Épica y resistencia popular

«Carmen Berenguer ha escrito un libro imperecedero, visceral, caliente, rabioso y tremendamente personal, que nos permite acceder a su historia de luchadora, de escritora comprometida y a su mirada privilegiada sobre aquellos días intensos, terribles, con pérdidas de vidas que, espero, no hayan sido en vano», apunta la crítica Patricia Espinosa sobre Plaza de la Dignidad.

Por Patricia Espinosa

La literatura chilena directamente ligada a la revuelta social ha sido escasa; la mayor parte de nuestrxs escritorxs se encuentran, cual estatua de Rodin, en modo pensar. Mientras las calles se llenaron de colores, cantos y bailes, la literatura guardó silencio. Este silencio literario puede entenderse por una distinción, que resurge con fuerza durante la década del 90, entre literatura e historia. La autonomía de la literatura se eleva como un dogma indestructible, imponiendo una visión evasionista y una concepción de literatura no contaminada de realidad, ajena a las crisis políticas del país. Esta mirada ha llevado a la profusión de escrituras del yo, ficciones orientadas a narrar la vida diaria, común, desasida de contexto y, por sobre todo, de una postura crítica respecto de las crisis sociales. Contamos, de tal manera, con un restringido corpus literario donde se advierta la representación de la realidad social contingente.

En medio de este panorama, se publica Plaza de la Dignidad (Mago Editores), de Carmen Berenguer. Un texto al que la editorial incluye dentro de su colección de poesía; sin embargo, desde mi visión, es posible de catalogar como postpoesía por su carácter híbrido, ya que conviven la poesía, la crónica y el testimonio. Berenguer, poeta de extensa y brillante trayectoria, nos enfrenta a una propuesta literaria de potencia superior. Me refiero con esto al planteamiento de una estética de la resistencia donde confluyen la rabia, la utopía y la dignidad.

El lugar: Sin cortes estróficos, puntos seguidos ni apartes se despliega esta suerte de work in progress, en el que la hablante/narradora asume la voz individual — de escritora— pero también del colectivo. Berenguer elabora la historia de una rebelión a la cual da como fecha de inicio el 18 de octubre de 2019 en un lugar específico: “Plaza de la Dignidad”, y una razón particular: el sublevamiento a la “dictadura mesiánica del capital” (30). La autora observa el acontecer desde la ventana de su hogar, situado frente a Plaza de la Dignidad, pero también su voz se ubica en el afuera, en el espacio público, como una más de las manifestantes que muestran su descontento.

La escritura: “Sentidos del oficio” es el texto donde Berenguer plantea su poética: “Esa sentida estadía de sentir este oficio de escribir/ Sin planificación ni estructura más rota la conciencia/ Siempre se enciende la ruptura con el logos/ Por el que escapan las palabras y los sentidos parpadean/ Sustrayendo despejando dejándolas solas refulgentes/ transparentes un signo perla/ Y por qué si las estructuras se están cayendo a pedazos y los oficios/ Los sentidos de la permanencia han caído y rodado en este comienzo/ tantear sobre los pasos rotos como las habichuelas ruedan plastificadas/ nobles del ayer de un día que fue como fui si todo era superficie/ por ello repetir el camino es errar en la noche sagrada y que bien dejaron/ los guijarros en el andar dispersos en la calzada se sienten los gritos corren/ palabras pliegues cantos” (19). “Estadía” denomina la autora a su proceso de escritura, situándose en un oficio, un hacer, que transgrede el logocentrismo, sin mediaciones entre el pensar, sentir, hacer, luchar y escribir. Este punto me parece clave en el volumen, ya que representa la modalidad elegida por la autora para abordar el momento histórico en que se encuentra. Es tal el peso de los acontecimientos, que ha caído lo permanente, como señala Berenguer, lo cual implica el derrumbe de la estructura social, pero también de lo literario. Frente a esto, la desestructuración. Así, la escritura emerge como una práctica móvil, pero con un eje, que acude una y otra vez a la revuelta y las confrontaciones entre policías y manifestantes.

La victoria: La voz asume el triunfalismo del colectivo y dice: “Hoy es domingo Diciembre a 53 días del estallido social en el Chile neoliberal/ En Plaza de la Dignidad preñada de buenos augurios/ Derrotamos el sistema quedan los momentos del final son golpes/ las máscaras del sistema están en el barranco solo propinan palos de ciego/ Son ellos los que a golpes siniestros en sus fábricas de exterminio/ no pelean cuerpo a cuerpo tiran sus pestilentes armas al aire a los ojos/ el tirano solitario guarda sus millones en arcas extranjeras/ Y donde arranque será perseguido por haber estrujado un pueblo/ No habrá refugio en este mundo tendrá que pagar con cárcel sus fechorías” (ibíd.). Esta irrupción de lo utópico, de un futuro con justicia y castigo, se establece como devenir natural de la resistencia y deseo de cambio. Berenguer sabe de utopías clausuradas, pero las levanta nuevamente y les sacude el polvo de una historia de fracasos y traiciones.

El género: Dos interrogantes respecto al género surgen en esta escritura: “si hubo o hay diferencia de género en los castigos” (41), “¿Y si los golpes tienen sexo?” (ibíd.), aludiendo con ello al ensayo de la teórica Nelly Richard “¿Tiene sexo la escritura?”. La autora plantea una gran pregunta sobre la distinción género/sexo y la violencia en un contexto dictatorial y postdictatorial. Ambas temporalidades, regidas por el orden patriarcal, son asumidas por Berenguer a partir de un enfoque de género binario. Esto implicaría que si bien el sexo es una condición biológica, la tortura, el crimen, son ejercidos a partir del género. Berenguer se aleja de la interrogante literaria sobre la escritura y se instala en el terreno de los cuerpos de mujeres. Este desplazamiento tiene implicancias enormes en la propuesta estética de este libro. La autora subordina la reflexión teórica a la preocupación por la materialidad de los cuerpos y los modos de destrucción que ejerce el poder. Y, lo más importante, sospecha que las violencias son generizadas, entregándonos la tarea de desentrañar sus interrogantes.

El barrioco: El tenor testimonial del volumen lo convierte en una pieza literaria irreemplazable, un documento cultural escrito al interior de la revuelta y postrevuelta. “Lo viví” (73), señala la escritora en el poema de cierre, reforzando con ello la condición no ficcional de su itinerario. Así, luego dice: “las llamas rodearon mi plaza/ se llama Dignidad!”. Para luego agregar: “Mi plaza está viva y colorea/ es la guernica sudaca del sur/ Es el bronx en la acera sur del continente/ Es mi barrioco donde escribo/ El día que dejaron ciego a un joven luchador en esta plaza” (ibíd.). El posesivo, “mi plaza” y “mi barrioco”, permite comprender que el territorio es parte de la existencia de la voz lírica. Su barrioco, término acuñado por la autora, unifica barrio con barro y barroco, tres vectores basales de su estética del desborde, del exceso citadino, callejero, ligado al territorio y a la diversidad de géneros y formatos literarios. En el barrioco escribe, vive y lucha la voz lírica/narrativa. Estas conjunciones se deben al carácter transficcional liminar que cruza el texto. Con tales términos me refiero a una escritura donde se concitan, a lo menos, dos géneros literarios (narrativa y poesía) donde se rompen los límites entre ficción y no ficción, voz autoral y voz textual, y donde la representación de lo real concita pasado y presente.

La rabia: Una escritura rabiosa es esta de Carmen Berenguer, que se constituye en una herramienta poderosa contra la opresión individual y colectiva. Ni la autora ni su voz textual son entidades neutras en este volumen. Hay un carácter, un temperamento que no se cobija en el circunloquio, la elipsis; es más, identifica el silenciamiento como una más de las prácticas represoras.

Plaza de la Dignidad
Carmen Berenguer
Mago Editores, 2021
80 páginas

Dignidad: La primera vez que leí una pancarta callejera que decía “Hasta que la dignidad se haga costumbre”, pensé en la grandiosidad de la palabra y del triste olvido en que había caído en nuestro pueblo. Berenguer recupera la fuerza rabiosa de hacer parte de nuestras vidas la decencia, la honra, confiscadas por un sistema corrupto. Pienso entonces en Audre Lorde cuando dice: “Toda mujer posee un nutrido arsenal de ira potencialmente útil en la lucha contra la opresión, personal e institucional, que está en la raíz de esa ira. Bien canalizada, la ira puede convertirse en una poderosa fuente de energía al servicio del progreso y del cambio”. Tal como Lorde, Berenguer despliega una ira benéfica en su testimonio, emitido desde un cuerpo, su cuerpo, agotado, adolorido. Sin embargo, lo más sorprendente es que, pese a la incertidumbre, emerge una y otra vez el deseo de sobrevivencia.

Carmen Berenguer: ha escrito un libro imperecedero, visceral, caliente, rabioso y tremendamente personal, que nos permite acceder a su historia de luchadora, de escritora comprometida —sí, comprometida, expresión que nunca pasará de moda— y a su mirada privilegiada sobre aquellos días intensos, terribles, con pérdidas de vidas que, espero, no hayan sido en vano.

El gremio de los pintores y las políticas del muro

«Uno no puede dejar de preguntarse por la pertinencia de una curaduría de este estilo, tan arbitraria en su aproximación a la tarea encomendada por Matucana 100, y finalmente, tan comprometida con solo una forma de entender el arte contemporáneo», escribe el crítico Diego Parra sobre la exposición «Políticas del espacio», curada por César Gabler.

Por Diego Parra

Hay agoreros que cada cierto tiempo anuncian la muerte de la historia, de la política, de los libros en papel y de la pintura, esa práctica tan antigua y noble que, así como fallece, es constantemente revivida. ¿Por qué tanta obsesión con los signos vitales de la pintura? A ratos, al hablar de “pintura contemporánea reciente” pareciéramos estar escuchando una historia de zombies que vuelven para hacerse presentes entre nosotros. Nada está más lejos de la realidad que estos deseos de muerte y resurrección, en especial si contamos la cantidad de espacios, colecciones y galerías que mantienen regularmente exposiciones de pintores (aún con la proliferación de lenguajes como la instalación o la performance, la pintura sigue siendo la reina de los medios artísticos). En definitiva, a pesar de la desmaterialización de las obras, de la importancia de las instalaciones y las artes mediales, hay pintura para rato.

