Tras el fin de la dictadura, el vacío de una prensa fiscalizadora generó una desconfianza en el poder y en los periodistas. Hoy, la escasez de medios se ha transformado en pasto seco para la fantasía de que internet y las redes sociales son espacios para informarse, sin tener que recurrir a otras fuentes.
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Seguir leyendoCrónica inconclusa sobre periodismo y libertad de expresión en pandemia
Por Faride Zerán
La censura, la intolerancia hacia ideas distintas o el intento de acallar los disensos son lacras que siempre rondan distintos momentos de nuestra historia, más en contextos de crisis, cuando lo primero que se intenta silenciar son las voces críticas que contravienen los discursos oficiales. Un ejemplo de ello fue la censura y amenazas a los hermanos Andrea y Octavio Gana, del colectivo Delight Lab, quienes denunciaron, a fines de mayo, actos de amedrentamiento provenientes de civiles a bordo de vehículos sin patente y escoltados por carabineros y miembros de la PDI cuando proyectaban en el frontis del edificio de Telefónica, en el corazón de Santiago, Plaza Italia/Dignidad, palabras como hambre o humanidad. Esta acción de arte transcurría en momentos en que en algunas comunas populares de Santiago surgían las primeras ollas comunes.
Iluminar la faz oculta de la crisis sanitaria, el desempleo y la miseria de miles de familias chilenas, al parecer no resultaba tolerable.
El país que emergía en los tres primeros meses de la pandemia, con un entonces ministro de Salud que hacía gala de mutismo frente a preguntas “incómodas” de periodistas que lo interpelaban sobre las cifras de muertes, infectados, capacidad hospitalaria crítica y otros temas de alto interés público, reflejaba este clima que fue ampliamente documentado en un informe del Observatorio del Derecho a la Comunicación dado a conocer a inicios de junio, donde se consignaban, además, agresiones a la prensa, detenciones de periodistas, despidos arbitrarios de profesionales de la prensa en diversos medios de comunicación y hostigamiento a periodistas, entre otros hechos.
En un debate sobre la situación de la libertad de expresión en el contexto de la pandemia por Covid-19, organizado por la Cátedra de Derechos Humanos de la Universidad de Chile a inicios de junio, que contó con la participación de periodistas, académicos y del relator para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Edison Lanza, este llamó a respetar el rol de la prensa pues, señaló, en el escenario actual de crisis, los medios de comunicación tradicionales, alternativos, comunitarios y también los digitales son indispensables para mantener informada a la población sobre la situación de sus respectivos países y el resto del mundo.
La recomendación de la CIDH apuntaba entonces a que no había ninguna razón para suspender de manera general las garantías para el ejercicio y el acceso a la información pública, por el contrario, “es cuando más se necesita el cumplimiento con la obligación de transparencia activa, sobre todo en los temas de pandemia, en los temas vinculados a la salud, pero también a los aspectos económicos y los derechos de la población. En ese sentido, los gobiernos tenían que actuar con mayor transparencia incluso que en situación de normalidad”, dijo Lanza.
Todo lo anterior nos remite a las palabras de la canciller Angela Merkel, el 16 de mayo último, cuando en su mensaje dedicado al 75 aniversario de la prensa libre surgida tras la caída del nazismo defendió el rol crítico del periodismo y señaló que “los periodistas deben poder confrontar a un gobierno y a todos los actores políticos con una perspectiva crítica”, pues “una democracia necesita hechos e información. Cada día aprendemos algo, sobre todo de la ciencia, que nos proporciona nuevos conocimientos. Es absolutamente importante que los entendamos y para eso tenemos la oferta mediática, tanto de los medios públicos como privados, analógicos y digitales”. Sin embargo, en un primer balance sobre periodismo, libertad de expresión y pandemia, las autoridades de gobierno de nuestro país, especialmente las sanitarias, estaban en las antípodas del llamado de Merkel durante los primeros meses del impacto de la pandemia en Chile.
Con el aumento alarmante de contagiados por Covid-19 a inicios de mayo, con el virus emigrando de las comunas del sector oriente de Santiago a las comunas más pobres y con mayores índices de hacinamiento, y en momentos en que el gobierno hacía el llamado a la
“nueva normalidad”, la ausencia de información transparente incrementaba no sólo la preocupación de la comunidad científica, sino la molestia de la opinión pública y, por supuesto, de buena parte de los medios de comunicación.
En esos primeros meses, el dilema entre “la economía o la vida” parecía estar resuelto en favor de la primera, y las dudas sobre la transparencia de los datos y cifras que conducían a la toma de decisiones en materia sanitaria, decisiones que dejaban fuera al Colegio Médico, a la comunidad científica y académica, y al sentido común de una opinión pública que interpelaba la opacidad en el manejo de la crisis, se convirtieron en una constante.
En esa línea, desde los inicios de la pandemia, el Consejo para la Transparencia venía realizando una serie de recomendaciones a los organismos públicos y advertía en sus informes las persistentes brechas respecto de la transparencia y acceso a estadísticas desagregadas que permitían entender mejor el comportamiento de la enfermedad.
Esta demanda resultaba aún más compleja en medio de un clima de censura e intolerancia a la crítica, en el que las fuentes oficiales circulaban de manera hegemónica, no sólo abusando de las cadenas informativas ante una audiencia ávida de información, sino también ostentando una hegemonía informativa escandalosa, fortalecida por prácticas de conferencias de prensa sin preguntas, como se denuncia en los informes sobre pluralismo y libertad de expresión. Así, se pretendía transformar el ejercicio periodístico en un acto de relaciones públicas, lo que contribuía tanto a la desinformación ciudadana como al creciente descrédito de la información oficial.
Un descrédito que se transformó en sospecha, por ejemplo, ante la opacidad informativa frente a la repentina ausencia de voces críticas destacadas, como la de la Premio Nacional de Periodismo, Mónica González, en el panel de Mesa Central de Canal 13. O ante el intento por relativizar las mediciones de contagios y muertes por Covid-19 entregadas a través de redes sociales por la periodista Alejandra Matus, quien advirtió sobre errores en las cifras oficiales, cuestión que luego fue ampliamente reconocida. Estas informaciones, dadas a conocer a través de Twitter, junto al reportaje de Ciper que denunciaba actas internas del Ministerio de Salud sobre trazabilidad de casos que indicaban que se dejaban de hacer 11 mil llamadas diarias, configuraban un verdadero escándalo para el gobierno y un reconocimiento al buen periodismo ejercido por profesionales y medios independientes que fueron capaces de informar a contracorriente.
Así, en sólo tres meses de crisis sanitaria quedaban en evidencia no sólo las graves carencias del sistema de salud pública, insuficiente para garantizar de manera igualitaria –ya en épocas normales– el derecho a la salud. Al igual que durante el estallido del 18 de octubre, la pandemia desnudó nuestra precariedad en materia de libertad de expresión y derecho a la información, pilares centrales de toda democracia. Precariedad agravada por la concentración económica en la propiedad de los medios y la ausencia de diversidad y pluralidad de visiones, lo que confluye en una sociedad cuya élite, de manera transversal, sanciona la crítica y el disenso.