Malestar,crisis de confianza, desigualdad. Las instituciones de la gobernabilidad en el mundo no han dejado de “tambalearse” al son de estos conceptos, y la causa no sería solo la insatisfacción de demandas básicas. Todo indica que la democracia estaría colapsando ante condiciones y problemas inéditos que exceden a la política. En Chile, la asunción del presidente Boric, después de un proceso de agitación social que ponía en cuestión toda forma de institucionalidad, se festeja como un triunfo de la democracia, pero la pregunta de fondo es: ¿contra qué triunfa la democracia hoy?
Por Sergio Rojas
La democracia está en crisis en el mundo. Varios análisis y diagnósticos coinciden en señalar que las causas de este fenómeno no remiten exclusivamente, en cada caso, a problemas de gestión gubernamental, sino a que la democracia misma estaría colapsando ante condiciones y problemas inéditos que exceden a la política. La paradoja es que la democratización de la sociedad se confunde en los hechos con una completa politización de la democracia. La utopía (¿o distopía?) de una democracia sin resto.
En Chile, la reciente asunción del presidente Boric, después de un proceso de agitación social que ponía en cuestión toda forma de institucionalidad en el país, se festeja como un triunfo de la democracia, esto es, de la expresión de la “voluntad popular”. La pregunta de fondo es contra qué triunfa la democracia hoy. En cierto modo, esta se ha impuesto sobre fuerzas e ideas que desde adentro de la democracia misma amenazaban (¿amenazan?) con “destruirla”. ¿Es posible amenazar a la democracia desde las urnas? ¿Y ello no implica ya una crisis estructural de la democracia? Esta cuestión ha estado presente en la discusión acerca de las dificultades y riesgos que tendrá que asumir el gobierno recién entrante, por ejemplo, cuando se plantea la disyuntiva acerca de si se tratará de un gobierno “maximalista o radicalista”. En cualquier caso, lo mismo que condujo a Gabriel Boric a la presidencia es lo que ahora enfrenta como un riego: las expectativas, precisamente aquellas en lo que se tradujo el malestar que tomó cuerpo en la revuelta que se inició en octubre de 2019. En su reciente libro Democracia. La última utopía, el filósofo español Manuel Cruz señala: “cuando se hace bandera abstracta del sí, se puede, alimentando la expectativa de que todo es posible con ‘voluntad política’, la decepción de la ciudadanía está como aquel que dice cantada”. La demanda que hoy se escucha por doquier es “igualdad”, pero ¿de qué igualdad se trata? La igualdad no es un hecho natural, sino una condición social. Me refiero a que la igualdad entre los seres humanos comienza por no existir, nace allí donde se la echa en falta.
En 2016, el sociólogo Carlos Ruiz señalaba que “la desidentificación con la política va de la mano de una falta de confianza generalizada en instituciones como el Congreso, el gobierno, los partidos políticos, la iglesia, los medios de comunicación y los tribunales de justicia. La aparente quietud social de la gobernabilidad comienza a tambalear”. Pues bien, las instituciones de la gobernabilidad no han dejado de “tambalearse” en el mundo. La causa de esto no sería solo la grave insatisfacción de demandas básicas de la población, sino cierta transformación en la naturaleza misma de las demandas. Es precisamente a lo que se refiere el término “malestar”, y es necesario prestar atención al coeficiente de subjetividad que se expresa en este término. El punto es que esta confrontación de las subjetividades con la institucionalidad política genera necesariamente un cuestionamiento de las condiciones mismas de la hegemonía política; la categoría de “clase social”, por ejemplo, ya no permite orientarnos en la contingencia del conflicto político. ¿Es posible pensar el ejercicio de la política más allá de la crisis de la hegemonía?
Conforme al principio de lucha de clases, el cuestionamiento a la verdad del orden superestructural de la sociedad y la desnaturalización de las relaciones entre los seres humanos no tiene como consecuencia la desagregación y el aislamiento de los individuos, sino la conciencia de que los vínculos entre los seres humanos son sociales e históricos y que están en buena medida condicionados por el trabajo transformador del mundo que esos individuos realizan como clase trabajadora. Se trata, pues, de una conciencia política que se constituye en relación con el lugar que los seres humanos ocupan en el proceso de producción material de la vida. Así, la autoconciencia individual como germen de emancipación era a la vez conciencia de clase. La cuestión fundamental que el concepto de hegemonía desarrollado por Gramsci venía a responder no es cómo la masa se hace parte del movimiento revolucionario, sino cómo es que el individuo se transforma en sujeto político (en la conciencia de un nosotros político).
