Marco Avilés, periodista peruano: “La columna vertebral de América Latina es el racismo”

Eso y “no el idioma ni el fútbol” es lo que nos define, opina el escritor y editor, quien ha estado a la cabeza de importantes medios de comunicación en su país —entre ellos, la revista Etiqueta Negra— y conoce de primera fuente los avatares de la vida política peruana. Sin embargo, lo que más le preocupa por estos días no es el resultado largamente disputado de las elecciones presidenciales, sino el racismo que a su juicio se desató sin control en la campaña, uno de raíces atávicas que se expanden a lo largo de toda América Latina.

Por Jennifer Abate C.

Marco Avilés (Abancay, 1978) reside hoy en Estados Unidos, donde cursa un doctorado en Estudios Hispanos en la Universidad de Pennsylvania, pero durante toda su vida profesional ha estado íntimamente vinculado a la historia pública peruana. Consultor en temas de racismo, equidad y comunicación, dirigió la prestigiosa revista de periodismo narrativo Etiqueta Negra entre 2006 y 2010, fue editor de la revista Cosas y ha colaborado en medios como The Washington Post, Gatopardo, El País Semanal y The New York Times. El autor de los libros No soy tu cholo (2017), De dónde venimos los cholos (2016) y Día de visita (2012) analiza los resultados de la ajustada elección presidencial de su país (que al cierre de esta edición sigue bajo el escrutinio del Jurado Nacional de Elecciones), en la que Pedro Castillo se impuso sobre Keiko Fujimori por un poco más de 44 mil votos, pero, sobre todo, ahonda en la discriminación que a su juicio visibilizó este proceso.

Marco Avilés. Foto: Ann S. Kim.

Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural.  Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres. 

Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.  

***

Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal. 

Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio. 

La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.  

De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias. 

El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.  

Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos.  Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder).  Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad. 

Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno.  El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.

Maristella Svampa: «Ser feminista y no ser ecologista es casi una contradicción»

Es una de las organizadoras del Pacto Ecosocial del Sur, iniciativa que promueve una “transición socioecológica que articule justicia social y ambiental” como salida a la crisis desatada por la pandemia. Un desafío que, para Svampa, exige reconocer los límites de los progresismos latinoamericanos para superar la inserción extractivista y neodependiente de América Latina en el mundo. No vaya a ser que, además de commodities, empecemos a exportar nuevas pandemias.

Por Francisco Figueroa

No es desde la erudición abstracta y aislada que Maristella Svampa toma la palabra para debatir sobre el rumbo que ha de tomar la sociedad a partir de la pandemia. La socióloga argentina e investigadora del trasandino Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) piensa desde América Latina y el acumulado de aciertos y reveses de sus luchas emancipadoras. Cita a Celso Furtado, Rita Segato y Manfred Max-Neef, a los dependentistas y a las feministas populares, y conceptualiza con referencia a los conflictos que recorren de cabo a rabo la región, desde la contaminada cuenca del río Atrato en Colombia hasta el fracking para la extracción de gas en la Patagonia argentina.

Maristella Svampa is a sociologist and researcher of the Argentinian National Council for Scientific and Technical Research (Conicet).

Las 568 páginas de Debates latinoamericanos. Indianismo, desarrollo, dependencia y populismo (2016)le valieron el Premio Nacional de Ensayo Sociológico al otro lado de la cordillera. Y con el último de sus libros, El colapso ecológico ya llegó. Una brújula para salir del (mal)desarrollo (2020, junto a Enrique Viale), quiere aportar a una conversación sobre la insustentabilidad de los modelos de desarrollo vigentes. Para que la transición socioecológica por la que pujan los países del norte, dice, no se pague con más despojo de territorios y dignidad en los países del sur.

¿A qué te refieres con maldesarrollo? ¿Y por qué ese concepto y no otros del discurso crítico como neoliberalismo o subdesarrollo?

Es una categoría que tiene su historia dentro del pensamiento crítico. Fue acuñada por Celso Furtado cuando ya no era un entusiasta cepalino y se había tornado consciente de las grandes desigualdades territoriales y sociales que había en su Brasil natal. Fue retomada también por Vandana Shiva, entre muchos otros, para señalar las múltiples dimensiones en términos de insustentabilidad de los modelos de desarrollo dominantes. En esta línea, nosotros retomamos el concepto en 2014 (con nuestro libro Maldesarrollo. La Argentina del extractivismo y el despojo), porque además de señalar esta pluridimensionalidad para analizar los impactos de los modelos de desarrollo, nos parece que tiene un fuerte impacto. La gente, cuando lee maldesarrollo, se pregunta por qué.

