Contra la neutralidad: a propósito de desbiologizar la escritura

Aspirar a la “desbiologización” debe guiar nuestro proceder escritural y creativo, es el horizonte, pero tampoco debemos caer en la trampa que solo le conviene a la hegemonía, esa suerte de absorción de lo minoritario que lo único que hace es eliminar las huellas de la disidencia, de lo particular, de lo que se posiciona a contrapelo de los mandatos universalizantes.

Por Francisco García Mendoza

En este mundo la neutralidad no existe. Por lo mismo, quizá llama la atención la cantidad de constituyentes declarados independientes no neutrales elegidos para elaborar la nueva Constitución. Ni siquiera la neutralidad perpetua de Suiza en los conflictos armados es cierta. Podemos fisurar esa lógica, sí; podemos desestabilizarla, también; pero aspirar a su destrucción es una tarea que nos obliga a asumir posiciones que quizá nunca, pero nunca, estaríamos dispuestos a tomar. Me explico: cuando una niña o un niño nace, no tiene opción de elegir entre ser heterosexual, homosexual, o lo que sea. En realidad, existe un mandato, una obligación que de inmediato lo adscribe a cierta categoría general o universal. Se asume que ese recién nacido es heterosexual y si ese sujeto, ya en su niñez, ya en su adolescencia, incluso en su lecho de muerte, se da cuenta de que en realidad no adscribe a ese mandato, está obligado a dar explicaciones, a justificar su desacato. Un chico gay debe dar explicaciones, es lo que comúnmente se llama salir del closet. Debe explicarle a su familia, a sus amigos, a sus compañeros, que en realidad no adscribe a ese mandato heterosexual, incluso debe explicarse a sí mismo el por qué es lo que es. De ahí, en parte, las frustraciones y los altos índices de suicidio en la población adolescente no-heterosexual. Ir contra la corriente supone una entereza y una fuerza de voluntad superlativa. Del mismo modo ocurre, en diferentes grados, con otras categorizaciones que implican la adscripción a un binarismo que implica lo general, por una parte, y lo particular, por otra. Lo masculino siempre es universal, hay una apropiación cultural, social y lingüística, histórica del masculino como regla general. Cuando hablamos de “todos”, con “o”, se supone que nos incluye al universo total de sujetos, aunque sabemos que no es así. Cuando menciono “alumnos” se supone que estoy incluyendo a todos mis estudiantes, pero tengo claro que tampoco es así. Nuestra cultura, nuestra sociedad, está fundada en ese binarismo universal/particular del que es muy difícil, si no imposible, escapar.

Ahora bien, para retomar el tema sobre la neutralidad. Un chico o chica que se declare de género neutro o de sexualidad no binaria, en realidad no es ni neutral ni binario. Pues posicionarse a contrapelo del mandato heterosexual y masculino nunca es ser neutral. Siempre va a tener que dar explicaciones, siempre va a tener que justificar su existencia en un mundo que está fundado en una estructura dual, donde siempre el primero es el mandato y el segundo son los “casos”. Un chico o chica de género neutro, o de sexualidad no-binaria, está posicionado en un lugar otro, contrario incluso, a ese masculino universal y eso, en ningún caso, es ser neutro. Nada es neutro, incluso asumirse neutral es estar mucho más cerca del statu quo que de cualquier otra cosa. De ahí que me llame la atención el llamado que realiza la escritora Diamela Eltit a “desbiologizar” la escritura. Ese no basta ser mujer, pero tampoco basta ser hombre, que se ha replicado en diversas plataformas. Es cierto, hay diversas corrientes en esto de pensar el género en la escritura: por un lado está el relevar la particularidad de ese lugar minoritario, asumir la escritura desde una posición mujer, desde un lugar marica, indígena, en fin, desde cualquier lugar que no se corresponda con el mandato de lo universal, y potenciar esa particularidad, incluso estratégicamente; y, por otro, como parece asumir Eltit, está la corriente que aspira a ignorar estas categorías que arrastran una serie de binarismos tanto biológicos como culturales en la escritura. Sin embargo, pienso que mientras existamos y sigamos viviendo en una cultura cuya fundación está sostenida en estos binarismos diferenciadores, cualquier llamado a “desbiologizar” o “desgene(rali)rizar” la escritura, no es otra cosa que un masculinizar, heterosexualizar, la letra. Hablar de literatura, a secas, dejando de lado las categorías particularizadoras (escritura de mujeres, escritura marica) es una opción, pero no se puede desconocer el mandato que permite ridiculizar, por ejemplo, una “antología de cuento de hombres” o el “día del orgullo heterosexual”. Primero hay que socavar, y ni siquiera con socavar basta, la estructura social y cultural en la que estamos forzada e inevitablemente inscritos.

Diamela Eltit se adelantó, es cierto, pues antes que la escritura hay otras esferas que sostienen la articulación de la letra. Estoy de acuerdo con ella, sumamente de acuerdo, pero me parece, insisto, que antes es necesario dar otros pasos. Aspirar a la “desbiologización” debe guiar nuestro proceder escritural y creativo, es el horizonte, pero tampoco debemos caer en la trampa que solo le conviene a la hegemonía, esa suerte de absorción de lo minoritario que lo único que hace es eliminar las huellas de la disidencia, de lo particular, de lo que se posiciona a contrapelo de los mandatos universalizantes. Esa suerte de neutralización de la escritura, hoy en día, solo le conviene al lugar que históricamente ha mandatado la literatura y la producción cultural. La literatura, y, sobre todo, la cultura, sigue siendo definida por el mandato masculino y heterosexual. Derribar la estructura es el camino, como lo propuso alguna vez Patricia Espinosa con el Premio Nacional de Literatura. No basta con premiar a escritores no-masculinos de aquí al año 2100 para suprimir la diferenciación. Aún así, me temo, el gesto ni siquiera alcanzaría a fisurar la estructura social y cultural en la que estamos inscritos. Lamentablemente, la vida no es la literatura, la inteligibilidad de los sujetos no depende de quienes expresamos nuestro deseo en la posibilidad de la letra. De todas formas, es relevante pensar y discutir proposiciones como las expuestas por Diamela Eltit, quizá no resolverlas. Aunque nuestros trabajos académicos deban responder a una estructura más bien científica, el fin último del debate cultural no debe ser la respuesta, no debe ser nunca, jamás, la comprobación de la hipótesis.

