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Hacer algo con la vida

Torpedos, del poeta y profesor Yanko González, es uno de los libros-objeto más ambiciosos y esperados de la poesía chilena: al autor le tomó 14 años crear este volumen, con el que plantea una visión irónica de la educación formal. Cansado “de las prácticas y los lenguajes burocratizados”, González intentó tejer una lengua distinta a la de “los discursos alborotados y la asepsia conceptual”; una que le permitiera decir que “algo hacía con la vida”, afirma Constanza Michelson. “Lo que se escribe en un torpedo es lo que suponemos que no debemos olvidar. Y al mismo tiempo, es exactamente lo que no vale la pena recordar. ¿Por qué suponemos que justo olvidaremos lo que es imperativo recordar?”, se pregunta la escritora y psicoanalista.

Por Constanza Michelson

1. ¿Se educa, se adiestra o se doma?”

El autor, no sabemos si de a poco o de súbito, se aburrió. Un filósofo famoso pensó que toda la historia de la serpiente en el paraíso era señal del aburrimiento de Dios los domingos. Los domingos no son como el final de las vacaciones; la luz del fin del verano es melancólica, evoca muy pronto una distancia. El domingo, no. Hay domingos que presionan los nervios y revuelven el estómago. El autor escribió en alguna parte: “con los auriculares pasa lo mismo que con los binoculares: la extinción de la distancia te devuelve aún más la refracción. más espejismo del cual no sabes si quieres huir o quieres acercarte”. Para él, un día, el aburrimiento tomó la forma del hastío, la forma dominguera del tedio. Pessoa, en su Libro del desasosiego, advirtió que si el corazón pudiera pensar, se paralizaría. Y es que el pensamiento comenzó a volverse una cosa demasiado cerca de la materia y lejos de la metáfora. El problema es que la palabra perro no muerde, pero el perro sí. Si convenía creer en Dios, decía Pessoa, era por sus escasas posibilidades de existir. Mientras que poner a la humanidad en su lugar nos llevaría a creer en dioses duros y volver las palabras balas o latas, y la distancia entre el cielo y la tierra se estrecharía al punto de estrellarse. ¿Por qué eso tendría que hacernos felices?, se preguntó Pessoa, y también nuestro autor cuando se cabreó con las prácticas y los lenguajes burocratizados de la educación formal —lenguajes sin cielo, cosas que angustian los domingos—. Pero no podía encontrar salida en “el alboroto discursivo ni la asepsia conceptual”, o sea, lenguas críticas que replican lo que señalan que oprime. Hablan también bajo la mentira de creerse verdad. 

Otro filósofo afirmaba que todo pudo comenzar así: primero se aburrían los dioses, y un dios aburrido creó a un hombre aburrido. Le dio una mujer, pero se aburrieron en pareja, tuvieron hijos y les pasó lo mismo en familia. Aumentó la población y el aburrimiento se hizo masivo y concibieron construir una torre tan alta que alcanzara el cielo. Por supuesto, su tamaño era proporcional al tedio que pretendía evadir. Píramo y Tisbe, dos jóvenes babilonios que se amaban, encontraron una grieta en los muros de Babel para poder hablar. Porque si del amor se puede hablar en las lenguas monumentales —la de la teoría o de la política—, también se puede hablar como abogados o activistas. Los amantes inventan dialectos para que ocurra el amor. El autor se pregunta ante la Torre de la educación y lo que llama “interacciones educativas”: “¿se educa, se adiestra o se doma?”, todas cosas a las que les falta precisamente eros, el amor y el erotismo. 

El autor hastiado tardó 14 años, porque no estaba obligado a pasar de curso. Fue tallando la roca del muro, creando un caos —palabra que, por cierto, está en la etimología de bostezo y abrirse una herida, para no aburrirse— y fue ideando una lengua, no para ser alguien en la vida, porque el Ser también se dice en la misma lengua de los discursos alborotados y la asepsia conceptual, también de la mentira que se cree verdad. Procuró tejer una lengua para decir que algo hacía con la vida. Este libro podría ser una misión biográfica, pero sin él. Me refiero a sin el que se cree yo. 