Actualmente, M100 expone “Políticas del espacio”, curada por el artista y crítico César Gabler, quien revisa la historia de la institución con las artes visuales en los últimos veinte años. Sin embargo, rápidamente se hace evidente que la exposición es, ante todo, un ejercicio gremial de pintores visibilizando pintores. De los veinte artistas involucrados, trece se consideran a sí mismos pintores (¿catorce si contamos al curador?) y el grueso de los trabajos operan bajo esta técnica. La escultura, instalación, gráfica, videoarte y performance son fenómenos lejanos y poco entendidos por la curaduría, que prefiere ceder muros a grandes telas elegantemente trabajadas por la mano aristocrática de los pintores.

«Políticas del espacio». Crédito: Matucana 100.

Lo lógico habría sido pensar en una exposición histórica que revisara los hitos fundamentales en la trayectoria de M100. Algo donde encontrásemos obra reeditada y también documentación que ayudase a conocer la potente historia de este espacio, pero eso habría involucrado investigación, cuestión que no estuvo en juego a la hora de organizar esta muestra tan arraigada en el presente y el gusto personal. Uno no puede dejar de preguntarse por la pertinencia de una curaduría de este estilo, tan arbitraria en su aproximación a la tarea encomendada por M100, y finalmente, tan comprometida con solo una forma de entender el arte contemporáneo.

En lo que respecta a las obras, el recorrido planteado no da cuenta de nudos problemáticos o alguna narrativa que facilite la visita del espectador. Al final, da igual por dónde entremos y circulemos, las obras más allá de su bidimensionalidad (predominante en la sala) no parecen exigir demasiadas lecturas ni proponen nexos entre ellas (quizá el caso de Cristóbal Palma y Jorge Gronemeyer sea de las pocas conexiones evidentes, ya que ambos son fotógrafos). Un gesto travieso es el de situar en la entrada el muro escultórico de jabones Popeye de Daniela Rivera, una instalación que vendría a ilustrar el chiste de Barnett Newman: “Escultura es aquello con lo que tropiezas cuando retrocedes para mirar un cuadro”, ya que literalmente es un muro que obstruye el paso al ingresar al espacio.

Al ser esta fundamentalmente una exposición de pinturas, no deja de impresionar el virtuosismo de muchos de sus exponentes: Alejandra Wolff, Pablo Ferrer, Natalia Babarovic, Alejandro Quiroga, entre otros; la mayoría anclados en grandes telas que se ofrecen como golosinas para el espectador, quien puede dedicar mucho tiempo a las pinceladas y veladuras. Sin embargo, a ratos parece que los equilibrios propios de una exposición colectiva e histórica se ven desbalanceados de manera peligrosa: tres telas de Babarovic, varias de Wolff, dos de Ferrer, Quiroga, Herrera, Zamora, Cárdenas y Gumucio, nos dejan poco espacio para incluir a otros artistas fuera de la hegemonía de las escuelas de arte tradicionales y su respectiva narrativa, que protagoniza la historia del arte local. Y es que por “renovada” que sea la pintura, sigue ejerciendo un dominio preferente en la cultura artística y también en la sociedad, siendo casi siempre los pintores los más amigos de galeristas, dealers y coleccionistas. El gremio de los pintores seguramente mira con orgullo tal despliegue en un lugar como M100, donde las condiciones para contemplar una pintura se hacen cómodas por la extensión del espacio (sumado a que no hay esculturas con las que tropezarse).

Si bien es odioso echarle en cara a los curadores sus faltas, en el caso de exposiciones institucionales no se puede evitar hacer presente las ausencias que, por obvias, se hacen aún más visibles que las obras que quedaron dentro. Mi comentario aquí tiene que ver, además, con reconocer el calado histórico que muchas iniciativas de M100 han tenido en el circuito local, y que ante la falta de investigaciones (y curadurías críticas) han pasado al olvido. Al saber de esta exposición pensé que recuperarían el proyecto “Rúbrica” (2003), de Gonzalo Díaz, donde el artista convirtió al espacio mismo en protagonista de la obra al inundar todo de un insoportable rojo. También pensé en “Taller por taller, el lugar de la historia”, de Gracia Barrios y José Balmes (2002), donde toda la galería pasó a ser el taller de los pintores, vinculando así lo expositivo con la instancia de la producción misma de sus obras: casa, taller y galería fueron uno, y el espectador se ubicaba como un mirón o un espía. En 2006, Lotty Rosenfeld presentó “Cuenta regresiva”, donde trabajó con Diamela Eltit una obra que mezcló el video, el teatro y la propia obra precedente de la artista; una exposición que cruzó medios y disciplinas de modos inusitados y que aprovechó también las dimensiones del espacio. También me acordé de “Transformer” (2005), la colectiva curada por Mario Navarro, donde se trabajó bajo el problema de la transición democrática y sus demonios (un año antes de la Revolución Pingüina, que abrió el proceso político que tiene su punto más álgido en la Revuelta de octubre). Para cerrar esta lista de omisiones, podemos citar los ejercicios curatoriales dirigidos por Gonzalo Pedraza: “Colección de Imágenes” (2011), “Colección Televisiva” (2012) y “Colección Vecinal” (2013); que más allá de los problemas de agencia que instalaron en torno a la autoridad del curador y la falta de artistas, suponen hitos en la historia local de las exposiciones y de la crítica institucional.

«Políticas del espacio». Crédito: Matucana 100.

“Políticas del espacio” es insuficiente como ejercicio de revisión histórica, no alcanza siquiera a plantear una identidad clara para el lugar que la alberga, ofreciéndonos en cambio un pequeño capricho de curador-pintor que elude todas aquellas obras emblemáticas que han trabajado con el espacio. El texto curatorial parte con una pretenciosa cita a Gaston Bachelard, que al ingresar se hace tan ausente como irrelevante, puesto que Gabler no sostiene lectura alguna que justifique semejante selección. Quizá lo que mejor se distingue sea un claro ánimo antiteórico, que refleja una incapacidad de discernir que todo aparato teórico en una exposición debe funcionar como mediación y no imposición hermenéutica (error propio de quienes leen la teoría como ataque y no prolongación del arte). Lo que más preocupa es que M100 haya optado por semejante modo de afrontar su historia, puesto que desdibuja el trabajo realizado y oscurece su propio pasado, negándole a los espectadores y al circuito un relato donde reconocerse y proyectarse en el futuro.

«Políticas del espacio«, en Matucana 100
Curada por César Gabler
Hasta el 17 de octubre, en Centro Cultural Matucana 100

Ganarse el pan

A primera vista, Nicolás Meneses escribe en Jugar a la guerra sobre algunos oficios, sobre las masculinidades asociadas a ellos, sobre la vida escolar en los pueblos próximos a Santiago. Sin embargo, su escritura aparentemente sencilla sorprende por sus múltiples capas —apunta en esta crítica Lorena Amaro—. En este, su último libro, se siente palpitar tenuemente un relato de ausencias y orfandad que trasciende lo familiar para hablar, también, de un abandono social que moldea y troncha los cuerpos y vidas disponibles y precariza relaciones que debieran ser de afecto, solidaridad y contención, como lo son los vínculos familiares.

Por Lorena Amaro

Pienso en Nicolás Meneses como un escritor que, a pesar de su juventud (1992), debiera ser considerado una voz relevante de la narrativa contemporánea local, con una obra extrañamente emocionante. En su última publicación, Jugar a la guerra, el autor de Panaderos (2018) reúne textos con algo de ensayo, de crónica y autobiografía, pero también de poética del autor, una poética poco común, que desde el realismo perfila obsesiones y formas no exentas de un halo fantástico. A primera vista, escribe sobre algunos oficios, sobre las masculinidades asociadas a ellos, sobre la vida escolar en los pueblos próximos a Santiago. Sin embargo, su escritura aparentemente sencilla, directa, cotidiana, sorprende por sus múltiples capas. Tras las obsesiones más evidentes es posible entrever, siempre, otras inquietudes, que solo enriquecen la lectura de un autor lúcido y muy observador. En este, su último libro, se siente palpitar tenuemente un relato de ausencias y orfandad que trasciende lo familiar para hablar, también, de un abandono social que moldea y troncha los cuerpos y vidas disponibles y precariza relaciones que debieran ser de afecto, solidaridad y contención, como lo son los vínculos familiares.

Todos los relatos del libro se establecen en primera persona; se complementan entre sí y transcurren en pueblos como Linderos, Angostura, San Francisco de Mostazal o Buin. Algunos personajes cruzan de una historia a otra, movedizos, siempre atareados en la sobrevivencia. Meneses conoce bien una periferia aparentemente cercana al centro, pero en realidad muy distante. El recuerdo es algo que ocurre a saltos: la obsesión de un tío por los juegos de guerra, la experiencia infantil y juvenil del fútbol, los juegos on-line, el trabajo desde temprana edad (los once años), el paso por diversas escuelas, el inusitado número de suicidas jóvenes en el pueblo de Linderos, la fraternidad laboral con panaderos y empleados de supermercado, las plebeyas devociones de a Santa Rosa de Lima en Pelequén, la relación con el cuerpo y los accidentes, sobre todo de trabajo. Nada nuevo bajo el sol: en las novelas Panaderos y Throguel Online (2020), como también en los poemarios Camarote (2015) y Manejo integral de residuos (2019), Meneses ya abordaba varias de estas escenas. Pero aquí se distancia de la ficción para pensarlas desde la crónica o una forma muy personal de ensayo, más cercana a lo propiamente literario, en que el escritor o escritora piensa su oficio, un tipo de reflexión que se adentra en la crítica y que, a diferencia de lo que ocurre por ejemplo en Argentina, lamentablemente escasea entre les autores chilenos, con las contadas excepciones de Diamela Eltit, Alejandro Zambra y más atrás, autores como Enrique Lihn, entre otres. En este sentido, se agradece el notable ensayo “Restos de harina”, que Meneses califica de “crónica” y que publicara también en una plaquette de la editorial Libros del Pez Espiral, en 2020. Allí comenta unos versos de Mistral sobre el pan: “Versos que me quedan dando vueltas, que trato de homologar a la panadería en que trabajo, mirando los panes recién horneados, intentando renovar las sensaciones, reinventar un nuevo pan humeante y oloroso que se filtre por los poros y traiga intermitentes escenas del pasado. Como un film reescrito con restos, una crónica a migajas”. 