En el presente, todo movimiento político emergente se define contra un adversario que lo fortalece como bloque, “hacia adentro”, pero también debe lidiar con el individualismo que en su propia base amenaza con debilitarlo, “desde adentro”. El individuo y, en general, las sensibilidades particulares adquieren hoy un protagonismo que dificulta la operación hegemónica que fue esencial a la militancia y la acción política en el siglo XX. En su libro ¿Por qué ha fracasado el liberalismo?, Patrick Deneen concluye: “el liberalismo ha fracasado porque el liberalismo ha triunfado”. El liberalismo triunfante, según el autor, establece el desarraigo como punto de partida, que hace lugar al individuo autónomo, sin ataduras de ninguna especie (religión, ideología política, la nación, la familia, etc.), lo que Deneen interpreta como un “desmantelamiento de la cultura”. Un capítulo más en la niestzscheana “muerte de Dios”. Da para pensar el intermitente ingreso del tema religioso en el análisis de la contingencia política en nuestro país. Recientemente, con motivo de la ceremonia rogativa con pueblos originarios que se realizó en La Moneda, al día siguiente de haber asumido el nuevo gobierno, un analista político en las redes sociales planteaba, desde la derecha, una contraposición entre lo que denominó “la teología política pagana de la nueva izquierda, que persigue el poder ilimitado” y “la tradición judeo-cristiana en la que se ancla el Estado laico”. En esto hace síntoma el agotamiento del horizonte ilustrado de la democracia.
Es justamente la consumación neoliberal del individualismo lo que se expresa en la pérdida de confianza en la democracia. Si bien el mercado puede ser territorio de expectativas, no puede serlo de esperanzas; la esperanza trasciende lo que pueda ser una existencia traducida en cifras económicas. No existe vida política sin esperanza, y esta es otra forma de nombrar la verdad de la democracia. La esperanza es el modo en que la vida individual trasciende —sin sublimar— sus condiciones concretas de existencia y en eso a la política misma.
Mark Lilla, historiador del pensamiento político, ha reflexionado lo que denomina el fracaso de las “políticas de la identidad” en el liberalismo y señala la que habría sido su consecuencia más grave en Estados Unidos: la llegada de Trump al gobierno. En la perspectiva del análisis de Lilla, élites urbanas, con un alto nivel de educación, “se centran en el cuidado y nutrición de movimientos muy sensibilizados que disipan, en vez de centrar, las energías de lo que queda de la izquierda”. La izquierda se estaría transformando en un fenómeno eminentemente universitario. El diagnóstico de Lilla pone también al individualismo en la base de lo que está sucediendo, conduciéndose los jóvenes hacia la “madriguera de la identidad”. El origen de esto radica, según Lilla, en una especie de “estado de ánimo”, un “romanticismo político” que considera a la sociedad y sus instituciones como una gigantesca falsedad que oprime la individualidad de las personas, su autonomía, su libertad. Pero calificar de “romanticismo político” el malestar de los individuos en democracia no nos permite avanzar en la comprensión del fenómeno. Las críticas desde la derecha a las denominadas “políticas de la identidad” apuntan justamente a la dificultad de traducir las demandas emergentes en proyectos políticos compartidos más allá del descontento (el “neoconservador” Douglas Murray culpa a las políticas de la identidad de “conducir al mundo a la locura”).
Por otro lado, desde la izquierda, Eric Hobsbawm sostenía que las políticas de la identidad significan un problema tanto para la derecha como para la izquierda. El principal problema político para la izquierda es “desintegrarse en una mera alianza de minorías”; se trata del “ocaso de los grandes eslóganes universalistas de la Ilustración”. Según Hobsbawm, esta universalidad es esencial a la izquierda, sin la cual esta se reduce a una especial sensibilidad frente a diversas formas de discriminación, pero en ausencia de “grandes causas universales” que articulen procesos políticos transformadores. El punto es que este debilitamiento de las “grandes causas” ha sido un efecto fundamental del coeficiente emancipador de la desnaturalización de los universalesque bajo diferentes formas del ser común (la humanidad, la clase, la nación, etc.) invisibilizaban prácticas de desigualdad y discriminación. Sin embargo, ¿es posible la política, como la conocemos, sin “universales”? Lo complejo de esto consiste en que hoy se enlazan internamente la universalidad de los principios de libertad e igualdad con la difícil politización (que no es lo mismo que movilización) de sensibilidades que se definen a partir de una memoria particular de la desigualdad.
