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Fascismo latinoamericano

Por Grínor Rojo

Yo estoy cada vez más convencido de que lo que llamamos fascismo es una tendencia permanente de los seres humanos y de su historia. En lo que toca a Occidente y, con más precisión, en lo que toca a la historia del Occidente moderno, estuvo ahí desde el día uno. El Maquiavelo que en la Florencia del quinientos aconseja al Príncipe y le dice que lo que debe hacer para asegurarse de que tiene al Estado bajo control es “ganar amigos, vencer o con la fuerza o con el fraude, hacerse amar y temer por los pueblos, hacerse seguir y reverenciar por los soldados, eliminar a quienes pueden o deben ofenderte, innovar el antiguo orden, ser severo y agradable, generoso y liberal, eliminar la milicia desleal, crear otra nueva, conservar las amistades de reyes y príncipes de manera que tengan que favorecerte con cortesía o atacarte con respeto” es un buen ejemplo. Ese Maquiavelo, para quien la política consistía en el logro y la retención del poder a no importa qué precio, era un fascista de tomo y lomo. Y de ahí en más.

En la América Latina del siglo XX hubo fascismo clásico en los ‘30 y en los ‘40. Más o menos grande en la Argentina, en Brasil y en México, y de mediana intensidad en Chile, en Perú y en Bolivia (para no hablar sobre los dictadores centroamericanos y caribeños, por ejemplo, sobre la condecoración a Mussolini por parte del Jorge Ubico en Guatemala ni sobre el bigotito a la Hitler que luce el dominicano Trujillo en algunas de sus fotos más conocidas). Postfascismo clásico hubo en Paraguay con la dictadura de Stroessner, que duró hasta 1989, y en el justicialismo argentino de la segunda época, el que se viene abajo con la revolución del ‘55. Perón, que dio refugio a cinco mil nazis escapados de la guerra y que se fue al exilio en el ‘55, escogió un itinerario sugerente: partió primero al Paraguay de Stroessner, luego a Panamá, donde tenía amigos de su misma persuasión desde hacía mucho, en seguida a la Venezuela de Pérez Jiménez, de ahí a la República Dominicana de Trujillo, para rematar en la España de Franco en 1960, donde estuvo viviendo hasta noviembre de 1972.

Pero vamos a la cosa más actual. Primero fueron las dictaduras anticomunistas o, mejor dicho, las dictaduras anti cualquier cosa que oliera a progresismo, las que, espoleadas por los Estados Unidos de la Guerra Fría, se estrenan con el golpe contra Jacobo Árbenz en Guatemala, en 1954. Ese golpe fija un pattern. Organizado por la CIA a solicitud de la United Fruit Co., con respaldo popular en Estados Unidos (poseídos a la sazón los estadounidenses por la histeria mccarthysta), sumó internamente a la oligarquía guatemalteca, a la jerarquía eclesiástica, a los grupos medios anticomunistas y a un sector de los militares. La CIA forma entre tanto en Honduras un ejército, al mando de un coronel desafecto, que había recibido entrenamiento previo en Fort Leavenworth, en Estados Unidos, Carlos Castillo Armas. Ese ejército cruza la frontera el 18 de junio del ‘54, al tiempo que pilotos estadounidenses bombardean la ciudad capital. Debutaba de ese modo un pattern que la CIA iba a replicar posteriormente en otros países latinoamericanos, en Cuba en 1961 (donde fracasó), en Brasil en el ‘64 (éste el primero de los golpes de postguerra en Sudamérica, donde los marines estadounidenses estuvieron listos para desembarcar pero no lo hicieron porque el gobierno de Goulart colapsó sin su ayuda) y en Chile en 1973 (nótese que el bombardeo aéreo de La Moneda, en septiembre del ‘73, no fue novedoso en absoluto, aunque deba reconocerse que a diferencia de lo acaecido en Guatemala, fueron pilotos chilenos los que tuvieron el indigno honor de conducir los Hawker Hunter que lo ejecutaron).

Casi coincidiendo con la caída de los socialismos “reales” y con el retroceso de la izquierda mundial en los ‘80, desvaneciéndose de esa manera y a todo vapor el “peligro comunista”, aparece en el horizonte un nuevo objetivo: el desmantelamiento de lo obrado por el Estado de bienestar, el modelo económico vigente en el mundo y en América Latina desde la gran depresión, y su sustitución por un modelo capitalista globalizado. Este desmantelamiento se debe a la crisis del capitalismo. Desde 1971, que fue el año en que Richard Nixon le puso fin en Estados Unidos al patrón oro para el dólar, a lo que se añadió en 1973 y 1974 un aumento de los precios del petróleo, las dificultades del capitalismo internacional no han hecho otra cosa que multiplicarse. Entre 1982 y 1989 sobrevino la llamada “crisis de la deuda”, la que aun cuando impactó a los países latinoamericanos principalmente, amenazaba internacionalizarse desestabilizando con ello a la totalidad del sistema; en 1997 se desató en el sudeste asiático el dominó de las devaluaciones, ominosas también para las operaciones del capitalismo, reproduciéndose a todo lo largo y ancho del globo terráqueo; luego se produjo el caos financiero de 2007, cuando Lehman Brothers fue el primero dentro de un grupo de grandes bancos estadounidenses que se declararon en quiebra; el de 2008, cuando se produjo el estallido de la burbuja inmobiliaria española; el de 2012-2013 en toda la eurozona, que dejó 24.7 millones de personas sin trabajo; así como el de 2015-2016, con una caída en picada de los precios de las materias primas, como los chilenos pudimos experimentar en el caso del cobre y los venezolanos, mexicanos y ecuatorianos en el del petróleo. Tales son sólo los hitos mayores de una curva descendente que ha durado más tiempo del que los capitalistas están dispuestos a tolerar.

Dado este estado de cosas, ellos hacen lo que siempre han hecho en circunstancias análogas: se embarcan en una campaña de reacumulación del capital, expandiendo territorialmente sus operaciones hacia comarcas del globo que no habían sido incorporadas hasta ahora dentro de la órbita de sus actividades o que no lo habían sido suficientemente, al mismo tiempo que profundizan la capacidad de extracción de plusvalía al interior de las comarcas que se encuentran bajo su dominio (creación de nuevas necesidades, exacerbación del consumo, etc.).

Por cierto, esta nueva coyuntura necesita para implementarse “científicamente” de una ortodoxia teórica, que es la que proporciona la ideología (ellos dicen “ciencia económica”) “neoliberal”, y los “adelantados” en la materia fuimos los chilenos. Tan adelantados fuimos que incluso la empezamos (la empezaron) a implementar antes de que el Consenso de Washington fijara las medidas que debían tomarse: disciplina fiscal, reordenación de las prioridades del gasto público, reforma tributaria, liberalización de las tasas de interés, tipo de cambio competitivo, liberalización del comercio, liberalización de la inversión extranjera directa, privatización de las empresas estatales, desregulación para distender las barreras al ingreso y salida de productos, estimulándose de ese modo la competencia, y derechos de propiedad garantizados. En efecto: cuando los de Washington emitían estas recomendaciones, en 1989, en Chile ya se estaban realizando. A punta de bayoneta, es claro. El ladrillo, la biblia de los neoliberales chilenos, se escribió y circuló confidencialmente durante el periodo de Allende y el líder de los Chicago boys, Sergio de Castro, fue designado asesor del Ministerio de Economía tres días después del golpe, el 14 de septiembre de 1973. En abril de 1975, mientras Pinochet se sacaba de encima por las buenas o por las malas a los últimos generales nacionalistas, de Castro ascendió a ministro del ramo, cargo que ocupó hasta 1976 cuando el dictador lo sacó de Economía y lo puso en Hacienda, esta vez hasta 1982. Cada uno de estos ascensos del ínclito de Castro en la escala del poder fue acompañado por un crecimiento y una entronización mayor de los miembros de su equipo en el gobierno. En 1992, en el prólogo a una edición de El ladrillo que financió el Centro de Estudios Públicos, él lo recuerda así:

“El caos sembrado por el gobierno marxista de Allende, que solamente aceleró los cambios socializantes graduales que se fueron introduciendo en Chile ininterrumpidamente desde mediados de la década de los 30, hizo fácil la tarea de convencerlos [a los militares] de que los modelos socialistas siempre conducirían al fracaso. El modelo de una economía social de mercado propuesto para reemplazar lo existente tenía coherencia lógica y ofrecía una posibilidad de salir del subdesarrollo. Adoptado el modelo y enfrentado a las dificultades inevitables que surgen en toda organización social y económica [sic], no cabe duda que el mérito de haber mantenido el rumbo sin perder el objetivo verdadero y final corresponde enteramente al entonces Presidente de la República.

Los frutos cosechados por el país, de los ideales libertarios que persiguió ‘El Ladrillo’, son, en gran medida, obra del régimen militar. En especial del ex Presidente de la República don Augusto Pinochet y de los Miembros de la Honorable Junta de Gobierno. Nosotros fuimos sus colaboradores”.

