Por Ennio Vivaldi
Chile ha sido capaz de implementar con éxito una campaña de vacunación contra el covid-19. Entre los factores que convergieron para hacer posible este logro destacan la gestión de gobierno para concretar la obtención de vacunas, los contactos internacionales de nuestra comunidad científica que resultaron esenciales para establecer diálogos con los productores y la larga tradición de un sistema de salud estructurado, capaz de llevar a cabo rápida y ordenadamente un programa de vacunación masiva.
De esta campaña surgen múltiples observaciones que inspiran a la reflexión y al diálogo. Todos los países han debido preguntarse autocríticamente cómo podrían haber estado mejor preparados para enfrentar la pandemia. En el nuestro, el hecho de que la crisis sanitaria y económica haya seguido a un estallido social, nos ha obligado a situar cada momento en la evolución del enfrentamiento al covid-19 dentro del contexto de un modelo de sociedad que hoy se evidencia no solo ideológicamente extremo (asunto que siempre supimos, puesto que había un ideario que se estaba llevando a límites inexplorados; era algo confeso o, más bien, proclamado con orgullo) sino, además, carente de una flexibilidad adaptativa sorprendente.
Uno de esos extremismos más notables, que se ve drásticamente interpelado, es el individualismo. Digamos, de partida, que uno no vacuna personas para protegerlas tal como uno indica un medicamento a un paciente portador de una patología. No se vacunan individuos. La campaña opera sobre otro ente: la población. Para erradicar una pandemia se vacuna a una población. Las vacunas son gratuitas no por motivos caritativos, sino porque sería absurdo y contradictorio no vacunar a un segmento de la población que luego perpetuaría la enfermedad.
La campaña de vacunación, por lo tanto, nos recuerda que hay niveles de integración y complejidad. Hay cuestiones que se han de analizar a nivel de los individuos, pero hay otras en que es imprescindible un nivel de complejidad superior que es la sociedad. Hemos constatado tantas veces el error de no hacerlo. Un ejemplo: concebir un financiamiento de la educación superior basado en individuos que se endeudan para obtener un título. Otro: desestimar la salud comunitaria de atención primaria en los territorios para enfatizar la atención terciaria en clínicas y hospitales. Otro: promover un sistema previsional incapaz de venir en ayuda de la ciudadanía en una contingencia como la que estamos viviendo. Tarde o temprano, la mercantilización de funciones tales como la salud, la educación, la ciencia, la universidad, el deporte e incluso el arte, ha de entrar en confrontación tan profunda como explícita con las tradiciones que les han dado sentido e identidad a esas funciones.
La decisión que un individuo toma en el sentido de vacunarse o no, no tiene implicancias solo para él. Es una resolución que repercute en la sociedad de la cual él es parte. Esa decisión más vale que la tome con la mayor racionalidad y conocimiento de causa posible. Esto nos lleva a otro punto crucial que la pandemia devela: la información que recibe la ciudadanía y la forma de interactuar entre la política, que debería dar explicaciones fundadas de sus actos, y la sociedad, que debería poder distinguir entre una propuesta populista y una propuesta responsable. Es muy distinta la política cuando se tiene una ciudadanía bien informada.
Son notables los esfuerzos hechos desde las universidades para aportar datos objetivos a las autoridades. Estos deben ser comunicados de modo de contribuir a un intercambio de ideas racional. La recomendación de vacunarse y la aprobación de una determinada vacuna se cimientan en ese largo camino que la humanidad emprendió hace varios siglos, y que llamamos ciencia. Tiene que ver con los factores que, en cualquier disciplina, determinan una toma de decisión fundamentada, en el entendido de que cualquier materia a ser decidida conlleva riesgos por acción y por omisión, y que la recomendación que la autoridad haga habrá de haber sopesado tal bifurcación. Resulta pertinente recordar que la necesidad de contar con una ciudadanía bien informada está en la base de nuestro esfuerzo por reinstalar un canal de televisión de la Universidad de Chile.
Tuvimos por más de cien años un centro productor de vacunas. En otro ejemplo insuperable de reduccionismo y simplificación propios del exceso ideológico, ese centro fue desmantelado bajo el argumento de que era más barato comprar las vacunas en el extranjero. Hemos propuesto volver a tener un centro productor de vacunas. Podemos desarrollarlo en Carén, donde en estos días se inauguran dos centros tecnológicos, uno de la construcción y otro de los alimentos, los que también se fundamentan en la convergencia de la academia, el Estado, la empresa y entes internacionales.
Debemos fortalecer la presencia de la ciencia chilena en el concierto de la ciencia mundial. Entender que hay pocas decisiones estratégicas políticas más relevantes que las concernientes al desarrollo de ciencia y tecnología vinculadas a nuestras universidades. Nunca resignarnos a una supuesta división mundial del trabajo en la que solo nos correspondería administrar una economía extractiva y exportadora. Así, otra gran lección que nos deja la pandemia es avanzar a constituirnos en una sociedad de conocimiento y lograr un cambio en nuestra matriz productiva.
La pandemia encontró un país en medio de una crisis y obligado a reflexionar sobre los principios en que se había basado por décadas su modelo de sociedad. Nos ha traído un lente de aumento que nos ha permitido ver magnificadas las consecuencias de imponer dogmáticamente reglas de mercado en educación, salud y en las más diversas áreas de la vida nacional que, las más de las veces, amenazaron con afectar profundamente sus sentidos y valores. Hoy habremos de reconstruir estos ámbitos reinstalando cuestiones tan básicas como la cohesión nacional, la primacía de la colaboración por sobre la competencia o que la suerte de cada uno está inevitablemente vinculada a la de la sociedad en su conjunto.