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Henry Jenkins: «El pesimismo actual es producto de una capacidad de imaginación limitada»

Partió estudiando las comunidades de fans, luego los medios tradicionales y los digitales; los usuarios de internet y ahora trabaja en fomentar la imaginación para incentivar la participación política. Henry Jenkins es una de las voces más respetadas en el área de los estudios mediáticos y ha dedicado su carrera a desdibujar los límites de internet, los medios y la cultura popular para darle el poder a quienes, a su juicio, son los protagonistas: la gente.  

Por Sofía Brinck V.

Sería difícil especificar en qué momento Henry Jenkins (Atlanta, 1968) comenzó a investigar la cultura popular. Difícil, porque mucho antes de su educación formal, estuvieron los cómics y la ciencia ficción, los intentos por aprender maquillaje de terror, su interés por la memorabilia y los inicios de un guion para una película. La fascinación por la cultura popular ha guiado su vida profesional y personal desde que era un niño. 

Autor y editor de más de 20 libros, Jenkins se escapa del molde de la academia tradicional. Se describe como un “Aca-Fan”, una figura híbrida entre académico y fanático, que no teme involucrarse en sus objetos de estudio. Mantiene un blog hace décadas y desde 2018 conduce el podcast How Do You Like It So Far? junto al académico Colin Maclay. También tiene una destacada carrera universitaria: trabajó en el Massachusets Institute of Tecnology (MIT), donde cofundó y codirigió por más de diez años el Programa de Estudios Mediáticos Comparados, para luego, en 2009, trasladarse a la University of Southern California (USC), donde hoy enseña Comunicación, Periodismo, Artes Cinematográficas y Educación. 

A pesar de los cambios que ha visto en la cultura popular y los medios en sus casi 30 años de carrera, Henry Jenkins no ha perdido el optimismo, en especial en relación con los usos comunitarios, sociales y políticos que se puede hacer de internet. «Los medios tradicionales se han vuelto corporaciones que concentran el poder. Los nuevos medios, o los medios digitales, han sido más dispersos en su poder y acceso. Hay barreras de clase y económicas, sí. Pero son una estructura mediática más participativa, que puede ser usada por las comunidades para responder y cuestionar la información de los medios tradicionales. Es un espacio para activistas y fans, comunidades, movimientos sociales; grupos que habían sido dejados de lado por las viejas estructuras», explica. 

Existe esta sensación de que las cosas en el mundo virtual no son del todo reales, como si las interacciones que realizamos online no fuesen igual de valiosas que las de la vida “real”. ¿Por qué crees que se produce esta divergencia?

—Es importante no perder de vista que lo que pasa en internet es real. No considerarlo puede tener consecuencias muy negativas, como pasa con la brutalidad de los discursos online. Mientras no veamos a quien está al otro lado, mientras no interactuemos en tiempo real, se siente que no estamos haciéndole daño a personas reales. Pero también existen impactos positivos de esta irrealidad. Por ejemplo, nos permite crear intimidad online. Podemos compartir cosas con otra gente que probablemente nos costaría mucho si lo hiciésemos cara a cara. Pensar este tema desde el valor de las relaciones digitales, no solo interpersonales sino también sociales o cívicas, es fundamental. Hemos visto la capacidad de organización online de grupos para protestar contra acciones gubernamentales, por ejemplo. Ignorar el poder político del mundo digital es algo que podemos hacer solo bajo nuestra propia responsabilidad. 

El sentido de lo real se ha discutido mucho este año a raíz de la masificación de herramientas de inteligencia artificial (IA). Nuevas plataformas como el ChatGPT están causando tanto entusiasmo como horror. ¿Qué opinas al respecto? 

—En estos momentos, me interesa más la inteligencia artificial visual que la de texto, la que, según he visto hasta ahora, solo permitirá crear ensayos mediocres, nada terriblemente inteligente u original, por lo que no estoy preocupado como profesor. Sí me entusiasma la capacidad de las IA para democratizar las representaciones visuales. Estas tecnologías están permitiendo expresarse a gente que, de otra manera, no habría tenido acceso a este tipo de herramientas. Me interesa el proceso de reimaginación colectiva al que invitan, no el resultado. Estamos viviendo una revitalización del surrealismo, ya que la gente está usando estas herramientas para hacer cosas que jamás se han visto… Hay aspectos muy positivos de la IA que no están recibiendo mucha atención. Entiendo que se problematice si las plataformas desplazarán al artista o si precarizarán sus ingresos, y es algo que me preocupa.  También las violaciones de los derechos de autor o la falta de control sobre las imágenes, como los deep fake. Son preocupaciones legítimas. Pero también creo que deberíamos estar muy entusiasmados por la posibilidad de expresarse visualmente y por cómo eso abre nuestra imaginación a nuevas perspectivas.