¿Implica la posibilidad de hablar de buen desarrollo?

No es el caso. En el marco del pensamiento crítico y posdesarrollista, somos de la idea de abandonar el concepto de desarrollo para avanzar hacia un tipo de sociedad resiliente, solidaria y que aporte a la sostenibilidad de la vida. En el breviario del pensamiento crítico latinoamericano hay diferentes conceptos para hablar de esto: neoextractivismo, consenso de los commodities, giro ecoterritorial. Pero mi apuesta es también no hablarle sólo a la academia o a los convencidos, sino a aquellos sectores que son cada vez más sensibles a las problemáticas socioambientales, pero tienen una ceguera epistémica que impide problematizar los modelos de desarrollo hegemónicos.

Ecuador y Bolivia incorporaron el buen vivir en sus constituciones, pero acentuaron el extractivismo. ¿En qué pie queda ese paradigma después del ciclo progresista?

Sin duda, el concepto faro en el inicio del ciclo progresista fue el de buen vivir, que remite a esa visión comunitaria y de armonía entre sociedad y naturaleza de los pueblos originarios. Pero fue vaciado de su potencialidad por los gobiernos progresistas. Hubo dificultades también para dotarlo de contenidos. Y yo creo que no funcionó porque fue disociado de ese otro concepto fuerte que es el concepto de derechos de la naturaleza, que es más potente y más difícil de bastardear, porque implica un paradigma relacional que pretende desplazar el paradigma binario de la modernidad, dentro del cual el hombre es considerado como externo a la naturaleza, punto de partida para los modelos de desarrollo que hoy conocemos, para una determinada concepción de la ciencia y que es responsable del colapso ecosistémico que estamos viviendo. Si bien Ecuador fue el primer país en constitucionalizar los derechos de la naturaleza, no fue precisamente el país que impulsó su respeto. Fijate vos que encontramos legislaciones interesantes en Colombia, un país que no participó del ciclo progresista, pero que tiene una gran riqueza en términos de movimientos sociales, campesinos e indígenas, y un Tribunal Superior de Justicia progresista que falló, por ejemplo, declarar al río Atrato sujeto de derechos.

Este paradigma parece chocar no sólo con las grandes multinacionales, sino también con las expectativas de las clases urbanas. ¿Cuán crítica es esa tensión que cruza a las posibles alianzas plebeyas de Latinoamérica?

Es un tema central, sin duda. Un gran obstáculo de los gobiernos progresistas para llevar a cabo acciones transformadoras en relación con el desarrollo fue el modelo de inclusión basado en la expansión del consumo, que algunos quisieron llamar “democratización” del consumo, una discusión que en realidad la izquierda progresista no quiso dar. En los setenta, cuando se dio a conocer el Informe Meadows sobre los límites del crecimiento, sectores del pensamiento crítico latinoamericano respondieron que esa era una mirada muy desde el centro y que el problema no era la escasez de recursos naturales, sino la universalización de modelos de consumo insostenible. Hasta ese momento, la izquierda latinoamericana apostaba a otro modelo de consumo, uno que atendiera, a la Max Neef, las necesidades humanas. Pero al calor de la globalización neoliberal, lo que se globalizó fue un modelo de consumo insustentable, que requiere explotar más recursos naturales y energía, por ende, más despojo de los territorios y las poblaciones que los habitan. Los gobiernos progresistas no promovieron un modelo económico alternativo, reforzaron ese modelo y la inserción subalterna de los países latinoamericanos en el proceso de división internacional del trabajo, todo lo cual tiene “patas cortas” en términos de modelo. Y si bien se había reducido la pobreza, se había ensanchado la brecha de la desigualdad, sobre todo cuando leemos la problemática en términos de concentración de la riqueza. Lo cual nos lleva a una situación paradójica, porque claramente estos fueron mejores y más democráticos gobiernos que los neoliberales y conservadores que hemos conocido.

El feminismo está teniendo una capacidad de articulación notable. ¿Ves en la ética del cuidado un nuevo “concepto faro”?

Sí, soy de las que promueve al paradigma de los cuidados -lo digo en plural desde que me corrigieron unas feministas populares colombianas- como la base de la posibilidad de articulación entre justicia social y ambiental. Cuando hablamos de paradigma de los cuidados estamos hablando de la necesidad de transformar nuestra relación con la naturaleza en función de una cosmovisión relacional, que pone en el centro la interculturalidad, la reciprocidad y la interdependencia. Y como dicen las feministas de Ecologistas en Acción, hay dimensiones diferentes. La de las feministas populares sobre el cuidado de los ciclos de la vida, los ecosistemas, la relación cuerpos-territorio-naturaleza. Y la dimensión que las economistas feministas han puesto de relieve: la invisibilización del trabajo ligado a la reproducción de la vida social, que al recaer sobre las familias y dentro de esas familias sobre las mujeres, es también un vehículo de mayor desigualdad. Ahora bien, dicho esto, cuando uno observa las corrientes de los feminismos realmente existentes, por ejemplo, acá en la Argentina, hay todavía conexiones pendientes entre estos feminismos. No hay feminismo emancipador si no lleva en el centro de su mensaje la defensa del territorio y la vida. Ser feminista y no ser ecologista es casi una contradicción hoy en día.

“Chile nos conmovió por múltiples razones: ilustró un fenomenal proceso de liberación cognitiva de las multitudes, cuestionó ese país de dueños en un mundo de dueños que se hace cada vez más insoportable e insostenible y entró de lleno al ciclo de luchas latinoamericano aportando novedad”. 

Con la reactivación económica como prioridad, será difícil producir un cambio de paradigma. ¿Cómo ves la capacidad del campo intelectual latinoamericano para ayudar en ese sentido?

El problema con lo socioambiental es que requiere salir de la zona de confort de las izquierdas, requiere otro modo de pensar la relación sociedad/naturaleza y los modelos productivos. Además, cuestiona las lealtades políticas. En América Latina, la oposición entre lo social y lo ambiental sigue estando en el centro, como si no hubiésemos tomado conciencia de lo que ha dejado el boom de los commodities. Entonces, es necesario desmontar esa falsa oposición con una discusión amplia, seria. En el progresismo selectivo que nos legó el kirchnerismo acá en la Argentina hay brechas para dialogar, pero al mismo tiempo siguen pensando en reactivar la economía con más extractivismo. Te doy un ejemplo: se va a discutir un impuesto extraordinario a las grandes fortunas, ¿qué piensa hacer el gobierno? En la lista están la salud y la educación, pero un 25 por cierto irá dedicado a la producción de gas con grandes fracking. Es una locura, ¡no entendimos nada! En vez de pensar una agenda de transición energética, de abrir la discusión democrática sobre qué diablos hacer con el litio, se apuesta a subsidiar una vez más el gas del fracking. Es muy desalentador, uno tiene la impresión de que los progresismos realmente existentes no han aprendido nada.

¿Y cómo ves el papel en todo esto del nuevo socio clave de la región, China?

Más que potenciar la unidad latinoamericana, la asociación con China siempre se hizo por vías bilaterales que fueron consolidando el marco de una nueva dependencia. En América Latina y Argentina, la inversión de los capitales chinos se ha dado sobre todo en el sector extractivo y en el marco de un intercambio asimétrico. A esto se ha añadido que el gobierno argentino, a través de Cancillería, promueve la instalación de megafactorías de cerdos para producir carne porcina que será exportada a China. La Argentina, en el marco de una pandemia de carácter zoonótico, promueve un modelo que implica fuertes impactos socioambientales, que tiene potencial pandémico y obedece a la necesidad de algunos países de externalizar los riesgos buscando territorios sanos, todavía no afectados por la gripe porcina africana. Descabellado, por donde se lo vea. Siempre estamos en la senda de las falsas soluciones y eso está muy ligado al maldesarrollo.

Los dependentistas decían que la dependencia produce nuestras clases dominantes. ¿Conserva vigencia esa máxima?