En este libro, con la idea de “jugar a la guerra” muestra cómo se normalizan la agresión y la violencia en el espacio de las masculinidades hegemónicas, pero también, creo, este jugar a la guerra entraña un jugar a la vida, tratar de entender el amor familiar entre hombres y generaciones y pensar en el entusiasmo y la pasión con que un adolescente puede pasar de la confrontación en el PlayStation al juego de la literatura. También están, en esta “guerra”, la libertad y la risa que descubre en la fatiga extrema de los trabajadores que juegan como niños: “Leo un ensayo de Herta Müller y descubro que soy fervoroso del humor de los trabajadores que desempeñan oficios pesados: pasteleros, jornaleros, campesinos, comerciantes, vendedores ambulantes, panaderos. Hago consciente esa destreza creativa que convierte todo en un chiste cruel y transforma el ambiente de trabajo en una comedia para hacerla más pasable, risible, vivible”. Ganarse el pan, en la narrativa de Meneses, puede ser un combate cuerpo a cuerpo, pero asimismo jugar, soñar, desplazarse y encontrarse en la colectividad.

En esta línea, el libro incluye textos muy notables, como “Las increíbles aventuras de los trabajadores”, reflexión del autor sobre el poemario Manejo integral de residuos, en que se da la misma cadencia que en otros ensayos: su historia personal, la vida familiar en torno al trabajo, el lugar que éste tiene en el país y la denuncia. Pero siempre hay algo más: la poesía que puede hallarse en los cuerpos que trabajan. Un ojo elástico que registra lo que nadie ve, como cuando detalla los “estilos de lanzamiento” de los recolectores de basura para ponerlos en una especie de gramática que enlaza trabajo y deporte: “el lanzamiento de bowling, cuando balancean la bolsa para impulsarla desde atrás (…) el remache, que se hace con rabia, levantando la bolsa cuando es pequeña y azotándola contra el contenedor (…) el de tres puntos de básquetbol, cuando se afina la puntería y se prueba suerte desde lejos. Y el que más me gusta: el de lucha libre, cuando deben tomar los tarros con mucha basura entre más de un recolector y lo vacían agarrándolo desde la base y volteándolo, como azotándole la cabeza al contrincante”.

Hay una intimidad de la voz que invita a hacer rewind a escenas con numerosas fracturas; narraciones dislocadas que, como el mismo autor propone, adquieren la forma de un zapping memorioso, con que él de hecho ilustra la poética de su primer libro, Camarote: “la domesticidad cruza la escritura de ese libro, obstruye el ritmo, irrumpe la secuencia narrativa como un continuo zapping. Si tengo que retrotraer mis primeros recuerdos con el pan, serían esa interferencia odiosa, la obligación de tener que abandonar el embrujo de la tele para salir a la calle, cortar el programa que estaba viendo y volver a él minutos después, perdiéndome partes valiosas”. Jugar a la guerra es, también, asumir la experiencia como una suma de discontinuidades, en que cambios de casa, colegio, población, van puntuando una vida nómade y lo único propio es una cama y dos o tres muebles que acompañan al niño/joven de estas historias.

Jugar a la guerra
Nicolás Meneses
Editorial Aparte, 2021
90 páginas

Como en la literatura de Georges Perec, que más allá de la sofisticación oulipiana de las listas, los lipogramas o las impresionantes arquitecturas textuales, tiene como un centro difuso y silencioso la muerte de su madre en un campo de concentración, en los textos de Meneses la ausencia de los padres se dice en pocas y contenidas líneas, pero son fundamentales en la construcción de la voz narrativa de un niño/joven criado por tíos y abuelas. Aquí, la doble ausencia del padre y del abuelo, quienes viajan para trabajar, “se solventaba con las visitas que nos hacían esporádicamente, trayendo no solo cargamentos valiosos en lo nutricional: sus historias eran el gran tesoro que esperábamos”. La falta de madre y padre se revela a través de un sencillo gesto en “Mis sueños paralíticos”, cuando el narrador recuerda el día en que él y su primo se cayeron por subir una pandereta (para espiar el trabajo de un vecino). Ambos niños caen estruendosamente y lloran: “Al ver a mi primo alejarse en los brazos de mi tío, quien ni siquiera me miró cuando rescató a su hijo, me tranquilicé y dejé de llorar. Me soné los mocos, miré de un extremo a otro el pasaje buscando no sé qué y me entré a la casa”. Ese “no sé qué” va curtiendo al personaje, modelando su voz, su subjetividad, su cuerpo sometido al trabajo desde muy temprano. 

“La herencia de mi bisabuela suplió la doble ausencia de mi mamá y mi abuela materna. Mi mamá me heredó a su abuela y su orfandad” (“Linderos”), escribe Meneses en un relato cuyo protagonista transita por un pueblo maldito, donde su abuela se suicidó con veneno para ratas. “¿Qué habrá en esta población en que la fatalidad desayuna, se queda a almorzar y se va tomada de once?”, pregunta, dándole una nueva vuelta a la fatalidad criollista, pero también, como ya es una marca de su trabajo de escritor, a las resistencias y la creatividad de quienes persisten en la vida.

El vuelo (y la sonrisa) de Perseo

En Pelusa Baby, Constanza Gutiérrez «sobrevuela, con ironía y desparpajo, las inseguridades y anhelos de una juventud sub-30 que está transformando, con su imaginación, los pesados monstruos del conservadurismo local y, desde la literatura, el relato mimético predominante», escribe la crítica Lorena Amaro.

Por Lorena Amaro

En Seis propuestas para el próximo milenio, Italo Calvino imaginó cómo sería la literatura del futuro, esa que él no alcanzaría a leer. Y se aventuró a trazar algunas líneas posibles, donde apostaba por explicar las bondades de la “levedad”, esa forma de “quitar peso a la estructura del relato y al lenguaje”. Utiliza para ello figuraciones de mitologías, ligeras y aladas, que provienen, sin embargo, de la destrucción de Gorgona, cuya mirada petrifica a sus contendores. Monstruosidad y levedad se presentan juntas: “en los momentos en que el reino de lo humano me parece condenado a la pesadez, pienso que debería volar como Perseo a otro espacio. No hablo de fugas al sueño o a lo irracional. Quiero decir que he de cambiar mi enfoque, he de mirar el mundo con otra óptica, otra lógica, otros métodos de conocimiento y de verificación”, escribe Calvino, quien enfrentó a lo largo de su vida no solo la postguerra italiana, sino también la pesadez de la Guerra Fría. 

Pelusa Baby, el nuevo libro de Constanza Gutiérrez, escudriña con una prosa transparente, directa y cuidada esas lógicas diferentes que Calvino atribuye a la levedad. Sus personajes viven la realidad con perspectivas divergentes, que no necesariamente los aíslan o enajenan. Por el contrario: así parecen dar respuesta a profundas inquietudes vitales. En el cuento “El método Pelusa Baby”, esto se traduce en los divertidos razonamientos de la narradora, quien observa a su gata tratando de ensayar otras formas de sentir y hacer: “Como mis abuelas con Jesucristo y mi mamá con Cher, cada vez que me vi en una situación incómoda me obligué a pensar: ¿Qué haría Baby ahora? Y tanto pienso en esto que hasta he soñado que soy ella”. 

Constanza Gutiérrez. Crédito: Gonzalo Puebla Araya

El primer texto, “En la colonia tolstoiana”, es el marco para los relatos siguientes: una joven egresada de licenciatura en literatura decide renunciar a un cargo en el Centro Cultural de San Bernardo durante un sueño en que dialoga con Fernando Santiván y Augusto D’Halmar, dos protagonistas de una de las mayores leyendas literarias chilenas, la colonia tolstoyana, un grupo de artistas que se retiraron de la ciudad con la expectativa de vivir una vida comunitaria y solidaria en los primeros tiempos de la modernización del país. Si bien la conversación parece poco pretenciosa o reveladora, lo que se confronta en ella son dos generaciones apabulladas; la de ellos, escritores que acabaron por disolver (de manera poco amistosa) su proyecto, y la de ella, de una clase media atrapada en un futuro que no era el que les prometieron cuando iban al colegio ni cuando ingresaron masivamente a la universidad: un futuro en que la precariedad laboral amenaza con ahogar los proyectos literarios de “Constanza”, la protagonista

Como en este primer relato, los otros dieciocho que encontramos en el volumen —algunos muy breves— echan mano del sueño, la fantasía o el absurdo para contar historias bajo las cuales se puede hallar este desconcierto y frustración generacionales, pero también una voz narrativa que requiere acompañarse de su propia risa, como escribe en el brevísimo y disparatado relato “Lovefool”: “[la risa] la tengo aquí conmigo, de otra forma no podría escribir nada”. 

Se consolida así una voz que ya despuntaba en algunos fragmentos de la novela Incompetentes (2014) y los cuentos de Terriers (2017): libre e inesperada, parece no tomarse demasiado en serio a sí misma, pero logra producir ironía y extrañeza. En Incompetentes, esta mirada generaba un relato que por momentos despegaba de lo anecdótico de la situación escolar para dejar entrever una metáfora apocalíptica, un mundo sin adultos ni certidumbres, salpicado de inexplicables hogueras en el horizonte. El cuento “Chiquita linda”, de Terriers, relatado por una niña, era la obertura de una historia macabra, a la que su autora decidía apenas asomar a sus lectores. En Pelusa Baby, Constanza Gutiérrez despega de las formas más convencionales del cuento (presentes en Terriers), para explorar con mayor libertad las superficies del relato. La suya es una levedad inteligente; más que una pretendida comicidad, lo que predomina en estos textos es su ludismo, el cultivo de voces libres, desapegadas y lúcidas que formalmente cuestionan los modos de narrar una historia. 

Esta levedad y divergencia, que busca la sonrisa cómplice de sus lectores, no abundan en la narrativa chilena actual, más solemne y dramática. Son pocos los narradores que la practican; pienso por ejemplo en Gonzalo Maier, Mónica Drouilly o Cristian Geisse. Es una lástima no contar con más narraciones que se tomen estas libertades y que escarben más a fondo en sus posibilidades expresivas. En Gutiérrez esta impronta se constata también en la batidora por la que pasan sus referencias culturales: los tolstoianos, Manuel Rojas o Gogol se combinan con alusiones a Raquel Argandoña, Shakira, los concursos televisivos o el mundo de Harry Potter, un eclecticismo posmoderno que funciona sobre todo localmente. 

Los mejores relatos transcurren entre la ciudad y la provincia: “Mi cola y yo”, en que tío y sobrino coreanos viajan a Chiloé a buscar la misteriosa cola con que nació este último y que fue enterrada por la familia durante un crucero; “Mi abuelo el fugitivo”, hermoso cuento en que un grupo de primos especulan sobre las razones que tuvo su abuelo para vivir una existencia nómade y en que sorprende el intertexto con un relato de Manuel Rojas; “Mi tío Cacho”, otra historia sobre inadaptados familiares que transcurre entre Temuco y Brasil; “Copiando a Gógol”, una curiosa reescritura del famoso cuento “La nariz”, que desplaza el escenario de la ficción de la Rusia zarista a las calles temucanas en tiempos de Tinder; “Catalina al otro lado del espejo”, historia de un patético robo de identidad por Fotolog, que transcurre entre Antofagasta y Concepción. Narrados sobre todo en primera persona, prima en estos textos una actitud indulgente con los personajes y sus vidas: “mi abuelo fue una persona que quiso torcer su destino y lo hizo. No creo que sea necesario saber más” (“Mi abuelo el fugitivo”). 