2. Lengua tránsfuga

Se decidió por una lengua tránsfuga. La de los torpedos, ese chilenismo que nombra a una ayuda escrita muy pequeña que se lleva sigilosamente. Es probable que se le diga torpedo porque debe ir bajo la línea de flotación, como el pez que lleva el mismo nombre. Se trata de un pez rígido que paraliza a sus presas. La palabra viene de torpedinis, que refiere a entorpecimiento y estupor, y la raíz latina de la palabra viene del verbo torpeo, que lleva a palabras como anquilosamiento, es decir, una dificultad para moverse. Pero advierte el diccionario etimológico: no debe confundirse con el adjetivo torpe, que viene de turpis. No es la misma familia léxica. Pero yo creo que en secreto, rigidez y torpeza, son amantes. Y su hijo quizá se llama catástrofe. Cuando la tontera se arropa con razones duras, no tarda en llegar la desgracia.

Volviendo al torpedo. Lo que se escribe en él es lo que de manera inexcusable, suponemos que no debemos olvidar. Y al mismo tiempo, como escribe el autor, es exactamente lo que no vale la pena recordar: por eso tenemos que hacer un ayudamemoria, desde luego, si queremos ser alguien en la vida. ¿Por qué suponemos que justo olvidaremos lo que es imperativo recordar? La memoria no es un órgano que se controle, es un órgano vivo, que se activa con los sentidos, y que nos hace la desconocida cuando surge eso que toda la gente quiere ser: yo. Es una musa caprichosa. Y el torpedo, ese guerrero tieso, como todo guerrero —tieso—, en algún momento nota que se ha hecho la revolución a sí mismo. Porque lo curioso que suele pasar es que lo que anotamos en un torpedo no lo olvidamos en el momento crucial. La escritura algo le hace al saber que no entra. Algo hacen las manos, sujetan: “mi madre está en mis dedos”, dice el poeta en un torpedo. Y otro dice que la espalda duele, y duele porque parece que sobre la espalda pesa un conocimiento. Porque, aunque los conocimientos sean palabras de otros que repetimos como loros, el cimiento de su cimiento no es el libro, sino nuestra espalda. Existe una clase de saber, en cambio, que no pesa en el lomo, sino que se manifiesta en los dedos o en la punta de la lengua, ese saber que está y que a veces se rehúsa a salir de ahí. Pican las manos y la punta de la lengua, y sabemos que algo sabemos, pero no sabemos qué. Y cuando aparece, la memoria es la reina, tanto como la inspiración. ¿Cómo sabíamos eso? ¿Cómo fuimos capaces de crear eso?

Los torpedos del poeta se emparentan con esos saberes. Toman de las lenguas de la educación el material, y es la gramática del deseo la que los tuerce. La risa, lo entrañable y lo inquietante resulta de esa revuelta, que es el mismo trabajo que le hace el sueño a las cosas diurnas. El saber es sexual. El saber sin deseo es el dato, es como el sexo sin deseo: queda solo el hambre. Y el hambre muerde. 

Varios de los torpedos replican “las interacciones educativas”: la lengua de los estudiantes que no saben que saben, la de los estudiantes aburridos, la de los seminarios que parten saludando a las autoridades, en los que se usan palabras en inglés o se alude a los profes que deben chamullar para salvar al departamento de finanzas: 

(“hemos juntado dos grupos no por razones de espacio. queremos, quien les habla y la profesora responsable/ que espero se integre los martes, intervenir no sólo los tiempos del aprender, sino los espacios de sentido que los sujetos experimentan en su propia exégesis del sentir. antes tenían la sala veintitrés, ahora esa estará ocupada con un grupo de otra carrera. informo esto/ para que no se confundan la sala nuestra será la de expresión corporal, donde practicaban los compañeros de la carrera que se está por cerrar, pero que igual se están titulando. las razones son varias, para que después en la autoevaluación/ no pongan falta de infraestructura, aún nos quedan salas equipadas, porque es importante no sólo impartir la perspectiva, sino el modelo curricular en esto requiero la participación de todos y todas, porque ustedes se van adentrando en la didáctica profesional y por más que no conozcan al otro grupo, es una oportunidad para imaginar respuestas a todo tipo de ambientes, así como seguir un plan de acción tutorial dirigido a los módulos transversales, por eso aunque sus pares vengan de programas distintos, creemos que tienen los mismos esquematas de conocimiento, que estoy seguro poco a poco buscarán interacción y ahí es donde la teoría ayuda”. 

Por último, en este punto 2: un torpedo tiene la cualidad de los ansiolíticos, eso que se usa cuando nos encontramos en una brecha, entre una cosa y otra; cuando ese yo está en jaque: no sabe si ser o no ser, no sabe quién será, si acaso será alguien en la vida. Los ansiolíticos, como los torpedos, se usan para calmar ese nervio, y como los ositos de peluche, son un testimonio de que tenemos miedo. 

