Entre el 14 y el 20 de octubre se realizó la trigésimo primera versión del Festival Internacional de Cine de Valdivia, uno de los eventos culturales más importantes del país. Allí estuvo el académico y crítico de cine Iván Pinto, quien comenta en este informe las películas ganadoras de las competencias, las exhibiciones de cine chileno y palestino, los focos inéditos y las secciones destacadas de esta edición, que recuerda como una de las más concurridas.
Por Iván Pinto | Foto principal: FicValdivia
El más reciente FicValdiva estuvo marcado por un claro gesto de resiliencia y compromiso. Afectado por el incendio que dañó su sede central en enero de 2024 (que causó la pérdida de equipos y archivos fundamentales) y por una merma en su presupuesto debido a los recortes realizados a gobiernos regionales (como consecuencia del “caso fundaciones”), la respuesta de este año por parte del festival fue una sólida programación y un llamado a la acción colectiva. En vez de reducir su propuesta, el festival confirmó una programación diversa, contemporánea, radical y generosa. La respuesta del público fue entusiasta: la edición fue una de las más concurridas que recuerde, con muchísima gente quedando fuera de las salas. Con todo, el festival espera la confirmación de un presupuesto permanente de parte de fondos para instituciones colaboradoras del Estado, anunciado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio. Sin embargo, este financiamiento aún debe ser aprobado en el Congreso, lo cual deja todo en suspenso.
La programación, como decíamos, fue lo más destacado. Como ha sido la tendencia en el último tiempo, se trató de un recorrido por la historia, el presente y el futuro del cine, lleno de referencias a la contingencia social y política de Chile y el mundo. Este año la programación se movió entre los nuevos lenguajes, las urgencias de la actualidad y el rescate archivístico, con cinco secciones de competencia, cuatro cineastas en foco, al menos seis secciones de homenajes, más las muestras paralelas, que incluyeron las galas internacionales y la sección Nuevos Caminos.
Por su parte, la película ganadora de la competencia internacional, ¡Aoquic iez in Mexico! ¡Ya México no existirá más!, de Annalisa Quagliata, es un grito latinoamericano que explora, desde un formato experimental, el imaginario identitario mexicano. Tomando elementos del cine no narrativo de Stan Brakhage, así como del montaje de atracciones de Eisenstein, la película revisa la iconografía vinculada a la idea de mexicanidad: los símbolos aztecas, las calles de ciudad de México, los rostros mestizos e indígenas, la música popular y el baile. A través de tomas en formato super-8, animaciones stop motion y una serie de performances de actrices, la obra crea un tono alegórico que reivindica la potencia de la cultura mexicana y la presencia de la mujer en ella. Este enfoque recuerda la celebración mítica realizada por el propio Eisenstein en su película perdida y recuperada, ¡Que viva Mexico! (1930/2023). Aunque el filme de Quagliata parece buscar cierta afinidad con un cine experimental de carácter militante, en mi opinión se acerca más a una idea “cosmológica” y “cósmica” del montaje experimental poético.
En este informe revisaremos parte de lo exhibido en cine chileno (incluyendo las dos premiadas en su categoría), la presencia imponente del cine palestino y algunos focos retrospectivos de interés.
Cine chileno
En un contexto de creciente competitividad del cine local, es sabido que los cupos de cine chileno en FicValdivia son peleados y las selecciones bien específicas. Aunque hace tiempo no se realiza una competencia nacional, se reserva un cupo para cintas chilenas en la competencia internacional, que además cuenta con un premio local. La sección Gala chilena es una de las más esperadas, ya que algunos directores consagrados del festival tienen un lugar. Dejando de lado las llamadas galas internacionales, diría que la Gala chilena es lo más demandado por el público, dejando este año a más de 100 personas fuera de algunas de sus funciones.
En la sección chilena de la competencia se exhibieron cuatro largometrajes bastante diferentes y disímiles entre sí. Una sombra oscilante, de Celeste Rojas, fue la ganadora. Se trata de una película inscrita en la tradición de documentales sobre la memoria de la dictadura, narrada desde el punto de vista de la generación de “los hijos”. Acá se trata del relato de Lucho Rojas, militante del MIR, quien durante el período de la dictadura militar debe pasar a la clandestinidad y moverse a Ecuador. Con la misión específica de analizar los pasos fronterizos, debe además asumir una identidad falsa como fotógrafo. La directora usa esto para, desde una materialidad fílmica en 16 mm, reflexionar sobre la luz, la sombra y la fotografía como metáforas de una memoria que oscila entre lo visible y lo oculto.
