Una idea que no acabo de agotar: cada libro traza un horizonte de expectativas. No querría sugerir que cada libro se agota en sí mismo, muy por el contrario, intento referir algo más complejo de acotar porque parece obvio: un buen libro no admite otro horizonte de expectativas que el que le es propio. No es que pretenda que la lectura se agote en el mero reconocimiento de ese horizonte y de las posibilidades que el propio horizonte articula, no. Al contrario, intento apuntar que hay un grado de autonomía que la experiencia literaria no agota —¿quizás porque no admite una transmisión plena?— y que muchas veces se manifiesta ante libros que sobreviven incluso a la impertinencia del lector, obligándole a reconocer no ya su falta de tino o pericia, sino algo más rudimentario: ha llegado tarde y mal a una fiesta a la que no estaba invitado.
Todo esto porque escribo desde la sospecha: hay algo en Mudanza, de la escritora y artista visual mexicana Verónica Gerber Bicecci, que implica en un único movimiento un ejercicio retrospectivo y proyectivo: qué leemos cuándo leemos, qué hemos leído y cómo lo recordamos, y, claro, qué estamos leyendo cuando leemos Mudanza, este ensayo que Gerber publicó en 2010, que en 2017 rescató Almadía Ediciones y que este año ha publicado en Chile la editorial Montacerdos. No es por supuesto una sinuosidad gratuita, sino intrínseca a su lectura: se trata de un ensayo, repito, y su adscripción genérica debiera asustarnos por la precisión que admite, por cómo la vindica. Pocas veces el género, sobre todo cuando aborda las semblanzas de artistas —porque de eso trata el libro: de cómo explicar la relación de un puñado de artistas con el lenguaje—, adquiere una textura y rugosidad semejante, y exhibe un modo de hacer autónomo que se construye a medida que avanza.
“Pocas veces el ensayo, sobre todo cuando aborda las semblanzas de artistas, adquiere una textura y rugosidad semejante, y exhibe un modo de hacer autónomo que se construye a medida que avanza”.
Dos ejemplos que operan en sentido opuesto: tanto Un reflejo en el agua movido por el viento (Lumen, 2019), de Felipe Reyes, como Distraídos venceremos (Jekyll & Jill, 2019), de Andrea Valdés, carecen de unidad y se muestran como un recuento monótono y más preocupado de una estructura que justifique el lomo y de una idea de “efectividad” en su prosa más propia del periodismo o de la publicidad —en el caso de que a día de hoy sea posible distinguirlos— que de la literatura. Ambos operan a partir de semblanzas cuyos acercamientos manidos, vistos los resultados, se desentienden de la noción de libro como unidad, que es lo único a lo que parece haber apuntado Reyes en lugar de atender al estilo; o profundamente caprichosa e indelicada con sus fuentes, rebajadas apenas a espejos adolescentes, en el caso de Valdés. No pretendo ser injusto, quizás la cosa funcione mejor si ponemos al libro de Gerber en una serie acorde a su forma, por ejemplo: junto a Cuaderno de faros (Montacerdos, 2019), de Jazmina Barrera, y El trabajo de los ojos (Lecturas, 2019), de Mercedes Halfon. Libros que son una indagación en el ejercicio de la escritura, libros que son más un modo de decir antes que un ir diciendo, aunque también lo sean; libros ante los cuales tengo un único reparo que no sé si podría explicar sin parecer loco: están demasiado escritos. Libros cuyo propósito pasa por estabilizar algo que en principio aparece difuso convirtiéndose en el testimonio tangible de una convicción: hay que escribir. Mejor: algo debe ser escrito.
Lo malo es que esta serie dejaría fuera al tema del ensayo de Gerber y los felices lectores de César Aira sabemos que hay algo en el ensayo que opera a partir de la elección de su tema. Por eso no sería descabellado leerlo junto a El asedio de las imágenes (Bastante, 2019), de Stan Brakhage, no sólo por cómo operan ambos respecto de las semblanzas, sino por cuánto refieren acerca de su propio trabajo en el acercamiento a las personalidades que tratan y retratan. No afirmo ese tópico que reza que cuando un artista habla del trabajo de otros está hablando de sí, pretendo ser más sutil: en cada frase se juegan sus posibilidades expresivas, en cada atributo asignado al autor que tratan enuncian una ética sin enunciarla. En Gerber aparece algo además de la elección: el rodeo que se confunde con la búsqueda, que atiende a sus objetos de estudio con un cuidado único, que busca presentarlos sin atribuirles un juicio y que en su lugar elige un rasgo sintomático que ejerza de umbral: una entrada que, para ilustrar una disfuncionalidad, se mueve y desarrolla en torno a la indeterminación.
Siete ensayos, cinco de ellos dedicados a artistas. A saber: Vito Acconci, Sophie Calle, Ulises Carrión, Marcel Broodthaers y Öyvind Fahlström. Los otros dos, a modo de apertura y cierre, se miden con el modo y su práctica: la enunciación de un hacer. Su trabajo es un recorrido de una autonomía muy precisa, no parece que ningún medio expresivo pudiese reemplazar lo escrito. Esta especificidad hace perfecto a este libro, la argumentación y su despliegue ilustran que Gerber, como la artista visual que es, se mueve en una zona que se alimenta de medios y formatos a los que les reconoce un propósito diferente. “No desconfiamos del silencio sino de la ambigüedad que implica”, dice casi al principio y ya es imposible abandonarla.
Mudanza
Verónica Gerber
Editorial Montacerdos, 2019
107 páginas
$9.000