Ahora bien, Chile es el único país de la región en que el modelo neoliberal se ha podido implantar plenamente. En ningún otro país de Latinoamérica ha logrado entronizarse como aquí, no obstante los esfuerzos reiterados porque así ocurra. Para dar sólo cinco ejemplos tópicos: en México, desde el mandato de Carlos Salinas de Gortari, entre 1988 y 1994; en Colombia, desde la presidencia de César Gaviria, entre 1990 y 1994; en el Perú, sobre todo durante el periodo que sigue al autogolpe de Alberto Fujimori, entre 1995 y 2000; en Bolivia, desde el fin del cuarto gobierno de Víctor Paz Estenssoro, en el ‘89, y especialmente en el primer gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada, y hasta el segundo que culminó con su fuga a Estados Unidos en 2003; y en Argentina, en dictadura con José Alfredo Martínez de Hoz, luego en democracia con Carlos Menen, entre 1989 y 1999 (ésa una intentona horrenda, que no sólo no prosperó sino que hundió al país en el peor de los marasmos. En la Argentina, un país productor de alimentos como no hay muchos en el mundo, ¡se registraron en esos años episodios de desnutrición!), y desde 2015 con Mauricio Macri, que lo está haciendo tan bien (o tan mal) como Martínez de Hoz y Menem. En todos estos casos, el proyecto y su fundamentación fueron los mismos: se estaba haciendo en el país lo que había que hacer. Era la “ciencia económica” la que así lo indicaba.

Pero a comienzos del nuevo milenio a los neoliberales le salió al paso el “socialismo del siglo XXI”: Chávez en Venezuela, Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Lula da Silva en el Brasil, los Kirchner en la Argentina. Atacados ferozmente por todos los flancos y de todas las maneras imaginables, hoy el único sobreviviente es Morales. Bastaron apenas ocho años para que Hugo Chávez, muerto en 2013, fuera sucedido por Nicolás Maduro, presidente de Venezuela desde la desaparición de su mentor y a quien asedia hoy una crisis económica y política gigantesca; para que Rafael Correa cumpliera su mandato en la presidencia ecuatoriana y Lenin Moreno, su antiguo vicepresidente, se convirtiera en su adversario; para que, cosa increíble, Lula da Silva terminara en la cárcel y Dilma Rousseff, su heredera política, fuese destituida; y para que Cristina Fernández de Kirchner se encuentre también a las puertas del presidio. Podrían sumarse a estos cuatro casos otros tres: el de El Salvador, un país con un gobierno de izquierda, pero en el que las pandillas, las “maras”, fijan el rumbo de la vida nacional; el de Paraguay, donde Fernando Lugo fue despojado de su cargo en junio de 2012 con un verdadero “golpe parlamentario” y donde en la actualidad gobierna una derecha cerril; y el nicaragüense, donde Daniel Ortega se aferra al poder de una manera nada envidiable. A la desafiante UNASUR, la esperanza integracionista del bolivariano Hugo Chávez, la habían abandonado hasta abril de 2018 seis de sus socios más importantes: Colombia, Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Perú.

¿Qué pasó? Pasó que con el imperialismo no se juega. En los ‘70 y ‘80, la CIA y sus cofrades latinoamericanos habían hecho uso de las armas sin asco. El resultado fueron más de tres mil asesinados en Chile, más de treinta mil en Argentina y más de doscientos mil en Guatemala. Desde los ‘90 en adelante guardaron las armas (no del todo, no se crea) y apostaron a las potencialidades de un aparato comunicacional al que la revolución de las TIC había fortalecido. Sembraron así la percepción (la percepción, porque no es la realidad) de la corruptela y la inseguridad bajo las administraciones de los dizques socialistas del siglo XXI. Convencieron a la población de que había que tener mano dura con los delincuentes y con los corruptos y que para ello era preciso elegir “hombres fuertes”. Y la población fue a votar por ellos (¡salvo en México!).

Ocurrió así algo parecido a lo que se vio en la Alemania de Weimar. Gobiernos socialdemócratas débiles que prometieron mucho y dieron poco, crisis económica (según la CEPAL, en América Latina la pobreza llegó en 2017 “a 186 millones, es decir, el 30.7% de la población, mientras que la pobreza extrema afectó al 10% de la población, cifra equivalente a 61 millones de personas”), desorden político y social y un demagogo que sale de la nada y que grita que él va a poner orden en ese desmadre. Simultáneamente, un capitalismo de poderosos empresarios que no trepidan en tirar por la ventana el prejuicio según el cual la libertad económica debe acompañar a la libertad política. De nuevo, los brillos chilenos se adelantaron en este viraje. El gran descubrimiento de Jaime Guzmán Errázuriz fue que sus preferencias conservadoras en política y católicas en religión (franquistas en sus orígenes, recuérdese) no sólo podían convivir cómodamente con el programa económico neoliberal, sino que el programa económico neoliberal era el medio más idóneo para hacerlas florecer. Pinochet ha de haberse sobado las manos. Él, que para entonces ya se había deshecho de sus competidores y era el más igual entre sus iguales, no pudo menos que percatarse de que el camino que Guzmán le estaba ofreciendo era el más promisorio. Iba a ser así el suyo el primero de una serie de matrimonios regionales, pletóricos de expectativas retrógradas y que a los padres de la patria les hubieran hecho caer la cara de vergüenza, de una economía neoliberal con un gobierno fascista.