El miedo es una fuerza conservadora, paralizante. Una sociedad de personas que se perciben a sí mismas como vulnerables y en que existe alta inseguridad económica tiende a estancarse, a atraparse en la esclerosis institucional, a refugiarse en lo mediocre. […]
Óscar Landerretche
Una de las razones fundamentales para organizarnos en sociedad es hacer frente a los peligros que nos ofrece la realidad. Este argumento clásico, eminentemente hobbesiano, no por manido deja de contener una gran cuota de verdad y describir un primer motor detrás de la política.
Nos organizamos en sociedad, en gran medida, para protegernos de la violencia física, de ese instinto primal que nos rodea y nos posee, de la guerra de todos contra todos. Eso decía Hobbes. Pero no es el único peligro que nos lleva a construir ciudades, reinos, repúblicas e imperios. Además, nos organizamos para protegernos del hambre, del frío, de la enfermedad, de la soledad… incluso del vacío existencial. Y para ello organizamos, dentro de esas sociedades, una economía, un sistema político, mecanismos culturales y un Estado. Es natural, entonces, que mucha de la discusión política sea manifestación del miedo a esos peligros que nos asechan y que sus soluciones, en gran medida, sean intentos de construir resguardos, protecciones y seguros contra esos riesgos.
Por ejemplo, quienes tienen como preocupación política central el derecho de propiedad, en realidad expresan en ello una solución específica a un problema de incertidumbre que afecta, entre otras cosas, actividades económicas tan centrales como el ahorro o la inversión, y motivaciones económicas tan fundamentales como la privacidad y la herencia. Para hacerse cargo de ello, las sociedades no solo establecen esos derechos de propiedad, sino que los rodean de una infraestructura institucional de registros, juzgados, policías y fiscales para hacerlo efectivo. Y para financiar aquello, cobran impuestos. Y para cobrar esos impuestos, se vuelve necesaria otra compleja fronda institucional que tiene sus propias dificultades.
Quienes, en cambio, ordenan su actividad política en torno al problema de los derechos sociales, evidentemente expresan en ello una preocupación por fragilidades económicas que solo una sociedad dotada de un sistema de protección social puede abordar: desde hospitales públicos a guarderías, desde sistemas previsionales a seguros de cesantía, desde viviendas subvencionadas a mutuales de riesgo laboral. En gran medida, estas políticas e instituciones buscan dar seguridades allí donde la vida y sus concursos ofrecen incertidumbres y vulnerabilidades.
Mucho de lo que el Estado hace es proteger a ciudadanos, familias y personas frente a incertidumbres. Esto tiene dos consecuencias evidentes de especial significancia dados los eventos políticos que hemos vivido en tiempos recientes. La primera es que, si una de las razones para participar de la sociedad es protegerse de la incertidumbre, el fracaso de la política y la economía en proveer esas protecciones tiene el peligro de generar deslegitimación y anomia, de convencer a los ciudadanos de que, quizás, no tiene tanto sentido participar de la sociedad o ayudar a sostenerla.
La segunda es que si cambia la naturaleza, intensidad o probabilidades asociadas a los riesgos que enfrentan las personas; si —por usar un lenguaje del mundo empresarial— la “matriz de riesgos” cambia, obviamente tendrían que cambiar las instituciones de la sociedad para adaptarse a ello. Enfrentar nuevas configuraciones de riesgo e incertidumbre con los mismos instrumentos es, probablemente, una mala idea.
Es difícil exagerar la importancia de la incertidumbre y el miedo en el comportamiento humano. La necesidad de protegerse frente a riesgos puede condicionar a las personas, sus trayectorias vitales, sus vidas enteras.
Por ejemplo, un joven estudiante recién salido del liceo, primero en la historia familiar en tener puntajes y promedios para acceder a las mejores universidades, podría decidir estudiar no aquello que siente es su vocación o que motiva su curiosidad, sino una carrera “segura”, accesible, que quizás le aburre, pero que le ofrece seguridades a su familia. ¿Cuántas oportunidades de desarrollo profesional de excelencia se habrán perdido debido a esta forma de pensar? ¿Cuántas ideas? ¿Cuántas empresas? ¿Cuántas innovaciones?
O una madre soltera podría decidir soportar un empleo en que se la maltrata debido a que siente que no puede perderlo. ¿Cuántas humillaciones, insinuaciones y vejámenes habrán sido posibilitados por la incertidumbre mezclada con la vulnerabilidad?
¿Cuántos académicos habrán renunciado a perseguir hipótesis excéntricas por miedo a arriesgar sus carreras profesionales?
¿Cuántos ejecutivos de empresas habrán archivado ideas de inversión avanzadas o propuestas de valor novedosas por miedo a desprestigiarse entre sus pares?
¿Cuántos funcionarios públicos con ideas de cambio habrán preferido callar y no decirle la verdad a la autoridad política? ¿Cuántas oportunidades de justicia, equidad, dignidad y desarrollo se habrán perdido así?
El miedo es una fuerza conservadora, paralizante. Una sociedad de personas que se perciben a sí mismas como vulnerables y en que existe alta incertidumbre económica tiende a estancarse, a atraparse en la esclerosis institucional, a refugiarse en lo mediocre.
Chile lleva algún tiempo manifestando síntomas de agotamiento en su estrategia de desarrollo económico y social. El país ha dejado de crecer y de avanzar en equidad. Ya se manifiestan signos inconfundibles de retroceso y deterioro en varias áreas: desde el desarrollo urbano a la seguridad pública, desde la productividad laboral a la educación.
Para salir de esa trampa, Chile necesita cambiar; y para cambiar se necesita que nuestros estudiantes, académicos, empresarios y políticos innoven, se arriesguen a cambiar y a hacer cosas nuevas, diferentes, audaces. Sin embargo, todos ellos y ellas son personas con familias y obligaciones, hipotecas e inseguridades. Todas y todos son sensibles a la incertidumbre. Y el problema es que, por diferentes razones, estamos entrando en una era de enorme incertidumbre económica, política, institucional y geopolítica. Una época de incertidumbre inmovilizante, justo cuando necesitamos acción. Una época de miedo justo cuando necesitamos arrojo.
Están todos los ingredientes para caer en la trampa de la incertidumbre. Para evitarla, necesitamos una nueva estrategia de desarrollo que tiene múltiples factores que por espacio no se pueden discutir acá. Sin embargo, hay dos que, me parece, se derivan de lo ya discutido: necesitamos las certezas institucionales de un nuevo contrato constitucional y precisamos, además, un nuevo sistema de protección social. Sobre estos dos pilares, quizás, podemos empezar a crear las condiciones que necesitan nuestros ciudadanos y trabajadores, empresarios y políticos para salir de la trágica trampa del inmovilismo y la incertidumbre. Son dos pilares esenciales del nuevo pacto de desarrollo que Chile necesita. Durante los próximos años veremos si somos capaces de, al menos, comenzar a construirlos.