Gutiérrez prodiga sus epifanías con aparente candidez, mezclando pensamiento mágico con cinismo e inteligencia; así logra trizar lo que Lauren Berlant ha llamado “el optimismo cruel”, ese que el neoliberalismo ha procurado inyectar en la imaginación pública y que cobra tan caro emocionalmente a las nuevas generaciones, porque se trata de fantasías de progreso incumplibles, aunque potentes. Con una risa entre alada y loca, Gutiérrez confronta al monstruo, fantasma o pesadilla generacional del éxito y el bienestar: “Por fin recibo la carta de Hogwarts y, aunque ya tengo treinta años, acepto la invitación. Por un momento revive en mí la esperanza, enterrada, por allá por los dieciocho, de ser única” (“El sombrero seleccionador”). Así sobrevuela, con ironía y desparpajo, las inseguridades y anhelos de una juventud sub-30 que está transformando, con su imaginación, los pesados monstruos del conservadurismo local y, desde la literatura, el relato mimético predominante.

Pelusa Baby
Constanza Gutiérrez
Alfaguara, 2021
200 páginas
$12.000

Cultivar una huerta, repensar el lenguaje

Los llanos, de Federico Falco, «es un relato de duelo y pérdida en distintos niveles: la infancia, la muerte del abuelo, la partida del pueblo natal, el final de la relación amorosa. Y es, al mismo tiempo, un esfuerzo por comprender cómo se hace habitable un espacio desierto y cómo se pueden significar las pérdidas», escribe Lucía Stecher.

Por Lucía Stecher

¿Qué hacer cuando la vida tal como la conocemos y la hemos vivido en los últimos años se termina o se transforma radicalmente de un momento a otro? En Los llanos, la novela del escritor argentino Federico Falco —publicada por Anagrama y finalista del Premio Herralde de Novela—, el narrador protagonista se enfrenta a una situación así cuando la pareja con la que ha estado durante siete años le dice que no quiere seguir con él. Fede, nombre con el que nos encontramos solo dos veces en la novela y que coincide con el del autor, debe abandonar la casa que comparten y enfrentarse al vacío al que lo arroja la decisión para él imprevista y abrupta de Ciro, su pareja. 

Cuando empezamos a leer Los llanos, el protagonista ya está instalado en el lugar al que ha decidido ir a vivir el duelo: el campo. De la vida activa y urbana en Buenos Aires, donde se dedicaba a escribir y hacer talleres, pasa a habitar una casa campestre solitaria, enclavada en la mitad del amplio paisaje llanero. Los capítulos llevan los nombres de los meses, desde “enero” a “septiembre”, y se componen de fragmentos breves, citas de libros, recuerdos. El ritmo de la vida del protagonista en el campo está marcado por las estaciones y por las distintas fases de crecimiento de las verduras que siembra. Muy pronto el narrador se da cuenta que no puede apurar ni precipitar nada: “Me repito una y otra vez que hay un tiempo para cada cosa. Un tiempo para la siembra. Un tiempo para la cosecha. Un tiempo para la llovizna. Un tiempo para la sequía. Un tiempo para aprender a esperar el paso del tiempo” (19). Ese ritmo que la naturaleza impone y frente al que no se puede hacer nada, es también el ritmo que la novela ofrece a sus lectores. Lentamente, sin apuro, deteniéndose en el progreso o fracaso de la siembra de rabanitos, acelgas, lechugas, brócolis, repollos y otras verduras, el narrador va hilando el relato de sus días en el campo. 

La cotidianidad y los paisajes que el protagonista describe transmiten la sensación de una vida en un lugar muy alejado de cualquier centro urbano. Pero Zapiola, la localidad en la que se encuentra, es parte de la provincia de Buenos Aires y está a pocas horas de distancia en auto de la capital. Como la casa de campo no tiene teléfono ni le llega la señal del celular, da la impresión de un viaje a un lugar muy lejano o, más aún, de un desplazamiento en el tiempo. Esa desconexión es clave para el relato, cuyo ritmo y forma serían muy distintos si el protagonista estuviera conectado al celular y a las redes sociales. La experiencia de Fede con su duelo, sus recuerdos y sus esfuerzos de vivir en y del campo solo puede darse como la leemos en su relato porque ha podido centrarse en ella. Pero esto no significa que la novela realice una fácil idealización de la vida campestre o que presente un idilio pastoril. Por el contrario, al leer Los llanos recordamos lo crudo que puede ser estar expuesto a la naturaleza sin la protección de las comodidades de la vida urbana. Todo es extremo y duro: el calor, el frío, el viento, la lluvia, como si nada mediara entre ellos y el narrador. Este, además, está pendiente del crecimiento de sus plantas y se ve confrontado cotidianamente a múltiples factores que no puede controlar y que afectan su producción, “la naturaleza exige esfuerzo” (35), dice al principio. 

Federico Falco. Crédito: Catalina Bartolomé

En Los llanos, el narrador va entretejiendo el relato de su vida en el campo y sus visitas al pueblo, sus recuerdos de infancia en Cabrera, otra comunidad rural, y la reconstrucción fragmentada de su relación con Ciro y su reciente ruptura. Es un relato de duelo y pérdida en distintos niveles: la infancia, la muerte del abuelo, la partida del pueblo natal, el final de la relación amorosa. Y es, al mismo tiempo, un esfuerzo por comprender cómo se llenan los vacíos, cómo se hace habitable un espacio desierto y cómo se pueden significar las pérdidas. La vida en los llanos, con sus largos horizontes ininterrumpidos, lleva al narrador a recuperar la historia de su bisabuelo, el primer Juan, llegado de Italia e instalado en los campos cercanos a Córdoba, donde tuvo que crear desde cero las condiciones para construir una casa.  

La crisis vital que vive el narrador de Los llanos afecta también su escritura. No logra reconectarse con los cuentos que había dejado a la mitad, lo que lo hace dudar de su condición de escritor. A partir de ahí es como si volviera al punto de partida de su vocación literaria. ¿Qué contar, por qué, qué relación hay entre vivir y narrar, qué capacidad tienen las palabras de dar realmente cuenta de la experiencia? Las reflexiones que desarrolla la novela en relación con este y otros temas son profundas, honestas, muchas veces conmovedoras, otras inspiradoras e incluso provocadoras. Los momentos más notables del libro se encuentran, para mí, en reflexiones como la siguiente: 

“Vivir el paisaje es una experiencia primitiva, que no tiene nada que ver con el lenguaje. No me enfrento a describir un paisaje a menos que se lo quiera contar a otro que no lo conoce, y en general prefiero dar solo un par de detalles, porque sé que al final es un esfuerzo imposible. 
Vivo el paisaje con la vista, con la piel, con los oídos, pero no lo pongo en palabras. Ni siquiera lo intento. O lo intento solo acá, para mí, palabras clave para no olvidar. Palabras puerta de que dentro de diez, quince años, cuando pase el tiempo, me abran al recuerdo de mi cuerpo moviéndose por estos lugares, a las sensaciones y sentimientos de esta época de mi vida. 
Solo cuando aparece el otro empezamos a nombrar de verdad. A separar el paisaje en partes (…).
Replicar la experiencia en el lenguaje, aunque el lenguaje no transmita la experiencia” (80-81).

Esforzarse por encontrar las palabras para describir un paisaje, un sentimiento, un modo de estar implica la presencia de otro. Puede ser el yo del narrador en el futuro, que solo a través del lenguaje podrá recrear sensaciones que de otro modo serían inaccesibles para la memoria. O es el interlocutor ausente que solo puede imaginar un paisaje a través de las palabras de quien trata de describirlo, de escribirlo. En su proceso de duelo, el narrador se vuelca sobre sí mismo, pasa por la pena, el malhumor, la desazón, la parálisis que nublan muchos de sus días. Trata de recordar y comprender quién era él cuando estaba con Ciro y quién es ahora que está solo. Y quién era de niño y quién es cuando está en el campo y qué hace ahora que “el dibujo que mi vida va formando no me gusta, o que es otro, diferente al que yo creía, ¿o que no tiene ningún sentido?” (102). Pero no todo es malestar, a veces es el cansancio del trabajo físico en la huerta el que permite no pensar en la pena, otras veces es el asombro frente a la amplitud del horizonte, el color de los cielos, o la historia del vecino que ha logrado construirse un bosque en medio del llano. Somos testigos de cómo con el paso del tiempo —ese que no se puede apurar, que tiene su propio ritmo— el dolor va atenuándose, como si se tranquilizara, como si por fin dejara un espacio para respirar más libremente: “Todavía duele, pero de una manera más calma. Todavía no puedo volver a ciertas cosas” (214). 

Como el proceso de su protagonista, Los llanos es una novela que se recorre lentamente. La historia es mínima, se arma de los recuerdos de Fede, de sus reflexiones, del relato de su dedicación a la huerta, de los minifracasos y logros de sus esfuerzos por plantar hortalizas. Como dije antes, no se idealiza la vida de campo ni el contacto cuerpo a cuerpo con la naturaleza. Pero tampoco se niega que puede permitir otro modo de estar, de parar cuando la vida se ha partido en dos y mirar de nuevo no solo lo que uno es, sino también el mundo que nos rodea y el lenguaje con el que lo describimos. 

Los llanos
Federico Falco
Anagrama, 2020
240 páginas
$19.000

Una escritura generizada

En Los días que no escribí, Isabel Gómez «constata la crisis de las utopías, pero al mismo tiempo reconstruye esas utopías hechas añicos por el neoliberalismo patriarcal”, escribe la crítica Patricia Espinosa.

Por Patricia Espinosa H.

En Los días que no escribí (Cuatro Propio, 2020), octavo libro de Isabel Gómez, la poeta elabora un implacable despliegue de memoria para construir el itinerario de una derrota colectiva que transita entre la esperanza y la desesperanza. El fracaso es parte de una historia individual y colectiva de toda una generación, que la escritura asume como un deber compartir. El reconocimiento de los yerros permite volver a tener esperanza; así, la voz lírica señala desde el ahora: “caminamos hacia el horizonte de una nueva memoria. / Ahora/ una extraña lengua se apodera de nuestro himno/ hasta que la fuerza de las piedras/ vuelvan a ser mar” (40). El resurgimiento de  la utopía implica tener esperanza en el futuro donde surgirá una nueva memoria.  El cierre de estos versos, “hasta que la fuerza de las piedras/ vuelva a ser mar”, no me deja indiferente. Es más, me lleva a vincular el renacer de la utopía con nuestra revuelta social, donde las piedras son el arma del subalterno, la herramienta direccionada hacia un destino de libertad. 