La cuestión arriba planteada sucede en relación con un proceso de progresiva mercantilización de la existencia como pilar del desarrollo, un aspecto esencial de lo que se nombra como “neoliberalismo”. La consolidación de un orden social donde priman el orden regulador del mercado y el principio de la competencia (no por vivir bien, sino por vivir “mejor”) bajo el criterio de la “meritocracia”, trae consigo el establecimiento de un principio de igualdad, pero se trata de la igualdad entre los sujetos en competencia, y sucede que, como señalan Josep Colomer y Ashley Beale en su investigación sobre la crisis de la democracia en el mundo, “las personas que desean emular las posiciones de los demás no necesariamente se preocupan por la igualdad como valor general”. Si hoy la monetarización opera en buena medida como el patrón de logros, proyectos y expectativas personales, entonces el futuro está monetarizado. Por lo tanto, la legitimidad que desde allí se concede al orden en el que descansa la gobernabilidad depende de la confianza que el individuo tenga en que podrá alcanzar sus metas personales, debiendo estas traducirse en logros monetarios. No se trata de una mera resignación por falta de imaginación, sino de la imposibilidad de confiar en otra cosa que no sea el mercado. Esta situación equívoca genera confusión respecto a la evaluación que se hace del desarrollo de la economía chilena en las últimas décadas.
En febrero de 2020, ya desencadenada la revuelta, un exministro de economía del anterior gobierno argumentaba: “Cuando se miran los beneficios del desarrollo, estos les llegaron a todos los chilenos. A unos más, a otros menos, y sin duda hay chilenos más ricos y otros más pobres, pero hace 30 años había cuatro millones de personas viviendo en campamentos, y hoy día son 100 mil. Antes había 100 mil personas que iban a la universidad, y ahora un millón 300 mil. (…) Esa caricatura de que el progreso económico le estaba llegando a algunos y a otros no, no me la compro”. Si estas cifras son reales, ¿por qué no logran contrarrestar la percepción de la desigualdad? Este es justamente el problema de fondo. La percepción que alguien tiene de que es discriminado está esencialmente condicionada por su conciencia de que tiene ciertos derechos que no le están siendo reconocidos o respetados. Es decir, se trata, en la base de todo esto, de una conciencia de la igualdad a partir de la cual no se reconoce la legitimidad de privilegios de cuna, de herencia, de “raza”, de sexo, etc. La pregunta entonces es cómo llega a producirse esa conciencia política de la igualdad, a partir de la cual se hacen manifiestas múltiples formas de discriminación hasta hace poco naturalizadas.
La tesis del sociólogo François Dubet resulta muy relevante a ese respecto, cuando sostiene que “solo sobre la base de una igualdad de principio alguien puede ser discriminado y, desde ese punto de vista, el crecimiento del tema de las discriminaciones es una de las consecuencias del progreso de la igualdad”. Es decir, la crisis de la institucionalidad política que impacta hoy sobre la democracia no se relaciona inmediatamente con una aritmética de la desigualdad, sino con la conciencia misma de la discriminación. En cierto modo, el sentido de la democracia consiste justamente en la construcción del ser común, sobre la base de un sentimiento compartido de igualdad en que nadie se sienta discriminado, pero la discriminación no es un hecho material y objetivamente verificable, sino que tiene que ver con procesos subjetivos que se viven cotidianamente (expresiones verbales, miradas, gestos; la vigilancia del guardia en el supermercado, ser mal atendido en una oficina pública, etc.). Como señala Dubet, “las desigualdades que afectan a cada individuo y las que caracterizan la sociedad no se ven ni se sienten de la misma manera”. Esto es esencial al problema: la experiencia de la discriminación se va transformando en una cuestión cada vez más individual, con lo cual aumenta la conciencia de la desigualdad al tiempo que parece despolitizarse cuando desciende desde la representación política al resentimiento y luego al violento estallido infrapolítico. Este es un punto importante del agotamiento de la categoría de clase. El desarrollo del capitalismo va suprimiendo las barreras de clase, y esto da lugar a una progresiva desvinculación de los individuos respecto a posibles grupos de pertenencia y referencia política. El problema, entonces, no es solo el hecho de la desigualdad, sino el solitario padecimiento de esta. Hobbes anticipó esta “experiencia” cuando señalaba que el malestar entre los seres humanos no se debe solo a la natural competencia de todos contra todos, sino al hecho de que “cada ser humano considera que su compañero debe valorarlo del mismo modo que él se valora a sí mismo”.
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La tremenda dinámica del mercado financiero y de los circuitos digitales de información contribuye a la disolución de vínculos sociales. Este fenómeno queda ilustrado en lo que algunos consideran el fin de la clase media. Como señalan Colomer y Beale, “la antigua clase media se desperdiga en fragmentos como en un campo minado, cada uno de los cuales es vulnerable a detonadores de diferentes inclinaciones, en su mayoría nacionalistas contra una diversidad de enemigos. Esta es una fuente social principal de la actual agitación política”. De aquí entonces el racismo, la xenofobia, la aporofobia (fobia a los pobres) por parte de esa clase media desposeída. Si una sociedad tiene miedo, entonces no hay democracia. En efecto, en el tiempo del individualismo, aumenta el sentimiento de discriminación y, con ello, de exclusión. Como señala Dubet, “más que la explotación y las desigualdades sociales propiamente dichas, el desprecio es una suerte de medida general del sentimiento de injusticia”.
