Reaperturas, presencias y fantasmas

«Paren la música es, desde su génesis, un proyecto inusual», escribe Mauricio Barría sobre la tercera parte de la afamada trilogía de Alejandro Sieveking. El estreno, que además es el primer montaje de la temporada 2021 del Teatro Nacional Chileno (TNCH), se tiñe del sutil humor negro y sentido del absurdo del dramaturgo, quien anuncia su muerte y la de su compañera Bélgica Castro, en un tríptico que funciona como una suerte de memoria escénica de sus vidas.

Por Mauricio Barría

Paren la música es un doble estreno. Además de ser el primer montaje de la temporada 2021 del TNCH, la obra marca también la reapertura de esta sala luego de pasar un año y seis meses cerrada por la pandemia, que hizo que la actividad teatral abandonara su espacio natural para recluirse y sobrevivir en la virtualidad de las pantallas.

Este doblez resulta paradójico, ya que la última actividad que tuvo lugar sobre este escenario, justo una semana antes de que se decretara la cuarentena, fue el funeral (o acaso la última función) de dos grandes artistas chilenos y Premios Nacionales: Alejandro Sieveking y Bélgica Castro. Fue esta, quizás, la última acción performativa de esta pareja que despilfarraba humor negro y agudeza.

Ahí, pues, yacían esos dos féretros sobre el escenario de la Sala Antonio Varas, casi como una premonición de lo que hoy, en ese mismo lugar, y luego de 18 meses, sucedió ante una sala con su máximo aforo. Tal vez la vida no sea otra cosa que un continuo déjà vu de una escena única que no acaba.

Paren la música es, desde su génesis, un proyecto inusual. Es la tercera parte de una trilogía que inicia con Todo pasajero debe descender (2012) y sigue con Todos mienten y se van (2019). Sieveking dejó inconclusa esta tercera parte, escrita a partir de los materiales originales por Nona Fernández. Una trilogía en la que, conforme a su sutil humor negro y sentido del absurdo, el dramaturgo anuncia su muerte y la de su compañera; un tríptico que funciona como una suerte de memoria escénica de sus vidas.

Esta tercera parte se centra en la figura de Bélgica Castro, de su memoria extraviada y de la reunión de la pareja en otra dimensión. Bajo la metáfora ambigua de una obra en construcción que debe cerrar —y que es al mismo tiempo una obra en el sentido inmobiliario y teatral—, representa también la despedida de la actriz. Como en los trabajos anteriores, Bélgica se llama Gregoria, entre personaje ficcional y alter ego de la actriz real. La obra parte de una situación que cita el espacio de un café, que es donde transcurre Todo pasajero debe descender. Gregoria espera a su supuesto biógrafo, Guillermo (encarnado por Sieveking en los episodios anteriores), quien resulta ser una suerte de custodio de su memoria. La espera inicia junto a un obrero de esa construcción (Felipe Cepeda) que, más bien, es una demolición. Lo que está derrumbándose es ese viejo café en el que Gregoria y Guillermo acostumbraban verse.

Desde el comienzo se hace evidente que la repetición será la figura sobre la que se erige el texto, desde las referencias a datos que retornan, la mención del signo piscis de la actriz o una serie de recuerdos que no sabemos si sucedieron o no. Como un pulso narrativo, la repetición materializa muy bien la deriva de esta mente perdida en el tiempo. Con todo, la dramaturgia se estructura de forma progresiva, en la lógica del paulatino develamiento de una verdad. Al rato, sabemos que ella espera a alguien que murió hace meses en ese mismo lugar. La naturalización de lo fantástico, a pesar de lo conocido, resulta emocionante por la referencia a lo real de esta historia.

El personaje de Gregoria, maravillosamente interpretado por Catalina Saavedra, fue En todo pasajero debe descender encarnado por Bélgica Castro, como si de su alter ego se tratara. Sabemos que cuando hablan de Víctor, un antiguo amigo, se refieren a Víctor Jara, y que el biógrafo hace referencia al propio Alejandro Sieveking. De este modo, lo que en principio podría parecer una poética del realismo mágico y absurdo —que conocemos tan bien en la dramaturgia de Sieveking en textos como Ánimas de un día claro (1959), Los tres tristes tigres (1967) o La mantis religiosa (1971)— se convierte en un tipo de alegoría sobre el teatro, su dañada condición en pandemia y su vínculo esencial con la memoria colectiva.

«Paren la música», Teatro Nacional Chileno.

Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural.  Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres. 

Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.  

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Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal. 

Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio. 

La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.  

De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias. 

El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.  

Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos.  Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder).  Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad. 

Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno.  El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.

Capturas de la historia

Blanco en blanco, película del director español-chileno Théo Court, es «una reflexión en imágenes sobre las formas de producción de visibilidad de una época y sobre una época. Al construirse bajo la figura del dispositivo fotográfico, construye su propia ética de la visión; nos advierte que el acto de fotografiar es algo más que una observación pasiva».

Por Laura Lattanzi

La conquista y la incorporación de territorios a finales del siglo XIX e inicios del XX se hace en nombre del progreso y de un nuevo modelo productivo “civilizatorio”. Pero ya sabemos que muchas veces este relato histórico obvia lo que este proceso trajo consigo: la violencia y desaparición de otros modos de estar en el mundo, el exterminio de pueblos, la propiedad de las tierras en manos de unos pocos terratenientes.

La conquista se ejerce con máquinas, con armas, con ferrocarriles. Pero hay dos aparatos emergentes del período que participan y también capturan la realidad, en este caso, haciendo visible la pérdida. La fotografía y el cine exponen la realidad, pero de igual forma hacen de esta presencia una ausencia: al disponerla en el marco de una fotografía o de un filme, se vuelve pasado y a la vez algo significativo. Como señala el pensamiento barthesiano sobre la fotografía, con ella no se puede negar que la cosa estuvo ahí, que ha sido, y que ahora ya no está.

La película Blanco en blanco, del director español-chileno Théo Court, se contextualiza en esos albores del siglo XX en Tierra del Fuego, en momentos en que los conquistadores avanzaban sobre los territorios haciendo desaparecer pueblos. Es en este escenario que hace su arribo el protagonista del filme, Pedro, un fotógrafo interpretado por el actor Alfredo Castro, que llega a estas zonas con el trabajo de fotografiar el matrimonio de un terrateniente escocés, Mr. Porter.

Su tarea se tornará, al igual que el paisaje, ardua e inquietante. El latifundista no se hará presente ni ante la cámara de Pedro ni ante la de Théo Court; la celebración del evento se dilata y se torna imposible de ser representado. Mientras tanto, Pedro fotografía a la futura esposa, una niña con la que el personaje parece obsesionarse. Desde su primer encuentro, el fotógrafo quiere inmortalizar su belleza en una imagen. Busca nuevos ángulos, escenarios, poses; la viste y desviste hasta que la cuidadora de la niña se inquieta y decide terminar con las sesiones.

«Blanco en blanco», de Théo Court.

Pedro queda atrapado en ese territorio inhóspito sin trabajo y termina por unirse a mercenarios que asesinan selk’nam por libras esterlinas, procurando así incorporar tierras a las propiedades del latifundista. La nueva tarea del protagonista será entonces fotografiar a los cuerpos asesinados, registrar la desaparición de un pueblo. La precisión con la que compone los encuadres de los cadáveres será la misma que ejerce con la niña, uniendo en su trabajo fotográfico el cuerpo erotizado de la novia infante con la muerte de una comunidad. Fotografías que testimonian una relación perversa, violenta: la conquista de los cuerpos y los territorios.

La película destaca por sus planos elegantes y bien construidos, en los que la luz —su presencia y ausencia— juegan un rol fundamental. La misma precisión de Pedro parece ser la del director de fotografía del filme, que se esmera en retratar, por un lado, espacios cerrados, habitaciones oscuras donde la luz se cuela de manera natural y significativa, como en la primera sesión fotográfica de la niña, donde se ensayan diversos movimientos de cortina para que ingrese la luz al recinto y al cuerpo fotografiado, o la escena en la que se tapia una ventana y el plano se llena de oscuridad; y por el otro, espacios abiertos dominados por las inclemencias de un paisaje austral, en los que la nieve y los vientos se toman el plano visual y sonoro.

Las secuencias son largas, lo que intensifica esa atmósfera de hallarse en lugares aislados, ambiguos, hostiles. Tiempos largos que contrastan con los ritmos de un cine industrial acostumbrado al corte y la vorágine, y que también se vinculan al modo de producción fotográfico de la cámara de Pedro, cuyo tiempo de exposición, como las cámaras de esa época, podía contarse y hasta medirse en varios segundos. En esos días, la fotografía no operaba a través de la captura espontánea de un instante, sino que requería de un tiempo de exposición, lo que implicaba además una cuidada preparación de la escena. Así, Pedro monta su escenario para capturar las imágenes, dispone los cuerpos, mide la iluminación, y bajo ese modo de operar compone un retrato erotizado de una niña forzada al matrimonio y otro en el que se ve a los cazadores blancos posando bajo los cuerpos sin vida de los selk’nam.

Hay algo esquivo y a la vez abyecto en la puesta en escena, y es en este sentido que se puede vincular Blanco en blanco con otras películas contemporáneas que renuevan los vínculos entre cine e historia bajo un prisma similar, como Zama (2017), de la argentina Lucrecia Martel, o Chaco (2020), del boliviano Diego Mondaca. Ficciones latinoamericanas en donde los eventos históricos pierden su carácter de grandes acontecimientos narrativos, para centrarse en los deambulares de personajes que deben transitar espacios inhóspitos, cargados de una atmósfera de angustia y alucinación, y en los que la latencia tiene un papel central. Sin embargo, a diferencia de Zama o Chaco, la película de Court trabaja con retratos de un pasado que quiere ser inmortalizado en imágenes —y no así dinamizado como en los otros casos— mediante los procesos fotográficos de esa época. Así, las imágenes quedan fijas en su propio tiempo y en su propio modo de producción.

Blanco en blanco es una ficción que busca retratar un período histórico, pero es también una reflexión en imágenes sobre las formas de producción de visibilidad de una época y sobre una época. Al construirse bajo la figura del dispositivo fotográfico, construye su propia ética de la visión; nos advierte que el acto de fotografiar es algo más que una observación pasiva. El acto mismo, tal como dice Susan Sontag, es un acontecimiento. Uno que implica la captura, la posibilidad de apropiarse de lo fotografiado, pero también de sentirse punzado por quien observa ahora las imágenes del pasado en una pantalla.


Blanco en blanco
Chile, España, Francia; 2019 
100 minutos / Dirección: Théo Court / Guión: Samuel Delgado, Théo Court
Elenco: Alfredo Castro, Lars Rudolph, David Pantaleón, Lola Rubio, Alejandro Goic / Productoras: Quijote Films, El viaje films, Pomme Hurlante Films

Fugitiva ambigüedad

«Moreno, con su oficio habitual presente en trabajos como La ciudad de los fotógrafos (2004), Habeas corpus (2015) o Guerrero (2017), navega bien por los mares de la síntesis, el ritmo, la información y el acercamiento, pero termina entregando una visión algo institucional al dejar de lado las aristas conflictivas o contradictorias del propio Larraín», escribe Iván Pinto en su crítica sobre Sergio Larraín: El instante eterno, documental dirigido por Sebastián Moreno.

Por Iván Pinto

El retrato biográfico —referido a relatos que abordan la experiencia vivida de un personaje real— es un género históricamente estable en el panorama del documental. Dos de sus formas más actuales son la de rescatar figuras invisibilizadas por la historia o la de presentar aristas desconocidas de nombres célebres (como buenos ejemplos, veáse: Allende, mi abuelo Allende [2015] o Be Natural: The Untold Story of Alice Guy-Blaché [2018]). El documental Sergio Larraín: El instante eterno estaría dentro del segundo grupo, abordando la biografía y obra del fotógrafo, quien, a pesar de ser reconocido internacionalmente, podría decirse que en Chile sigue siendo a gran escala un misterio. Lo digo muy a propósito de un proceso lento de reapropiación narrativa que, en términos locales, se refleja este año en la publicación de dos libros, así como la versión extendida de esta película en una serie de televisión.

El instante eterno, como decíamos, se mete de lleno en la vida y obra de Larraín. El documental se estructura en tres partes: en la primera, asistimos a la reconstrucción de un Sergio Larraín inquieto que descubre en la fotografía un modo de expresión plástica, pero también espiritual. Vemos aquí el descubrimiento del fotógrafo que representa desde los mundos precarios de la marginalidad a la dimensión alegórica del paisaje. Un segundo momento abordado en el documental son los años de fama, con su inserción en el mundo de la revista Life y la agencia Magnum. Observamos aquí la destreza no solo fotográfica, sino reporteril, logrando inmiscuirse en mundos insólitos que iban del star system a la mafia italiana. Capturas increíbles acompañan todo este itinerario: muchas fotos que dan ganas de ver con mayor detención, junto a citas de sus textos y reflexiones. La tercera estación es la más opaca y algo así como un último turning point del documental: su retiro espiritual y el encuentro con el llamado “grupo Arica”, colectivo new age instalado en el norte de Chile. Ahí Larraín termina apartándose definitivamente de la fotografía, llevando una vida monástica con su hijo en una parcela. Parte del “mito” de su figura viene de aquí, y es también una arista que ha llamado la atención a nivel internacional (como lo prueba el documental realizado por el fotógrafo Patrick Zachmann, citado por Moreno).

La película cuenta a su favor con el uso de archivos de primera fuente, accediendo a varias bases de datos, entre ellas, la propia agencia Magnum, el MoMA o el acervo familiar, así como testimonios bien elegidos, particularmente, contrapuntos interesantes entre la visión de la familia más cercana (hermanas, hijos) y las observaciones externas de curadores y otros fotógrafos (entre ellos, Luis Poirot). Así visto, se trata de una investigación de larga data, obligada a resumirse en un largometraje documental de poco más de una hora. Se supone que las líneas que abre el documental se profundizan en la serie que pronto verá la luz. Más allá de eso, la edición denota un trabajo pulcro de síntesis: en la hora y algo de duración, se abarca una cantidad impresionante de relatos y testimonios, además de archivos escasamente conocidos, como registros en super8 de la vida familiar, tiras de contacto con las marcas del fotógrafo, filmaciones propias muy tempranas e incluso videos de su vida retirada, así como escritos, cartas y otros recursos personales, acompañados de una música que evade el sentimentalismo fácil. Se agregan a ello algunas pequeñas —casi imperceptibles— recreaciones para el filme.

Imagen de Sergio Larraín: El instante eterno. Gentileza Familia Larraín Echeñique.

Moreno, con su oficio habitual presente en trabajos como La ciudad de los fotógrafos (2004), Habeas corpus (2015) o Guerrero (2017), navega bien por los mares de la síntesis, el ritmo, la información y el acercamiento, pero termina entregando una visión algo institucional al dejar de lado las aristas llanamente conflictivas o contradictorias del propio Larraín (por ejemplo, su rol como padre, el escaso detalle de su vida en el retiro) o de todo el aparato institucional que lo validó centralmente desde Europa y Estados Unidos (MoMa, coleccionismo). Con todo —y con el objetivo divulgativo cumplido con creces—, es posible también llamar la atención sobre esta timidez, que desemboca no solo en una mirada excesivamente respetuosa, sino también en un archivo fotográfico y audiovisual al servicio de una estructura más expositiva que exploratoria.

Quedan, para mi recuerdo, dos recortes y asociaciones. En primer lugar, la relación que tiene este documental con La ciudad de los fotógrafos, y el díptico que conforman respecto a la fotografía chilena. Mientras el primero aborda el trabajo invisible del colectivo de fotógrafos de la AFI durante la dictadura, abordado desde la perspectiva de la recuperación de la memoria social, el segundo se adentra, más bien, en los terrenos incógnitos y esbozados del mundo interior de Sergio Larraín, un mundo opaco que solo logramos intuir desde la rememoración de terceros, en un juego de reflejos y proyecciones. Se trata de dos polos —el social y el subjetivo— que se anudan en un “arte intermedio”, como llamó el sociólogo Pierre Bourdieu al arte de la fotografía.

En segundo lugar, un souvenir: acaso la secuencia más bella del documental, un archivo rescatado del documental de Zachman y reutilizado aquí, en la que una cámara de video ingresa a la parcela del fotógrafo con la prohibición de filmar su rostro. Se trata de un Larraín de voz pausada, mientras la cámara muestra sus manos bajo la textura lumínica del video casero en una tarde de sol. Una escena ambigua por lo que muestra y lo que no, que habla tanto de las potencialidades del archivo y del medio documental, como la indeterminación radical de una vida sumergida de la cual hemos alcanzado a ver apenas un destello.


Sergio Larraín: El instante eterno
Chile, 2021 / 90 minutos
Dirección: Sebastián Moreno / Guión: Claudia Barril, Sebastián Moreno
Investigación: Sebastián Moreno / Productora: Las Películas del Pez

Tamara, suspendida

«¿Puede haber una relación más honda con el lenguaje y la belleza que la que tuvo Tamara Kamenszain en su vida?», se pregunta la crítica Lorena Amaro en este texto sobre Chicas en tiempos suspendidos, última publicación de la poeta y ensayista argentina que partió el pasado 28 de julio, dejando su obra interrumpida.

Por Lorena Amaro

Construir una literatura tal vez sea transitar de modos muy diversos los mismos caminos. Haciendo figuras, de cabeza o dando volteretas en el aire, algunas palabras, algunas obsesiones y ritmos se repiten como un mantra, y en eso consiste la exploración. Chicas en tiempos suspendidos (Eterna Cadencia), de Tamara Kamenszain —el último libro que alcanzó a publicar antes de que un cáncer fulminante se la llevara en julio pasado— revela esta experiencia obsesiva. Si antes sus temas fueron la generación literaria —sus contemporáneos fueron Lamborghini, Perlongher, Libertella, Carrera, Fogwill, Aira—, la familia, las genealogías que trenzan el judaísmo y el cristianismo y también las tradiciones literarias, en este poemario/ensayo/breve relato de un encargo (excentricidad que la editorial cataloga de “novela”), aquí son “las chicas”, autoras del pasado y del presente, las que se encuentran en torno a la práctica poética, el biografismo, los estragos amorosos y la sombra de un sujeto institucional, poderoso y, en cierto punto, siniestro: el “vate”.