En un tono totalmente distinto, Denominación de origen, de Tomás Alzamora, se alzó con el premio especial del jurado y el premio del público, siendo la película favorita del estudiantado de cine, que copó las salas. Se trata de una comedia sobre un grupo de personajes bastante singulares que decide dar la lucha para que San Carlos obtenga la “denominación de origen” de la longaniza, enfrentándose a la ciudad vecina, Chillán, que siempre aparece como la dueña de la marca. Una mujer trans, un huasito anciano y un DJ de rancheras neurodivergente deciden llevar a cabo un movimiento ciudadano que, en búsqueda del reconocimiento de la longaniza y de la ciudad, atraviesa diversas peripecias. Con una mezcla estética que combina costumbrismo regionalista y falso documental, la película cuenta con un sentido del humor basado tanto en los hechos como en las relaciones que activa la edición. Una comedia pop que, al conectar con el público masivo, podría ser una buena sorpresa cuando se estrene en las salas del país, y que en Valdivia, a pesar de que podría ser considerada una película en el “borde” de la línea de la programación ficvaldiviana, arrasó con el público.
Otras dos películas se presentaron en la selección chilena de competencia: Los años salvajes, de Andrés Nazarala, y Cuerpo en agua, de Javiera Veliz. La primera se trata del segundo largometraje del crítico, escritor y cineasta, una comedia dramática ambientada en Valparaíso que tiene como protagonista a Ricky Palace, un viejo rockero de la Nueva Ola que, luego de haber cerrado el bar donde ha tocado toda su vida, empieza a buscarle un sentido a la vida. Con una banda sonora impecable, inspirada en una versión oscura de la Nueva Ola Chilena (con cameo de Pollo Fuentes incluido), Ricky Palace es el símbolo máximo del legado de la cultura rockera y bluesera del siglo XX que se resiste a morir, en una ciudad nocturna que se cae a pedazos. Se trata de una película del “puerto” que saluda a la bohemia y a la tradición improbable del rock local. Con todo, sentí que el conflicto central ―un duelo amoroso― deja con gusto a poco, considerando que el personaje daba para mucho más. El otro largometraje, Cuerpo en agua, es un documental “sensorial” sobre el acto de sumergirse en el agua. Siguiendo el camino de trabajos como Leviathan (2012), del Sensory Ethnography Lab, el documental pierde su objeto a través de operaciones formales un poco genéricas e inespecíficas, y no queda claro el punto de vista que se busca instalar más allá del juego formal con el agua como materia.
El segundo grupo de cintas chilenas que comentaremos son las que se presentaron en las apetecidas Galas chilenas: Animalia Paradoxa, de Niles Atallah, Los Hiperbóreos, de Joaquín Cociña y Cristóbal León, y Cuando las nubes esconden la sombra, de José Luis Torres Leiva, todas producidas por Globo Rojo Films. Con estilos disímiles, estas tres piezas presentan apuestas arriesgadas dentro del cine local y, a su vez, abren o profundizan nuevos caminos dentro del cine chileno. Animalia Paradoxa es un paso adelante por parte de su director tras su anterior película, Rey (2017). Si en ella, Atallah proponía un acercamiento caleidoscópico y teatral a la historia de Chile haciendo uso de muñecos, máscaras y animación experimental, la apuesta en Animalia Paradoxa es desistir de cualquier verosimilitud histórica para crear un mundo regido por sus propias reglas. Seres fabulados en un fin del mundo hipotético, lenguajes guturales e idiomas inventados, cuerpos convertidos en gestos danzantes, ruinas y religiones sobrevivientes en una fábula mística que tiene a la metamorfosis como nudo central de su relato. Estos elementos llevan al filme hacia zonas de irrealismo, onirismo y misticismo, que evocan el cine de Alejandro Jodorowsky.
Los hiperbóreos, por otra parte, tiene un carácter mucho más espeso e irónico. Utilizando la técnica narrativa de las cajas chinas, se presenta un personaje que reconstruye un guion perdido de León y Cociña (quienes aparecen recreados), el cual se basa a su vez en los relatos del escritor nacionalsocialista Miguel Serrano. A través de un juego de capas de ficción y un humor absurdo, combinado con una estética del proceso, que se mueve entre actores, muñecos de papel y escenarios inventados, y un “montaje en escena” que combina stop motion con técnicas de experimentación del cine primitivo y el cine B, la película termina siendo un divertimento satírico: lo histórico-social se pierde como referencia y el mundo literario de Serrano se mueve entre el homenaje y la cita irónica, con una ambigüedad ideológica de la que el propio filme hace gala (los directores se “hipnotizan” con la literatura nazi de Serrano, queriendo hacer una nueva raza de ser humano). Esta narrativa del complot permanente y de la perdida de sentido establece un camino en el cine chileno contemporáneo que va del realismo al irrealismo, del texto histórico al pastiche.