La democracia entra en crisis cuando se multiplican las víctimas de la discriminación, y entonces la simple “inclusión política” no parece ser la solución. La democracia representativa parece sin contexto y surge la idea de “democracia directa” como solución a la que se considera ya no un complemento relativo, sino como alternativa absoluta a la democracia representativa. Las expectativas que conducen hacia la democracia directa como radicalización de la democracia en general serían en parte efecto del individualismo y la particularización de las demandas. Esto implica un concepto de democracia caracterizado por la inmediatez, por una inmediación. ¿Entre qué? ¿Entre la voluntad de los individuos y el poder? En el marco de la “lucha de clases”, la demanda de inmediatez política tenía como horizonte la acción revolucionaria; en el tiempo de la multiplicación de las desigualdades y de los grupos particulares que demandan “igualdad”, surge el problema de una democracia trabada en el cruce de expresionesmúltiples de descontento y las demandas particulares de autorepresentación.
Dos condiciones relevantes en la puesta en cuestión de la democracia representativa serían, primero, las expectativas políticas de individuos y grupos desagregados de las formas tradicionales de representación política (partidos políticos, sindicatos, etc.) y, segundo, una cierta concepción implícita de la democracia según la cual esta ha de ser la expresión directa de los excluidos, de las víctimas, de los que han sido marginados y discriminados. La democracia, pues, como mecanismo de reparación inmediata de la desigualdad, donde “inmediata” significa que se trata de corregir la desigualdad que padecen determinados grupos o individuos; por eso, como señala Dubet, “cada uno tiene interés en ser ‘más víctima’ que los otros”. La conciencia de la desigualdad en una sociedad institucionalmente en crisis tiende, naturalmente, a una radical politización de la democracia, y es este mismo proceso el que la enfrenta a una situación de colapso.
Sin embargo, cabe preguntarse: ¿no es acaso la democracia desde un comienzo —y esencialmente— un orden político del habitar humano? ¿Qué podría significar entonces una “politización de la democracia”? De esto se sigue otra pregunta para conducirnos en la reflexión sobre este asunto: ¿es la democratización de la sociedad un medio o un fin? Si se la considera ante todo como un medio, entonces su realización se encarga por entero a la política, sanciona de antemano su fracaso, medido con el rasero de lo inalcanzable. La indignación colectiva abraza lo imposible. En cambio, si se considera a la democracia en último término como un fin, esto no solo implica la idea de un proceso de realización siempre en curso, sino que comprende también una idea de comunidad, cuyo sentido último no es su “realización”, sino la conciencia siempre alerta respecto a múltiples formas de exclusión, tanto existentes como por venir. La posibilidad de —como lo enuncia Jean-Luc Nancy— ser todos juntos, todos y cada uno de todostrasciende la política, esta no puede ser asumida por la política; en suma, una “democracia plena” esencialmente no puede ser realizada. “La decepción ante la democracia —escribe Nancy— proviene de la expectativa de un reparto político de lo incalculable”; y dicha “expectativa” es lo que termina por agotar a la democracia. No se trata de que la democracia trascienda el conflicto, sino que es el conflicto mismo lo que trasciende la contingencia y ordena políticamente las diferencias internas en una sociedad. Esta fue la clásica función de la diferencia entre izquierda y derecha.
Las causas de reivindicación o de denuncia en nombre de las cuales se articulan grupos movilizados políticamente pueden llegar a poner radicalmente en cuestión la legitimidad instituida del orden existente, pero lo hacen en nombre de los valores que ese mismo orden dice representar, en especial el principio de la igualdad. La realidad de la desigualdad y la discriminación no se reduce a la simple represión y olvido de lo particular en general, sino que más bien consiste en la exclusión que sería inherente a toda forma de representación política. La “inclusión” universal invisibiliza sus propias exclusiones particulares. ¿Qué hacer? Ante esta cuestión, Judith Butler se pregunta si acaso deben superarse siempre todas las exclusiones, y si acaso un imperativo de este tipo no significaría más bien la imposibilidad de la política. “La ‘inclusión’ de todas las posibilidades excluidas —señala Butler— llevaría a la psicosis, a una vida radicalmente invivible y a la destrucción de la política tal como la entendemos”. Por lo tanto, la democratización de la sociedad como un fin significa hacer ingresar en la política la conciencia de que todo orden de gobernabilidad genera inevitablemente formas de exclusión y discriminación, por lo tanto, de desigualdad.
No podemos prevenir qué formas de desigualdad acontecerán en el futuro. Sin duda, ya existen modos de discriminación que por ahora nos resultan invisibles, desigualdades que aún no han adquirido visibilidad política.