El año 2008, la editorial Moda y Pueblo publicó por primera vez, en fotocopias y corcheteado al modo de un fanzine, la primera versión de Bryan, el nombre de mi país en llamas. Ocho años después, editorial Ceibo presenta una versión ampliada de este libro donde se reproduce el volumen original hasta la página 150. A partir de allí y hasta el final, se despliega la ampliación, lo nuevo de esta publicación titulada ahora, Brian, el nombre de mi país en llamas (Santiago, 2015, 256 páginas).
Estamos ante un libro donde se asume “La rabia como campo de batalla” (Ramírez, 23). La diversificación de géneros es asumida, entonces, como parte de una politicidad que exige la convivencia de la crítica cultural con la poesía, la narrativa y subgéneros como el diario de vida, el correo electrónico, el chat, la nota periodística, el discurso político. A lo anterior, se suma la presencia de una diversidad de huellas estéticas, entre las que destacan las de Lemebel, Perlongher, Puig, Eltit, Ginzberg, Pasolini, Allende o la del chico o la chica que lucha en la calle contra las fuerzas represivas. Se trata de tal forma, de un texto híbrido, en diálogo rabioso con el contexto literario y social chileno y fundamentalmente con la historia del país.
Por esto, la escritura de Diego Ramírez se resiste a la normalización, ya sea del género, del olvido o de la indiferencia post utópica. Esto incide en la conformación de una escritura-archivo o poesía-documental que registra tanto la historia nacional como la historia de Brian y del poeta que narra y articula el volumen. Esta última figura, es asimilable a la de un sujeto testimoniante que asume la resistencia en su día a día y remarca la ausencia de utopía. En medio del torbellino neoliberal, Diego, el amante, el poeta, el narrador, la voz lírica, aún desea, entre otras cosas, que Brian tuviese una utopía.
El hablante-poeta y testimoniante, que presenta esta escritura, constata un lugar pluralizado de resistencia, deslizándose desde la heroicidad épica a la heroicidad menor y la escritura fragmentaria. Por lo mismo, el poeta señala que escribirá un libro con Brian, figura que opera como una ausencia que el texto presencializa. Es así como surgen las voces de dos sujetos y dos resistencias, Brian y Diego, que también pueden constituirse como dos caras de una misma entidad. Sin embargo, es la voz del poeta Diego la que manifiesta la finalidad última de la escritura: exponer una historia amorosa, una historia de desamor, una genealogía del deseo y la enfermedad, pero también reescribir la historia del país, desde un registro personal e íntimo. La escritura, por tanto, será un dispositivo de visibilización de la disidencia o del desacuerdo entre la ideología de la voz enunciativa y su propuesta estética.
Es posible, entonces, advertir en esta escritura una política de la resistencia. Así el texto señala: “y qué hacer con la rabia, / qué hacemos con nuestra hermosa rabia. / Entonces aparecen los gestos de romanticismo /como la forma necesaria de escribir /encima de este país larguito y tan carente como usted y sus dominaciones” (Ramírez, 34). Para luego agregar: “eres mi ciudad, mi nombre y mi deseo” (Ramírez, 51). Tres ejes, contexto (geográfico-país), sujeto y deseo, que permiten la relación entre estética de la política y política de la estética que, tal como señala Rancière, constituyen la manera en que las prácticas y las formas de visibilidad del arte intervienen en lo real, reconfigurándolo, recortando espacios y tiempos, sujetos y objetos, lo común y lo particular (Cf. Rancière, Jacques. El reparto de lo sensible. Santiago: LOM, 2009, 62 p.). Es, precisamente, el privilegio de la función política en la escritura de Ramírez la que permite la movilización constante de formatos escriturales, voces y discursos orientados a reconfigurar el paisaje poético, histórico, amoroso, a fin de cuentas, ideológico.
Elaborar un texto que constantemente se define y niega su definición resulta un ejercicio mayor; sin embargo, hay un foco inamovible: Brian, que opera como detonante de la memoria. Así el texto dice: “Brian, eres lo que estaba buscando, tú eres mi única forma de poder contar la historia de mi país” (Ramírez, 91). El narrador-poeta atribuye a su país la condición de: “único culpable en esta tragedia que le escribo/ y que le cuento con detalles/ y con borrones, es mi patria” (Ramírez, 105) para luego añadir al signo de origen la discursividad amorosa y de afirmación del yo: “Mi país es mi historia, / mi país es mi nombre, / mi país es el único responsable/ directo y radical/ de todo lo que hacemos/ cuando estamos juntos” (Ramírez, 105). De tal modo, el país es la historia del narrador-poeta, y el país es su nombre, el país es el responsable de lo vivido por Brian y el poeta, entonces, por extensión, el poeta mismo, en tanto país, es el responsable de su historia con Brian.
Es necesario señalar, además, que Diego Ramírez también nos expone un manifiesto sobre la resistencia, el modo de hacer política, ejecutar la pequeña y gran revolución. La correlación de fuerzas implicará, entonces, un nuevo pacto, una adopción de la escritura desde la implicación del sujeto con su biografía y la hegemonía de control. Así nos dice: “Nuestra generación prefería escribir con las manos limpias /para no despertar con un poema nacional socialista/ dibujado con sangre en el pecho/ de un chico abandonado y caliente, / abandonado y feliz” (Ramírez, 201). El poeta, en esta cita alude a Daniel Zamudio, joven asesinado por su diferencia, en Santiago de Chile, en marzo de 2012, por un grupo de neonazis, pero también se cita al colectivo de escritores, su colectivo en términos generacionales. Entonces dice: “Nadie me sorprende en este país, por eso dejé de leer, mi amor, los amigos, los enemigos, los poetas, todos escriben sin riesgo. Nadie quiere perder un poquito de fama cuando escribe. Nadie quiere temblar de miedo cuando escribe. No quiero leer más el desesperado exitismo existencial de los escritores” (Ramírez, 243). Esta feroz crítica al campo literario distingue la falta de riesgo, el predominio del exitismo, la voluntad de quedar bien con los poderes de turno, o en definitiva, la hegemonía retórica patriarcal.
Ramírez desestabiliza con violencia el lugar del poeta, la condición de poeta, la falta de heroísmo, la espectacularización de la intimidad. La ruina, entonces, se instala, de manera total. El hablante desbarata todo aquello que había construido, dejando solo en pie la ética de la denuncia y el deseo que sostiene la utopía de cambio: “Quizás, por eso somos todavía una esperanza a ese deseo. Pensarnos mucho más pobres y solos que las lógicas del mercado homosexual, porque siempre hay una lógica casi heroica que nos hace transitar hasta otra zona, una fuga, como el fluido, como el cariño” (Ramírez, 172).
Brian, el nombre de mi país en llamas, perturba con el exceso y la sutileza, con su lirismo preciosista, pero también duro, rabioso, enfático y confuso en la exposición de la pequeña y gran batalla de la sobrevivencia, desde una ética personal, menor, la cual solo puede acontecer en la escritura, porque en el orden sistémico han sido y serán expulsados por su pobreza, su diferencia de género y sus formas de resistencia.