Diamela Eltit: «Hoy la vulneración a los derechos humanos, la cesantía y el abandono tienen una relación con los tiempos de la dictadura»

La escritora y Premio Nacional de Literatura habla de las consecuencias sociales y el manejo del Gobierno ante la pandemia del coronavirus. “Muchas muertes pudieron evitarse con una política integral de salud”, señala. Además, reflexiona sobre las referencias a la contingencia en su obra, comenta la vigencia del CADA y los nuevos grupos que convocan. “LasTesis y Delight Lab son el arte público más importante de este tiempo”, asegura.

Por Javier García Bustos

Hace más de una década comparte dos territorios lejanos. Habitualmente, la destacada escritora y académica Diamela Eltit (1949) pasaba algunos meses en Santiago, Chile, y otros en Estados Unidos, ya que es profesora en la Universidad de Nueva York. Entre septiembre y diciembre de 2020, la autora de Lumpérica, Premio de Narrativa José Donoso 2010 y Premio Nacional de Literatura 2018, estuvo otra vez en Norteamérica. Pero el panorama que vio fue desolador.

A un año de la propagación de la pandemia del coronavirus en el mundo, las consecuencias devastadoras en la población han sido evidentes. En Chile, en particular, se arrastraba una crisis mayor luego del estallido social de octubre de 2019.

“El sistema recubre la pobreza y la extrema desigualdad”, comenta Diamela Eltit, quien desde comienzos de los ochenta ha construido una obra donde aborda el cuerpo femenino como un territorio político, y ha descrito la violencia de la sociedad de consumo desde la perspectiva de los menos favorecidos en títulos como Vaca sagrada (1991), Los vigilantes (1994), Fuerzas especiales (2013) y Sumar (2018).

Formada como profesora de Castellano, Diamela Eltit luego obtuvo una Licenciatura en Literatura en el mítico Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile. A finales de los setenta, la autora, por entonces pareja del poeta Raúl Zurita, integró junto a él y los artistas Lotty Rosenfeld, Juan Castillo y Fernando Balcells el grupo CADA (Colectivo de Acciones de Arte).

Referente de la escena artística nacional, el colectivo realizó una serie de acciones urbanas que hasta hoy resuenan en otros grupos de arte y en la memoria colectiva. “El CADA pensó la calle justo en los momentos más desfavorables para los cuerpos ciudadanos”, ha escrito Diamela Eltit, quien en esta entrevista rememora sus acciones, alude a nuevos grupos de arte como LasTesis y Delight Lab, habla de los efectos sociales de la pandemia, cuestiona las medidas tomadas por el Gobierno y reflexiona sobre el proceso constituyente.

¿Cómo podría resumir 2020, un año marcado por la incertidumbre y la muerte?

—Fue un año inédito y angustioso. No sólo lo afirmo a nivel personal, pues formo parte del “grupo de riesgo” por la edad, sino especialmente por las personas pobres o muy pobres que se vieron hipercastigadas por la enfermedad. Estuve en Nueva York, donde enseño entre septiembre y diciembre, y el panorama allá era dramático por la cesantía y la cantidad de personas viviendo en las calles. Vi una situación de pobreza mucho más radical que la provocada por la crisis financiera de 2008. Y el virus diseminado locamente por una pésima política de la enfermedad. Lo que yo entiendo de manera muy contundente es que el neoliberalismo intensificado bajo el que nos regimos es incapaz de contener y manejar una crisis social. El sistema recubre la pobreza y la extrema desigualdad mediante la generación de macrozonas de exclusión territorial y social, el intenso extractivismo, el crédito usurero, el hacinamiento para contar con un techo y la impunidad de un elitismo desenfrenado.

Al leer algunas columnas y entrevistas se hace evidente que ha sido crítica de la gestión de salud del Gobierno de Sebastián Piñera. ¿Cree que la intención de manejar de mejor manera la pandemia fue mejorando con el paso de los meses o nunca existió un mensaje claro hacia la población?

—Pienso que la pandemia bajo la dirección de Jaime Mañalich, Paula Daza y Arturo Zúñiga fue un desastre. Ellos compraron y compraron insumos, es verdad, tal como si el país fuera una clínica; consiguieron ventiladores, camas, arrendaron de manera turbia el Espacio Riesco, pero se olvidaron de la atención primaria, de confinar y de trazar los contagios. Ellos vienen del sistema privado de salud, ellos son Isapre, pero el país es Fonasa. Y lo más negativo en medio de la enfermedad era señalar cómo los felicitaban de todas partes del mundo por winners. Mañalich esgrimió su farsantería pública ya conocida, el menosprecio constante a las voces críticas con la complicidad del representante de la OMS en Chile, un veterinario que se plegó a Mañalich para obtener fondos públicos y corrió por los canales de televisión apoyando las pésimas medidas de salud que se implementaban. Pero las cifras de las lamentables muertes estaban adulteradas y pasamos a ser el cuarto país con más muertes en el mundo. Muchas de esas muertes pudieron evitarse con una política integral de salud y dejando de lado las imágenes de los empresarios recibiendo ventiladores como si ese fuese el único centro de la enfermedad, dejando de lado la contención del virus. Enrique Paris, desde luego, es distinto, porque Mañalich fue una opción realmente dañina. Pero este médico Paris, más allá de su máscara de médico bueno, es un hombre funcional al sistema neoliberal. Un acólito. 

La crisis sanitaria dio paso a una crisis social y económica, donde el hambre volvió a estar presente, incluyendo la masificación de las ollas comunes. Muchas personas recordaron acciones como las del grupo CADA. ¿Qué le produjo este ambiente reiterativo y recordar las acciones de ustedes?

—Ya el estallido social, que en realidad puede ser entendido como una microrrevolución, repuso la comunidad y lo comunitario como la vía política para ejercer demandas. Una comunidad unida desde las diferencias, formada e informada por las importantes dirigencias vecinales, pero con un objetivo común: la reparación de la vida social del país marcada por una inequidad masiva. La pandemia visualizó los espacios y demostró que el hambre estaba latente ante cualquier vaivén del sistema en que vivimos. Pero, tal como durante la dictadura, ahora, ante la falla del Estado, se levanta la comunidad para suplir (y no hablamos de los sectores del 20%, sino del 80%, siguiendo el resultado de la Constituyente), y eso es extraordinario y conmovedor. Con respecto al CADA, junto con procedimientos teóricos-estéticos, se planteó siempre en los ejes arte-política-espacio público. Pero sí me impacta ver el NO+ generado por el CADA en 1983, se levantó el NO+ con la seguridad de que iba a ser completado por la ciudadanía y casi cuarenta años después continúa vigente. Ahora, la situación por la que atravesamos es muy delicada, un prolongado estado de excepción, muertos, heridos, presos políticos que el sistema renombra como delincuentes. Hoy la vulneración a los derechos humanos, la cesantía y el abandono tienen una relación con los tiempos de la dictadura, el actuar salvaje de Carabineros y los crímenes de lesa humanidad que ya acumulan. Y para qué seguir hablando de la corrupción, el robo, la colusión “desde arriba” que zafa con una impunidad asombrosa.

En este último tiempo, ante el desencanto de la gente, se ha podido ver el trabajo de nuevos grupos de arte como el colectivo LasTesis y Delight Lab. ¿Cómo ve la evolución del arte, en este sentido, y qué le parecen estos grupos que interactúan con la ciudadanía con un claro mensaje social?

—Sobresalientes, LasTesis, poniendo y disponiendo la performance como espacio para escenificar, políticamente, el asedio al cuerpo de las mujeres y denunciarlo en escenarios públicos y convocantes. Ya en 2018 se puso de relieve la dimensión del reclamo de las mujeres a su subordinación y asimetría social. Mientras que Delight Lab y su cuidadosa y eximia administración del arte lumínico denuncia masivamente el hambre, el crimen y la injusticia. Y no puedo dejar de mencionar acá el homenaje lumínico efectuado a la artista Lotty Rosenfeld y su trabajo con los signos de circulación ciudadana. LasTesis y Delight Lab son el arte público más importante de este tiempo.

Los olvidados de la historia

Traducida al inglés, francés, italiano y griego, Diamela Eltit es autora de una sólida obra compuesta de novelas y ensayos que ya superan los veinte libros, donde destacan, entre otros títulos, Por la patria (1986), Mano de obra (2002), Signos vitales (2008), Impuesto a la carne (2010) y Réplicas (2016). En los últimos meses, el sello Planeta editó una colección que reúne gran parte de su trabajo.

Como dijo el crítico peruano Julio Ortega, los libros de Diamela Eltit “convierten la lectura en una sediciosa labor clandestina, de vocación anarquista, radicalidad estética y despojado estilo”. Por estos días, la narradora prepara un nuevo trabajo, pero aún sin coordenadas definidas. “Estoy esperando que la escritura se ubique en el lugar correcto de mi deseo”, comenta Eltit, y en seguida alude a las conexiones de su obra con la contingencia.  

En su libro Sumar se pueden encontrar ecos de lo que fue el estallido social y las demandas de los trabajadores. En Fuerzas especiales, de alguna manera, se prefigura la represión de Carabineros. ¿Le motiva la idea de encontrar referencias de la realidad en su ficción o es una decisión consciente reflejar la realidad en una historia?

—Desde luego, más allá de las fallas ostensibles del sistema y su estela de victimización social, la dimensión del estallido no estaba prevista. Sumar fue la escritura de una ficción fundada en el malestar de un grupo de personajes. Mientras escribía, leí que la primera marcha hacia La Moneda (a principios del siglo XX) fue la llamada “Marcha del hambre”, entonces tomé prestados los nombres de algunos dirigentes de la marcha (muy relegados por la historia social) y se los puse a “mis” personajes. Me interesó la calle como escenario y la marcha como historia social. Los ambulantes me pareció que nombraban lo móvil y también al vendedor ambulante, aquel que está en todas las ciudades visible e invisible a la vez. Pensé una marcha interminable en tiempo, número y espacio, pensé en La Moneda como el sitio preciso: dinero y política. Pensé en el ayer y los olvidados por la historia. Pero, claro, era una ficción, quizás la literatura se funda también en un futuro.

¿Y cómo ve esta relación con la realidad en el caso de Fuerzas especiales?

Fuerzas especiales es mi novela más urgente de estos últimos veinte años. La escribí conmocionada por la indiferencia de los sectores acomodados o medianamente acomodados o semiacomodados ante la terrible segregación del territorio, el elitismo político y un sospechoso no ver dónde estamos parados. Los sectores pobres, liberados a su suerte, con sus dirigentes vecinales extenuados y solos, encuentran un asidero posible ya sea en las iglesias evangélicas, con sus normativas extremas, o el narco y su clara organización paramilitar. Los partidos políticos y el Estado los abandonaron hace décadas. La delincuencia está ligada a la desigualdad, es proporcional a ella, es un costo considerado marginal por el sistema. Y la policía, básicamente los «pacos», son los que cumplen una función terrible y liberadora para el sistema político: asedian, maltratan, roban, se coluden con el narco, posibilitan los noticiarios televisivos que permiten asociar pobreza y peligro, pobreza y delincuencia, culpar al pobre de su pobreza y descargar así de responsabilidades al empresariado, a los políticos que se han coludido o han permitido graves abusos financieros. Las Fuerzas Especiales de Carabineros se enfrentan asimétricamente con las fuerzas especiales que requieren vastos sectores del país para sobrevivir a una pobreza a menudo disfrazada de clase media. Bajos de Mena es una zona de sacrificio en la ciudad. Mientras escribía Fuerzas especiales, que desde luego es una ficción posible, necesité una inmersión radical y psíquica en los bloques, viví y morí allí mientras escribía, vi a los “pacos” exudando odio, pisé cada escalón para llegar al cuarto piso de esas construcciones. 

Desde hace un tiempo la clase política sufre el desprestigio y da la impresión de que nadie es fiable para reemplazarla. Quien levanta la voz, generalmente, es desacreditado. ¿Son tiempos de mayor intolerancia o son otros síntomas los que llevan a actuar de esta manera?