La obra de Tamara Kamenszain quedó interrumpida el 28 de julio de 2021: una escansión del verso de la vida que, como la poesía, se ve interrumpida “a golpe de cortes”, como decía ella en uno de sus últimos ensayos (Libros chiquitos, Ampersand, 2020) y también, quizás si con un presentimiento, en el verso 21 de Chicas…: “¿Y la enfermedad? / ¿Y la muerte? / De estos asuntos ya hablé en otros libros / y no me queda nada más para decir. / Porque en este caso no hay duda / de que lo que empezó como poesía / está terminando como una de esas novelas / donde ni el lamento tanguero / ni el lamento judío /ni el otro lamento con el que suelo tapizar / el diván de mi analista / alcanzan para que el ritmo / el rezo / el verso / la escansión / o como quieran llamar / a ese golpe que corta la prosa / en pedacitos / se interponga entre la realidad y lo que sí o sí /merece quedar suspendido / sin pronóstico / sin metáforas / pero sobre todo / sin miedo.

No es solo en estos versos: la muerte es el bloque de lo real (aquello que “es lo que hay y punto”) que marca todo Chicas…, escrito, como Kamenszain misma subraya, “entre marzo y diciembre de 2020”, bajo pandemia. Explica que es una escritura que surge de un encargo, el de escribir un capítulo para la Historia Feminista de la Literatura Argentina (HFLA, proyecto que ya cuenta con un primer volumen publicado), un texto sobre las poetas del siglo XXI. Ella decide: “Voy a escribir qué pasa con el amor / en lo que escriben esas chicas de hoy / me propuse entusiasmada”. La palabra amor, sin embargo, conecta esta poesía con la que escribieron, un siglo antes, las “poetisas” que, como Storni, lidiaron con un tiempo de “los vates” que las tildaron de chillonas, cuando “La palabra femicidio / no la teníamos / la palabra muso / no la teníamos / la palabra vata / no la queremos. / Pero la palabra poetisa sí / aunque nos avergonzaba”. ¿Cómo nombrarse? ¿Cómo construir esas autorías de mujeres?

No está demás, a estas alturas del siglo XXI y a pesar de que la excepcionalidad es una trampa, recordar que ella y Coral Bracho fueron las dos únicas mujeres presentes el famoso Medusario. Muestra de poesía latinoamericana (1996), que reunía obras de filiación barroca (o neobarrosa). En su caso, poemas de los libros Los no (1977), La casa grande (1986), Vida de living (1991) título que Leticia Frenkel, su nuera, escoge para recordar, bellísimamente, lo que fue su vida compartida—, libros de trama y palabra herméticos que, con los años, irían cediendo paso a una estética más asequible y narrativa. Y cambiaron, también, otras percepciones. Así lo explica en el ensayo que publicó en la HFLA: “Para las que empezamos a publicar en los setenta, que nos llamaran ‘poetisas’ significaba una ofensa”. Explica que ella y sus contemporáneas se decantaban porque las llamaran como a “ellos”, por el apellido: “Rosenberg, Moreno, Bellesi, Gruss” (Chicas…). “Yo no soy poetisa soy poeta / me dije una y mil veces a mí misma”. ¿Pero y “ellas”? Esas otras llamadas Alfonsina, tan “chillonas” para vates como Borges o como Neruda, que prefería a las mujeres silenciosas. ¿Y las uruguayas?: “Juana, Idea, Circe, Amanda” (Chicas…). Kamenszain ejerce aquí su propia autocrítica, en que trastabillan las convicciones de juventud para reconocer el legado de esas escritoras: “porque las poetisas con nombre son / jóvenes viejas que si las leemos a nuevo / nos guiñarán el ojo más actual / para que la poesía de amor / renazca como renace”.

Cinco son las secciones de este poema-ensayo de impensada despedida: “Poetisas”, “Abuelas”, “Chicas”, “Antivates”, “Fin de la historia”. Se hace poco el libro para poder seguir sintiendo algunos de sus estribillos: “y sin embargo sin embargo” o “lo que empezó como poesía / tuvo que terminar como novela” (con variantes que se repiten obstinadas a lo largo del texto, esas “alarmas auditivas” de las que ella también escribió). ¿Puede la poesía terminar como poesía? ¿O siempre la poesía arrastra una novela, o en el caso de Tamara Kamenszain lo que ella misma llama “un novelón”? ¿Puede la poesía cobijar a la novela o es al revés? Kamenszain practica la poesía crítica incluso cuando escribe un aparente ensayo, El libro de Tamar (2018), donde también sabe descubrir (aunque no en versos, sino en prosa) los impensados vericuetos del amor y la palabra.

En Chicas… hay un protagonismo plural, casi coral: las poetisas modernistas, las abuelas como ella misma o las de Plaza de Mayo, en espera de sus nietos, aquellos poetas en que quiere ver la figura inversa del “vate”, los antivates, grupo en el que cuenta, por ejemplo, a un Enrique Lihn agonizante. Se repite la figura de la escritura por encargo, a la que ya le da una vuelta en Libros chiquitos, donde también convoca al pasado y especula que “parece haber siempre una cadena de libros que impulsan la escritura de otros (…) y parece ser que leer es así de dinámico cuando lo que provoca es un entramado de escrituras”. Por eso la suya es una poesía crítica, que se entreteje siempre en la palabra de otres. Así lo hace, por ejemplo, en uno de sus poemarios más bellos, El eco de mi madre, donde relee los textos de Olga Orozco, Diamela Eltit, Coral Bracho, Sylvia Molloy y otras que han escrito sobre “estas rehenes del Alzheimer”, las madres, las amigas, las otras que se han sumergido en la desmemoria: “No puedo narrar / ¿Qué pretérito me serviría / si mi madre ya no me teje más?”.

¿Puede haber una relación más honda con el lenguaje y la belleza que la que tuvo Tamara Kamenszain en su vida? Quizás le hubiese gustado que se hablara aquí de Barthes: “Barthes ya intuía eso que llamó / la nebulosa biográfica / volver a poner en la producción intelectual / un poco de afectividad, nos dijo mientras confesaba / ‘Terminé prefiriendo a veces leer la vida de ciertos / autores más que sus obras’” (Chicas…). Barthes pensó bastante una biografemática, esto es, la articulación de huellas autoriales, sensoriales, activadas a partir de la lectura. Un roce intenso entre la vida de escritores y lectores, un encuentro de dos subjetividades en que la vida se dispersa en puñados de palabras, “… lejos de los tiempos de la cronología / suspendida en una galaxia discontinua” (Chicas…), que es donde la propia Kamenszain dialoga con esos tiempos otros de las poetisas, sus amores, sus vidas, para luego, desde este no tiempo, que es su muerte inesperada, abrupta, seguir hablándonos. Tamara Kamenszain excede todos los encargos que se le hacen y nos envía, como lo hizo antes con ella su amigo Enrique Lihn (cuya última carta llegó, providencialmente, varios años después de la muerte del poeta), un saludo anacrónico (y, en su caso, sobre los anacronismos de las poetas, poetisas).

Chicas en tiempos suspendidos
Tamara Kamenszain
Editorial Eterna Cadencia, 2021
88 páginas

Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural.  Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres. 

Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.  

***

Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal. 

Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio. 

La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.  

De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias. 

El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.  

Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos.  Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder).  Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad. 

Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno.  El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.

Feria de vanidades

«Parece que la novela no quiso renunciar a tener una protagonista atractiva con una vida sexual libre y a la vez construir una situación supuestamente misteriosa que sin duda remite a un abuso y agresión sexual. Las referencias a los esfuerzos de Mona por evadir la situación —y a su abusador— recurriendo al alcohol resultan bastante superficiales y poco creíbles», apunta Lucía Stecher sobre Mona, novela de la escritora argentina Pola Oloixarac.

Por Lucía Stecher

En medio de otros libros expuestos en distintas librerías, Mona, de la escritora argentina Pola Oloixarac, llama la atención por su portada y tamaño. Neón Ediciones reeditó esta novela en Chile en julio de 2021, apostando por un dibujo llamativo y un formato pequeño, amigable y bien cuidado. Publicada originalmente en 2019 por Random House, Mona comienza bastante bien. Con un ritmo narrativo ágil, configura desde sus primeras páginas lo que será el eje fundamental de su trama: la participación de la escritora peruana Mona en un evento organizado en Suecia denominado la “Meeting”, que congrega a los y las escritoras nominados al Premio Basske-Wortz, “el galardón literario más importante de Europa, y uno de los más prestigiosos del mundo” (13). La voz narrativa focalizada en Mona, la protagonista, la sigue desde que toma el avión en Estados Unidos para participar como autora invitada al encuentro.

En las primeras páginas leemos que la joven es una escritora “latina” que, gracias al éxito obtenido por su novela debut, consigue un puesto como investigadora en la Universidad de Stanford. Mona tiene muy claro que en el sistema universitario estadounidense tiene un lugar preasignado en función de su origen y las expectativas generadas con su primer libro. La inserción de la protagonista en Estados Unidos le permite a la novela iluminar la dimensión cómica —o derechamente ridícula— de las pretensiones de categorización identitaria de su sistema académico: “Las universidades compartían valores esenciales con los zoológicos clásicos, donde la diversidad marcaba su atracción y prestigio; en su rol de latina sobreeducada en plena administración Trump, Mona experimentaba su sereno cautiverio como una forma de libertad. A todos los doctorandos se les preguntaba, al ingresar, por su ethnicity: Mona había cliqueado, debajo de Hispánica, Indígena y debajo había tipeado Inca… todo el asunto le parecía una burocracia más o menos pintoresca, y la elección de subtipos raciales debajo de Hispánica era obligatoria” (19).

