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Andrea Palet. Escribir y tachar

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Existen muchos manuales sobre escritura: mamotretos de gramática, manuales de estilo y un sinfín de libros. Las recomendaciones, quizás viniendo de una editora con años de oficio, son tanto más valiosas cuanto revelan ese trabajo privado, envuelto de cierto secretismo, que es la edición literaria. En esta entrevista, la editora de Laurel y profesora de la Universidad Diego Portales —una de las personas que más sabe de edición en Chile— conversa sobre escritura y sobre una industria editorial chilena que, aún llena de problemas, ofrece catálogos diversos.

Por Evelyn Erlij y Sofía Brinck

En cierto punto, un manto de duda cubre el oficio de la edición: así como cada cocinero echa mano a su propio libro de recetas, cada editor aplica ciertos criterios para seleccionar, revisar y ordenar el contenido de un libro, e incluso mejorar su estilo, en un proceso que ocurre a espaldas del lector, quien solo puede asistir al resultado final, sea este feliz o no. “El trabajo conjunto con un autor (…) es de una intensidad y una intimidad tales que, como los secretos de familia, se resiente al ser expuesto a la luz del día”, escribió alguna vez Palet en la revista El Malpensante. En esta entrevista, sin embargo, contrariando lo dicho, da algunas pistas del trabajo de un editor literario.

Formada como periodista en la Universidad Autónoma de Barcelona, ciudad donde tuvo sus primeras experiencias editoriales, trabajó en los años 90 en la Editorial Andrés Bello, dentro de un panorama, según describe, completamente distinto. “Quedaba en una casona enorme en la calle Ricardo Lyon, en la que deben haber trabajado unas cien personas. Ahí estuve con quien me enseñó todo, que fue Óscar Luis Molina, un editor chileno fantástico”, cuenta.

Más tarde dirigió Ediciones B y en 2014 creó la editorial independiente Laurel, donde ha ido armando un catálogo que tiene entre sus autores a Sergio Bizzio, Federico Galende, Alejandra Costamagna, Fernanda Trías, Inés Bortagaray, María Sonia Cristoff, María Gainza y Álvaro Bisama. Actualmente es editora de la revista Dossier y directora del Magíster en Edición y el Diplomado de Corrección de Textos de la Universidad Diego Portales. En 2017 publicó Leo y olvido (Ediciones Bastante), compilación de columnas escritas para medios como Qué Pasa, Paula, El Malpensante, El Mercurio, La Tercera y The Clinic. “Están los editores que quieren escribir pero les sale espuma, y también —estos son los imprescindibles— los que escriben mejor que los autores que publican, pero que de forma inexplicable, acaso narcotizados por el pudor o la cortesía, prefieren escribir poco, casi nada. A esa última categoría pertenece Andrea Palet”, dice Alejandro Zambra en el prólogo del libro.

Hay una idea que resume bien cómo funciona la escritura: es cierto que todos tenemos una voz y podemos cantar, pero no todos podemos hacerlo bien. Lo mismo pasa con la escritura: escribir bien no es una habilidad innata, sino más bien un músculo que se ejercita, al igual que la voz. ¿Qué es para ti escribir bien?

—Por supuesto, no hay una sola respuesta. Escribir bien es lo que un canon determina en cada época, aunque esa noción esté en disputa. Durante mucho tiempo, significó escribir de manera formal, aspirando, en el caso de los escritores y periodistas latinoamericanos, a que no se notara que éramos latinoamericanos. Escribir lo más españolizado posible. Ese nivel de yanaconismo tiene orígenes históricos; nos inculcaron durante mucho tiempo que había que tender hacia una idea de corrección y formalidad. Incluso en la ficción. Uno se puede fijar, por ejemplo, en los diálogos de las novelas de hace cincuenta años o más, y son muy distintos a los de ahora. Hoy en día, entre muchas otras cosas, escribir bien ―y eso por supuesto también tiene un desarrollo histórico lento― es hacerlo lo más natural posible. Es un cambio superimportante. Si alguien publica su primera novela, lo primero en que me fijaría es en la mano que tiene para los diálogos, por ejemplo. Es un marcador de que la percepción de la sociedad cambió y de que ahora ―puede que nos aburramos de esto― escribir bien es tener buen oído para cómo habla la gente. Eso no siempre fue así. Creo que, no sé si desgraciadamente, hay mucha más gente opinando hoy y las barreras de entrada para opinar han bajado mucho, así que es más difícil que nunca delinear de manera clara qué es lo bueno y lo malo. No me puedo dar una vuelta más larga para responder la pregunta.