La imaginación es un tema que has trabajado mucho a través del Civic Imagination Project, una iniciativa que propone la creación de realidades posibles como una forma de incentivar la participación política. ¿Por qué es tan importante la imaginación en este ámbito?

—El estado general de pesimismo que vivimos hoy es producto de una capacidad de imaginación limitada para pensar en otras posibilidades. Hay una expresión que me gusta mucho: “la tiranía de lo posible”, la sensación de que nos autocensuramos al pensar cómo se vería una sociedad mejor porque no creemos que sea alcanzable. Son ideas que ni siquiera nos contamos unos a otros. No hablamos sobre el tipo de planeta que nos gustaría, en oposición a la realidad que tenemos. Hoy vivimos en un mundo de imaginación apocalíptica, una distopía pesimista. Y nunca vamos a poder cambiarlo a menos que podamos hablar no solo de las cosas contra las que luchamos, sino también de nuestras metas, de cómo se vería un mundo mejor. Es difícil protestar contra lo que está mal en la sociedad sin articular primero qué puede estar bien. Y la única forma de generar consenso sobre lo que queremos construir es compartir esa imaginación con otros, a pesar de que muchas veces se siente riesgoso pensar en mundos mejores. 

Imaginar parece un acto revolucionario. 

—Lo es. Necesitamos atrevernos a imaginar si queremos vivir en un mundo mejor. O, dicho de otra manera: antes de construir un mundo mejor tenemos que pensar cómo sería. Es el eje de lo que llamamos “imaginación cívica”. Tienes que pensar en ti mismo como un agente social, capaz de hacer cambios significativos, de ser parte de comunidades más grandes y tomar en cuenta sus preocupaciones colectivas.

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Cuando Henry Jenkins publicó Textual Poachers (1992), su primer libro (traducido al español en 2010 como Piratas de textos: Fans, cultura participativa y televisión), las audiencias aún eran entendidas como consumidores de las industrias culturales, espectadores relegados a un papel pasivo. Pero él había visto otra realidad en las comunidades de fanáticos, espacios donde los usuarios se apropiaban de productos para intervenirlos y contar sus propias historias. Los fans defendían su derecho a participar de forma activa, a traducir estos contenidos masivos a las lógicas de la cultura popular. Así, acuñó el término “cultura participativa”, que revolucionó los estudios de las comunicaciones y de las aún incipientes nuevas tecnologías. Su ensayo sería un adelanto a lo que vino 30 años después con el boom de internet y las redes sociales. 

No es su único concepto revolucionario. Basándose en sus trabajos sobre cultura participativa, en 2006 escribió Convergence Culture (en español: Convergence Culture: la cultura de la convergencia de los medios de comunicación), su libro más famoso. En él plantea, por ejemplo, la idea de “narrativas transmedia”, el proceso a través del cual una historia es contada por partes en diferentes soportes, como ha sucedido con el universo de los superhéroes de Marvel, Harry Potter o la adaptación televisiva del videojuego The Last of Us. No basta ver la película para entender la historia, ya que partes de ella están repartidas en un cómic, una serie o un juego. Según Jenkins, en este nuevo escenario mediático hay una lucha constante entre las compañías y los usuarios por el control de la distribución y el contenido. No tenemos consumidores, dice Jenkins, sino productores y actores, voces opinantes que interactúan entre sí. Es lo que llama la “cultura de la convergencia”. 

—Existen diferentes ejemplos. Por un lado, tienes a Netflix, una compañía que puede ser una plataforma para masificar la cultura estadounidense, como lo ha dicho la crítica del imperialismo cultural en Latinoamérica. Pero se podría argumentar que también ha ayudado a crear contenidos globales accesibles en todo el mundo, donde [la serie surcoreana] El juego del calamar puede ser el programa más visto en 60 países. Crea un sistema de medios definido por la diferencia y la diversidad. Por otro lado, está YouTube, en que la gente toma videos y los mezcla, los repostea en otras redes sociales y se involucra en discusiones. Es el poder de la gente común y corriente de compartir y crear contenidos, algo nunca visto a este nivel. Y se basa en el derecho fundamental de la ciudadanía digital del siglo XXI de responderle a los medios. 

La cultura participativa implica una apropiación de los textos por parte de los fanáticos, quienes los reescriben o reilustran y producen, a su vez, nuevos productos. Hace pensar en la idea de “la muerte del autor” que planteó el crítico francés Roland Barthes en 1967. ¿Dónde queda el autor en este escenario? 