—La política chilena, desde los años noventa, en la llamada centroizquierda, emprendió una desafiliación del pueblo, y cada año fue peor, todo agravado por los desmesurados salarios que reciben los congresistas. La cultura selfie, la filiación a un yo y la falacia de una democracia fundada en el consumo fue creando una fisura entre la realidad chilena y los representantes políticos, y por eso hay un abismo entre ellos y el pueblo. Yo pienso que hay que esperar, no me asusta ni la protesta ni el descrédito, es necesario decantar los abusos, reprochar las faltas, poner de relieve las insuficiencias, develar las máscaras y las mascaradas políticas hasta llegar a un espacio donde el respeto sea una condición y cada persona, más allá de su formación, de su economía y de su subjetividad, forme parte.

¿Qué espera del proceso constituyente, que este 2021 tendrá la elección de los candidatos a la convención, y un camino que debería finalizar con la Constitución de 1980 y dar paso a la creación de una Constitución democrática?

—No sé, espero que al menos se deje de lado el Estado subsidiario, que los recursos naturales le pertenezcan al territorio y se limite la voracidad empresarial. No me cabe duda de que se van a cursar “derechos” como igualdad entre hombres y mujeres, pero esos temas son muy complejos, funcionan muy bien como declaraciones, pero su realidad requiere de una multiplicidad de factores. La igualdad salarial será una escritura posible, pero es inexistente en el mundo, se necesitan décadas para obtener esa paridad. Proteger la infancia, como otro ejemplo, es indispensable, pero si no cambia el sistema socioeconómico, los niños pobres seguirán su ruta de un trágico maltrato, porque hoy el Sename es un negocio para los sostenedores. Todos los derechos no pasan por las buenas intenciones o no son suficientes.  Se necesita una nueva articulación y repensar de arriba a abajo la educación, la familia, la ley, el habitar completo. Desde luego, es muy positivo cambiar esa Constitución “maldita”, pero, en último término, se necesita de una nueva era a la que habría que llegar.

Por el derecho a la igualdad: mujer y emancipación

Por Patricia Espinosa

Ediciones Libros del Cardo liderada por la poeta, gestora cultural y feminista Gladys González, reedita (La 1ra edición es patrocinada por el SERNAM y publicada en 1998) el volumen Crónica del sufragio femenino en Chile (Valparaíso, 2018), una rigurosa investigación realizada por nuestra Premio Nacional Diamela Eltit.

Estamos ante una crónica que posee dos niveles de relato: por un lado enfocado en la sujeta, particularizada, y en el colectivo, por lo mismo, no sólo conforma una genealogía en torno a la lucha por el sufragio, sino que da cuenta de voces específicas, testimonios individualizados.

Me parece destacable que Eltit señale que la historia se construye de múltiples acciones, activismos, gestos, riesgos, voces que, la mayor parte de las veces, tienden a perderse en el anonimato. Esta consciencia de la cronista sobre las mujeres anónimas me parece de gran relevancia en cuanto contribuye a reflexionar sobre la condición fragmentaria, no totalizante, de la crónica, la historiografía y aquellos nombres, vidas, que no quedaron inscritos en los registros, pero que con su batallar contribuyeron al logro del derecho a sufragio igualitario.

Crónica del sufragio femenino en Chile. Diamela Eltit Ediciones Libros del Cardo, 2018 128 páginas

Los diversos feminismos tuvieron que enfrentarse al más duro orden patriarcal para hacer ver sus demandas. Esto, podríamos afirmar, da cuenta de un itinerario que poco ha cambiado en más de un siglo. Sin embargo, lo que claramente es posible inferir de esta crónica es que sin articulación en comunidades, los cambios respecto a las políticas de la mujer serán imposibles de realizar.

Crónica del sufragio es un libro que nos aproxima a la épica, a la comunidad, a la utopía de cambio social, la incomodidad de la mujer y sus insubordinaciones, que irían progresivamente armando una trama política. Al respecto, la narración expone en detalle la amplia red de asociaciones de mujeres que contribuyeron con su trabajo en la proposición de demandas que finalizan con la adquisición del derecho a voto en 1949 bajo el gobierno de Gabriel González Videla. Por debajo de esa épica se puede apreciar la fractura entre el trabajo de las mujeres de la élite y las mujeres de los sectores populares. Esa fractura sigue presente hasta el día de hoy, amenazando la validez misma de esa épica. Es decir, el tremendo logro alcanzado con el sacrificio de las sufragistas, su extraordinaria lucha se desmorona con la crisis del mito del voto como parte de la desvalorización general de las creencias que sustentaron la validez del camino eleccionario como forma de alcanzar nuevos niveles de libertad.

Sin embargo, si pensamos en la pérdida de significación del voto hoy en día, salvo para los que quieran participar de los beneficios que trae el clientelismo eleccionario, esta pérdida de significación debiera convertirse en una gran oportunidad. Primero, para desarmar la falacia del feminismo neoliberalizado que celebra cada vez que se logra suavizar mínimamente los efectos de la cultura patriarcal. La corrupción del aparataje político-partidista es tan abrumadora que dificulta en extremo participar de él sin que se terminen defendiendo los privilegios de la clase política.

La escritora y Premio Nacional de Literatura 2018, Diamela Eltit.

La condición épica del sufragio se ha degradado al acto de votar rutinariamente por el mal menor. Un simulacro de inclusión que instrumentaliza el sentido último de ciudadanía. Junto con la radicalización de la derecha y una buena parte de la izquierda luchando denodadamente por el derecho a participar del sistema, una parte mayoritaria de la población ha optado por la suspensión del sufragio. Las respuestas desde la élite, que sigue votando, acusan a las masas de ignorancia, individualismo extremo y hasta de fascismo; contra ello, ofrecen mejorar la oferta electoral con más honestidad, nuevos rostros y más reformas, incluido, cómo no, más mujeres y más feminismo, con feministas que voten, eso sí. No votar, de tal manera, será comprendido como una actitud de ciudadanía degradada, negada a la inclusión y futuro derecho a crítica. Pero en esa despreciada masa que no vota se sigue repitiendo la historia, la lucha a muerte entre el poder y el deseo de emancipación. Paradojalmente, se cumple así un viejo anhelo, la huelga general y el sabotaje a la producción, en este caso, la huelga de votantes y el sabotaje a la producción de votos. Si alguna vez fue un derecho negado a las mujeres y por el cual era obligatorio luchar, hoy parece ser no más que un placebo, un simulacro de participación. Por lo mismo, desde mi perspectiva, hemos de celebrar el pasado, el sentido épico de la historia de lucha feminista del derecho a voto, un gran paso sin lugar a dudas, pero, a la vez, reflexionar sobre cómo debe darse hoy el entrecruce entre la lucha de emancipación feminista y el voto, preguntarnos si es necesario votar ante un escenario donde se consolida el sexismo y se limita a la mujer a la producción de hijos o fuerza laboral, despojada de toda autonomía.

“Los diversos feminismos tuvieron que enfrentarse al más duro orden patriarcal para hacer ver sus demandas. Esto, podríamos afirmar, da cuenta de un itinerario que poco ha cambiado en más de un siglo. Sin embargo, lo que claramente es posible inferir de esta crónica es que sin articulación en comunidades, los cambios respecto a las políticas de la mujer serán imposibles de realizar”.

La insurrección de Diamela Eltit

La escritora, académica y Premio Nacional de Literatura 2018 —autora de novelas como Lumpérica (1983) y Sumar (2018)— considera la escritura un desacato: en una época en que las obligaciones cotidianas y otras exigencias agobian a los individuos, la literatura vale como una rebelión contra el tiempo de la productividad. Poco antes de partir a Nueva York, donde hace clases, Eltit habla sobre la desarticulación de la educación pública, la crisis del Instituto Nacional y, de paso, arremete contra la categoría “literatura de mujeres”: “el horizonte tiene que estar en democratizar la letra, no los cuerpos de los autores”, asegura. 

Por Jennifer Abate y Evelyn Erlij | Fotografías: Alejandra Fuenzalida

—Has dicho que escribir fue una forma de salvataje durante la dictadura. ¿Qué significa para ti escribir hoy? 

La escritura es un espacio de libertad. Todas las ordenanzas sociales, que van desde lo familiar hasta lo laboral, son una suma de obligaciones. La literatura, en cambio, es una decisión que tú tomas: podrías escribir o no escribir. Y una vez que escribes, entras a un “espacio otro”, a uno de los pocos lugares donde puedes decidir. No es que la escritura te lleve a una vida más feliz, eso sería inexacto. Más bien pienso que las vidas están bastante pauteadas y que el sujeto llega al mundo para cumplir con una cantidad de obligaciones, sobre todo desde la instalación del capitalismo de manera más clara en el siglo XVIII. El sistema no está interesado en absoluto en la escritura literaria. El mundo no está pensado para que escribas literatura. Por lo mismo, la literatura es una insurrección al sistema. Y es también un juego con el tiempo. Tienes que sacarle tiempo al tiempo. A un tiempo que está pactado en obligaciones. 

El mundo editorial está más institucionalizado que antes y en algunos casos se hace evidente que existe una presión por vender.¿Ves esa insurrección que mencionas en ciertosautores o editoriales? 

—Lo veo en muchas editoriales, sobre todo independientes. La facilidad con que hoy se pueden imprimir libros ha cambiado las reglas, y me parece más interesante la idea de escribir sin un mayor rédito comercial. Es dramático, porque la gente debería vivir de lo que hace, pero por otro lado eso también te permite una libertad bastante amplia en relación a las pautas del mercado editorial.  

—Fuiste parte del período de efervescencia cultural que se vivió durante la dictadura y perteneciste al CADA, el Colectivo de Acciones de Arte, uno de los grupos que en esa época se preocuparon de cuestionar la relación entre arte y política, arte y sociedad. ¿Crees que hoy estén pasando cosas interesantes o importantes en el medio cultural chileno? 

—Estuve hace poco en la presentación de un libro de una editorial cartonera muy interesante, un libro artesanal, hecho a mano con material reciclado, no en el sentido de una moda tonta. Eso me parece interesante: sacar textos riesgosos sin esperar a cambio enriquecimiento, pero sí insertándolos en el mundo cultural. Estos colectivos están invisibilizados por la circunstancia, hay pocos medios de comunicación, hay pocas revistas culturales. Creo que existen iniciativas muy valiosas, pero es difícil llegar a ellas porque están todos los canales obturados. Lo de la editorial cartonera era algo pequeño, y esos siempre han sido los espacios más interesantes. Hay otros grupos pensando más en términos de winner y de loser, que me parecen menos atractivos. Me interesa la cultura como una zona de interrogación y de riesgo.  

«La lucha es democratizar la letra. La autoría siempre está detrás de la letra y no delante. El horizonte tiene que estar en democratizar la letra, no los cuerpos de los autores».

Hace poco se formó el grupo AUCH, Autoras Chilenas, que se define como un colectivo de mujeres diversas relacionadas con el mundo del libro. En el Encuentro de Escritores Latinoamericanos de Nueva York (2017) dijiste que cuando las letras se definen genitalmente, cuando se habla de ‘escrituras de mujeres’ o ‘mujeres que escriben’, se genera una despertenencia a la letra y una pertenencia total a la biología”. ¿Qué opinas de que se creen este tipo de organizaciones? 

—Siempre voy a pensar que toda organización es buena. Hace más de 30 años fuimos las encargadas de hacer con un grupo de mujeres el Primer Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana, en 1987. Ya habíamos pensado mucho los signos, sin embargo, es interesante repensar lo pensado. Hoy pienso que si separan las literaturas, se producen varios efectos, y uno es que el gueto se amplía, pero se mantiene. Para ponerlo de una cierta manera: “Estas son las literaturas de mujeres y esta otra es la literatura sin mujeres”. Desde mi perspectiva, la gran tarea es democratizar el espacio, no volver a dividir entre mujeres escritoras y hombres escritores. Que mujeres premien a mujeres no garantiza nada, porque estamos bastante colonizadas. Además, sería dramático que hombres premien hombres y mujeres a mujeres, porque se vuelve exactamente a lo mismo. 

—Y en esas decisiones queda fueralo literario. 

—Claro. La lucha es democratizar la letra. La autoría siempre está detrás de la letra y no delante. Eso no quiere decir que si las chicas quieren hacer organizaciones, yo esté en contra, me parece muy bien. Pero el horizonte tiene que estar en democratizar la letra, no los cuerpos de los autores. No hay que esencializar a las mujeres, no todas las escritoras somos iguales, no todas escribimos lo mismo. Por el contrario, hay que ver la letra como insumo, como producción social. De ninguna manera biologizarla. Uno de los grandes retos del feminismo hoy es que para lograr incorporarse como una realidad-otra, tiene que cambiar el sistema económico y el orden institucional, desde la familia hacia adelante. Es una tarea mayúscula, pero no se puede perder el horizonte. El capitalismo no contempla a la mujer. Hay que revisar todas las instituciones y repensarlas enteras.  

En libros como Fuerzas especialeshas reflexionado sobre los abusos de poder. En el último tiempo el Instituto Nacional ha hecho noticia por las demandas de sus estudiantes y por la violencia con que ha actuado Carabineros. ¿Qué piensas sobre este conflicto? 

—Me impresiona la retórica antigua, dictatorial, del Ministro del Interior cuando ocupa la palabra “terrorista” en el caso del Nacional. Tiene un discurso centrado en una amenaza letal por parte de los alumnos hacia el país. Pero la gran pregunta es para el alcalde Felipe Alessandri, que introdujeron a la PDI por largo tiempo en el Instituto. Uno llega a pensar, tal vez de una manera que no puede ser comprobada, que lo que hay detrás es un intento por debilitar al Nacional. Recordemos que tiene uno de los mejores rendimientos en la PSU y eso lesiona a los colegios particulares, porque hay una educación de excelencia, pública y gratuita que puede competir con la de los colegios de alto pago. El Instituto Nacional y su productividad molestan. 

A partir de la cobertura de este tema pareciera que el problema más grave de la educación pública en Chile es la supuesta violencia de los estudiantes, cuando el tema de fondo es lo que la educación pública está ofreciendo a los estudiantes hoy 

—El Instituto Nacional es una especie de chivo expiatorio: un colegio tan histórico, al que llamaban “el faro de la Nación”, ahora es la oscuridad de la Nación. Eso hay que seguir pensándolo: desde la época de Pinochet hubo una destrucción sistemática de la educación y los gobiernos de la Concertación no lograron mejorar esto. Los colegios de sectores vulnerables parece que se merecían situaciones vulnerables. Hay una injusticia educacional gigantesca y hubo una política de desarmar la educación pública que nunca cesó. Hoy se sigue profundizando esto con decisiones caricaturescas, como sacar Historia y Educación Física, en un país con una tasa de obesidad preocupante. No me parece inocente lo que está pasando. Creo que sigue en pie una destrucción de la educación pública. 

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Esta entrevista se realizó el 28 de junio de 2019 en el programa radial Palabra Pública, de Radio Universidad de Chile, 102.5. 

Discurso de Diamela Eltit en el Día de la Mujer: La extensión de los días

Quiero saludar a cada una de las autoridades de la Universidad de Chile presentes y de manera muy especial al señor Rector,  Ennio Vivaldi. Saludar a las y los académicos, a las y los funcionarios administrativos y cómo no a las y  los estudiantes que construyen la continuidad social y política de la Universidad marcando el tiempo en cada uno de sus tiempos. Y agradecer a la Vicerrectora de Extensión, Faride Zeran, por su generosa invitación a participar de esta ceremonia.

Desde luego, esta fecha, el 8 de marzo,  tiene una arista compleja porque se acumula la historia de la mujer en un día de un calendario que dispone de 365 (así habría que pensar, por qué no, en el territorio hostil de los porcentajes) y, en este registro de pensamiento, se podría suponer que el 8 de marzo es  el (único) día pauteado  por el calendario masculino para nombrar a la mujer.

Sin embargo no me parece necesario agitar el terreno de las simples oposiciones –a la manera de un enfrentamiento o una inútil guerra sin matices- entre mujeres y hombres porque esta situación social es muy entreverada y se funda en sistemas, categorías y especialmente economías. Me parece importante hoy ingresar en el territorio muy intestable de la noción de democracia fundada  en lo igualitario. Quiero apuntar aquí a un igualitarismo que considere las diferencias y aun las diferencias de las diferencias. Una democracia real, generada y cuidada por el conjunto social y como diría Richard Sennet, una democracia fundada en el respeto.

Seguramente hablar de democracia en el sistema que transitamos puede parecer una utopía o una mirada ejercida desde un  lente distorsionado o desenfocado que no da cuenta de la realidad. Efectivamente. La noción de democracia ya parece utópica.  Siempre lo ha sido de manera más o menos intensificada, pero ahora, en esta actual fase del capitalismo, marcado por el agudo sistema neoliberal que nos rige, se desecha abiertamente la igualdad para relevar como soporte de sí la desigualdad social. En Chile,  una ciudadanía multitudinaria,  se convierte en minoría abismante cuando se piensa en la acumulación de riqueza desde la que un 1% ejerce, controla y distribuye sus privilegios a costa, precisamente, de una impresionante irregularidad distributiva.

Y en este aspecto, el de la desigualdad considerada como un costo necesario y marginal por  parte de la teoría económica actual, hay que pensar cómo ese costo y su administración, se funda, en gran medida, en el cuerpo de las mujeres como mano de obra más barata, como cuerpos más caros  y rentables en los sistemas privados de salud, como figuras impagas en el trabajo doméstico, como servicio clave en la tarea de cuidados a familiares y enfermos. Y como sujetos inferiorizados por una tosca, larga práctica discriminatoria, ampliamente aceptada, frente a los saberes científicos, políticos, económicos, religiosos, tecnológicos, literarios, históricos y para qué seguir.

Un sistema, este neoliberalismo, que juega doble o triplemente con los cuerpos de las mujeres mediante la aplicación constante de un inteligente sistema simultáneo de valorizaciones y desvaloraciones que se producen para uniformar y desgastar los imaginarios y mantenerlos sometidos a diversas subyugaciones en los distintos órdenes de su vida.