Hay mucha gente que cree que escribir bien es usar un vocabulario muy amplio, usar muchos sinónimos, palabras rebuscadas, evitar cierta oralidad, pero una buena escritura es otra cosa. Es, en parte, tener una voz reconocible y preocuparse por la forma tanto como por el fondo. ¿Qué sería para ti el estilo y por qué importa tanto?

—Estilo es una manera reconocible de hacer algo, que por supuesto se puede copiar. Uno dice “esto suena como…”. El estilo no tiene por qué ser perfecto, no tiene por qué estar ajustado a ese canon que es la escritura correcta. Algunas de sus marcas pueden ser la imperfección, justamente. Muchos estilos empiezan siendo minoritarios y luego son imitados, porque es natural, tendemos a imitar lo que nos gusta. Cuando empecé a editar, había una sola manera de marcar los diálogos, por ejemplo. Una manera estándar que está en los manuales de estilo, que es con guiones de diálogo. La usamos también en las entrevistas para marcar claramente [las voces]. Bueno, mucha gente, en especial los escritores latinoamericanos, se echaron esa cuestión al bolsillo. Hoy en día a nadie le extraña ya que haya otras maneras de escribir los diálogos: por ejemplo, todo junto dentro del párrafo y sin comillas. Por supuesto, eso es estilo. Obviamente no es casual. Hay efectos literarios que se producen: más intimidad, más indeterminación. No es un error. Hablar de innovación en literatura es totalmente absurdo, pero en edición no lo es tanto, porque es una técnica, y en ella van apareciendo cosas nuevas. En resumen, el estilo es lo que hace que yo me acuerde de ti y te pueda describir.

Un cliché de la escritura es la imagen de una persona solitaria que trabaja apartada del mundo, pero lo que se aprende editando es que la escritura siempre es mejor cuando es un acto colectivo, cuando alguien te lee, te comenta y te hace sugerencias. ¿Qué dirías que aporta esa mirada externa a un texto? ¿Cuánto mal nos hace la persistencia de esa visión romántica de la escritura asociada a la soledad del autor?

—Obviamente ya no tengo el menor romanticismo, como es natural. Pero igual entiendo la situación psicológica, por decirlo así, de una persona que ha escrito algo que le importa mucho y que no ha tenido la experiencia de ser editada. Nosotros la hemos tenido, somos periodistas, no tiene ninguna gracia, y los escritores de carrera también están acostumbrados. En general, he tenido problemas con gente que ha escrito libros y no es escritora. Un astrónomo, economista, médico; obviamente ellos sí se quedaron pegados en esta idea. Entonces sufren harto, porque creen en cosas solidificadas, como la inspiración y el estilo propio. Hay una frase de un editor gringo que uno no debería decir porque es muy mala onda: “voy a respetar tu estilo siempre y cuando tengas uno”. Este tipo de autores no está acostumbrado a la intervención. “Es que no me reconozco”, “es que no me estás respetando”, “es que me siento avasallado” y muchas cosas que requieren terapia, pero es hipercomprensible. Es increíble que aún cuando uno tenga muchísima experiencia, como autora o editora, haya cosas que uno no vea de un texto propio. Y eso pasa porque mientras lo lees no lo estás leyendo, estás repitiendo lo que tienes en la cabeza. Hace poco le entregué un texto a mi editora y amiga Leila Guerriero. Fue horrible, porque psicológicamente no lo quería hacer, y me atrasé y fue todo espantoso. Se lo entregué, según yo, sopladísimo, o sea, imagínate cuánto lo llegué a revisar. Obviamente que me encontró, no sé, cinco cuestiones mal y me las corrigió, como es lógico, porque tú no estás mirando, en tu cabeza está todo perfecto.

¿Cómo lidias tú con los egos heridos? Porque gran parte de ese enamoramiento o apego con un texto tiene que ver con el ego.