3. Nos rebelamos contra la autoridad, esa es la fiesta

No podemos dejar de reparar en el objeto, en el soporte. Este artefacto recuerda a estas muñecas que ocultan una dentro de otra. Bajo las capas de solemnidad está el absurdo y la risa, bajo la risa está la pena; bajo la pena, la despedida. Quizá este artilugio es como cualquier artilugio que creamos, algo para separarnos. Una colega una vez me dijo: ¿te has fijado que todos los casos se tratan de lo mismo? De separarse, de estar separándose de algo, de alguien, de fantasmas, de adicciones, de pasados que no pasan; la vida parece ser un duelo inacabado. Y es que dicen que todo el problema de la especie es que nos bajamos de los árboles y no pudimos superar ser criaturas separadas. La madre, no la que existe, sino la que no existe —como la patria soñada del nacionalismo, o el yo que toda la gente quiere ser—, se transforma en puta, hija de puta; es el nombre del amor y el odio mezclados, la frustración, el resentimiento y todas esas mentiras que se creen verdad, como la paranoia; y luego vamos cortando el árbol (madre) y hacemos leña del árbol caído. Qué animales más melodramáticos.  

En Torpedos nos rebelamos contra la autoridad, esa es la fiesta, la parte más divertida; es la escritura sin mayúscula, los desvaríos, la verdad en los sinónimos que se pronuncian mal, corriendo los puntos. El humor aquí tiene la cualidad de la rebeldía, pero sin su seriedad, sin su mentira. El humor odia mal, porque no puede mentir tanto. Ve la muerte, no la niega, pero le quita el veneno. Esos son lo torpedos. Aquí va uno: “golpea una vez para decir no. Golpea dos veces para decir no sé”.

Torpedos, de Yanko González 
Ediciones Kultrún, 2024
928 páginas (libro-objeto) / 140 páginas (libro de poemas)

Los “Poemas manuales”, que en el texto vienen en segundo lugar, después de los “Torpedos”, es lo que queda después de la revolución. Un trabajo ya no sobre lo que oprime por fuera, sino por adentro. Acá van dos: “Las madres también se mueren, no solo las tías”; “¿cuánto tiempo hay que visitar una casa para que deje de ser tu casa?”. Si un torpedo y un ansiolítico son un pedacito de árbol, un pedacito de paraíso previo a la catástrofe de los pronombres —tú y/o yo—, el oso de peluche tiene otra cualidad: un niño sabe que un día tendrá que soltar esa ortopedia —cosa que no necesariamente ocurre con los torpedos y los ansiolíticos—. El niño sabe que ese día llegará, pero a diferencia de la madre, será él quien dejé a su objeto amado: no se puede acusar que el osito te abandona, tú lo abandonas a él cuando te gradúas —que no es un logró garantizado para siempre— del apego pegado. Te gradúas hacia la distancia de la metáfora, y luego el amor se complejiza en algo más que su química. No todo, digámoslo: la ansiedad queda. Pero pese a ello, después del osito —que en psicoanálisis se llama objeto transicional: transición entre ser (un pedacito de la madre) y no ser (en el fondo, la única identidad es ser separado)— el amor se libera, puede crecer hacia el mundo: ahí nacen la curiosidad, la amistad, la creación, incluso, el arte. Dice un torpedo: “¿Qué es el arte? Colgar en un muro las cosas que alguna vez te hicieron daño”. No podría saber si los poemas-objetos del poeta fueron o no osos de peluche. Pero sí sé que de los restos, las basuritas —litter, se dice en inglés, que suena coma “letra”— hizo arte, algo con una distancia suficiente para colgar en un muro y para hablarle a la especie. 

Hay una misión biográfica, por cierto. Buscamos resolverla con las lenguas monumentales y burocráticas; no se anda hablando como se habla en los sueños todo el tiempo. Pero los insomnes saben que, de algún modo, “siempre son las 4 de la mañana”, la hora de la catástrofe mental. Porque hay puntos finales en serio, de esos que no tienen antónimos. Pero, nos escribe el autor, un modo de continuar la historia es como “alguien a pie, alguien a fe”. Sin dioses en el cielo y con un humanismo que, con el prefijo post, aceleró su mirada cabrona sin distancia —como la del microscopio o los binoculares—, igual hay una fe en el absurdo.  “Este poema no tiene brazos, pero te puede llevar”, escribe el poeta. 


Este texto fue leído en la presentación del libro Torpedos, que tuvo lugar el 31 de mayo de 2024.