La novela, cuyo mundo configura un microcosmos poblado por escritores, intelectuales y agentes del sistema literario, es generosa en observaciones de este tipo, sobre todo cuando traslada su foco al resort sueco en el que están reunidos los y las nominadas al Premio Basske-Wortz. Ahí la vanidad, inseguridad, extravagancia, inadecuación y narcisismo de los distintos escritores es iluminada a veces de modo original, pero en otras ocasiones se hace abusando de los clichés.

Mona se articula en torno a dos líneas narrativas principales. La primera tiene que ver con la ya referida situación de encuentro de hombres y mujeres que, desde distintos lugares del mundo, acuden a Suecia a ver si resultan favorecidos con el importante galardón. A través de esta línea, la novela forma parte de lo que podríamos denominar “literatura de congresos”, emparentada con la más prolífica y antigua “literatura de campus”. Si bien se trata de subgéneros literarios que suelen armar sus tramas y ambientes a partir del recurso a situaciones reconocibles por quienes participan de estos mundos, en Mona los personajes y las situaciones en que se encuentran son extremadamente estereotipados. La escritora japonesa escribe poemas delicados y minimalistas y se conduce del mismo modo en su vida; el escritor colombiano es un latino seductor que para las europeas resulta irresistible; el árabe es encantador y comunica muy bien sus historias, y así sucesivamente. Más que de personajes, se trata de tipos, y la pregunta que surge es si la novela se ríe y cuestiona los estereotipos o más bien se sirve de ellos para generar situaciones que a veces logran ser divertidas, pero que en general son predecibles. Por otra parte, los diálogos entre estos personajes (o tipos) le permiten a la novela desplegar algunas reflexiones sobre temas contemporáneos interesantes: la pregunta siempre relevante sobre el lugar de las mujeres escritoras en el campo literario, la función de los premios y el reconocimiento en las trayectorias autorales, las posibilidades de comunicación y los desafíos de la traducción entre distintas lenguas. En esos diálogos hay momentos y reflexiones interesantes, pero que en general no logran integrarse bien a la trama.

La segunda línea narrativa del libro de Oloixarac es, a mi parecer, la menos lograda. Al principio de esta reseña, señalé que la novela parte con un ritmo ágil que resulta atractivo y que la protagonista llama la atención. Nos enteramos pronto que Mona nació en Perú —aunque las referencias a su país de origen y el vocabulario que proviene de él son aspectos muy débiles en el texto—, que es atractiva, se arregla mucho y busca constantemente el placer sexual. En lo que parece haber sido un esfuerzo por agregar una capa de misterio al libro, cada cierto número de páginas aparecen referencias a moretones en el cuerpo de la protagonista y al hecho de que el viaje a Suecia tiene también la forma de un escape. Incluso se alude a apariciones enigmáticas en el resort y se mencionan llamadas y mensajes que configuran un ambiente de peligro en torno a Mona. A medida que se avanza en la lectura, las alusiones a una escena de abuso y violencia son más explícitas, hasta que se revela que, justo antes de tomar el avión que la llevaría a Suecia, Mona fue agredida por un compañero de Stanford.

Elisa Loncon y Nelly Richard en la Cátedra de Pensamiento Situado. Crédito: Felipe PoGa.

Resulta muy poco creíble —e incluso chocante— que después de una experiencia que le ha dejado huellas en el cuerpo y que intenta olvidar tomando alcohol y Valium, Mona esté permanentemente abierta a darse a sí misma placer sexual y a buscar encuentros con otros hombres. Se nos dice que ha olvidado lo que le pasó y, recién hacia el final, tiene un momento de lucidez en que recuerda todo. Pero su cuerpo tiene las marcas de los golpes y ella está siempre atenta al tiempo que demoran en desaparecer los moretones. Parece que la novela no quiso renunciar a tener una protagonista atractiva con una vida sexual libre y, a la vez, construir una situación supuestamente misteriosa que sin duda remite a un abuso y agresión sexual. Las referencias al dolor, a las dificultades para recordar, a los esfuerzos de Mona por evadir la situación —y a su abusador— recurriendo al alcohol resultan bastante superficiales. A esto se agrega, de forma también poco elaborada, el tema recurrente de la dificultad que enfrentan los y las escritoras para escribir una segunda novela cuando la primera ha sido un éxito. En suma, el personaje de Mona, hilo conductor de la novela, termina siendo tan esquemático como las categorías establecidas por el sistema clasificatorio de las universidades estadounidenses.

Con respecto a la línea narrativa centrada en la “Meeting”, hay aspectos de la “feria de vanidades” que ahí se congrega que tienen cierto atractivo. La tensión generada por la expectativa de quién recibirá el premio modula las relaciones entre los y las autoras y parece, a la vez, impulsarlos a convertirse cada vez más en personajes. La novela opta por un final apocalíptico que subraya la futilidad y banalidad de los egos reunidos en el encuentro sueco, pero a la larga resulta un pincelazo grueso y tosco para terminar con un texto que, como dije al principio, comienza bastante bien.

Épica y resistencia popular

«Carmen Berenguer ha escrito un libro imperecedero, visceral, caliente, rabioso y tremendamente personal, que nos permite acceder a su historia de luchadora, de escritora comprometida y a su mirada privilegiada sobre aquellos días intensos, terribles, con pérdidas de vidas que, espero, no hayan sido en vano», apunta la crítica Patricia Espinosa sobre Plaza de la Dignidad.

Por Patricia Espinosa

La literatura chilena directamente ligada a la revuelta social ha sido escasa; la mayor parte de nuestrxs escritorxs se encuentran, cual estatua de Rodin, en modo pensar. Mientras las calles se llenaron de colores, cantos y bailes, la literatura guardó silencio. Este silencio literario puede entenderse por una distinción, que resurge con fuerza durante la década del 90, entre literatura e historia. La autonomía de la literatura se eleva como un dogma indestructible, imponiendo una visión evasionista y una concepción de literatura no contaminada de realidad, ajena a las crisis políticas del país. Esta mirada ha llevado a la profusión de escrituras del yo, ficciones orientadas a narrar la vida diaria, común, desasida de contexto y, por sobre todo, de una postura crítica respecto de las crisis sociales. Contamos, de tal manera, con un restringido corpus literario donde se advierta la representación de la realidad social contingente.

En medio de este panorama, se publica Plaza de la Dignidad (Mago Editores), de Carmen Berenguer. Un texto al que la editorial incluye dentro de su colección de poesía; sin embargo, desde mi visión, es posible de catalogar como postpoesía por su carácter híbrido, ya que conviven la poesía, la crónica y el testimonio. Berenguer, poeta de extensa y brillante trayectoria, nos enfrenta a una propuesta literaria de potencia superior. Me refiero con esto al planteamiento de una estética de la resistencia donde confluyen la rabia, la utopía y la dignidad.

El lugar: Sin cortes estróficos, puntos seguidos ni apartes se despliega esta suerte de work in progress, en el que la hablante/narradora asume la voz individual — de escritora— pero también del colectivo. Berenguer elabora la historia de una rebelión a la cual da como fecha de inicio el 18 de octubre de 2019 en un lugar específico: “Plaza de la Dignidad”, y una razón particular: el sublevamiento a la “dictadura mesiánica del capital” (30). La autora observa el acontecer desde la ventana de su hogar, situado frente a Plaza de la Dignidad, pero también su voz se ubica en el afuera, en el espacio público, como una más de las manifestantes que muestran su descontento.

La escritura: “Sentidos del oficio” es el texto donde Berenguer plantea su poética: “Esa sentida estadía de sentir este oficio de escribir/ Sin planificación ni estructura más rota la conciencia/ Siempre se enciende la ruptura con el logos/ Por el que escapan las palabras y los sentidos parpadean/ Sustrayendo despejando dejándolas solas refulgentes/ transparentes un signo perla/ Y por qué si las estructuras se están cayendo a pedazos y los oficios/ Los sentidos de la permanencia han caído y rodado en este comienzo/ tantear sobre los pasos rotos como las habichuelas ruedan plastificadas/ nobles del ayer de un día que fue como fui si todo era superficie/ por ello repetir el camino es errar en la noche sagrada y que bien dejaron/ los guijarros en el andar dispersos en la calzada se sienten los gritos corren/ palabras pliegues cantos” (19). “Estadía” denomina la autora a su proceso de escritura, situándose en un oficio, un hacer, que transgrede el logocentrismo, sin mediaciones entre el pensar, sentir, hacer, luchar y escribir. Este punto me parece clave en el volumen, ya que representa la modalidad elegida por la autora para abordar el momento histórico en que se encuentra. Es tal el peso de los acontecimientos, que ha caído lo permanente, como señala Berenguer, lo cual implica el derrumbe de la estructura social, pero también de lo literario. Frente a esto, la desestructuración. Así, la escritura emerge como una práctica móvil, pero con un eje, que acude una y otra vez a la revuelta y las confrontaciones entre policías y manifestantes.

