Nunca más es la fórmula que se ha popularizado en la sociedad argentina al hablar de las atrocidades cometidas durante la última dictadura cívico-militar (1976-1983). La frase refiere al título del informe-libro que elaboró la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) en 1984, publicación que fue ampliamente difundida, convirtiéndose en un bestseller. Esa fue la consigna a la que también apeló el fiscal Julio César Strassera en el alegato final del juicio a las juntas militares de 1985, el que cerró con palabras que quedaron en el imaginario histórico argentino: “Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ‘Nunca más’”.
El nunca más se instala como un eslogan que contiene una promesa, en cuanto se considera un imperativo: frente a la barbarie, el rechazo categórico a que una violencia semejante pueda volver a repetirse. Pero el nunca más es también una amenaza, porque para que no se repita debemos estar alertas a los modos en que la violencia sistemática puede volver a emerger, actualizarse. El nunca más refiere, entonces, a una temporalidad siempre latente, y también es siempre colectivo, como dice Strassera. Le pertenece a un pueblo, porque no lo decimos frente a una violencia individual, sino frente a crímenes masivos ejecutados con técnicas de administración de la muerte.
Argentina, 1985, de Santiago Mitre, es una película sobre el proceso judicial que se realizó contra los integrantes de las tres primeras juntas militares responsables del terrorismo de Estado. El foco está puesto en la figura del fiscal Strassera (Ricardo Darín), quien si bien aparece como un funcionario judicial más bien gris, que no cuenta con una tradición de militancia y/o compromiso durante la dictadura, logra liderar el juicio, transformándose de alguna manera, y desde el punto de vista de la película, en el héroe de este hito. Junto al joven fiscal Luis Moreno Ocampo y a un equipo de abogados novatos establecen como estrategia acusatoria probar el carácter sistemático de la represión. Para ello, su tarea será seleccionar de entre los testimonios de las víctimas registrados por la CONADEP los más paradigmáticos.
Gran parte de las escenas se centran en las actividades de Strassera en su casa con su familia, en tribunales, con colegas, y en su vínculo con Ocampo. Este último personaje va adquiriendo mayor relevancia y se convierte también en un héroe de esta hazaña. Comprometido, ambicioso y proveniente de una familia militar, Ocampo reconoce la importancia de manejarse en la opinión pública, de salir en la televisión y la radio para hablar del caso. El gran logro se producirá cuando su madre, una católica tradicional de clase media-alta que asiste a misa con Videla (uno de los dictadores más reconocidos de la junta), luego de seguir los juicios a través de los medios, cambia su opinión y le dice a su hijo que sí cree que los militares deberían ir presos.
Si bien la película no se detiene demasiado en los testimonios de las víctimas, las escenas en las que se les ve declarar frente a los jueces están cargadas de una emotividad que conmueve, como le ocurre en la ficción a la madre de Ocampo. Ello, porque cuentan hechos atroces, pero también porque podemos escucharlos y escucharlas declarar de cerca y frente a cámara, a diferencia de los registros originales del juicio —que muchos vimos y recordamos—, en los que se les observaba de espaldas.
La historia es contada recurriendo a los recursos del cine clásico, como por ejemplo, la construcción de personajes como héroes humanizados —en un formato más bien de buddy movie entre Strassera y Ocampo—; la utilización de un montaje y música que generan clímax dramáticos que mantienen la tensión, pero que también la disipan con algunos elementos cómicos; y la reconstrucción de época muy detallada y situada (y si quedan dudas podemos recurrir al título de la película). Estos elementos de un cine más bien “hollywoodense” permiten ante todo que el espectador pueda identificarse y conectar con la historia, incluso reírse con varias escenas o gags, como el reiterado uso que hacen de la palabra “facho” o la simpatía y astucia del hijo menor de Strassera.
Es curioso que un relato que refiere a hechos históricos abyectos pueda generar risa (el hecho de que Mariano Llinás, director de Historias extraordinarias y La flor, sea el coguionista es un dato a considerar). Con ello no quiero condenar a la película —o a cualquier otra— por hacerlo, sino más bien me interesa destacar el énfasis de Mitre por utilizar los recursos de un cine clásico para ofrecer un relato emotivo y entretenido al público. Pareciera, entonces, que Argentina, 1985 está pensada y hecha para “todo público”, lo que me lleva a considerar que la misma narración también contiene esa máxima. Y es que si uno sigue el relato, pareciera que el logro más grande que alcanzaron los fiscales no fue la condena a los militares (que se consideró como poco justa), sino que la sociedad argentina haya reconocido la atrocidad de los hechos.
En este sentido, el valor de Argentina, 1985 estaría dado por su posibilidad de ser vista de forma masiva, lo que se ha logrado en Argentina y Chile, donde ha llenado las salas, lo que de por sí es una excepción para los estrenos latinoamericanos. Es a partir de esta lógica que se le ha llamado una “película necesaria” o con la que se puede hacer pedagogía. Pero en esta consideración hay varias dimensiones a debatir. En primer lugar, la apelación a un público al que se le ofrece una experiencia de identificación, lo que permite que se emocione con el relato, pero no necesariamente logre actualizarlo, lo que nos lleva a revisar la temporalidad del filme. Argentina, 1985 es el título, toda una declaración sobre la inscripción en un tiempo y espacio bien delimitado, lo que se confirma además con la ambientación histórica muy cuidada. Retomamos aquí la máxima del nunca más, que es también el punto cúlmine del relato, pero que no logra tornarse potencia latente, al quedarse demasiado anclada en su tiempo.
Entonces, si bien el público —siempre algo presentista— quizás no pueda evitar preguntarse por la presencia o no de justicia frente a las violaciones a los derechos humanos que ocurren en el presente, así como también notar la distancia entre esa justicia comprometida y la actual, la película no opera por sí misma actualizando la pregunta por el nunca más. Es decir, la inquietud por el presente puede quedar instalada en el espectador, pero no necesariamente complejizada: la fórmula del nunca más que propone el filme no estaría dando cuenta cómo aún se mantiene un aparato represivo de terror, sujeción y censura, ahora más complejo y que incluye —y más que nunca— al mismo aparato judicial como parte de su actual administración.
Hay también en el punto de vista una mirada demasiado centrada en las figuras de los fiscales y los mecanismos judiciales, que oblitera el proceso colectivo imbricado en estos hechos. Por ejemplo, el rol de la CONADEP, de las Madres de Plaza de Mayo y otros organismos de derechos humanos, así como también del presidente Raúl Alfonsín. No puedo dejar de mencionar que la democracia y la justicia no se hacen solo en palacios de tribunales, sino también en las calles. El nunca más es siempre de un pueblo, como el mismo fiscal declara.
La película cierra con la canción de Charly García “Inconsciente colectivo”, nombre que incluye dos palabras a las que la película pareciera no hacerle justicia. Pero, como público, nos emocionamos con los primeros acordes y no podemos dejar de cantar: