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Una intelectual incansable

Adriana Valdés, destacada ensayista y figura influyente de la crítica cultural chilena, ha dedicado los últimos años a estudiar la crisis de las humanidades, que han perdido “su enfoque hacia la vida de las personas”. En este escenario complejo, advierte que hace falta más conversación: “Es un arte que se ha perdido”.

Por José Núñez | Fotos: Antonia Cataldo

En 2001, Adriana Valdés (Santiago, 1943) decidió jubilar de manera anticipada. Tenía 57 años y había trabajado casi la mitad de su vida en las Naciones Unidas, primero como traductora y luego como directora de publicaciones de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal). Antes de eso, había dado clases de literatura en la Universidad Católica durante siete años, una labor que abandonó en 1975, tras el golpe de Estado y la posterior intervención militar en la educación superior. Esa larga pausa en su carrera docente fue lo que la motivó a dejar la Cepal antes de tiempo. Quería volver al campo académico.

Tras la decisión, vinieron años agitados: hizo clases en el Doctorado en Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte de la Universidad de Chile, se dedicó a la investigación amparada por el Instituto de Arte de la Universidad Católica de Valparaíso y, entre 2019 y 2021, fue directora de la Academia Chilena de la Lengua y presidenta del Instituto de Chile, la primera mujer en ambos cargos. Hoy, sin embargo, se dedica solo a lo que más le apasiona.

—Leo a todas horas, apenas puedo, sin rutinas fijas. Bendita jubilación. Me doy atracones de lectura, es un lujo —confiesa en el living de su departamento. El libro a medio terminar que tiene sobre la mesa de centro es prueba de su nueva rutina: se trata de The Swerve: How the World Became Modern (2011), del historiador estadounidense Stephen Greenblatt, con el que Valdés acompaña su lectura de la obra clásica del poeta romano Tito Lucrecio Caro, De rerum natura. El volumen explora el origen de las humanidades, un tema que se ha convertido en el centro de su preocupación intelectual. En 2017, publicó Redefinir lo humano: las humanidades en el siglo XXI, con el que ganó el Premio Municipal de Literatura en la categoría Ensayo. En él plantea la incompatibilidad que existe entre las formas tradicionales de transmitir el conocimiento y las tecnologías recientes, que alteran nuestros hábitos intelectuales.

—Partí de la conciencia de cuánto ha cambiado el ser humano en muy poco tiempo gracias a las transformaciones técnicas y al tipo de dispositivos que usamos —explica Valdés, quien no se limita a observar desde afuera: en la red social X (antes Twitter) es una activa usuaria con 18 mil seguidores—. El teléfono, los hábitos en redes sociales, la inmediatez de la comunicación, todas esas cosas nos modifican. Mi sensación es que desarrollan capacidades, evidentemente humanas, que no estaban desarrolladas por los medios de antes. Y si las humanidades tratan de lo humano, ¿de qué estamos hablando hoy? Es una pregunta que he ido desarrollando con el tiempo, porque la encontraba imposible, de una ambición ridícula.

¿Cómo llegó a ella?

—Pensé en qué habría antes de que se desatara esta fascinación por la técnica. ¿Quiénes fueron los precursores del cambio en las humanidades y cómo les fue? Entonces hice primero un librito que se llamó De ángeles y ninfas (2012), en el que le seguí la pista a los contactos entre Walter Benjamin y [el historiador alemán] Aby Warburg. Era un libro en cierto sentido inocente, mucho más pequeño de alcance. Pero me permitió redefinir lo humano en el sentido de que ellos preconizaban otra forma de pensamiento. Yo creo que el pensamiento actual no es solo lineal y discursivo, sino que transcurre mucho con flashes, que es lo que ellos sostuvieron, cada uno por su lado, con otras palabras. Es un pensamiento discontinuo. Yo hablo de las carambolas de la mente, o de esos momentos súbitos en que, al poner dos imágenes juntas, como hacía Warburg, revelas algo.

En Redefinir lo humano también explora el presente de las humanidades. Advierte que han perdido su carácter generalista y que se han convertido en un área de especialización universitaria.

—Hoy puedes hacer maestrías, doctorados o ser profesor en humanidades, y siempre te exigen estar publicando en revistas, lo que en realidad es un asunto creado para evaluarse entre pares y en el que hay bastante negocio. Te piden plata por publicar y eso mejora tu currículo. Esto significa el surgimiento de un caudal muy grande de escritura que nadie lee. Son libros necesarios más para quien los escribe que para el mundo. Antes, las humanidades se dirigían al hombre común y corriente, porque eran una explicación del mundo y de cómo había que vivir. Ahora eso la literatura lo desprecia, y queda en el nivel de los libros de autoayuda, de esos anaqueles vergonzantes frente a los que nadie quiere ser visto. Hay algo entremedio que se perdió.

¿Qué cosa?

—El enfoque de las humanidades hacia la vida de las personas. La filosofía y la literatura, la música y las artes eran una manera de cultivar lo que, según [Enrique] Lihn, “todavía llamamos el alma”. Hay una vida que se hace refinando algunas capacidades sensoriales del ser humano. Por ejemplo, es difícil hablar de qué mensaje tiene la música. Me fijé en lo que me producía siendo bastante vieja; me pregunté por lo que me pasaba en el cerebro, la mente o el alma al escucharla, porque los ritmos, la sorpresa, la reiteración son elementos que están también en la poesía. Revelan algo nuevo que puedes sentir. Eso es central en las humanidades. Ahora, no sé si sobrevivirán. Las facultades [donde se estudian] tienen cada vez menos presupuesto en todo el mundo, cada vez son consideradas menos necesarias, porque, se supone, hay que estudiar ciencias, tecnología, ingenierías, administración. Yo diría que el núcleo de las humanidades está en su exploración de lo que es ser humano en cada época en particular. Hay gente que pensaba que el ser humano es una esencia, y mientras más te acercaras a esa esencia más humano eras, pero resulta que ahora, como en una carambola loca, esa esencia mutó.

***

En 1972, Adriana Valdés participaba en un taller de crítica de la Universidad Católica dirigido por el reconocido ensayista Martín Cerda, y al que asistían escritores e intelectuales como Alberto Rubio, Arturo Fontaine, Federico Schopf y Nelly Richard. Hacía poco se había publicado la novela El obsceno pájaro de la noche (1970), de José Donoso, y los asistentes debían elaborar un comentario crítico sobre la obra. Valdés, entonces, escribió “una especie de tratado”:

—Recurrí a todas las fuentes que tenía como profesora —recuerda hoy. El ensayo se publicó en Buenos Aires y fue celebrado, entre otros, por el propio Donoso, pero además fue determinante para la obra que desarrolló años más tarde, con títulos como Composición de lugar (1996), Enrique Lihn: vistas parciales (2008) e Intromisiones (2021).

—Fue Donoso el que me soltó la pluma —confiesa semanas después de recibir el título Doctora Honoris Causa por la Universidad Diego Portales. En la ceremonia, el rector Carlos Peña reconoció su aporte a la escritura ensayística en Chile, un género poco cultivado en el país y el que, en la época en que empezó Valdés, parecía reservado para los hombres. Ante la pregunta sobre lo que la llevó hacia este tipo de escritura, reflexiona:

—Fue el azar, probablemente. Siempre miré hacia arriba a la gente más creativa que yo. La admiré mucho. Creo que en eso la educación me disminuyó un poco, no me atreví. El ensayo, en cambio, es algo que uno escribe porque te lo piden. Por ejemplo, yo no pensaba nunca escribir sobre artes visuales, porque no lo había estudiado. Roser Bru tenía una exposición en la Galería Cromo, el año 76, y me dijo “quiero que escribas también en mi catálogo”. Le había pedido a Nelly Richard, a Enrique Lihn y a mí. Le dije “no, yo no escribo de eso, estudié otra cosa”. Y me respondió: “pero la exposición es sobre Kafka, y sobre él algo sabrás”. Me arrinconó. Entonces escribí una cosa fragmentaria y le dije: “si no te gusta, olvídate, es una pretensión no más”. Bueno, le gustó a todo el mundo y lo publicaron. Después llegó a mi casa [el artista] Carlos Leppe, que para mí era una figura de terror en esa época: inmenso, gordo, atrabiliario, rabioso, talentoso, creativo; una especie de tromba marina. Y me dijo: “Quiero que escribas para mi exposición”.