La victoria: La voz asume el triunfalismo del colectivo y dice: “Hoy es domingo Diciembre a 53 días del estallido social en el Chile neoliberal/ En Plaza de la Dignidad preñada de buenos augurios/ Derrotamos el sistema quedan los momentos del final son golpes/ las máscaras del sistema están en el barranco solo propinan palos de ciego/ Son ellos los que a golpes siniestros en sus fábricas de exterminio/ no pelean cuerpo a cuerpo tiran sus pestilentes armas al aire a los ojos/ el tirano solitario guarda sus millones en arcas extranjeras/ Y donde arranque será perseguido por haber estrujado un pueblo/ No habrá refugio en este mundo tendrá que pagar con cárcel sus fechorías” (ibíd.). Esta irrupción de lo utópico, de un futuro con justicia y castigo, se establece como devenir natural de la resistencia y deseo de cambio. Berenguer sabe de utopías clausuradas, pero las levanta nuevamente y les sacude el polvo de una historia de fracasos y traiciones.

El género: Dos interrogantes respecto al género surgen en esta escritura: “si hubo o hay diferencia de género en los castigos” (41), “¿Y si los golpes tienen sexo?” (ibíd.), aludiendo con ello al ensayo de la teórica Nelly Richard “¿Tiene sexo la escritura?”. La autora plantea una gran pregunta sobre la distinción género/sexo y la violencia en un contexto dictatorial y postdictatorial. Ambas temporalidades, regidas por el orden patriarcal, son asumidas por Berenguer a partir de un enfoque de género binario. Esto implicaría que si bien el sexo es una condición biológica, la tortura, el crimen, son ejercidos a partir del género. Berenguer se aleja de la interrogante literaria sobre la escritura y se instala en el terreno de los cuerpos de mujeres. Este desplazamiento tiene implicancias enormes en la propuesta estética de este libro. La autora subordina la reflexión teórica a la preocupación por la materialidad de los cuerpos y los modos de destrucción que ejerce el poder. Y, lo más importante, sospecha que las violencias son generizadas, entregándonos la tarea de desentrañar sus interrogantes.

El barrioco: El tenor testimonial del volumen lo convierte en una pieza literaria irreemplazable, un documento cultural escrito al interior de la revuelta y postrevuelta. “Lo viví” (73), señala la escritora en el poema de cierre, reforzando con ello la condición no ficcional de su itinerario. Así, luego dice: “las llamas rodearon mi plaza/ se llama Dignidad!”. Para luego agregar: “Mi plaza está viva y colorea/ es la guernica sudaca del sur/ Es el bronx en la acera sur del continente/ Es mi barrioco donde escribo/ El día que dejaron ciego a un joven luchador en esta plaza” (ibíd.). El posesivo, “mi plaza” y “mi barrioco”, permite comprender que el territorio es parte de la existencia de la voz lírica. Su barrioco, término acuñado por la autora, unifica barrio con barro y barroco, tres vectores basales de su estética del desborde, del exceso citadino, callejero, ligado al territorio y a la diversidad de géneros y formatos literarios. En el barrioco escribe, vive y lucha la voz lírica/narrativa. Estas conjunciones se deben al carácter transficcional liminar que cruza el texto. Con tales términos me refiero a una escritura donde se concitan, a lo menos, dos géneros literarios (narrativa y poesía) donde se rompen los límites entre ficción y no ficción, voz autoral y voz textual, y donde la representación de lo real concita pasado y presente.

La rabia: Una escritura rabiosa es esta de Carmen Berenguer, que se constituye en una herramienta poderosa contra la opresión individual y colectiva. Ni la autora ni su voz textual son entidades neutras en este volumen. Hay un carácter, un temperamento que no se cobija en el circunloquio, la elipsis; es más, identifica el silenciamiento como una más de las prácticas represoras.

Plaza de la Dignidad
Carmen Berenguer
Mago Editores, 2021
80 páginas

Dignidad: La primera vez que leí una pancarta callejera que decía “Hasta que la dignidad se haga costumbre”, pensé en la grandiosidad de la palabra y del triste olvido en que había caído en nuestro pueblo. Berenguer recupera la fuerza rabiosa de hacer parte de nuestras vidas la decencia, la honra, confiscadas por un sistema corrupto. Pienso entonces en Audre Lorde cuando dice: “Toda mujer posee un nutrido arsenal de ira potencialmente útil en la lucha contra la opresión, personal e institucional, que está en la raíz de esa ira. Bien canalizada, la ira puede convertirse en una poderosa fuente de energía al servicio del progreso y del cambio”. Tal como Lorde, Berenguer despliega una ira benéfica en su testimonio, emitido desde un cuerpo, su cuerpo, agotado, adolorido. Sin embargo, lo más sorprendente es que, pese a la incertidumbre, emerge una y otra vez el deseo de sobrevivencia.

Carmen Berenguer: ha escrito un libro imperecedero, visceral, caliente, rabioso y tremendamente personal, que nos permite acceder a su historia de luchadora, de escritora comprometida —sí, comprometida, expresión que nunca pasará de moda— y a su mirada privilegiada sobre aquellos días intensos, terribles, con pérdidas de vidas que, espero, no hayan sido en vano.

El gremio de los pintores y las políticas del muro

«Uno no puede dejar de preguntarse por la pertinencia de una curaduría de este estilo, tan arbitraria en su aproximación a la tarea encomendada por Matucana 100, y finalmente, tan comprometida con solo una forma de entender el arte contemporáneo», escribe el crítico Diego Parra sobre la exposición «Políticas del espacio», curada por César Gabler.

Por Diego Parra

Hay agoreros que cada cierto tiempo anuncian la muerte de la historia, de la política, de los libros en papel y de la pintura, esa práctica tan antigua y noble que, así como fallece, es constantemente revivida. ¿Por qué tanta obsesión con los signos vitales de la pintura? A ratos, al hablar de “pintura contemporánea reciente” pareciéramos estar escuchando una historia de zombies que vuelven para hacerse presentes entre nosotros. Nada está más lejos de la realidad que estos deseos de muerte y resurrección, en especial si contamos la cantidad de espacios, colecciones y galerías que mantienen regularmente exposiciones de pintores (aún con la proliferación de lenguajes como la instalación o la performance, la pintura sigue siendo la reina de los medios artísticos). En definitiva, a pesar de la desmaterialización de las obras, de la importancia de las instalaciones y las artes mediales, hay pintura para rato.

Actualmente, M100 expone “Políticas del espacio”, curada por el artista y crítico César Gabler, quien revisa la historia de la institución con las artes visuales en los últimos veinte años. Sin embargo, rápidamente se hace evidente que la exposición es, ante todo, un ejercicio gremial de pintores visibilizando pintores. De los veinte artistas involucrados, trece se consideran a sí mismos pintores (¿catorce si contamos al curador?) y el grueso de los trabajos operan bajo esta técnica. La escultura, instalación, gráfica, videoarte y performance son fenómenos lejanos y poco entendidos por la curaduría, que prefiere ceder muros a grandes telas elegantemente trabajadas por la mano aristocrática de los pintores.

«Políticas del espacio». Crédito: Matucana 100.

Lo lógico habría sido pensar en una exposición histórica que revisara los hitos fundamentales en la trayectoria de M100. Algo donde encontrásemos obra reeditada y también documentación que ayudase a conocer la potente historia de este espacio, pero eso habría involucrado investigación, cuestión que no estuvo en juego a la hora de organizar esta muestra tan arraigada en el presente y el gusto personal. Uno no puede dejar de preguntarse por la pertinencia de una curaduría de este estilo, tan arbitraria en su aproximación a la tarea encomendada por M100, y finalmente, tan comprometida con solo una forma de entender el arte contemporáneo.

En lo que respecta a las obras, el recorrido planteado no da cuenta de nudos problemáticos o alguna narrativa que facilite la visita del espectador. Al final, da igual por dónde entremos y circulemos, las obras más allá de su bidimensionalidad (predominante en la sala) no parecen exigir demasiadas lecturas ni proponen nexos entre ellas (quizá el caso de Cristóbal Palma y Jorge Gronemeyer sea de las pocas conexiones evidentes, ya que ambos son fotógrafos). Un gesto travieso es el de situar en la entrada el muro escultórico de jabones Popeye de Daniela Rivera, una instalación que vendría a ilustrar el chiste de Barnett Newman: “Escultura es aquello con lo que tropiezas cuando retrocedes para mirar un cuadro”, ya que literalmente es un muro que obstruye el paso al ingresar al espacio.

Al ser esta fundamentalmente una exposición de pinturas, no deja de impresionar el virtuosismo de muchos de sus exponentes: Alejandra Wolff, Pablo Ferrer, Natalia Babarovic, Alejandro Quiroga, entre otros; la mayoría anclados en grandes telas que se ofrecen como golosinas para el espectador, quien puede dedicar mucho tiempo a las pinceladas y veladuras. Sin embargo, a ratos parece que los equilibrios propios de una exposición colectiva e histórica se ven desbalanceados de manera peligrosa: tres telas de Babarovic, varias de Wolff, dos de Ferrer, Quiroga, Herrera, Zamora, Cárdenas y Gumucio, nos dejan poco espacio para incluir a otros artistas fuera de la hegemonía de las escuelas de arte tradicionales y su respectiva narrativa, que protagoniza la historia del arte local. Y es que por “renovada” que sea la pintura, sigue ejerciendo un dominio preferente en la cultura artística y también en la sociedad, siendo casi siempre los pintores los más amigos de galeristas, dealers y coleccionistas. El gremio de los pintores seguramente mira con orgullo tal despliegue en un lugar como M100, donde las condiciones para contemplar una pintura se hacen cómodas por la extensión del espacio (sumado a que no hay esculturas con las que tropezarse).