—Cuando apareció el ensayo de Barthes, la gente lo criticó diciendo que había declarado la muerte del autor justo cuando mujeres y personas de color habían logrado convertirse en autores por primera vez. En cierto punto, la muerte del autor es liberadora, porque posibilita articular colectivamente nuestros propios significados y contar nuestras historias. Es lo que ha permitido que nuevas voces sean escuchadas y nuevos grupos reclamen el derecho a ser autores. Pero la pérdida de autoridad del autor tiene consecuencias en el impacto que un escritor de color o autora podrían tener en nuestra cultura. Hemos devaluado la autoría: ¿quién quedó con el poder? Pensemos en [la autora de Harry Potter] J.K. Rowling, quien tiene una relación controversial con sus lectores. Trata de controlarlos cuestionando sus interpretaciones. Esto irrita a los fans, quienes lo resienten porque se han formado sus propias opiniones. El quiebre final llegó cuando Rowling hizo comentarios transfóbicos y la comunidad tuvo que decidir: ¿deberían renunciar a ella, a sus propias fantasías o a los libros? Muchos concluyeron que la versión de Harry Potter que habían creado para sí mismos era parte de su identidad y, por lo mismo, era demasiado valiosa como para rechazarla, a pesar de que no estuviesen de acuerdo con la autora y lo dijeran públicamente. 

Crédito: Pexels

¿Cómo ha cambiado la cultura participativa desde 1992 y cómo se relaciona con la forma en que ha cambiado la sociedad? 

—Cuando escribí el libro, la gente usaba fotocopiadoras para hacer reproducciones de sus trabajos y las vendía en las convenciones de fanáticos. Dos o tres años más tarde, ya veíamos la difusión de medios comunitarios en internet a una escala que nunca habíamos imaginado. La participación digital se normalizó y ahora es difícil imaginar un mundo con las restricciones que teníamos. Pero las desigualdades de acceso también se han hecho más evidentes. No importa cuánto creamos en el poder democratizador de internet, todavía hay mucha gente sin acceso a las tecnologías o a la alfabetización digital. Eso es una falla en el sistema y por eso ahora digo que vivimos en una cultura más participativa, para destacar lo que hemos avanzado. Por otra parte, en un principio pensábamos que, a medida que la participación en internet se ampliara, se crearían normas de comportamiento sobre qué era apropiado hacer y qué no. Pero la participación aumentó tan rápido, que la creación de reglas y de una ciudadanía democrática se desmoronó. No anticipamos que los modelos de negocios de las grandes plataformas dependerían de un aumento constante de la participación, sin poner límites a qué constituía un buen comportamiento. Y el resultado es lo que hemos visto en los últimos años: la cultura de la cancelación, discursos de odio, desinformación; todo lo que ocurre cuando la gente no se responsabiliza de sus actos o cuando no se tiene noción de las consecuencias a largo plazo. 

Has dicho que una forma de combatir la desinformación es entregar más herramientas a los usuarios. Pero se ha estudiado que muchas veces la desinformación está relacionada con un deseo de confirmar las creencias propias y no querer escuchar cuestionamientos. ¿Cómo se puede lidiar con este fenómeno si tiene que ver más con voluntad que con habilidades?

—Algo que me ha preocupado en los últimos años es cómo la participación ha sido utilizada para silenciar información esencial para la supervivencia humana, como pasó con el covid. No se da solo a nivel comunitario: la politización de la desinformación viene muchas veces de parte de autoridades, figuras neoreaccionarias o neofascistas que han decidido ponernos en guerra entre nosotros mismos y con las certezas científicas. Y para hacerlo se han alimentado de las peores tendencias de la cultura de la participación. Son una herramienta del totalitarismo que se alimenta de la falta de alfabetización crítica en la población. Existe una tendencia natural a querer confirmar lo que creemos, pero también a temerle a lo desconocido. Necesitamos que lo que no conocemos hoy sea conocido mañana, y la mejor forma de lograrlo es a través de la educación. Más educación es parte de la respuesta, y no solo una relacionada a la alfabetización mediática para que los ciudadanos aprendan a leer críticamente la información que está circulando. También necesitamos una educación que nos enseñe a enfrentarnos a la diferencia. 

La promesa original de internet era que sería una plaza pública, un espacio democrático donde todas las voces serían escuchadas. Pero la realidad actual es muy distinta: la plaza pública se llenó de desinformación y discursos de odio. ¿Dónde quedó esa promesa democrática?

—Muchos de los problemas que enfrentamos hoy provienen de entregar capacidades democráticas sin normas que las acompañen. Los discursos de odio y la desinformación son el resultado de la desaparición de quienes resguardaban los espacios y de la irrupción de gente que no ha pensado éticamente las consecuencias de sus actos. No creo que estemos viendo un silenciamiento de las masas, las masas están hablando, pero todas al mismo tiempo y nadie se escucha sobre los otros. No creo que sea una falta de poder democrático, es una falta de normas democráticas. Es lo que los gobiernos temen: una suerte de gobierno de las turbas. Entonces, cuando decimos que internet no ha alcanzado su potencial democrático, lo que queremos decir es que en realidad la democracia no se ve ni suena como lo esperábamos. No es ideal, no es bonita, pero es una democracia, al fin y al cabo.