Usted siempre desarrolló un lenguaje más bien transparente. ¿Fue deliberado?

—Absolutamente. La mitad de los lenguajes crípticos vienen de malas traducciones. Yo soy traductora, y muchas veces la gente se justifica diciendo “este es un término técnico”, pero no, en inglés no es técnico, es de la vida cotidiana. Es muy ignorante tratar de elevar todo a términos técnicos. Recuerdo haber escrito en difícil a veces, sobre todo en los años de dictadura, porque pensábamos que si no nos entendían, no iba a haber censura. Entonces había que quedarse en un borde que no fuera estridente. Nos pusimos muy inteligentes y, de repente, era demasiado fino el hilado. Pero siempre traté de volver a un idioma más accesible. El ensayo era muy denigrado en esa época. Que te llamaran “ensayista” no era un elogio, se usaba para alguien que dice lo que le parece. Creo que uno tiene que escribir cosas que sean gratas de leer. No creo en una lectura purgante.

Hace un tiempo, la escritora estadounidense Cynthia Ozick escribió que en su país faltaba una “infraestructura de crítica seria”, capaz de dar cuenta de cómo las novelas se conectan y qué presagian como conjunto. En Chile se dio un debate similar este año. ¿Cree que es necesario contar con una “infraestructura de crítica seria” hoy?

—Cuando escribí crítica de artes visuales o de literatura, tenía que ver más con prólogos e introducciones. Era como apuntalar una obra que me parecía admirable. No me gusta hacer enemigos; además, encuentro feroz que un crítico pueda cortarle la carrera a alguien. Pero antes de pensar en la crítica, yo pensaría en la conversación, que tiene la característica de ser mucho menos gutenbergiana, en el sentido de que no tienes que llegar a una conclusión hecha en piedra, sino que vas barajando posibilidades de lectura. Deberíamos conversar más y adoptar menos un juicio sobre las cosas.

¿Cree que la conversación ha decaído?

—Absolutamente. Primero, ha decaído en el nivel de las palabras, de la escasez de vocabulario. Hay una incapacidad de hablar sin notas, sin PowerPoint, de escuchar verdaderamente para poder impactarse por lo que el otro te diga o para poder decir algo que antes no habías pensado. En las conversaciones es donde surgen las mejores ideas. Además, la conversación tiene una cosa entrañable. Estás en el mismo lugar físico, te estás mirando con el otro. Te equivocas, te saltas cosas, te olvidas, y da lo mismo, porque las ideas se recuperan en conjunto. Eso me parece un arte, y un arte perdido.

Usted también ha escrito sobre la capacidad de mirar de forma reflexiva, algo que se ha perdido hoy en medio de tantas distracciones y de sobreabundancia de imágenes.

—Hice un libro con Alfredo Jaar, a propósito de una exposición suya en Suiza: La política de las imágenes (2008), en el que hay textos de [los teóricos de arte] Georges Didi-Huberman, Jacques Rancière y Griselda Pollock relacionados con las imágenes del sufrimiento en la obra de Jaar. Hay imágenes que antes habrían resultado intolerables. Por ejemplo, ahora ves morir de hambre a los niños en los noticiarios de la televisión mientras estás comiendo. Se banalizó el sufrimiento por una sobreexposición y la gente se volvió insensible a la imagen como tal. Muchas de las obras de Alfredo están hechas para recuperar la sensibilidad que se ha perdido por la sobreabundancia, que tiene una parte política también, porque uno no ve todas las imágenes, sino las que alguien quiere que veas, ya sea el editor de un periódico o el director de propaganda de los israelíes, de los palestinos o de Hamás, si hablamos de la guerra actual en Gaza. La conciencia de la gente sobre el mundo se está formando a través de la carencia de algunas imágenes y del exceso de otras.