Pero, tal vez, habría que seguir leyendo al sociólogo francés Pierre Bourdieu que se atrevió a incursionar en su propio territorio de género para pensar los ejes en que se articula  “la dominación masculina” y su rígida extensión a lo largo de los siglos de los siglos. Desde luego ya están suficientemente analizados los salarios como instrumentos en los que se miden los valores de los cuerpos en el mercado de trabajo. Sabemos,  con una precisión indesmentible, que a la mujer (a igual trabajo) se le paga menos y esto ocurre de manera abierta, sin el menor encubrimiento, porque, objetivamente, para el sistema vale menos.  Y, en otro registro de pensamiento, en la plena y exacta complejidad de las normativas, se puede pensar hasta qué punto la propia mujer internaliza esta condición y la ejerce en contra de sí misma, produciéndose así, lo que Pierre Bourdieu, de manera muy precisa, denominó como “violencia simbólica” al aceptar que vale menos (en todos los órdenes)  y de esa manera se prolonga un estado de cosas.

Porque es esa violencia simbólica incesante la que “construye” (o  forma) a las  mujeres como agentes y promotoras  de la dominación masculina pues son ellas, las mujeres, cautivas en un universo que les es adverso, las mejores aliadas para continuar la incesante ruta de la subordinación.

La Universidad de Chile ha liderado distintos momentos cruciales a lo largo de su historia, ampliando los límites, sin embargo  todavía puede incrementar diversas estrategias para alterar el calendario rígido en que transcurren las asimetrías de género. Pero, desde luego, hay que destacar la llegada de la mujer a la presidencia de la Fech que, en un tiempo en que se han ejercido más de cien presidencias, cuenta hasta el momento con cinco mujeres en ese espacio. Lo importante para  leer esta participación hoy, es que cuatro de estos cargos ejercidos por mujeres se han cursado en la última década y tres de ellas provienen de movimientos políticos de reciente organización y que, por su emergencia, presagian nuevos órdenes para una política integradora.

Sin embargo, aunque se trata de un hecho verdaderamente crucial y emancipador, todavía parece insuficiente. Los estudios de género de esta Universidad, liderados por Kemy Oyarzún y Sonia Montecino han abierto espacios para leer, pensar y repensar formas, modos y estrategias de reconocimiento de la situación de la mujer a lo largo de la historia. Estudios feministas que  permiten entender que las categorías de género son  construcciones políticas-económicas y, en ese sentido, requieren de una mirada atenta y, en cierto modo atónita, para entender, en toda su extensión, las interesadas tramas en las que se cursan.   Comprender, con una claridad indesmentible, que la narrativa en que se envuelve el género femenino no es inocente pues corresponde a estructuras activas, siempre en movimiento, multifocales, rizomáticas y escurridizas que se modifican cada vez que sea necesario y adoptan nuevas máscaras que apuntan a mantener controles y dominaciones por parte de los grandes y de los pequeños poderes.

La construcción de género se articula desde una trama muy compleja  en la que se tejen los mecanismos que ofician subordinaciones que alcanzan lo privado y lo público, lo material y lo síquico. Uno de sus lugares más palpables  descansa en una forma muy arcaica de objetualización de la mujer.

Es esa objetualización la que permite la noción extendida de una determinada y múltiple “propiedad” sobre ella que, a su vez, legitima infracciones diversas en el territorio de las discriminaciones donde las más visibles se cursan desde el acoso  sexual (que la Universidad de Chile enfrentó recientemente con decisión)  a las violaciones, las agresiones físicas y psíquicas  hasta llegar a la escena más letal e irreversible como es el femicidio.

El reconocimiento del acoso sexual en tanto irregularidad de altísima frecuencia, llegó tardíamente al escenario social como una forma de denunciar y poner límites a una práctica extendida que se cursaba y se cursa de manera preferencial en el ámbito laboral y en espacios académicos. Desde luego, el centro de esta práctica abusiva se funda en el poder. Porque el acoso sexual  y las diversas formas que adopta, tiene como objetivo pulverizar un elemento fundamental en las relaciones humanas como es la distancia.

Esa distancia  -esa línea fina de reconocimiento de la otra como sujeto-  a la que aludo es la linea de respeto mutuo que se necesita para pensar en comunidades universitarias.  Si se desencadena el acoso, es decir que un profesor o un compañero rompa, de manera unilateral y ofensiva esa distancia, insisto, fundada en el respeto, se ejerce un poder negativo.  El acoso recae sobre las mujeres de manera masiva pues los casos que comprometen a hombres son claramente minoritarios.  Porque es esa percepción de propiedad de la mujer en tanto objeto y, por ello, como botín,  la que constituye uno de los aspectos sistemáticos que adopta la forma del acoso y las diversas anomalías que propician y autorizan  su transcurso.

Pero también hay que pensar la suma de poderes: La familia, la educación,  el Estado, la ley, el mercado como agentes activos de estos sucesivos actos de apropiación, pues la mujer continua su derrotero como el cuerpo más asediado y vigilado por la totalidad del sistema. Un cuerpo obligado a competir consigo mismo para lograr una perfección inalcanzable, competir duramente con las otras y complacer a los otros para conseguir deambular por las instituciones. La mina  de oro (lo digo en la extensión que alcanza este término) explotada duramente por el sistema hasta la extenuación.

O “la perra”,  tan citada en la jerga común de la degradadación  de las conversaciones o en la rentable  música popular más exitosa. Coreada a viva voz por las fans, que ensueñan ser las protagonistas del sueño menoscabador en el barrio cultural y también ultra rentable del espectáculo de masas y de la totalidad del espectro mediático. Métodos que, desde luego,  van imprimiendo el trasfondo político que las construye como las perras locas del sistema para inocular, en las mujeres jóvenes, quizás ingenuas y muy manipulables,  un deseo viral.  Un deseo de opresión autodestructiva. Una de las ensoñaciones narcóticas más peligrosas porque su derrotero es un deseo aniquilador

Por otra parte existe, en la variedad de modelos que el sistema ofrece,  el icono de la mujer eficiente, moderna,  que se entrega a los valores promovidos por el sistema:  sea la iglesia,  la abnegada maternidad ultra divinizada para ocultar así  la enorme tarea cultural que implica, en realidad, ser madre y las responsabilidades materiales y simbólicas  que el sistema deja caer sobre ella.