Mujer, memoria, posmodernismo, colonialismo, marginación y utopías son los ejes de una escritura que nos orienta al origen de la derrota. “Arrastramos la estirpe de rostros traicionados/ mujeres que se ocultan adentro de los días/ y cruzan largas horas en el mito de mirarse” (41). La colectividad habita esta escritura que surge desde las traiciones a las que ha sido sometida, produciendo una acción ensimismada. Ese volcarse hacia adentro conduce al final del poeta: “los pueblos siempre estuvieron allí/ sin que yo lo supiera” (41). Este verso final revela una conciencia autocrítica enorme. La hablante no vacila en afirmar su desconocimiento, en aquel entonces, de la historia o, en específico, de los pueblos, les marginades. “Sin que yo lo supiera”, señala golpeando, y fuerte.  La sujeta se encarga de autodenunciar su ¿responsabilidad? La posmodernidad privatizó el yo, y por lo mismo, esta escritura denuncia la subjetivación individualista, derivada además del capitalismo avanzado. La violencia de la posmodernidad capitalista es parte del trayecto de vida del cuerpo femenino. 

Gómez elabora una poesía y una voz generizada cuya identidad es porosa: “Apartamos la sangre de la memoria/ ungidas por volver a construir la geología de la historia” (14). “Ungidas”, señala el verso, es decir, signadas por la santidad, en pos de elaborar la historia. El significante mujer está unido acá al significante cuerpo, es imposible disociarlos. Así la hablante dice: “apenas un puñado de memoria rescato de estas manos/ aquella que oculté en mi forma vagabunda de caminar/ despacio y pausado” (32). La sujeta recupera el pasado de manera fragmentaria y remarca haberlo ocultado en su cuerpo, en la materialidad de una forma “vagabunda”.  

Hélene Cixous nos habla de una escritura corporizada, desde y con el cuerpo, y desde la diferencia femenina. El cuerpo es así concebido como aquello marginado, silenciado desde el patriarcado. A pesar de ello, la sujeta desobedece  y su cuerpo deviene en lenguaje. De acuerdo a Luisa Posada, siguiendo a Cixous, “se trata de un cuerpo desmembrado, como desmembrado está el texto a partir de la postmoderna asunción de la diferencia: de nuevo la revalorización de la mujer como cuerpo, orientada esta vez por la escritura que le sirve de salida del discurso de la razón masculina dominante, del discurso falogocéntrico”, apunta en el artículo “Las mujeres son cuerpo: reflexiones feministas” (2015). Pues bien, la escritura de Gómez establece una constante interacción con la corporalidad de mujer. Su escritura es, por tanto, generizada, desmembrada, no orgánica, quiero decir, distanciada del formato impuesto por la lógica patriarcal. La escritura corporizada, además, se encuentra emplazada en la memoria de una marginada tercermundista.  

Isabel Gómez explora con seguridad esta voz de mujer que es también la voz de una colectividad de mujeres. Sobre estas nos dice: “Elegimos ser plebeyas/ en los reinos donde el capital/ desplegó su imagen iracunda/ sobre mi cuerpo mestizo” (29). Resulta relevante la autodeterminación de la sujeta, ubicada en el plano de lo menor dentro del reino del capital iracundo sobre su cuerpo mestizo. La mestiza y vagabunda es también una inmigranta (30), así, en femenino, lo inscribe la poeta, cuyo cuerpo: “espera un texto que aún no ha escrito” (46),  así como también: “Cargo una historia en la piel” (53). El cuerpo generizado carga y reclama una escritura: “Se escriben las cosas que nunca dijimos/ las siluetas disidentes del cuerpo/ Se escriben los viajes donde los obreros de mis plumas/ cabalgaban en otros libros/ Se escribe la paz que un día retornó a nosotras/ y guardamos en cofres porque nadie fue a nuestra cita con la libertad/  Se escriben los barrios cuando ya no tengamos palabras para despedirlos/ y dejemos que los caminos se descolonicen/  como patrias mustias refundando su hogar” (50).

Me parece relevante en esta escritura la constatación de un pasado donde se fracasó: “La tierra que labramos en secreto/ jamás nos hizo libres” (11) y “no supimos cómo huir” (ibid.). Imposible no vincular estos versos con la resistencia a la dictadura y la utopía de libertad. Leo acá una asombrosa capacidad para exponer la experiencia del inxilio y el exilio de nuestra historia a partir de los Selk´nam, cultura que opera como un símbolo de resistencia que se opone al exterminio ejecutado por el colonizador. El sujeto hegemónico hizo desparecer a los Selk´nam despojándolos de cuerpo y voz. De igual forma el patriarcado se apodera del cuerpo de las mujeres y les impide emitir una voz disidente. La voz lírica de este volumen construye un lugar de habla, poniendo en evidencia la política del colonizador y negándose con ello a la exclusión. El poema, de tal manera, se transforma en un lugar propio, pero también de otras, excluyendo así cualquier eco de propiedad privada. 

La voz poética de este volumen asevera vivir en un eterno retorno, un tiempo donde la violencia y la condición de sometidos a la esperanza y la utopía se reitera. “Nadie fue a nuestra cita con la libertad”, nos dice la inmigranta, constatando el fracaso de las utopías del pasado. Su deseo más íntimo es desautorizar lo volátil de los tiempos mediante la inscripción de una memoria viva, rabiosa, capaz de sobrevivir y reinventarse a través de la palabra, donde la memoria permite que emerja una acción colectiva ligada a lo femenino.

Asimismo, la hablante-inmigranta agrega: “Hoy retornamos al mismo lugar/ que nos vio partir tantas veces/ allí donde fuimos guerreras de una batalla/  que nunca terminó/ y que nunca aprendimos a olvidar” (17). Nuevamente, la inflexión en femenino: guerreras, dice la poeta, extirpando así la asignación de pasividad impuesta desde lo patriarcal. Gómez, insisto, convoca a una colectividad de mujeres luchadoras; sin embargo, nos remite a un proceso individual. La hablante ha transitado por el tiempo y modulado lo real desde dos lugares: el público y el privado; ambos enlazados con las utopías. Esto implica que el deseo de futuro, los ideales, quedarán en pie, sustentando la voz poética, pese a los múltiples fracasos. 

Cuando comencé a leer este poemario, tuve la certeza de encontrarme ante una escritura de la derrota, del desencanto; pero mientras más avanzaba advertí que estaba en un error. Isabel Gómez ha escrito un libro donde, por supuesto, constata la crisis de las utopías, pero al mismo tiempo reconstruye esas utopías hechas añicos por el neoliberalismo patriarcal. Además, y esto me parece fundamental, su poesía pone en escena el dominio colonial, las migraciones, la crisis de los subalternos y, por sobre todo, propone un habla y un cuerpo como unidad generizada.  Se trata, a fin de cuentas, de una escritura de mujer, que se configura al interior de un proceso emancipatorio, adherido a la memoria, sin olvidar el presente, y con ello enfrentarnos a la crisis de autoridad por la que transitamos. De-constituir el pasado y el presente es parte del legado que nos deja esta escritura poseedora de un compromiso político, términos considerados hasta hace tan poco como añosos. Isabel Gómez nos demuestra con extremo rigor y una potencia rabiosa, resentida, en el mejor de los términos, una escritura sin complicidades con las hegemonías  de turno. 

Los días que no escribí
Isabel Gómez
Cuarto Propio, 2020
66 páginas

Las novelas dentro de la novela

«Hay decisiones técnicas que estrangulan muchos textos de nuestros autores jóvenes, como ésta de poner a un mismo nivel experiencias tan disímiles y la tentación de quedarse con universos demasiado cercanos a los suyos», escribe la crítica Lorena Amaro sobre Isla Decepción, el último libro de Paulina Flores.

Por Lorena Amaro

En Rizoma, Gilles Deleuze y Félix Guattari afirman que un libro puede ser una “máquina de huidas”: “hay líneas de articulación o de segmentariedad, mapas, territorialidades; pero también líneas de fuga, movimientos de desterritorialización y de destratificación”. Pienso en cómo funciona esto en el caso de Isla Decepción, primera novela de Paulina Flores, que presenta la historia de un fugitivo del mar, el coreano Lee Jae-yong/Yu Ji-tae, que arriba a las costas de Punta Arenas, donde es protegido por Miguel y su hija, Marcela, ambos también nómades que escapan de su pasado. Cada uno aporta una línea narrativa que Flores procura multiplicar, en cada caso, para abrir otros relatos: las vidas de los compañeros de Lee en el Melilla, chimao o buque factoría chino que pesca y procesa calamares en alta mar; las vidas de los familiares de Miguel y Marcela en un campo situado en la frontera del conflicto mapuche; la violencia intrafamiliar en la dolorosa relación de Miguel y la madre de Marcela, Carola; el destino secreto y azaroso que hizo de Yu Ji-tae un marinero.

Pero como ocurre también en Qué vergüenza, su primer libro de relatos, a momentos muy bien logrados en la construcción de atmósferas e imágenes, les siguen también no pocos episodios fallidos, casi inexplicables viniendo de una misma imaginación narrativa. La novela pone foco primero sobre Miguel y Marcela. Él ha abandonado a su familia para ir a refugiarse en la lejanía de Punta Arenas, donde desarrolla diversas actividades vinculadas con el mundo portuario; ella ha dejado inconclusas dos carreras universitarias y, aparentemente acostumbrada a hacerse autozancadillas, ha perdido además de su trabajo la relación que tenía con Diego, algo menor que ella y hermosísimo, a quien conoció en la escuela de cine y que ha logrado insertarse en la industria, a la que ella también alguna vez aspiró a ingresar. En medio de un caos existencial, abandonada de todo y medio alcoholizada, decide ir a ver a su padre al sur, y se encuentra con que Miguel oculta a Lee en su casa.