—Por supuesto que el ego está involucrado, pero el ego de todos, el mío como editora también. Hace 20 años no sé cómo lo hacía, pero creo que ahora ya sé cómo hacerlo. Ahora echo encima, de la manera más respetuosa posible, la experiencia. No es que tire el currículum, sino es más como “confía en mí”. Hay que poder explicar cada cambio, y eso es heavy. Entonces, si quieres ir realmente a lo más técnico, hablando de cosas literarias o un texto grande, primero tienes una conversación general. Empiezas por lo bueno, por supuesto, porque obvio, yo soy exactamente igual, si primero me tiran lo malo después ya no quiero escuchar nada. Después, tengo varias metáforas que me funcionan, la de la cocina es muy buena: le falta un hervor, hay que darle una vuelta, revolverlo un poco más. Puede que pida cambios y después ataco línea por línea. Las cuestiones formales no las voy a preguntar, porque eso puede ser interminable. Por supuesto, voy a hacer muchos cambios, y todos son propuestas que se pueden revertir. Lo ideal es que no, pero yo no puedo imponer una edición. Si hago un cambio tan radical que la autora no se reconoce, no es tan bueno el cambio. Tengo que poder convencerla.

***

La edición es un género literario, según el escritor y editor italiano Roberto Calasso, quien pensaba su catálogo como una suerte de autobiografía. Este trabajo, la mayoría de las veces invisible, es clave para dar forma a una obra. Detrás de un escritor, o más bien al lado suyo, hay editoriales y sus equipos; hay periodistas, críticos, revistas, diarios, distribuidoras, talleres, colegas escritores; muchos libros leídos y por leer, muchos lectores que hacen que todo tenga sentido y, sobre todo, un editor que lo acompaña, lo guía y, en ciertas ocasiones, lo salva de sí mismo. “En la sociedad actual es el editor, el que publica, ‘el que dicta’, quien carga con la responsabilidad de decidir qué actos de escritura privados merecen hacerse públicos”, dice el editor español Constantino Bértolo en La crítica como combate (2024).

En una época en que todo el mundo puede escribir y publicar, aunque sea en un blog, circula bastante la idea de que el editor es un intermediario innecesario entre el escritor y el lector. ¿Cuál dirías tú que es la misión de un editor, ya sea literario o periodístico, en estos tiempos de hiperproducción de textos, en que prima la inmediatez, la desesperación por publicar rápido?

—La palabra es polisémica, y partiendo de ahí, significa lo que uno quiera. Hace mucho tiempo, en periodismo, el editor era el jefe. Lo que nosotros alcanzamos a conocer ―de que ese jefe, además de ser tu jefe, te enseñaba―, ha cambiado no solamente aquí, sino en todo el mundo. Eso se acabó, o se redujo muchísimo, sobre todo en el área periodística. Esa función histórica había estado más protegida en la industria editorial y ahora también está absolutamente en retirada. Entonces, me encuentro en la incómoda posición de defender algo que me interesa, que encuentro superimportante, pero me cargaría hacerlo desde el punto de vista nostálgico, tipo “en el pasado”…

Todo fue mejor.

—Claro, chao con eso. No tiene nada de malo que se haya democratizado la capacidad de producir y que ahora sea muchísimo más fácil tener una pequeña editorial. Un magíster en edición hoy en todo el mundo es un posgrado en producción editorial, en realidad. A mí me encantaría, pero es completamente elitista a estas alturas y técnicamente muy difícil, tener una especie de curso largo e institucionalizado en la universidad para conversar sobre edición literaria. Obviamente que me encantaría, pero eso es muy minoritario. Volviendo a tu pregunta, sí, es una función importante. Creo que los textos quedan mejor. Es valioso pensar en publicar algo escrito lo mejor posible y no lo primero que salga, pero eso no es socialmente compartido ya. Quizás lo dije de manera muy tremendista, pero no es tan obvio. Yo he vivido ya varias oleadas de terror en el entorno editorial. La primera fue hace 12 o 14 años atrás con el libro digital. Ahora es producto de la inteligencia artificial. Posiblemente, las personas que escribimos o que escriben van a ser todas editoras, de sus propios textos y de textos ajenos, en una especie de “no lo vi venir” muy chistoso. Al igual que fue el “no lo vimos venir” más increíble de todos en la industria editorial, que fue el alza del papel. Es una especie de golpe inesperado, donde toda la industria se tiene que reacomodar. Bueno, quizás ahora esta idea de editores de textos ―que es algo que necesariamente hace más lento todo el proceso de publicación, porque es un control de calidad que muchas instituciones editoriales, entre ellas las periodísticas, no consideran ya tan necesaria―, puede que tenga una vuelta inesperada. Como va a escribir la maquinita, que igual hay que editarla, entonces quizás hay que aprender.