Si bien es odioso echarle en cara a los curadores sus faltas, en el caso de exposiciones institucionales no se puede evitar hacer presente las ausencias que, por obvias, se hacen aún más visibles que las obras que quedaron dentro. Mi comentario aquí tiene que ver, además, con reconocer el calado histórico que muchas iniciativas de M100 han tenido en el circuito local, y que ante la falta de investigaciones (y curadurías críticas) han pasado al olvido. Al saber de esta exposición pensé que recuperarían el proyecto “Rúbrica” (2003), de Gonzalo Díaz, donde el artista convirtió al espacio mismo en protagonista de la obra al inundar todo de un insoportable rojo. También pensé en “Taller por taller, el lugar de la historia”, de Gracia Barrios y José Balmes (2002), donde toda la galería pasó a ser el taller de los pintores, vinculando así lo expositivo con la instancia de la producción misma de sus obras: casa, taller y galería fueron uno, y el espectador se ubicaba como un mirón o un espía. En 2006, Lotty Rosenfeld presentó “Cuenta regresiva”, donde trabajó con Diamela Eltit una obra que mezcló el video, el teatro y la propia obra precedente de la artista; una exposición que cruzó medios y disciplinas de modos inusitados y que aprovechó también las dimensiones del espacio. También me acordé de “Transformer” (2005), la colectiva curada por Mario Navarro, donde se trabajó bajo el problema de la transición democrática y sus demonios (un año antes de la Revolución Pingüina, que abrió el proceso político que tiene su punto más álgido en la Revuelta de octubre). Para cerrar esta lista de omisiones, podemos citar los ejercicios curatoriales dirigidos por Gonzalo Pedraza: “Colección de Imágenes” (2011), “Colección Televisiva” (2012) y “Colección Vecinal” (2013); que más allá de los problemas de agencia que instalaron en torno a la autoridad del curador y la falta de artistas, suponen hitos en la historia local de las exposiciones y de la crítica institucional.

«Políticas del espacio». Crédito: Matucana 100.

“Políticas del espacio” es insuficiente como ejercicio de revisión histórica, no alcanza siquiera a plantear una identidad clara para el lugar que la alberga, ofreciéndonos en cambio un pequeño capricho de curador-pintor que elude todas aquellas obras emblemáticas que han trabajado con el espacio. El texto curatorial parte con una pretenciosa cita a Gaston Bachelard, que al ingresar se hace tan ausente como irrelevante, puesto que Gabler no sostiene lectura alguna que justifique semejante selección. Quizá lo que mejor se distingue sea un claro ánimo antiteórico, que refleja una incapacidad de discernir que todo aparato teórico en una exposición debe funcionar como mediación y no imposición hermenéutica (error propio de quienes leen la teoría como ataque y no prolongación del arte). Lo que más preocupa es que M100 haya optado por semejante modo de afrontar su historia, puesto que desdibuja el trabajo realizado y oscurece su propio pasado, negándole a los espectadores y al circuito un relato donde reconocerse y proyectarse en el futuro.

«Políticas del espacio«, en Matucana 100
Curada por César Gabler
Hasta el 17 de octubre, en Centro Cultural Matucana 100

Ganarse el pan

A primera vista, Nicolás Meneses escribe en Jugar a la guerra sobre algunos oficios, sobre las masculinidades asociadas a ellos, sobre la vida escolar en los pueblos próximos a Santiago. Sin embargo, su escritura aparentemente sencilla sorprende por sus múltiples capas —apunta en esta crítica Lorena Amaro—. En este, su último libro, se siente palpitar tenuemente un relato de ausencias y orfandad que trasciende lo familiar para hablar, también, de un abandono social que moldea y troncha los cuerpos y vidas disponibles y precariza relaciones que debieran ser de afecto, solidaridad y contención, como lo son los vínculos familiares.

Por Lorena Amaro

Pienso en Nicolás Meneses como un escritor que, a pesar de su juventud (1992), debiera ser considerado una voz relevante de la narrativa contemporánea local, con una obra extrañamente emocionante. En su última publicación, Jugar a la guerra, el autor de Panaderos (2018) reúne textos con algo de ensayo, de crónica y autobiografía, pero también de poética del autor, una poética poco común, que desde el realismo perfila obsesiones y formas no exentas de un halo fantástico. A primera vista, escribe sobre algunos oficios, sobre las masculinidades asociadas a ellos, sobre la vida escolar en los pueblos próximos a Santiago. Sin embargo, su escritura aparentemente sencilla, directa, cotidiana, sorprende por sus múltiples capas. Tras las obsesiones más evidentes es posible entrever, siempre, otras inquietudes, que solo enriquecen la lectura de un autor lúcido y muy observador. En este, su último libro, se siente palpitar tenuemente un relato de ausencias y orfandad que trasciende lo familiar para hablar, también, de un abandono social que moldea y troncha los cuerpos y vidas disponibles y precariza relaciones que debieran ser de afecto, solidaridad y contención, como lo son los vínculos familiares.

Todos los relatos del libro se establecen en primera persona; se complementan entre sí y transcurren en pueblos como Linderos, Angostura, San Francisco de Mostazal o Buin. Algunos personajes cruzan de una historia a otra, movedizos, siempre atareados en la sobrevivencia. Meneses conoce bien una periferia aparentemente cercana al centro, pero en realidad muy distante. El recuerdo es algo que ocurre a saltos: la obsesión de un tío por los juegos de guerra, la experiencia infantil y juvenil del fútbol, los juegos on-line, el trabajo desde temprana edad (los once años), el paso por diversas escuelas, el inusitado número de suicidas jóvenes en el pueblo de Linderos, la fraternidad laboral con panaderos y empleados de supermercado, las plebeyas devociones de a Santa Rosa de Lima en Pelequén, la relación con el cuerpo y los accidentes, sobre todo de trabajo. Nada nuevo bajo el sol: en las novelas Panaderos y Throguel Online (2020), como también en los poemarios Camarote (2015) y Manejo integral de residuos (2019), Meneses ya abordaba varias de estas escenas. Pero aquí se distancia de la ficción para pensarlas desde la crónica o una forma muy personal de ensayo, más cercana a lo propiamente literario, en que el escritor o escritora piensa su oficio, un tipo de reflexión que se adentra en la crítica y que, a diferencia de lo que ocurre por ejemplo en Argentina, lamentablemente escasea entre les autores chilenos, con las contadas excepciones de Diamela Eltit, Alejandro Zambra y más atrás, autores como Enrique Lihn, entre otres. En este sentido, se agradece el notable ensayo “Restos de harina”, que Meneses califica de “crónica” y que publicara también en una plaquette de la editorial Libros del Pez Espiral, en 2020. Allí comenta unos versos de Mistral sobre el pan: “Versos que me quedan dando vueltas, que trato de homologar a la panadería en que trabajo, mirando los panes recién horneados, intentando renovar las sensaciones, reinventar un nuevo pan humeante y oloroso que se filtre por los poros y traiga intermitentes escenas del pasado. Como un film reescrito con restos, una crónica a migajas”. 

En este libro, con la idea de “jugar a la guerra” muestra cómo se normalizan la agresión y la violencia en el espacio de las masculinidades hegemónicas, pero también, creo, este jugar a la guerra entraña un jugar a la vida, tratar de entender el amor familiar entre hombres y generaciones y pensar en el entusiasmo y la pasión con que un adolescente puede pasar de la confrontación en el PlayStation al juego de la literatura. También están, en esta “guerra”, la libertad y la risa que descubre en la fatiga extrema de los trabajadores que juegan como niños: “Leo un ensayo de Herta Müller y descubro que soy fervoroso del humor de los trabajadores que desempeñan oficios pesados: pasteleros, jornaleros, campesinos, comerciantes, vendedores ambulantes, panaderos. Hago consciente esa destreza creativa que convierte todo en un chiste cruel y transforma el ambiente de trabajo en una comedia para hacerla más pasable, risible, vivible”. Ganarse el pan, en la narrativa de Meneses, puede ser un combate cuerpo a cuerpo, pero asimismo jugar, soñar, desplazarse y encontrarse en la colectividad.

En esta línea, el libro incluye textos muy notables, como “Las increíbles aventuras de los trabajadores”, reflexión del autor sobre el poemario Manejo integral de residuos, en que se da la misma cadencia que en otros ensayos: su historia personal, la vida familiar en torno al trabajo, el lugar que éste tiene en el país y la denuncia. Pero siempre hay algo más: la poesía que puede hallarse en los cuerpos que trabajan. Un ojo elástico que registra lo que nadie ve, como cuando detalla los “estilos de lanzamiento” de los recolectores de basura para ponerlos en una especie de gramática que enlaza trabajo y deporte: “el lanzamiento de bowling, cuando balancean la bolsa para impulsarla desde atrás (…) el remache, que se hace con rabia, levantando la bolsa cuando es pequeña y azotándola contra el contenedor (…) el de tres puntos de básquetbol, cuando se afina la puntería y se prueba suerte desde lejos. Y el que más me gusta: el de lucha libre, cuando deben tomar los tarros con mucha basura entre más de un recolector y lo vacían agarrándolo desde la base y volteándolo, como azotándole la cabeza al contrincante”.