La narración de todos estos hechos no es neutra; con cierta banalidad y un lenguaje encorsetado subraya sobre todo los rasgos de la hija, que resultan muy poco memorables. Este relato marco no alcanza ni de cerca al mayor acierto del libro: las terribles y bellas páginas del extenso capítulo “Un día en el Melilla”, en que el narrador en tercera persona sigue, distante, objetivo, como una cámara, los movimientos de los tripulantes, auténticos esclavos, que vagan por aguas internacionales en una cárcel flotante. “Solo los oficiales conocen las fechas y las horas” en este barco fantasma, errante: “ha visto la marca de fabricación: 1966. Suena el año de alguna guerra y la inscripción, oxidada por completo, parece una lápida” (113). El Melilla es también una especie de torre de Babel postmoderna, en que tagalo, chino, coreano e indonesio se entremezclan; las observaciones sobre estas lenguas, sus entonaciones y colores, dan cuenta del universo abigarrado, enorme y diría incluso metafísico del relato. Lee percibe a su alrededor un mundo acústico en que la intemperie es una lengua más; se expresa en el insistente graznido de las gaviotas. La humedad, el trabajo mecánico, el dolor, la extensión del mundo se dejan sentir en la prosa: “El timbre anuncia el fin de ese turno. Lee deja colgar sus brazos y un cansancio nuevo se suma al resto de sus dolores corporales. Observar el cielo no requiere de ningún esfuerzo. El cielo es la otra mitad del único paisaje a la vista, uno frío y neutral”.

Así como Conrad construye al siniestro Kurtz de El corazón de las tinieblas, la presencia del mal en esta nave se hace presente en las condiciones de vida de sus pasajeros y en el ominoso poder de personajes como el torturador y violador Kang (“Silbidos”) o el sibilino capitán Park, quien le advierte a Lee: “la gente solo presta atención a aquello que puede ver. A lo que tiene brillo, si prefieres. Pero nosotros aquí, en medio del océano, somos completamente invisibles. Prácticamente no existimos para el resto del mundo”. Están en “aguas de nadie” y sin embargo ese lugar abierto y libre se convierte para los torturados tripulantes en un espacio claustrofóbico en que una de las escenas más atroces es cuando Lee se ve obligado a participar de una pelea desordenada, caótica, de todos contra todos, un amontonamiento de cuerpos prácticamente concentracionario: “Alguien le pisa la mano. Él se apoya en un cuello que encuentra al paso y está a punto de levantarse cuando lo toman por la cabeza y lo hacen rebotar una vez más contra las tablas”.

 “El horizonte está por amanecer y la superficie del agua, completamente lisa. El capitán Park le contó que ese tipo de marejada lleva por nombre Espejo, y aunque no es un término muy creativo, resulta asombroso ver el mar así de liso”, escribe Paulina Flores y en efecto, el mar es el espacio “liso” (Deleuze y Guattari) por excelencia, por donde transitan libremente los nómades, un lugar de multiplicidades, no normado, a diferencia del espacio estriado o regulado ordenado por el Estado, demarcado como si fuese un dibujo de casillas. Y la anomalía que relata Flores es, precisamente, ésta: precisamente en la inmensidad de lo no regulado y libre, aparece la heterotopía de la nave, con sus propias y crueles reglas, cerrada, atravesada de jerarquías y castigos, en que estos hombres, apenas humanos, desarrollan, en condiciones mínimas, sus afectos, sus lealtades, el deseo de vivir y de morir.

La escritora Paulina Flores. Crédito: Paloma Palominos

La diferencia entre las dos partes de la novela (Marcela y Miguel vs. Lee) es sorprendente. Es tentador pensar qué hubiese ocurrido si, como relata Flores en una entrevista, hubiese desarrollado las treinta historias de los tripulantes del Melilla para dejar a un lado a sus protagonistas chilenos. ¿Cómo habría sido esta novela si hubiese albergado solo el imponente relato del barco, en que una gran escritora logra, después de mucha investigación, asomarse y crear la atmósfera impresionante de la otredad? ¿Será verdad que un novelista es, sobre todo, alguien que oye voces, y será por eso que al indagar en la historia lejana de Lee logra ser la médium de todas esas experiencias erráticas y deslumbrantes?

Hay decisiones técnicas que estrangulan muchos textos de nuestros autores jóvenes, como ésta de poner a un mismo nivel experiencias tan disímiles y la tentación de quedarse con universos demasiado cercanos a los suyos. Marcela, en cuyo departamento encontramos la poco sorprendente imagen de un espejo quebrado, resulta una especie de alter ego autorial: una mujer joven, algo desencantada, que desea ser directora de cine. Pero algo falla en su historia de amores y desamores, aburrida, plana, sin mayor interés. Aunque se enfatiza mucho la inteligencia y singularidad del personaje, resulta bastante banal. La narración pasa la aplanadora por las circunstancias más dramáticas de su historia familiar, en que asoma la violencia. Hay, además, en estas partes de la novela, numerosos errores, por ejemplo un enfrentamiento de Marcela en la calle con un grupo de Fuerzas Especiales, en el marco de una protesta, que queda trunco. Los diálogos, sin mayor interés, se combinan con frases poco afortunadas –“Ella tenía lo esencial en cuanto a simetría”—, como si una brújula se hubiese roto, como si de pronto su autora hubiese perdido la sutileza que la caracteriza en otros momentos de su texto.

Lo más remarcable en el encuentro de Marcela y Miguel con Lee es, una vez más, la figura del coreano: él es el silencio contra el cual padre e hija construyen sus propios discursos, proyectando sus afectos como en un lienzo en blanco. La distancia lingüística es una vez más un motor narrativo importante y muy sagaz de parte de Flores, quien intenta incorporar también algo de esto al lamentable y forzado pasaje sobre la violencia estatal en Wallmapu, tema contingente y de enorme peso en la política chilena actual, pero que se narra con torpeza y didactismo; la descripción del satun o ceremonial curativo de ese pueblo y la posterior represión policial parecen demasiado ingenuos y poco trabajados al lado del relato del Melilla.

Esa dolorosa belleza del relato extraterritorial reaparece en una escena de Marcela y Lee en el cementerio de Punta Arenas. Es posible sentir allí el viento que barre con lo conocido y abre líneas de fuga, situando a los personajes lejos de todo. Lee reza por dos compañeros que no lograron llegar a puerto con él. Sus cadáveres han sido hallados también en el mar, sin sus ojos, devorados por los peces: “Marcela pensó en las cuencas de sus ojos vacías (…). No en un sentido morboso, sino en el espacio cóncavo; como los agujeros de una carretera que ya nadie usa o los cráteres de la luna; la posibilidad de hundirse en aquellos huecos, esa sensación. Parecía extraño que siguieran ahí, a la espera de algo más, de ser llenados”. En el contacto con los muertos retorna el mundo acuático, tan bellamente narrado por la autora: “Ella vio sus párpados lisos y algo en la cuenca de sus ojos. Podría haberse tratado de una mantarraya, una criatura que permanece bajo la superficie, rondando”.

En los últimos capítulos se retoma la historia del Melilla hasta llegar al punto de partida de la novela, ese 6 de diciembre en que recogen a Lee agónico de las frías aguas de Magallanes: “Está vivo, se dijo, pero no resopló con tranquilidad, sino por el contrario: la sonrisa que creyó distinguir en la boca del náufrago (…) hizo que le recorriera un escalofrío por la espalda”. Quien llegue hasta el final de este relato descubrirá por qué Lee sonreía. Una épica marina alucinante, que poco tiene que ver con la historia de Marcela, más cercana a lo que Diamela Eltit ha llamado “narrativas selfie”, de las que Flores podría desmarcarse.

Isla Decepción
Seix Barral, 2021
362 páginas
$15.900

Los riesgos de la nostalgia

«El homenaje folletinesco que rinde Montero al relato de la hacienda chilena y sus alrededores, por más que divida con demasiada claridad a los buenos de los malos y pretenda desde ahí levantar una crítica social, es conservador y timorato como forma literaria», escribe Lorena Amaro sobre La muerte viene estilando, de Andrés Montero.

Por Lorena Amaro

La muerte viene estilando es una novela estructurada por seis relatos que se podrían leer autónomamente, todos con un inicio y un cierre que amarran la narración, y que muestran el ingreso de un sujeto citadino no solo al mundo rural, sino al espacio legendario de sus narraciones. Llevado por el hartazgo de una mecánica cotidianidad, este protagonista se interna en un camino de tierra, donde queda varado en medio de la noche y la lluvia. En un caserío cercano lo confunden con el patrón del fundo Las Nalcas y lo reciben en el velorio de una mujer que ha sido asesinada. En los capítulos siguientes se completarán distintos aspectos de esta historia, a través de diversas voces narrativas que nos llevarán hacia su futuro y pasado.

La novela es redonda: reordenados, los relatos funcionan como una historia que, a excepción de un entrecruzamiento identitario y narrativo (dos personajes de temporalidades distintas, que se intersectan al estilo de “Lejana”, el cuento de Cortázar), se puede disponer cronológicamente sin mayor dificultad. Es bastante esquemática, también, la organización de los espacios novelescos: la ciudad; un lugar del campo al sur de la capital; una caleta de pescadores que, a diferencia del campo, es habitada por personas libres del yugo del hacendado y una pequeña localidad de provincia que es más pueblo grande que ciudad. Los protagonistas transitan entre estos espacios en movimientos de ida y vuelta, tan notorios en su construcción como la interminable lluvia, que se desata enloquecida cuando se desenfrena la acción de los personajes. El libro ofrece, además, un marco narrativo muy claro, programático, que se observa en su inicio y cierre. Primero, hay una puesta en abismo: el “viaje” del hombre de ciudad (con una vida oficinesca y mecanizada) al camino rural donde se extravía, puede ser leído como un espejo de la experiencia literaria del escritor, su rechazo a la experiencia urbana y su opción por las tradiciones orales campesinas. El desplazamiento no se produce solo entre dos lugares, sino que entre dos tiempos, ya que el campo al que llega no es el de hoy, mecanizado, amenazado por el extractivismo y las necropolíticas, sino el de los patrones de fundo, bandoleros, apariciones y baqueanos. Esta apertura dialoga con el cierre, cuando se enuncia lo que puede ser entendido como la poética de este viaje literario: “Porque del otro mundo, del mundo sin inicio y sin final de las tradiciones, no era necesario despedirse: bastaba con hacer un homenaje, con las tres copas bien levantadas y un abrazo imaginario a lo inamovible, para que el espíritu de los que habían partido siguiera viviendo eternamente a través de las palabras, de las rimas y los naipes, en la pesca y los telares, en el sorbo de un mate colmado de azúcar…”. Este “lirismo”, con que la voz narrativa suele dilatar las peripecias de sus protagonistas, está al servicio de la nostalgia, motor principal del trabajo de Andrés Montero. Es la nostalgia la que encabeza no solo el ingreso a este mundo, sino también la forma de contarlo, en procura de un homenaje. Es como si se buscara revertir las reflexiones de Walter Benjamin en El narrador, para recuperar las antiguas historias que se contaban, sobre hechos lejanos en el tiempo y el espacio, y surgidas de experiencias que la guerra le arrebatara al mundo en que Benjamin vivió.