Desde un ángulo casi opuesto, José Luis Torres Leiva construye una nueva gema con Cuando las nubes esconden la sombra. Un cine de la apertura sensible y naturalista, que busca combinar lo íntimo con la exterioridad radical, cruzados por el duelo y el paisaje apabullante de Puerto Williams. Una actriz en la mitad de la nada, abandonada por su equipo de trabajo, debe permanecer en este pueblo varios días. Lo que descubre allí es un camino de autoconocimiento y sanación, a partir del encuentro con personajes y, particularmente, confrontando su propio dolor interior. Una estética del silencio, la escucha, la generosidad; una suerte de respiro cinematográfico en estos tiempos apabullantes.
Contextos políticos
El contexto internacional se hizo presente de muchas formas, especialmente en el discurso inaugural de Raúl Camargo, director artístico del festival, quien hizo un llamado a la solidaridad en relación con el genocidio en Palestina y el acontecer cultural en Argentina. En particular, se refirió a los recortes presupuestarios del gobierno de Javier Milei que afectaron al Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) y al Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.
En ese sentido, el título del documental Todo documento de civilización, de Tatiana Mazú González, hace referencia a los tiempos de barbarie actual (y a la frase de Walter Benjamin: “todo documento de civilización es, a la vez, un documento de barbarie”) y, particularmente, a las políticas sociales implementadas durante el mandato de Milei. Aunque la película reconstruye el caso de Luciano Arruga, un “pibe” desaparecido por la policía el año 2009, el filme es una lectura de las tensiones contemporáneas producidas por un nuevo auge autoritario y la implementación de políticas económicas explícitamente crueles con los más necesitados. El documental de Mazú destila opacidad, rabia y molestia, en una puesta en escena densamente materialista, que aborda el paisaje de la calle General Paz, donde desapareció Luciano, que marca el límite entre la ciudad y el conurbano. Metáfora territorial, la película busca un desvío del nihilismo a través de la admiración que Luciano sentía por la literatura utópica de Julio Verne y de los movimientos sociales que, desde entonces, han reclamado justicia.
La problemática palestina, y en particular el genocidio en curso perpetrado por el Estado de Israel, recrudecido en los últimos meses, estuvo presente a lo largo de diversos filmes de la programación. A Fidai Film, de Kamal Aljafari, película “central” del festival, es una reconstrucción a partir de archivos robados por Israel al Palestine Research Center (centro de acopio de la historia y la cultura palestina) en la década de 1980, durante un ataque a Beirut. Aljafari accede de forma accidental a estos materiales y establece una operación de rescate y reflexión sobre la condición frágil de estos archivos y sobre la memoria histórica palestina. A través de un montaje asociativo, vertical y poético, Aljafari recorre fragmentos de experiencia disímiles, como la vida previa a 1948 y el comienzo de la colonización israelí, así como escenas de violencia y guerra de los distintos ataques realizados. Además, reconstruye parte de la vida cotidiana, el paisaje en ruinas y la lucha diaria, y realiza diversas intervenciones en un archivo que, por medio del tachado o la borradura, nos habla de algo denegado y violentado. En la misma línea, A Stone’s Throw, de Razan Al Salah, presente en la competencia internacional, indaga en la historia de un establecimiento petrolífero en la isla Zirku a través del testimonio de Amine, un palestino sobreviviente a las distintas olas de opresión colonial, representadas, primero, por la alianza británico-sionista, y luego por la actual, que se concentra en el eje Israel/Estados Unidos. El filme de Al Salah explora el interés histórico que existe por la apropiación del petróleo, así como el atentado al oleoducto en 1936, momento clave de las revueltas árabes entre 1936-1939, en las cuales Amine participó. Si bien la película reconstruye estos eventos desde el testimonio oral de su protagonista, en el plano visual lo hace a través de imágenes digitales provenientes de la web, como Google Earth, o imágenes encontradas y procesadas a través de la edición. Esto suple el imposible acceso a la isla Zirku hoy y vuelve a plantear la fragilidad del archivo en un relato identitario.