O el mercado  como una forma adictiva mediante su tarjeta consumista que promueve el slogan “porque yo me lo merezco” ocultando la deuda usurera que amplía las abarrotadas arcas empresariales. Y para qué decir la industria farmacéutica y el empresariado médico que satura los cuerpos de las mujeres de químicos y las empuja a un quirófano multitudinario tras la búsqueda de una imagen que borre la artesanía y los tiempos en los que se construye y transcurre, para imponer así una forma de plastificación.

Como mero síntoma es posible analizar el modelo de la derecha política y su mujer obscenamente feroz que se opone a la autonomía emitiendo alaridos en contra del aborto o de cualquier proceso emancipatorio, mientras presta su propio cuerpo como la alfombra por donde desfila la incesante avidez del capital que, por lo demás, la usa para después ignorarla o relegarla.

Y en la trastienda social están las  otras mujeres cuyas vidas se escriben con una crueldad indescriptible en las zonas de las transgresiones que las asolan y cuyo último sostén es el Estado, la calle o la cárcel. Vidas que no son recogidas ni en las narrativas sociales, ni políticas ni siquiera en las esferas de investigaciones  culturales. Ese suproletariado femenino, protagonista de la crónica roja, de la indigencia y de una vida concentrada en el maltrato.  El terrible subsuelo de un número no menor de mujeres chilenas.

Vuelvo a pensar en el respeto del que hablaba Richard Sennet. Pienso también en la igualdad incumplida por la democracia. Hoy mismo, las meritorias estudiantes de la Universidad de Chile (lo quiero señalar sin el menor afán profético ni menos iluminada por el don de la adivinación del que carezco, sino guiada por datos duros de estudios especializados) repito entonces, las estudiantes de la Universidad de Chile como el resto de sus pares universitarias,   solo por su condición de género y la violencia simbólica en la que se articula, obtendrán, más adelante, un salario menor que sus compañeros de labores. Sus ascensos serán más difíciles en la pirámide laboral. Se verán empujadas a competencias y comparaciones  incesantes con otras mujeres. Van a ser medidas y cercadas con pautas clises en el incesante mercado de su vida joven y serán culpadas (también como meros objetos)   en su vejez. La jubilación en el sistema infernal y abusivo que nos rige va a ser, desde luego,  menor y así, si no se produce una notoria, masiva, auténtica, intensa revuelta de género, continuará el mismo mapa antidemocrático regido por una superficie irrespetuosa y desigual.

La importancia nacional e internacional de la Universidad de Chile la habilita para emprender una ruta real mediante la ampliación de este día 8 de marzo  cosmético, para que circule todos los días una analítica política que desmonte las irregularidades que contiene la categoría de género como una tarea indispensable para ampliar los imaginarios.

Me parece necesario desarticular los falsos discursos para incorporar la realidad más real y pulverizar así los estereotipos con los que se escriben roles y condiciones. Se trata de deconstruir los espacios de violencia y entender la materialidad que porta la violencia simbólica como elemento despolitizador de sí. Como un arma que sustenta y posibilita una suma de violencias materiales

Entonces sería necesario desmontar esa ficción de mujer  impulsada por todo un aparato de promoción, exacervada por las distintas industrias, inoculada consciente o inconscientemente por las propias familias, perfeccionado por una educación sexista y de manera muy concreta por el mundo del trabajo, impertérrito ante un salario desigual que sirve para la acumulación de riqueza.

Y en el territorio de la memoria que nos habita me gustaría evocar aquí hoy mismo a Elena Caffarena la gran abogada feminista y una de las sufragistas más connotadas de su tiempo. Alumna de la Universidad de Chile,  fundadora del Movimiento pro Emancipación de la Mujer Chilena, MEMCH, en 1935, el movimiento de mujeres chilenas más extenso y numeroso de la historia.

Elena Caffarena escribió  libros jurídicos sobre los derechos de la mujeres y también  es autora, en el ámbito de los derechos humanos, de un libro sobre el amparo político. Habría que recordar que cuando se consiguió el derecho a voto, en 1949, ella no fue invitada a la ceremonia. Que justo en ese momento, cuando la mujer accedió al voto político universal, a ella se le retiró su derecho voto porque se le aplicó la Ley de Defensa de la Democracia, la llamada “ley maldita”. Una ley injusta en todo sentido y más confusa en su caso pues ella no militó nunca en el Partido Comunista.

Elena Caffarena es real y, a la vez,  mítica, resistente y necesaria. Se enfrentó al Estado y levantó una sanción paradójic, que dejaba a una de las sufragistas más importantes de la historia de Chile, sin derecho a voto.  Y eso, mirado hoy, no es casual, corresponde a una forma de violencia generada por un inconsciente colectivo que se puso en marcha en su tiempo. Pero ella se defendió. Con la misma  constancia que mantuvo la Presidenta de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, Camila Vallejo que junto a todo el espectro universitario, reabrió los umbrales de la gratuidad mediante el uso legítimo de las grandes alamedas cuando le correspondió liderar la revuelta universitaria de 2011. Ella debió combatir en contra de su propia belleza, sobrepasar los acosos,  las agresiones y las persecusiones mediáticas y consiguió no ser arrollada por las circunstancias de género que pretendían disminuir su valor acudiendo a un  conjunto de estereotipos. Lo hizo mediante la administración impecable de sus capacidades políticas-intelectuales.

Pero ninguna épica femenina parece suficiente. Desde esa perspectiva lo más importante es hoy generar espacios de aguda reflexión de manera prioritaria para las propias mujeres que, no hay que olvidar, son colonizadas para ejercer  la dominación masiva, incansable e incesante del género masculino y mantener así el sistema indemne. Resulta fundamental perforar este 8 de marzo y entenderlo para así  extenderlo hasta lo imposible. Porque lo imposible -y eso lo  sabemos bien- es una simple convención que nos captura y que nos asfixia.

La escritura como un filo

En este libro, Diamela Eltit, una de las más grandes narradoras e intelectuales chilenas, se remite fundamentalmente a tres ámbitos: arte, literatura y política, desde allí emerge la noción de estética del poder y la resistencia. Ese es el territorio en que se despliega Réplicas. Escritos sobre literatura, arte y política (Santiago, Planeta, 2016) un volumen que interpela a la catástrofe, rebate, marca la disidencia, subvierte la palabra, la ley y su representación de lo real.

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