Andrés Montero. Crédito: La Pollera Ediciones.

Hasta aquí he intentado describir una propuesta narrativa. Creo que esto no valdría de mucho si no procurara pensar por qué este programa de Montero ha tenido una entusiasta recepción, traducida en premios y reconocimientos de la crítica. ¿Es posible, efectivamente, lidiar con lo que Benjamin llamó en su momento la pérdida de la facultad de “intercambiar experiencias”? En esta línea, la propuesta de Montero, aunque bien articulada, no deja de parecer una esquemática y vacía impostación. Hay en el gesto autorial un repliegue, una huida de la contemporaneidad problemática hacia una nostálgica e insólita recuperación de los valores tradicionales. Revestido de un humanismo teñido de paternalismo, el simulacro de escritura no plantea nada nuevo: La muerte viene estilando es, finalmente, un pastiche bien armado.

Montero no es el primero de nuestros narradores contemporáneos que se asoman al criollismo o al realismo social, procurando revivirlos con nuevas perspectivas. Pero hay una distancia grande entre leer estas tradiciones buscando darles una suerte de sumisa continuidad, a hacerlo desde el presente, asumiéndolas en un país y en un mundo que han cambiado, como lo han hecho, dramáticamente, los escenarios descritos de la caleta y el campo sureño, que en otro tiempo, otres narradores abordaron con el ánimo de mostrar, denunciar, emocionar o entretener, con más verdad que Montero. No uso la palabra verdad en el sentido del verosímil, sino de una reflexión que busca ser más amplia: ¿no habría razones para resistirse a este “regreso” a un tiempo, un lugar y un lenguaje en que las mujeres son asesinadas por nada, en que se dice “la mar” y no el mar, “llevar razón” en vez de tener razón, o “tener lunas” en vez de menstruaciones; en que los personajes (populares) no entienden “ni jota” porque están todo el tiempo aparentemente confundidos, como si eso pudiera despistar al lector del previsible curso de la trama; en que las mujeres engañadas por sus maridos reciben el trato paternalista del narrador: “la buena de Eulalia” o “la fiel Eulalia”? En el núcleo de la historia está el cadáver de Elena, producto de un femicidio. El narrador, en tránsito de convertirse de recién llegado sujeto urbano en violento patrón de fundo, lo banaliza en este comentario junto al ataúd: “Me pareció todavía más hermosa, y me di cuenta de que tenía un busto generoso”.

Lo que hallamos en este libro es un espacio en que hay duelos, violaciones, arrieros atrapados en la nieve, pero sin el vuelo subjetivo que le dio a una escena como esa Manuel Rojas, ni que se examine con profundidad la base de la asimetría social y la violencia, como lo hizo en su tiempo Marta Brunet. Solo el remedo, sin pizca de ironía. ¿No hay aquí cierto conservadurismo narrativo, estético y político, enraizado profundamente en la escritura de nuestra historia literaria, sobre el que podríamos detenernos por un momento a reflexionar, sobre todo en el momento de las búsquedas emancipatorias que viven los territorios? Es posible que el libro escarbe en la nostalgia como una manera de buscar otras formas de convivencia y existencia, pero ¿el latifundio chileno?, ¿el machismo atávico?, ¿la cofradía masculina que juega truco en un bar, como modelo de solidaridad y compañerismo?

El homenaje folletinesco que rinde Montero al relato de la hacienda chilena y sus alrededores, por más que divida con demasiada claridad a los buenos de los malos y pretenda desde ahí levantar una crítica social, es conservador y timorato como forma literaria. En Argentina, por ejemplo, la tradición de la gauchesca ha dado forma a una delirante y gozosa tradición paralela: la reescritura de la gauchesca, desde Borges y Di Benedetto a figuras muy recientes, como Gabriela Cabezón Cámara, Martín Kohan, Sergio Bizzio, Michel Nieva y Pedro Mairal, entre otros. Elles leen estética y políticamente el establecimiento de los ejes simbólicos de la nación argentina, desenmascarándolos, subvirtiéndolos, abriéndolos a otras alternativas. En Chile, sin ir más lejos, Cristian Geisse recoge los imaginarios populares del diablo para producir una estética desmesurada y atractiva, que aúna con una lúcida perspectiva social, rescatando archivos, restos y voces desgajadas del canon. En el caso de Montero, por el contrario, encontramos estereotipación y estancamiento: “Mis caderas se ensancharon y me crecieron los senos, y mi piel brillaba tanto que hasta las flores se giraban para verme pasar”, dice una de las narradoras, una vidente que es “ahijada” de la muerte y que parece sacada de una enciclopedia de realismo mágico.

Un texto como el de Montero puede estar bien cosido, ser una “obra” en el sentido moderno, estar cerrado en sí mismo, bien ejecutado en su ley. Pero están también su su didactismo y convencionalidad, que no se pueden dejar de lado. Pudiera entretener, aunque es posible demandar nuevas propuestas para pensar un presente desencantado, que ofrezcan otras aguas, frescas, curiosas, empapadas de nuevos lenguajes. Y no estas, estancadas, que estila la historia, efectiva aunque conservadora, de un mundo rural idealizado.

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La muerte viene estilando
Andrés Montero
La Pollera, 2021
129 páginas
$10.000

Sacralidad y profanación

“Brito es una de nuestras pioneras en la poesía feminista, a través de toda su obra ha instalado una inflexión en clave de mujer en proceso deconstructivo, desautorizando el formato poético asignado al femenino”, escribe Patricia Espinosa sobre Trama, antología de Eugenia Brito.

Por Patricia Espinosa H.

Eugenia Brito tiene una amplia y sólida obra poética que justifica plenamente la aparición de Trama, antología realizada por la propia autora. Su itinerario de libros publicados comienza en 1984, en plena dictadura. No es un hecho menor escribir bajo amenaza, donde la escritura era la posibilidad de parecer culpable de insurgencia. Brito es una de nuestras pioneras en la poesía feminista, a través de toda su obra ha instalado una inflexión en clave de mujer en proceso deconstructivo, desautorizando el formato poético asignado al femenino.

La antología Trama se divide en ocho segmentos donde se seleccionan poemas de cuatro de sus libros: Vía pública (1984), Filiaciones (1986), Emplazamientos (1992), Dónde vas (1998) y “Veinte pájaros”, texto publicado en la revista boliviana El Zorro Antonio en 2015.  Si bien toda antología queda siempre a criterio del compilador, se echa de menos la presencia de poemas publicados en sus libros Extraña permanencia (2004), Oficio de vivir (2008) y A contrapelo (2011).  Esta inclusión permitiría tener una visión mucho más integral de la escritura de esta gran poeta.

Brito asume en su escritura una política donde emerge una voz en crisis, inserta en el horror, que necesita decir deconstruyendo la lengua, la escritura, yendo más allá de los límites de lo enunciable.  En el presente las y los escritores/as  intentan tematizar la crisis, olvidándose de la sintaxis. Esta disociación implica una despolitización de la forma.  Por tanto, el privilegio contenidista y la subordinación de la materialidad de la palabra. Brito, en cambio, ha sabido desde siempre que escritura y crisis van de la mano y que, por lo mismo, la poesía es un territorio privilegiado para la confluencia de una estética de la confrontación, el testimonio y la denuncia.

La poesía de Brito es experimental, de vanguardia, siempre, no solo en un contexto de dictadura, sino también en la posdictadura. En ambas temporalidades, la poeta va siempre más allá de la convención del género y del decir, sin abandonar jamás su preocupación rigurosa por el lenguaje y los modos de decir. Esta continuidad está anclada en la reelaboración constante de una escena donde la violencia contra seres marginados, fundamentalmente mujeres, es lo protagónico. La violencia como signo permanente permite la construcción de una alegoría nacional que nos remite al acontecer continuo de una realidad apocalíptica, una degradación que no cesa, donde solo quedan fragmentos esparcidos de viejos mitos y creencias.

Si tuviera que comparar los primeros libros de la autora con su producción de fines de los años 90 en adelante, diría que la gran diferencia es haber dejado atrás cualquier esperanza. Brito elabora un trayecto creativo donde solo queda en pie la derrota y, por supuesto, la escritura.

En Vía pública —el volumen iniciático, el germen de su escritura— es posible advertir con exactitud el proyecto estético de la autora. Debo agregar que no es común que un primer libro sea capaz de dar cuenta con tanta destreza de un trabajo artístico donde confluirán las obsesiones que Brito ha desarrollado en la totalidad de su obra.  Me refiero con esto a temáticas como la mujer, la ciudad, la violencia, la represión, el desamor, la religiosidad, la muerte, el suicidio y, por supuesto, la patria.  

Desde mi perspectiva, Brito es nuestra gran poeta de la metrópolis. Su escritura, por tanto, es como señala Adrienne Rich, localizada. En Vía pública, Brito así dice: “parto de mi ciudad y de sus voces/ veladas” (Tramas 89). Voz que afirma posesión y constata otredades veladas. El velo, recurrente en su escritura, me lleva hacia otro término, aún más constante en la poesía de Brito, quien así señala: “Los que habitan afuera/ me han dicho/ que van a cubrir de gasa toda la ciudad” (Tramas 16), “Sucede que la gasa me partió el alma en dos” (Tramas 17), “El sueño del abandonado/ corta al desnudo el velo de sus sienes/ en la ciudad cubierta de gasas/ El cuerpo se esfuma entre cenizas (Tramas 53). Gasa es un término que en la escritura de Brito asume la condición de dispositivo, que permite entrever lo real, sin clausurar la visión, sino que dejando atisbar indicios de lo que hay tras ella. Brito, por tanto, acude al término gasa para dar cuenta de una representación velada de la realidad, una realidad también enferma, en duelo perpetuo.

Su mirada focaliza y se emplaza, así queda manifiesto en su poema “Metro de Santiago de Chile”,  donde visualiza este sitio como un “altar” de los “parias” (Tramas 23) para luego agregar: “La máquina, la máquina seduce con este socavón/ que a tanto esclavo oprime y es esbelta la franja/ que los guarda. Dulce la promesa de su respiración” (Tramas 27). Leo acá un acierto simbólico impresionante. La poeta reconoce el carácter de fetiche del Metro, lo cual desde hoy nos permite vincularlo con las posibles motivaciones de la quema del Metro durante octubre de 2019. En el segmento de esta antología “Las alucinaciones de Metro”, también del libro Filiaciones, la autora propone un punto de vista entre una tercera y una primera persona que remiten a una escena. Se trata de un cuerpo de mujer y una voz que se pregunta por lo que es, por aquello que le dicen y por lo que oye. La esteparia es el nombre de esta voz femenina que no duda en reconocerse cautiva (Tramas 48).