Pero quizás el foco dedicado al Palestine Film Unit (PFU) haya sido uno de los testimonios más políticos de esta versión. El PFU fue un colectivo de cine político palestino que trabajó inspirado en el Tercer Cine (movimiento latinoamericano de los años 60), en el marco de las luchas lideradas por la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en las décadas del 60 y 70. Acaso, la punta del iceberg de un movimiento vigoroso prácticamente desconocido en Occidente. De este colectivo, conformado por Mustafa Abu Ali, Hani Jawharieh, Khadijeh Habashneh y Sulafa Jadallah, se exhibieron dos programas, de los cuales solo pude asistir al primero, que incluyó Scenes of the Occupation from Gaza (1973), They Do Not Exist (1974) y Palestine in the Eye (1976), mientras el segundo incluyó Palestinian Visions (1977) y Children Without Childhood (1979-1980). Se trataban, todos, de documentos urgentes sobre la masacre perpetrada por Israel, con el recrudecimiento sucedido desde la década del 70. They Do Not Exist hace referencia a los dichos de Golda Meir, la primera ministra israelí, quien declaró en su momento: “¿los palestinos? ¿Quiénes son ellos? ¡Ellos no existen!”. El documental registra la vida cotidiana de campamentos de refugiados palestinos, como Nabatieh, y el bombardeo permanente por parte del Estado de Israel. Quizás el documento más doloroso que me tocó ver sea Palestine in the Eye, un homenaje póstumo a Hani Jawharieh, quien, luego de haberse unido a Al-Fatah, brazo armado de la OLP, falleció con su cámara en mano mientras protegía la frontera. El filme constituye un testimonio sobre el activismo militante y la enorme fuerza de las agrupaciones de cine palestino del período, cuyo legado ha sido tristemente borrado en la actualidad.
El cine experimental está vivo
Cerramos este informe celebrando, una vez más, el lugar del cine experimental en la programación del festival, con el homenaje a Jaime Barrios, un rescate necesario para la memoria local. Este cineasta chileno emigró a Estados Unidos a fines de la década de 1960, donde tuvo la oportunidad de integrarse en los circuitos de la NY Film Coop (vinculada a Jonas Mekas y al New American Cinema). Hace unos años, fue rescatado en un dossier de revista laFuga, pero sus filmes aún no se habían exhibido en Chile, y ¡menos en fílmico! La sesión contó con una completa introducción realizada por el curador dominicano Diego Cepeda e incluyó la proyección de sus cortometrajes Film Club (1968), This is Not a Demonstration (1969) y Homenaje a Nicanor Parra (1968). El primero documenta la actividad de un taller de cine dirigido a comunidades de adolescentes puertorriqueños en Nueva York, organizado por la Young Filmmakers Foundation. Este documental destila pasión por el cine y aplaude el vitalismo creativo de los adolescentes. This is Not a Demonstration, por otra parte, es el registro de una serie de acciones callejeras del actor colombiano Enrique Vargas y el colectivo Teatro de Guerrilla, donde actores drag latinos inundaban las calles de color y viveza en un paisaje cambiante de la vida social neoyorquina. Por último, el Homenaje a Nicanor Parra, exhibido con bastante polémica en la Cineteca de la Universidad de Chile en 1968, documenta la visita de Parra a la casa del pintor Nemesio Antúnez, quien en ese entonces era agregado cultural de la Embajada de Chile en Estados Unidos. El filme pasa de una entrevista pública a Parra a una fiesta hippie alocada, de un registro estático a uno abiertamente psicodélico y performático.
Para finalizar, hago una mención especial a la sección Nuevos caminos, que incluyó la proyección, por primera vez en el país, del más reciente trabajo de Malena Szlam, cineasta chilena radicada en Canadá, Archipelago of Earthen Bones. Siguiendo el camino de su anterior trabajo, Altiplano (2018), la cinta fue filmada en formato super-8 con la técnica de la doble y triple exposición e intervenciones en el tiempo de la filmación. El filme cuenta además con un meticuloso trabajo de diseño sonoro en colaboración con topógrafos y geólogos, que reconstruyen las ondas sonoras de las capas más profundas de la tierra. El resultado es un paisaje alucinante en movimiento y tensión, con una singular estética geosensorial. Por otra parte, cortos exhibidos en Nuevos caminos dan cuenta de la diversidad de métodos y procesos creativos. Destaco Otherhood (2023), de Deborah Stratman, microensayo sobre la otredad de una cineasta ya conocida por el festival; Por dentro somos color (2024), de Elena Pardo, ensayo antropológico que indaga en la creación de colores a partir de tinturas ancestrales; Materia vibrante (2024), de Pablo Marín, que toma el nombre del ensayo de la filósofa estadounidense Jane Bennet para un particular ejercicio de registro de una colección de espacios; y, por último, la sorpresa de la sección, el corto griego What We Ask of a Statue Is That It Doesn’t Move, de Daphné Herétakis, gozoso ensayo-ficción-poético sobre los tiempos contemporáneos, la imposibilidad de la utopía y el trabajo activista y creativo de un colectivo que quiere hacer estallar las estatuas de Grecia. Una suerte de neosituacionismo rivettiano, que ilumina el gesto cinematográfico.