Hay una intimidad de la voz que invita a hacer rewind a escenas con numerosas fracturas; narraciones dislocadas que, como el mismo autor propone, adquieren la forma de un zapping memorioso, con que él de hecho ilustra la poética de su primer libro, Camarote: “la domesticidad cruza la escritura de ese libro, obstruye el ritmo, irrumpe la secuencia narrativa como un continuo zapping. Si tengo que retrotraer mis primeros recuerdos con el pan, serían esa interferencia odiosa, la obligación de tener que abandonar el embrujo de la tele para salir a la calle, cortar el programa que estaba viendo y volver a él minutos después, perdiéndome partes valiosas”. Jugar a la guerra es, también, asumir la experiencia como una suma de discontinuidades, en que cambios de casa, colegio, población, van puntuando una vida nómade y lo único propio es una cama y dos o tres muebles que acompañan al niño/joven de estas historias.

Jugar a la guerra
Nicolás Meneses
Editorial Aparte, 2021
90 páginas

Como en la literatura de Georges Perec, que más allá de la sofisticación oulipiana de las listas, los lipogramas o las impresionantes arquitecturas textuales, tiene como un centro difuso y silencioso la muerte de su madre en un campo de concentración, en los textos de Meneses la ausencia de los padres se dice en pocas y contenidas líneas, pero son fundamentales en la construcción de la voz narrativa de un niño/joven criado por tíos y abuelas. Aquí, la doble ausencia del padre y del abuelo, quienes viajan para trabajar, “se solventaba con las visitas que nos hacían esporádicamente, trayendo no solo cargamentos valiosos en lo nutricional: sus historias eran el gran tesoro que esperábamos”. La falta de madre y padre se revela a través de un sencillo gesto en “Mis sueños paralíticos”, cuando el narrador recuerda el día en que él y su primo se cayeron por subir una pandereta (para espiar el trabajo de un vecino). Ambos niños caen estruendosamente y lloran: “Al ver a mi primo alejarse en los brazos de mi tío, quien ni siquiera me miró cuando rescató a su hijo, me tranquilicé y dejé de llorar. Me soné los mocos, miré de un extremo a otro el pasaje buscando no sé qué y me entré a la casa”. Ese “no sé qué” va curtiendo al personaje, modelando su voz, su subjetividad, su cuerpo sometido al trabajo desde muy temprano. 

“La herencia de mi bisabuela suplió la doble ausencia de mi mamá y mi abuela materna. Mi mamá me heredó a su abuela y su orfandad” (“Linderos”), escribe Meneses en un relato cuyo protagonista transita por un pueblo maldito, donde su abuela se suicidó con veneno para ratas. “¿Qué habrá en esta población en que la fatalidad desayuna, se queda a almorzar y se va tomada de once?”, pregunta, dándole una nueva vuelta a la fatalidad criollista, pero también, como ya es una marca de su trabajo de escritor, a las resistencias y la creatividad de quienes persisten en la vida.

El vuelo (y la sonrisa) de Perseo

En Pelusa Baby, Constanza Gutiérrez «sobrevuela, con ironía y desparpajo, las inseguridades y anhelos de una juventud sub-30 que está transformando, con su imaginación, los pesados monstruos del conservadurismo local y, desde la literatura, el relato mimético predominante», escribe la crítica Lorena Amaro.

Por Lorena Amaro

En Seis propuestas para el próximo milenio, Italo Calvino imaginó cómo sería la literatura del futuro, esa que él no alcanzaría a leer. Y se aventuró a trazar algunas líneas posibles, donde apostaba por explicar las bondades de la “levedad”, esa forma de “quitar peso a la estructura del relato y al lenguaje”. Utiliza para ello figuraciones de mitologías, ligeras y aladas, que provienen, sin embargo, de la destrucción de Gorgona, cuya mirada petrifica a sus contendores. Monstruosidad y levedad se presentan juntas: “en los momentos en que el reino de lo humano me parece condenado a la pesadez, pienso que debería volar como Perseo a otro espacio. No hablo de fugas al sueño o a lo irracional. Quiero decir que he de cambiar mi enfoque, he de mirar el mundo con otra óptica, otra lógica, otros métodos de conocimiento y de verificación”, escribe Calvino, quien enfrentó a lo largo de su vida no solo la postguerra italiana, sino también la pesadez de la Guerra Fría. 

Pelusa Baby, el nuevo libro de Constanza Gutiérrez, escudriña con una prosa transparente, directa y cuidada esas lógicas diferentes que Calvino atribuye a la levedad. Sus personajes viven la realidad con perspectivas divergentes, que no necesariamente los aíslan o enajenan. Por el contrario: así parecen dar respuesta a profundas inquietudes vitales. En el cuento “El método Pelusa Baby”, esto se traduce en los divertidos razonamientos de la narradora, quien observa a su gata tratando de ensayar otras formas de sentir y hacer: “Como mis abuelas con Jesucristo y mi mamá con Cher, cada vez que me vi en una situación incómoda me obligué a pensar: ¿Qué haría Baby ahora? Y tanto pienso en esto que hasta he soñado que soy ella”. 

Constanza Gutiérrez. Crédito: Gonzalo Puebla Araya

El primer texto, “En la colonia tolstoiana”, es el marco para los relatos siguientes: una joven egresada de licenciatura en literatura decide renunciar a un cargo en el Centro Cultural de San Bernardo durante un sueño en que dialoga con Fernando Santiván y Augusto D’Halmar, dos protagonistas de una de las mayores leyendas literarias chilenas, la colonia tolstoyana, un grupo de artistas que se retiraron de la ciudad con la expectativa de vivir una vida comunitaria y solidaria en los primeros tiempos de la modernización del país. Si bien la conversación parece poco pretenciosa o reveladora, lo que se confronta en ella son dos generaciones apabulladas; la de ellos, escritores que acabaron por disolver (de manera poco amistosa) su proyecto, y la de ella, de una clase media atrapada en un futuro que no era el que les prometieron cuando iban al colegio ni cuando ingresaron masivamente a la universidad: un futuro en que la precariedad laboral amenaza con ahogar los proyectos literarios de “Constanza”, la protagonista

Como en este primer relato, los otros dieciocho que encontramos en el volumen —algunos muy breves— echan mano del sueño, la fantasía o el absurdo para contar historias bajo las cuales se puede hallar este desconcierto y frustración generacionales, pero también una voz narrativa que requiere acompañarse de su propia risa, como escribe en el brevísimo y disparatado relato “Lovefool”: “[la risa] la tengo aquí conmigo, de otra forma no podría escribir nada”. 

Se consolida así una voz que ya despuntaba en algunos fragmentos de la novela Incompetentes (2014) y los cuentos de Terriers (2017): libre e inesperada, parece no tomarse demasiado en serio a sí misma, pero logra producir ironía y extrañeza. En Incompetentes, esta mirada generaba un relato que por momentos despegaba de lo anecdótico de la situación escolar para dejar entrever una metáfora apocalíptica, un mundo sin adultos ni certidumbres, salpicado de inexplicables hogueras en el horizonte. El cuento “Chiquita linda”, de Terriers, relatado por una niña, era la obertura de una historia macabra, a la que su autora decidía apenas asomar a sus lectores. En Pelusa Baby, Constanza Gutiérrez despega de las formas más convencionales del cuento (presentes en Terriers), para explorar con mayor libertad las superficies del relato. La suya es una levedad inteligente; más que una pretendida comicidad, lo que predomina en estos textos es su ludismo, el cultivo de voces libres, desapegadas y lúcidas que formalmente cuestionan los modos de narrar una historia. 

Esta levedad y divergencia, que busca la sonrisa cómplice de sus lectores, no abundan en la narrativa chilena actual, más solemne y dramática. Son pocos los narradores que la practican; pienso por ejemplo en Gonzalo Maier, Mónica Drouilly o Cristian Geisse. Es una lástima no contar con más narraciones que se tomen estas libertades y que escarben más a fondo en sus posibilidades expresivas. En Gutiérrez esta impronta se constata también en la batidora por la que pasan sus referencias culturales: los tolstoianos, Manuel Rojas o Gogol se combinan con alusiones a Raquel Argandoña, Shakira, los concursos televisivos o el mundo de Harry Potter, un eclecticismo posmoderno que funciona sobre todo localmente. 

Los mejores relatos transcurren entre la ciudad y la provincia: “Mi cola y yo”, en que tío y sobrino coreanos viajan a Chiloé a buscar la misteriosa cola con que nació este último y que fue enterrada por la familia durante un crucero; “Mi abuelo el fugitivo”, hermoso cuento en que un grupo de primos especulan sobre las razones que tuvo su abuelo para vivir una existencia nómade y en que sorprende el intertexto con un relato de Manuel Rojas; “Mi tío Cacho”, otra historia sobre inadaptados familiares que transcurre entre Temuco y Brasil; “Copiando a Gógol”, una curiosa reescritura del famoso cuento “La nariz”, que desplaza el escenario de la ficción de la Rusia zarista a las calles temucanas en tiempos de Tinder; “Catalina al otro lado del espejo”, historia de un patético robo de identidad por Fotolog, que transcurre entre Antofagasta y Concepción. Narrados sobre todo en primera persona, prima en estos textos una actitud indulgente con los personajes y sus vidas: “mi abuelo fue una persona que quiso torcer su destino y lo hizo. No creo que sea necesario saber más” (“Mi abuelo el fugitivo”). 