Claro, como decían Teotonio dos Santos, Cardoso, la dependencia hay que leerla desde el punto de vista interno en términos de correlación de fuerzas sociales y de cómo emerge un sector de la burguesía local que no apuesta al desarrollo autónomo, sino a una mayor asociación transnacional para obtener un lugar privilegiado en la estructura económica. Hablando de burguesía nacional, acá en la Argentina está Hugo Sigman, CEO de laboratorios farmacéuticos, uno de los superricos argentinos, progresista desde el punto de vista cultural, financista de un montón de películas muy importantes, y su laboratorio fue elegido para producir la vacuna de Oxford acá. Pero, al mismo tiempo, promueve las megafactorías de cerdos. Por la puerta delantera ofrecemos una vacuna y por la trasera dejamos entrar una nueva pandemia. ¡Es una locura!

La pandemia parece estar dando nuevos aires a un concepto de vida más consciente de nuestra interdependencia, que ya veíamos reivindicado en nuestra región. ¿Puede Latinoamérica darle brújula al mundo después de la pandemia?

Ojalá, yo creo que la narrativa emancipatoria que se ha forjado en América Latina al calor de las luchas ecoterritoriales, indígenas y feministas tiene mucho para aportar a pensar ese otro mundo posible, asentado en la resiliencia, la democracia, la solidaridad y el paradigma de los cuidados. Pero, al mismo tiempo, no tiene las espaldas para afrontar el desafío que eso implica. No somos Europa, acá no hay un banco que a nivel latinoamericano promueva la reforma tributaria, el ingreso universal ciudadano, casi no hay medios y los Estados están solos frente a una situación devastadora. Entonces, si no hay un planteo de transición a nivel global, es casi imposible que podamos abrir esa agenda. Lo que puede suceder, si no, es que Europa se oriente hacia una transición socioecológica y en Latinoamérica se sigan contaminando los territorios y atropellando las poblaciones para financiar esa transición de los países del norte. Nuestras experiencias y lenguajes ecoterritoriales quedarán como testimoniales, ese es el peligro que veo yo.

En tu último libro mencionas las revueltas chilenas de 2019 como una fuente de inspiración. ¿De qué manera te interpeló el octubre chileno?

Rita Segato señala que este es un mundo de dueños, de señoríos, que la palabra desigualdad es poco. Y yo creo que tiene razón Rita y Chile lo ejemplifica de manera notoria: es un país de dueños. La revista Forbes mostraba en 2019 el ranking de los más ricos del mundo y había diez familias chilenas. Chile nos conmovió por múltiples razones: ilustró un fenomenal proceso de liberación cognitiva de las multitudes, cuestionó ese país de dueños en un mundo de dueños que se hace cada vez más insoportable e insostenible y entró de lleno al ciclo de luchas latinoamericano aportando novedad, con la interseccionalidad, los grafitis, el muralismo, la desmonumentalización, en fin, muchísimas cosas nuevas. No creo que en Chile vayamos a un proceso de clausura cognitiva, las condiciones están dadas para que se refuerce el proceso de cambio al calor de una constituyente que realmente implique un nuevo pacto social, un nuevo barajar y dar de nuevo en la sociedad.

Fascismo latinoamericano

Por Grínor Rojo

Yo estoy cada vez más convencido de que lo que llamamos fascismo es una tendencia permanente de los seres humanos y de su historia. En lo que toca a Occidente y, con más precisión, en lo que toca a la historia del Occidente moderno, estuvo ahí desde el día uno. El Maquiavelo que en la Florencia del quinientos aconseja al Príncipe y le dice que lo que debe hacer para asegurarse de que tiene al Estado bajo control es “ganar amigos, vencer o con la fuerza o con el fraude, hacerse amar y temer por los pueblos, hacerse seguir y reverenciar por los soldados, eliminar a quienes pueden o deben ofenderte, innovar el antiguo orden, ser severo y agradable, generoso y liberal, eliminar la milicia desleal, crear otra nueva, conservar las amistades de reyes y príncipes de manera que tengan que favorecerte con cortesía o atacarte con respeto” es un buen ejemplo. Ese Maquiavelo, para quien la política consistía en el logro y la retención del poder a no importa qué precio, era un fascista de tomo y lomo. Y de ahí en más.

