía tenemos, lo que sobrevive de respeto a las personas y las y los trabaja­dores, la posibilidad de criticar y rebelarse e incluso de defender esa memoria, tampoco existirían.