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La fuerza de lo sencillo (que no es simple)

“Si bien la ficción nos sitúa en un supuesto camarín doméstico, estas actrices en realidad no están representando actrices, más bien son cuerpos que portan una problemática extensible a muchas otras mujeres. Un juego prismático de realidades que es lo que llamamos una dramaturgia de la oblicuidad, una estrategia de supervivencia”, escribe Mauricio Barría sobre La violación de una actriz de teatro, de Carla Zúñiga y dirigida por Javier Casanga.

Por Mauricio Barría

2018 quedó en nuestra memoria como el año de la revolución feminista. Lo que comenzó como aisladas denuncias de abuso en algunas carreras universitarias, muy pronto se extendió a la mayoría de los centros educacionales en Chile y contagió a otros espacios sociales y laborales con un gran impacto mediático. La fuerza de esta movilización puso en evidencia las practicas naturalizadas de violencia y discriminación que la sociedad patriarcal ha ejercido contra las mujeres, al mismo tiempo que le permitió a muchas de ellas hacerse de valor y romper con el ciclo ininterrumpido de la impunidad, denunciando públicamente a sus acosadores y haciendo visibles los pactos de silencio de quienes hacían vista gorda de lo que sabían. De todo esto no se libró el campo cultural. 

La violación de una actriz de teatro es el último texto de la destacada dramaturga Carla Zúñiga, quien vuelve a unirse al director Javier Casanga luego de que se disolviera la compañía La Niña Horrible. Una dupla que ha logrado producir una poética singular, en la que se conjuga el uso recursos melodramáticos con lo paródico de una estética drag queen. En este sentido, Historia de amputación a la hora del té (2014), La trágica agonía de un pájaro azul (2016) y El amarillo sol de tus cabellos largos (2018) son ejemplos notables. 

En esta oportunidad, la compañía quedó conformada por solo dos actrices, Coca Miranda y Carla Gaete. Se suma el sobresaliente trabajo de diseño escénico de Sebastián Escalona, José Carrera y Elizabeth Pérez, y la música de Alejandro Miranda.

Lo primero que llama la atención de la obra, estrenada en el amplio escenario principal de Matucana 100, es el estilizado espacio. El vacío de la caja es atravesado de manera oblicua por una suerte de delgada pasarela que corta en secante su lado derecho de forma completamente asimétrica. La pasarela, además, rebasa el borde del escenario, introduciéndose como un artefacto violento en la platea e impidiendo el uso de las tres primeras corridas de butacas. Las actrices se disponen según marca la diagonal; nuestra percepción se disloca de la frontalidad habitual y somos obligados a mirar con sesgo. Entre pasarela de desfile de moda o corredor, galería o muelle, el espacio tiene algo de lugar de pasaje, un largo umbral de paso. 

El montaje propone un acercamiento al tema de forma directa si nos detenemos en la anécdota del argumento: la protagonista es una actriz consolidada (Coca Miranda), de mediana edad, que se ha visto arrastrada por las circunstancias a tener que vivir de hacer teatro por Zoom. Estamos en plena temporada virtual de un remontaje de un éxito teatral. Esta situación parecerá el primer detonante de su colérica actitud y su decisión de no realizar la función de ese día. La acompaña la productora de la obra (Carla Gaete), una colega también, pero que como es habitual en nuestro campo teatral, se ha dedicado a esta área de gestión. Al principio, la actriz parece estar hastiada de tener que hacer funciones en este formato “computacional”, pues siente estar traicionando la auténtica condición del teatro como arte vivo. Sin embargo, comenzamos a percatarnos de que su malestar es bastante más profundo. Entonces, se cuenta que una imagen, un fantasma, visita a esta actriz. El fantasma —el retorno de lo reprimido— termina por manifestarse cuando confiesa a su compañera que ha sido víctima de una violación por parte del director, y que eso sucedió cuando la obra, con tablero vuelto, era exhibida en una prestigiosa sala teatral. El momento de la confesión genera una inflexión, un giro de la trama en 90 grados, y de ahí en adelante la cuestión se torna compleja: poco después, la productora confesará haber sido víctima del mismo hombre ante la mirada de la propia actriz.

Si bastara con describir la anécdota literaria de un montaje, sería correcto decir que hasta ahí la referencia es directa. La actriz representa una actriz que ha sido objeto de violación, sin embargo, el poder de esta obra reside en la misma operación del espacio: la oblicuidad de la enunciación, el permanente desvío de la misma. En efecto, Coca Miranda propone un personaje que está continuamente en un límite entre la parodia de la diva y la representación real de una mujer abusada. Lo que ahí ocurre no se lee en la superficie de la actuación, lo inquietante es eso que el texto hace emerger: la turbación desgarrada de una mujer que, tras haber sido violentada, se ha protegido mediante una enmarañada fantasía escénica que juega confundiendo la verdad de los hechos, haciéndolos pasar por sueños. 

La parodia no es transparente, en este caso, pues asoma desde su espalda la cicatriz sangrante de un recuerdo. En este sentido, el trabajo con la parodia alcanza un nivel de precisión y contención magníficos. No hay una palabra ni una escena que sobre, todo está dicho de forma aritmética. El juego de la repetición constante, el recurso del rodeo, la aparente inmovilidad de la trama que tiende a romperse cuando de tanto en tanto llama por celular el director, dan cuenta, a mi modo de ver, de lo que trata realmente La violación de una actriz de teatro. El juego de la culpa —reversión tan habitual en mujeres que han sufrido abusos— es instalado con sutileza y evidencia al mismo tiempo. El personaje, desde su distancia paródica, tensiona esta escena de la confesión, que podría fácilmente caer en un sentimentalismo melodramático y compasivo, lo que desactivaría la denuncia. 

El texto y la puesta en escena, que son mutuamente indisociables, logran colocarnos en la zona indiscernible de la verdad y la falsedad más absoluta que opera en ambos personajes. Juego de miradas, la violación como la escena primaria de estas mujeres que se debaten entre la doble urgencia de tramar una fantasía culposa para huir, y la necesidad de salir de ella para reconstituirse en sujetos. Si bien la ficción nos sitúa en un supuesto camarín doméstico, estas actrices en realidad no están representando actrices, más bien son cuerpos que portan una problemática extensible a muchas otras mujeres. Un juego prismático de realidades que es lo que llamamos una dramaturgia de la oblicuidad, una estrategia de supervivencia. 

La obra trasunta una profunda reflexión sobre el dolor, no tanto al vinculado a la acción misma del abuso, sino a la de la impotencia de reaccionar ante este. Pero ellas no son víctimas: Carla Zúñiga logra desplazarlas de este lugar común a través de una parodia lúcida. Estos cuerpos tratan durante una hora de entender por qué callaron, por qué replicaron la actitud cómplice con su perpetrador ante el abuso de otras mujeres cometido por el mismo hombre. Cómo somos capaces de construir pequeños teatros mentales para autoconvencernos de la verdad de una situación. Al final, la verdad brota, porque está inscrita en el cuerpo. No es posible huir de lo que nos ha pasado, pero tampoco el agresor queda impune para siempre. Aunque cubierta por todo un aparataje teatral, la verdad brota como un leve destello de luciérnaga. 

La violación de una actriz de teatro
Dirección: Javier Casanga
Dramaturgia: Carla Zuñiga 
Elenco: Coca Miranda, Carla Gaete