En la América Latina del siglo XX hubo fascismo clásico en los ‘30 y en los ‘40. Más o menos grande en la Argentina, en Brasil y en México, y de mediana intensidad en Chile, en Perú y en Bolivia (para no hablar sobre los dictadores centroamericanos y caribeños, por ejemplo, sobre la condecoración a Mussolini por parte del Jorge Ubico en Guatemala ni sobre el bigotito a la Hitler que luce el dominicano Trujillo en algunas de sus fotos más conocidas). Postfascismo clásico hubo en Paraguay con la dictadura de Stroessner, que duró hasta 1989, y en el justicialismo argentino de la segunda época, el que se viene abajo con la revolución del ‘55. Perón, que dio refugio a cinco mil nazis escapados de la guerra y que se fue al exilio en el ‘55, escogió un itinerario sugerente: partió primero al Paraguay de Stroessner, luego a Panamá, donde tenía amigos de su misma persuasión desde hacía mucho, en seguida a la Venezuela de Pérez Jiménez, de ahí a la República Dominicana de Trujillo, para rematar en la España de Franco en 1960, donde estuvo viviendo hasta noviembre de 1972.

Pero vamos a la cosa más actual. Primero fueron las dictaduras anticomunistas o, mejor dicho, las dictaduras anti cualquier cosa que oliera a progresismo, las que, espoleadas por los Estados Unidos de la Guerra Fría, se estrenan con el golpe contra Jacobo Árbenz en Guatemala, en 1954. Ese golpe fija un pattern. Organizado por la CIA a solicitud de la United Fruit Co., con respaldo popular en Estados Unidos (poseídos a la sazón los estadounidenses por la histeria mccarthysta), sumó internamente a la oligarquía guatemalteca, a la jerarquía eclesiástica, a los grupos medios anticomunistas y a un sector de los militares. La CIA forma entre tanto en Honduras un ejército, al mando de un coronel desafecto, que había recibido entrenamiento previo en Fort Leavenworth, en Estados Unidos, Carlos Castillo Armas. Ese ejército cruza la frontera el 18 de junio del ‘54, al tiempo que pilotos estadounidenses bombardean la ciudad capital. Debutaba de ese modo un pattern que la CIA iba a replicar posteriormente en otros países latinoamericanos, en Cuba en 1961 (donde fracasó), en Brasil en el ‘64 (éste el primero de los golpes de postguerra en Sudamérica, donde los marines estadounidenses estuvieron listos para desembarcar pero no lo hicieron porque el gobierno de Goulart colapsó sin su ayuda) y en Chile en 1973 (nótese que el bombardeo aéreo de La Moneda, en septiembre del ‘73, no fue novedoso en absoluto, aunque deba reconocerse que a diferencia de lo acaecido en Guatemala, fueron pilotos chilenos los que tuvieron el indigno honor de conducir los Hawker Hunter que lo ejecutaron).

Casi coincidiendo con la caída de los socialismos “reales” y con el retroceso de la izquierda mundial en los ‘80, desvaneciéndose de esa manera y a todo vapor el “peligro comunista”, aparece en el horizonte un nuevo objetivo: el desmantelamiento de lo obrado por el Estado de bienestar, el modelo económico vigente en el mundo y en América Latina desde la gran depresión, y su sustitución por un modelo capitalista globalizado. Este desmantelamiento se debe a la crisis del capitalismo. Desde 1971, que fue el año en que Richard Nixon le puso fin en Estados Unidos al patrón oro para el dólar, a lo que se añadió en 1973 y 1974 un aumento de los precios del petróleo, las dificultades del capitalismo internacional no han hecho otra cosa que multiplicarse. Entre 1982 y 1989 sobrevino la llamada “crisis de la deuda”, la que aun cuando impactó a los países latinoamericanos principalmente, amenazaba internacionalizarse desestabilizando con ello a la totalidad del sistema; en 1997 se desató en el sudeste asiático el dominó de las devaluaciones, ominosas también para las operaciones del capitalismo, reproduciéndose a todo lo largo y ancho del globo terráqueo; luego se produjo el caos financiero de 2007, cuando Lehman Brothers fue el primero dentro de un grupo de grandes bancos estadounidenses que se declararon en quiebra; el de 2008, cuando se produjo el estallido de la burbuja inmobiliaria española; el de 2012-2013 en toda la eurozona, que dejó 24.7 millones de personas sin trabajo; así como el de 2015-2016, con una caída en picada de los precios de las materias primas, como los chilenos pudimos experimentar en el caso del cobre y los venezolanos, mexicanos y ecuatorianos en el del petróleo. Tales son sólo los hitos mayores de una curva descendente que ha durado más tiempo del que los capitalistas están dispuestos a tolerar.