Hay que saber editar esos textos para que no suenen a plagio o entrada de Wikipedia.

―Creo que el aburrimiento nos va a salvar. En el mundo editorial estadounidense tienen un tremendo problema: Amazon está inundado de mil novelas nuevas al día, creadas para agarrar a los pobres abuelitos que pagan por un libro que en realidad hizo una máquina. Lo que nos va a salvar es que eso nos va a aburrir muy rápido, porque esa escritura superperfecta va a ser toda igual. En el fondo, las vanguardias artísticas parten del aburrimiento y esto va a ser exactamente lo mismo, nos vamos a latear muy rápido. La inteligencia artificial, justo ahora que estamos en edad productiva, nos va a joder, quizás nos va a quitar algunas pegas, pero como necesariamente no puede variar demasiado, nos va a aburrir y vamos a buscar la imperfección, lo que es rarísimo.

El editor estadounidense Roger Stoddard decía, con algo de provocación, que los autores no escriben libros, sino textos, lo que deja un buen porcentaje de la creación de un libro en manos de un editor. ¿Eres de los que piensa que el editor debe ser una figura invisible?

―Sí, fíjate, creo que sí. Invisible por supuesto, no competir con tu autora o autor, pero sobre todo que no se note tu estilo propio. Si se nota como escribes, está pésimo. Uno tiene que entender el estilo de la otra persona y corregirla. Puedes escribir un párrafo completo, pero como lo hace él o ella, no tú. Incluso, y como estoy cada vez más vieja, empiezo a encontrar más razón a que si una frase no me gusta mucho a mí, pero está bien, obviamente la dejo. Es demasiado importante no olvidarse nunca de que el texto no es tuyo, que lo tienes prestado para cuidarlo y mejorarlo. Si alguien tiene la pretensión o el deseo de ser reconocido por su estilo literario, que escriba sus propios libros.

Estuviste en estas diferentes olas del mundo editorial, y empezaste a trabajar en edición literaria en los 90 en Editorial Andrés Bello. ¿Qué echas de menos de esos tiempos?

―Extraño la irresponsabilidad de todo lo que no fuera editar un texto. Yo estaba en una oficina, me traían cosas, las trabajaba y se las llevaban. Todo lo que es contratar o encargarse de las platas, no lo hacía yo. Lo máximo que hacía era opinar. Imagínate, opinar y editar, fantástico. Pero ahora no es suficiente, uno tiene que hacer otras cosas que antes hacían otras personas. Entonces, echo de menos una tranquilidad absoluta, los tiempos largos…

¿Y qué te alegra que ya no exista?

―En los 90 en Chile casi no había editoriales independientes. Había dos o tres, que eran las heroicas, digamos, Cuarto Propio, Lom, las que surgieron en dictadura o justo los primeros años de posdictadura. El panorama era completamente distinto. Los conglomerados eran empresas grandes, muy conservadoras, y no existía lo que hay ahora, que es la efervescencia de lo artesanal, de lo pequeño, de la vocación, que también tiene montones de problemas, pero es un escenario superdiferente. Y alcanzaron a llegar a Chile prácticas que por suerte están en retirada, completamente absurdas y ridículas, que le hicieron muy mal a la industria: unas competencias por anticipo gigantescas. Lanzamientos en que la editorial tenía que pagar comidas para 30 personas en unos restaurantes carísimos, que obviamente eran la ruina máxima. Unas lógicas muy norteamericanas, muy comerciales, que en nuestro país no tienen lugar. Fue un espejismo completamente situado históricamente, y eso desapareció, por suerte. La cuestión se sinceró, se achicó. Los conglomerados crecieron, pero se achicaron: si antes eran seis, ahora son solo dos. Se achicó en el sentido de que esto no es show business, no da. No es la escala de Estados Unidos. Era ridículo, todo el mundo estaba tensionado. Ahora tenemos problemas, como siempre, pero hay muchas más posibilidades de tener catálogos diversos.


Este texto es una versión editada de la entrevista realizada en el programa de radio de Palabra Pública, transmitido el 6 de septiembre en Radio Universidad de Chile.

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