Gutiérrez prodiga sus epifanías con aparente candidez, mezclando pensamiento mágico con cinismo e inteligencia; así logra trizar lo que Lauren Berlant ha llamado “el optimismo cruel”, ese que el neoliberalismo ha procurado inyectar en la imaginación pública y que cobra tan caro emocionalmente a las nuevas generaciones, porque se trata de fantasías de progreso incumplibles, aunque potentes. Con una risa entre alada y loca, Gutiérrez confronta al monstruo, fantasma o pesadilla generacional del éxito y el bienestar: “Por fin recibo la carta de Hogwarts y, aunque ya tengo treinta años, acepto la invitación. Por un momento revive en mí la esperanza, enterrada, por allá por los dieciocho, de ser única” (“El sombrero seleccionador”). Así sobrevuela, con ironía y desparpajo, las inseguridades y anhelos de una juventud sub-30 que está transformando, con su imaginación, los pesados monstruos del conservadurismo local y, desde la literatura, el relato mimético predominante.

Pelusa Baby
Constanza Gutiérrez
Alfaguara, 2021
200 páginas
$12.000

Cultivar una huerta, repensar el lenguaje

Los llanos, de Federico Falco, «es un relato de duelo y pérdida en distintos niveles: la infancia, la muerte del abuelo, la partida del pueblo natal, el final de la relación amorosa. Y es, al mismo tiempo, un esfuerzo por comprender cómo se hace habitable un espacio desierto y cómo se pueden significar las pérdidas», escribe Lucía Stecher.

Por Lucía Stecher

¿Qué hacer cuando la vida tal como la conocemos y la hemos vivido en los últimos años se termina o se transforma radicalmente de un momento a otro? En Los llanos, la novela del escritor argentino Federico Falco —publicada por Anagrama y finalista del Premio Herralde de Novela—, el narrador protagonista se enfrenta a una situación así cuando la pareja con la que ha estado durante siete años le dice que no quiere seguir con él. Fede, nombre con el que nos encontramos solo dos veces en la novela y que coincide con el del autor, debe abandonar la casa que comparten y enfrentarse al vacío al que lo arroja la decisión para él imprevista y abrupta de Ciro, su pareja. 

Cuando empezamos a leer Los llanos, el protagonista ya está instalado en el lugar al que ha decidido ir a vivir el duelo: el campo. De la vida activa y urbana en Buenos Aires, donde se dedicaba a escribir y hacer talleres, pasa a habitar una casa campestre solitaria, enclavada en la mitad del amplio paisaje llanero. Los capítulos llevan los nombres de los meses, desde “enero” a “septiembre”, y se componen de fragmentos breves, citas de libros, recuerdos. El ritmo de la vida del protagonista en el campo está marcado por las estaciones y por las distintas fases de crecimiento de las verduras que siembra. Muy pronto el narrador se da cuenta que no puede apurar ni precipitar nada: “Me repito una y otra vez que hay un tiempo para cada cosa. Un tiempo para la siembra. Un tiempo para la cosecha. Un tiempo para la llovizna. Un tiempo para la sequía. Un tiempo para aprender a esperar el paso del tiempo” (19). Ese ritmo que la naturaleza impone y frente al que no se puede hacer nada, es también el ritmo que la novela ofrece a sus lectores. Lentamente, sin apuro, deteniéndose en el progreso o fracaso de la siembra de rabanitos, acelgas, lechugas, brócolis, repollos y otras verduras, el narrador va hilando el relato de sus días en el campo. 

La cotidianidad y los paisajes que el protagonista describe transmiten la sensación de una vida en un lugar muy alejado de cualquier centro urbano. Pero Zapiola, la localidad en la que se encuentra, es parte de la provincia de Buenos Aires y está a pocas horas de distancia en auto de la capital. Como la casa de campo no tiene teléfono ni le llega la señal del celular, da la impresión de un viaje a un lugar muy lejano o, más aún, de un desplazamiento en el tiempo. Esa desconexión es clave para el relato, cuyo ritmo y forma serían muy distintos si el protagonista estuviera conectado al celular y a las redes sociales. La experiencia de Fede con su duelo, sus recuerdos y sus esfuerzos de vivir en y del campo solo puede darse como la leemos en su relato porque ha podido centrarse en ella. Pero esto no significa que la novela realice una fácil idealización de la vida campestre o que presente un idilio pastoril. Por el contrario, al leer Los llanos recordamos lo crudo que puede ser estar expuesto a la naturaleza sin la protección de las comodidades de la vida urbana. Todo es extremo y duro: el calor, el frío, el viento, la lluvia, como si nada mediara entre ellos y el narrador. Este, además, está pendiente del crecimiento de sus plantas y se ve confrontado cotidianamente a múltiples factores que no puede controlar y que afectan su producción, “la naturaleza exige esfuerzo” (35), dice al principio. 

Federico Falco. Crédito: Catalina Bartolomé

En Los llanos, el narrador va entretejiendo el relato de su vida en el campo y sus visitas al pueblo, sus recuerdos de infancia en Cabrera, otra comunidad rural, y la reconstrucción fragmentada de su relación con Ciro y su reciente ruptura. Es un relato de duelo y pérdida en distintos niveles: la infancia, la muerte del abuelo, la partida del pueblo natal, el final de la relación amorosa. Y es, al mismo tiempo, un esfuerzo por comprender cómo se llenan los vacíos, cómo se hace habitable un espacio desierto y cómo se pueden significar las pérdidas. La vida en los llanos, con sus largos horizontes ininterrumpidos, lleva al narrador a recuperar la historia de su bisabuelo, el primer Juan, llegado de Italia e instalado en los campos cercanos a Córdoba, donde tuvo que crear desde cero las condiciones para construir una casa.  

La crisis vital que vive el narrador de Los llanos afecta también su escritura. No logra reconectarse con los cuentos que había dejado a la mitad, lo que lo hace dudar de su condición de escritor. A partir de ahí es como si volviera al punto de partida de su vocación literaria. ¿Qué contar, por qué, qué relación hay entre vivir y narrar, qué capacidad tienen las palabras de dar realmente cuenta de la experiencia? Las reflexiones que desarrolla la novela en relación con este y otros temas son profundas, honestas, muchas veces conmovedoras, otras inspiradoras e incluso provocadoras. Los momentos más notables del libro se encuentran, para mí, en reflexiones como la siguiente: 

“Vivir el paisaje es una experiencia primitiva, que no tiene nada que ver con el lenguaje. No me enfrento a describir un paisaje a menos que se lo quiera contar a otro que no lo conoce, y en general prefiero dar solo un par de detalles, porque sé que al final es un esfuerzo imposible. 
Vivo el paisaje con la vista, con la piel, con los oídos, pero no lo pongo en palabras. Ni siquiera lo intento. O lo intento solo acá, para mí, palabras clave para no olvidar. Palabras puerta de que dentro de diez, quince años, cuando pase el tiempo, me abran al recuerdo de mi cuerpo moviéndose por estos lugares, a las sensaciones y sentimientos de esta época de mi vida. 
Solo cuando aparece el otro empezamos a nombrar de verdad. A separar el paisaje en partes (…).
Replicar la experiencia en el lenguaje, aunque el lenguaje no transmita la experiencia” (80-81).

Esforzarse por encontrar las palabras para describir un paisaje, un sentimiento, un modo de estar implica la presencia de otro. Puede ser el yo del narrador en el futuro, que solo a través del lenguaje podrá recrear sensaciones que de otro modo serían inaccesibles para la memoria. O es el interlocutor ausente que solo puede imaginar un paisaje a través de las palabras de quien trata de describirlo, de escribirlo. En su proceso de duelo, el narrador se vuelca sobre sí mismo, pasa por la pena, el malhumor, la desazón, la parálisis que nublan muchos de sus días. Trata de recordar y comprender quién era él cuando estaba con Ciro y quién es ahora que está solo. Y quién era de niño y quién es cuando está en el campo y qué hace ahora que “el dibujo que mi vida va formando no me gusta, o que es otro, diferente al que yo creía, ¿o que no tiene ningún sentido?” (102). Pero no todo es malestar, a veces es el cansancio del trabajo físico en la huerta el que permite no pensar en la pena, otras veces es el asombro frente a la amplitud del horizonte, el color de los cielos, o la historia del vecino que ha logrado construirse un bosque en medio del llano. Somos testigos de cómo con el paso del tiempo —ese que no se puede apurar, que tiene su propio ritmo— el dolor va atenuándose, como si se tranquilizara, como si por fin dejara un espacio para respirar más libremente: “Todavía duele, pero de una manera más calma. Todavía no puedo volver a ciertas cosas” (214). 

Como el proceso de su protagonista, Los llanos es una novela que se recorre lentamente. La historia es mínima, se arma de los recuerdos de Fede, de sus reflexiones, del relato de su dedicación a la huerta, de los minifracasos y logros de sus esfuerzos por plantar hortalizas. Como dije antes, no se idealiza la vida de campo ni el contacto cuerpo a cuerpo con la naturaleza. Pero tampoco se niega que puede permitir otro modo de estar, de parar cuando la vida se ha partido en dos y mirar de nuevo no solo lo que uno es, sino también el mundo que nos rodea y el lenguaje con el que lo describimos. 

Los llanos
Federico Falco
Anagrama, 2020
240 páginas
$19.000