Dado este estado de cosas, ellos hacen lo que siempre han hecho en circunstancias análogas: se embarcan en una campaña de reacumulación del capital, expandiendo territorialmente sus operaciones hacia comarcas del globo que no habían sido incorporadas hasta ahora dentro de la órbita de sus actividades o que no lo habían sido suficientemente, al mismo tiempo que profundizan la capacidad de extracción de plusvalía al interior de las comarcas que se encuentran bajo su dominio (creación de nuevas necesidades, exacerbación del consumo, etc.).

Por cierto, esta nueva coyuntura necesita para implementarse “científicamente” de una ortodoxia teórica, que es la que proporciona la ideología (ellos dicen “ciencia económica”) “neoliberal”, y los “adelantados” en la materia fuimos los chilenos. Tan adelantados fuimos que incluso la empezamos (la empezaron) a implementar antes de que el Consenso de Washington fijara las medidas que debían tomarse: disciplina fiscal, reordenación de las prioridades del gasto público, reforma tributaria, liberalización de las tasas de interés, tipo de cambio competitivo, liberalización del comercio, liberalización de la inversión extranjera directa, privatización de las empresas estatales, desregulación para distender las barreras al ingreso y salida de productos, estimulándose de ese modo la competencia, y derechos de propiedad garantizados. En efecto: cuando los de Washington emitían estas recomendaciones, en 1989, en Chile ya se estaban realizando. A punta de bayoneta, es claro. El ladrillo, la biblia de los neoliberales chilenos, se escribió y circuló confidencialmente durante el periodo de Allende y el líder de los Chicago boys, Sergio de Castro, fue designado asesor del Ministerio de Economía tres días después del golpe, el 14 de septiembre de 1973. En abril de 1975, mientras Pinochet se sacaba de encima por las buenas o por las malas a los últimos generales nacionalistas, de Castro ascendió a ministro del ramo, cargo que ocupó hasta 1976 cuando el dictador lo sacó de Economía y lo puso en Hacienda, esta vez hasta 1982. Cada uno de estos ascensos del ínclito de Castro en la escala del poder fue acompañado por un crecimiento y una entronización mayor de los miembros de su equipo en el gobierno. En 1992, en el prólogo a una edición de El ladrillo que financió el Centro de Estudios Públicos, él lo recuerda así:

“El caos sembrado por el gobierno marxista de Allende, que solamente aceleró los cambios socializantes graduales que se fueron introduciendo en Chile ininterrumpidamente desde mediados de la década de los 30, hizo fácil la tarea de convencerlos [a los militares] de que los modelos socialistas siempre conducirían al fracaso. El modelo de una economía social de mercado propuesto para reemplazar lo existente tenía coherencia lógica y ofrecía una posibilidad de salir del subdesarrollo. Adoptado el modelo y enfrentado a las dificultades inevitables que surgen en toda organización social y económica [sic], no cabe duda que el mérito de haber mantenido el rumbo sin perder el objetivo verdadero y final corresponde enteramente al entonces Presidente de la República.

Los frutos cosechados por el país, de los ideales libertarios que persiguió ‘El Ladrillo’, son, en gran medida, obra del régimen militar. En especial del ex Presidente de la República don Augusto Pinochet y de los Miembros de la Honorable Junta de Gobierno. Nosotros fuimos sus colaboradores”.

Ahora bien, Chile es el único país de la región en que el modelo neoliberal se ha podido implantar plenamente. En ningún otro país de Latinoamérica ha logrado entronizarse como aquí, no obstante los esfuerzos reiterados porque así ocurra. Para dar sólo cinco ejemplos tópicos: en México, desde el mandato de Carlos Salinas de Gortari, entre 1988 y 1994; en Colombia, desde la presidencia de César Gaviria, entre 1990 y 1994; en el Perú, sobre todo durante el periodo que sigue al autogolpe de Alberto Fujimori, entre 1995 y 2000; en Bolivia, desde el fin del cuarto gobierno de Víctor Paz Estenssoro, en el ‘89, y especialmente en el primer gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada, y hasta el segundo que culminó con su fuga a Estados Unidos en 2003; y en Argentina, en dictadura con José Alfredo Martínez de Hoz, luego en democracia con Carlos Menen, entre 1989 y 1999 (ésa una intentona horrenda, que no sólo no prosperó sino que hundió al país en el peor de los marasmos. En la Argentina, un país productor de alimentos como no hay muchos en el mundo, ¡se registraron en esos años episodios de desnutrición!), y desde 2015 con Mauricio Macri, que lo está haciendo tan bien (o tan mal) como Martínez de Hoz y Menem. En todos estos casos, el proyecto y su fundamentación fueron los mismos: se estaba haciendo en el país lo que había que hacer. Era la “ciencia económica” la que así lo indicaba.