Otro símbolo importante en la escritura de Brito es la Virgen. La divinidad, ubicada en el cerro que domina toda la ciudad, aparece como una lejanía que la voz lírica femenina confronta denominándola “Madre”. En el segmento de este libro titulado “A la poderosa madre de Chile”, la hablante establece un contrapunto con la figura material, el monumento, pero también apela a un universo simbólico que permite la convergencia y el distanciamiento entre dos sujetas. Así, la poeta nos dice: “Cómo suben hasta tus genitales/ madre/ cómo te lavan los hijos/ madre/ cómo me lavaron a mí/ madre/ que ya no me oigo de tan acurrucada” (Tramas 39).  La voz lírica acusa haber sido lavada/purificada en su genitalidad, al igual que la Virgen; aun cuando ambas han sido violentadas, una permanece en su sacralidad y la otra, en el lugar de la profanación. La Virgen se ciega, acusa esta escritura, ante la agresión que experimentan sus fieles, sin embargo, tal como aparece en el poema “Alucinaciones del Metro”, la hablante ruega a la Virgen-Madre: “No me traiciones, madre, / aulló. / Sosténme, no me dejes que me han herido los pies estos fantasmas” (Tramas 49).  Destaco el enunciado intercalado “aulló”, que remite a una tercera persona, una voz panóptica, cercada por la apelación desesperada a la figura divina.

Brito escribe a partir de una sintaxis tan quebrada como la realidad.  Elabora escenas oscuras,  dolorosas, siempre ligadas a una corporalidad y a un contexto de violencia. La mujer errante que transita balbuceando su historia, la mujer que emite un discurso posromántico al amante desaparecido, la mujer que asume la voz de las hermanas Quispe, de los desaparecidos y torturados, remarca su “falta”, aquello que le han restado. Para contrarrestar la disolución, en el libro Emplazamientos (1992), la sujeta señala: “Deshacer la realidad vista por el espejo/ ¿qué me dicen del hueco?” (Tramas 67). Estos versos permiten abordar parte de la poética de Brito: deshacer o deconstruir la realidad, que se disemina, que no es una. Asumiendo, además, la existencia de un “hueco”. De tal manera, es posible asociar oquedad con genitalidad material, corpórea, la cual configura como: “hueco genital” (Tramas 85), “el genital hundido” (Tramas 86), “esta genitalidad tan débil y violenta, mi magra y terrible boca corporal” (Tramas 114). Genitalidad hundida (en oposición a protuberante como el genital masculino) que clama escritura y se impone como un deber.

Eugenia Brito es un referente poético, una escritora comprometida literaria y políticamente, creadora de una estética sobre la violencia y la sujeto mujer, a estas alturas, fundamental para la poesía; además ha sido inspiración para innumerables mujeres poetas. Hace bastante tiempo que su obra merecía una antología como esta.

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Trama
Eugenia Brito
Mago Editores, 2020
166 páginas
$14.000

Culto al yo

“En 2016 escribí, a propósito de su debut con Quiltras, que daban ganas de seguir leyendo a Arelis Uribe (…). Cinco años después de esa lectura interrumpida encuentro en Las heridas un ejemplo del empobrecimiento narrativo que vivimos, propiciado por el apresuramiento neoliberal y la falta de reflexividad crítica”, apunta Lorena Amaro sobre Las heridas, de Arelis Uribe.

Por Lorena Amaro

Las heridas, de Arelis Uribe,se presenta como una historia que aborda la pérdida del padre y el amor de pareja, pero las contratapas pueden ser engañosas. Lo que predomina es más bien la banalidad de un yo autobiográfico, que podría llevar a pensar a los lectores que están ante una “autoficción”, género de moda en la narrativa chilena actual. Sin embargo, quisiera advertir que al menos este libro, sin imaginación ni literatura, difícilmente podría ser calificado como tal: carece de la ambigüedad, ironía, complejidad y reflexión metaliteraria que caracterizan al género. A fin de cuentas, al cerrar el libro poco importará si esto fue ficción, realidad, o ambas.

Otra trampa del relato es la aparente propuesta de una genealogía feminista, ya que si bien se expone la historia de una familia de hombres violentos, abusadores y abandonadores que hacen de las suyas con mujeres generosas y sacrificadas, estas son construidas desde estereotipos machistas, como el de la “mala madre”. Como si fuera poco, las violencias ejercidas contra la hermana mayor, la madre y las abuelas de la protagonista/narradora son relatadas a la ligera y parecen estar ahí solo para que se compadezca a sí misma: “Mi hermana pasó de casa en casa, sola o con familiares que, en vez de cuidarla, la maltrataron o la tocaron como no hay que tocar a una niña de cinco años”, relata para luego seguir con su propia historia infantil. A la madre la trata con gran dureza: “La he escuchado decir depresión congénita y bipolaridad. No sé bien qué tiene o qué tuvo, solo sé que guarda adentro una tristeza enorme que hace que sea difícil tratar con ella”. Algo similar ocurre cuando aborda la historia de sus dos abuelas: la paterna, cuyo esposo, alcohólico, “la golpeaba, la violaba y era infiel”, y la materna, casada con otro maltratador: “le pegaba, tuvo amantes en secreto (…) Le pregunto cómo dejó de amarlo. Quiero entenderla para entenderme. Es que tengo tanto miedo de que me hagan daño”. Hay algo fundamental en estas líneas que subrayo, pues aquí se evidencia ese yo superlativo, devorador, de la narradora.

Arelis Uribe – Crédito: Yuwei-Pan

Marco Antonio de la Parra escribió, a propósito del libro, que se trata de un “volumen ejemplar” del “género noble” de la nouvelle. Menciona otros puntos altos del mismo, como Los adioses,de Onetti. No me interesa tanto la taxonomía literaria como plantear lo desafortunado de esta lectura si pienso en el genial texto de Piglia precisamente sobre Los adioses, “Secreto y narración”, donde procura explicar por qué y sobre todo cómo el secreto es un motor fundamental de esa forma narrativa. Y es todo lo que le falta a Las heridas: sutileza, ambigüedad y zonas inexplicables, dimensiones apenas rozadas por Uribe. De hecho, aquí radica uno de los grandes problemas de construcción de esta historia. La narradora desprecia a la madre, pero admira al padre que la abandonó de niña. ¿Por qué? Lo único que se sabe de él es que quería ser escritor, que tocaba la guitarra. La información más importante es el descubrimiento, por parte de la narradora, de que tenía una doble vida. Este hilo es explorado brevemente y se hace a un lado, perdiendo la posibilidad de construir la ambigüedad de este secreto y dar algo de espesor a Las heridas. Un abandono incluso majadero en las últimas páginas, cuando la abuela le entrega a la protagonista una caja que le perteneció al padre y lo único que a ella le importa es descubrir entre los documentos unas fotografías infantiles de sí misma. Un yo muy necesitado de reconocimiento, que se solaza por su propia valentía (celebrada por una amiga), por su inteligencia (celebrada por su pareja) o por el hecho de que en Argentina lograra superar su obsesión por sacarse sietes… “porque descubrí que hay cosas mejores: un diez”.

Esta historia no se trata de los secretos familiares (contados con amplificador), ni de hacer un verdadero camino por “las heridas”, sino de un yo meritócratico que logra elevarse por sobre la precariedad familiar y que necesita celebrarse constantemente. Pierde así la oportunidad de relatar tramas ocultas de la violencia, del patriarcalismo y las diferencias sociales, para quedarse con una caricatura del dolor personal, incluso cuando relata el trauma de una infancia amenazada por la leucemia. Es literatura que busca básicamente la identificación desde lo afectivo y sentimental, pero su única herramienta es la romantización del llanto: “Mi hermana salió corriendo de la sala y fui tras ella. La encontré llorando en un pasillo del hospital (…). Luego era yo la que lloraba con el pecho vivo en algún rincón del hospital y era ella la que llegaba a abrazarme”.

No obstante, ni las palabras cursis (“Era jueves en la tarde y yo estaba en desamor”) ni el narcisismo en sí arruinan un texto. Tenemos los ejemplos eficaces y sentimentales de Juan Gabriel y Mon Laferte en la música, o el interesante yo desmesurado de Gabriela Wiener en la literatura. Los problemas del texto no se pueden achacar, tampoco, a la autoficción o a las narrativas del yo en general, ni a la dificultad de narrar la devastadora muerte de una madre o un padre, vertiente que en sí misma tiene en Chile valiosos ejemplos recientes, como Ella estuvo entre nosotros, de Belén Fernández o el cuento “La historia que nos contamos”, de Carolina Melys. Lo que pasa es que Uribe pierde por completo el control de lo que desea narrar, para ceder paso a un constante “rajar el pecho y mostrar adentro”, que resiente el trabajo literario e incluso aquello que desea expresar, como cuando escribe: “Así muere Alberto Uribe. Pase lo que pase, disfrútalo, porque va a suceder una sola vez”. ¿No querrá decir “experiméntalo” o “vívelo”, y no “disfrútalo”?             

En 2016 escribí, a propósito de su debut con Quiltras, que daban ganas de seguir leyendo a Arelis Uribe. El libro de relatos se me había hecho breve y reconocía en él rapidez y precisión; cinco años después de esa lectura interrumpida encuentro en Las heridas un ejemplo del empobrecimiento narrativo que vivimos, propiciado por el apresuramiento neoliberal y la falta de reflexividad crítica. El facilismo y el culto individual —ya presentes también en Que explote todo (2017) se confunden aquí con los discursos identitarios con los que trata de involucrarse la narradora al nivel del eslógan: feminismo, demandas estudiantiles, lucha de clases. Las heridas va por su segunda edición; teniendo en cuenta esta resonancia, podrían al menos corregir, en el episodio sobre el periplo argentino de la narradora y sus aprendizajes sobre la historia de nuestros países, esta frase: “La derecha chilena de Patria y Libertad asesinó en Argentina a René Schneider”. Un poco de rigor y respeto por la memoria: el asesinato fue en Chile, en 1970; probablemente la autora quería referirse al atentado contra Carlos Prats, bajo dictadura. Los nombres y vidas de otros y otras, como sus experiencias, también son importantes… y no son intercambiables.

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Las heridas
Arelis Uribe
Emecé Editores, 2020
112 páginas
$11.900