Pero a comienzos del nuevo milenio a los neoliberales le salió al paso el “socialismo del siglo XXI”: Chávez en Venezuela, Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Lula da Silva en el Brasil, los Kirchner en la Argentina. Atacados ferozmente por todos los flancos y de todas las maneras imaginables, hoy el único sobreviviente es Morales. Bastaron apenas ocho años para que Hugo Chávez, muerto en 2013, fuera sucedido por Nicolás Maduro, presidente de Venezuela desde la desaparición de su mentor y a quien asedia hoy una crisis económica y política gigantesca; para que Rafael Correa cumpliera su mandato en la presidencia ecuatoriana y Lenin Moreno, su antiguo vicepresidente, se convirtiera en su adversario; para que, cosa increíble, Lula da Silva terminara en la cárcel y Dilma Rousseff, su heredera política, fuese destituida; y para que Cristina Fernández de Kirchner se encuentre también a las puertas del presidio. Podrían sumarse a estos cuatro casos otros tres: el de El Salvador, un país con un gobierno de izquierda, pero en el que las pandillas, las “maras”, fijan el rumbo de la vida nacional; el de Paraguay, donde Fernando Lugo fue despojado de su cargo en junio de 2012 con un verdadero “golpe parlamentario” y donde en la actualidad gobierna una derecha cerril; y el nicaragüense, donde Daniel Ortega se aferra al poder de una manera nada envidiable. A la desafiante UNASUR, la esperanza integracionista del bolivariano Hugo Chávez, la habían abandonado hasta abril de 2018 seis de sus socios más importantes: Colombia, Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Perú.

¿Qué pasó? Pasó que con el imperialismo no se juega. En los ‘70 y ‘80, la CIA y sus cofrades latinoamericanos habían hecho uso de las armas sin asco. El resultado fueron más de tres mil asesinados en Chile, más de treinta mil en Argentina y más de doscientos mil en Guatemala. Desde los ‘90 en adelante guardaron las armas (no del todo, no se crea) y apostaron a las potencialidades de un aparato comunicacional al que la revolución de las TIC había fortalecido. Sembraron así la percepción (la percepción, porque no es la realidad) de la corruptela y la inseguridad bajo las administraciones de los dizques socialistas del siglo XXI. Convencieron a la población de que había que tener mano dura con los delincuentes y con los corruptos y que para ello era preciso elegir “hombres fuertes”. Y la población fue a votar por ellos (¡salvo en México!).

Ocurrió así algo parecido a lo que se vio en la Alemania de Weimar. Gobiernos socialdemócratas débiles que prometieron mucho y dieron poco, crisis económica (según la CEPAL, en América Latina la pobreza llegó en 2017 “a 186 millones, es decir, el 30.7% de la población, mientras que la pobreza extrema afectó al 10% de la población, cifra equivalente a 61 millones de personas”), desorden político y social y un demagogo que sale de la nada y que grita que él va a poner orden en ese desmadre. Simultáneamente, un capitalismo de poderosos empresarios que no trepidan en tirar por la ventana el prejuicio según el cual la libertad económica debe acompañar a la libertad política. De nuevo, los brillos chilenos se adelantaron en este viraje. El gran descubrimiento de Jaime Guzmán Errázuriz fue que sus preferencias conservadoras en política y católicas en religión (franquistas en sus orígenes, recuérdese) no sólo podían convivir cómodamente con el programa económico neoliberal, sino que el programa económico neoliberal era el medio más idóneo para hacerlas florecer. Pinochet ha de haberse sobado las manos. Él, que para entonces ya se había deshecho de sus competidores y era el más igual entre sus iguales, no pudo menos que percatarse de que el camino que Guzmán le estaba ofreciendo era el más promisorio. Iba a ser así el suyo el primero de una serie de matrimonios regionales, pletóricos de expectativas retrógradas y que a los padres de la patria les hubieran hecho caer la cara de vergüenza, de una economía neoliberal con un gobierno fascista.