Tras cinco décadas del triunfo de la Unidad Popular, Patricia Espejo Brain, secretaria privada de Salvador Allende, publica sus memorias. En ellas repasa hitos y anécdotas del círculo más estrecho del presidente, pero además se refiere a sus años de exilio y al Comité de Resistencia que formó con Tati Allende en Cuba. “El estallido social y la crisis de los partidos políticos me hizo sentir que era necesario dar a conocer por dentro el gobierno de Allende”, confiesa.
Por Victoria Ramírez
Patricia Espejo Brain recuerda con claridad la última vez que vio al general Augusto Pinochet. Venía saliendo del despacho presidencial y caminaba con Salvador Allende hacia el ascensor. Era 10 de septiembre de 1973, y en la secretaría privada el trabajo era arduo. Patricia, que había estado desde el inicio de la Unidad Popular en La Moneda, reconoce haber olvidado muchas cosas en su vida, pero esos mil días con Allende permanecen intactos. En esa ocasión, el presidente la llamó para despedirse del general, quien le aseguró que el Ejército estaría con él “hasta las últimas consecuencias”. Con esa frase dijo adiós y las rejas del ascensor se cerraron. Luego se fueron caminando —el Chicho y ella— del brazo, sin hablar, hasta llegar al final del pasillo, donde él le confesó en voz baja: “¿Será esta la traición?”.
Ese tipo de intimidad aparece innumerables veces narrada en las memorias de Patricia Espejo, secretaria y asesora del círculo más estrecho de Salvador Allende, amiga y colega de Miria “Payita” Contreras y de la hija del presidente, Beatriz “Tati” Allende, con quienes trabajó en la secretaría privada. Luego de haber estado 25 años en el exilio —en Cuba y Venezuela— y de haber guardado un silencio estoico, su libro Allende inédito. Memorias desde la secretaría privada de La Moneda (Aguilar) por fin verá la luz en octubre. Socióloga de profesión, Patricia volvió a Chile en 2002 y trabajó diez años como directora ejecutiva de la Fundación Salvador Allende. Fue en julio de 2019 cuando comenzó a escribir el libro, impulsada por la promesa que hizo a su amigo Víctor Pey, exdirector del diario Clarín, pero también porque quería relatar su testimonio a los jóvenes. “No podía dejar de contarlo, prácticamente quedo sólo yo viva”, explica a través del teléfono, y su voz suena tranquila.
En sus memorias la autora muestra la calidez humana de Allende, da cuenta del gran orador, pero también del padre y del amigo, y en ese tránsito lo desmitifica, además de relatar anécdotas y valorar especialmente su sentido del humor y su cercanía. Como aquella vez en que el mandatario quiso asustar al general Carlos Prats un fin de semana en la casa de El Cañaveral,simulando un desmayo. O ese verano de 1972 en el que el Chicho, vestido de guayabera, recibió a niños con notas sobresalientes que pasaron unos días en el Palacio Presidencial de Cerro Castillo, en Viña del Mar. O las maratones de películas de cowboys, el placer de ver dos al hilo. O aquellas noches en que de improviso Allende se vestía de bata blanca e iba a visitar hospitales, sin avisar a nadie. Sus dolores también los incluye: la soledad profundizada en su segundo año de gobierno, las deslealtades, las decepciones, la permanente tensión con los partidos.
De fondo, por supuesto, están los hitos fundamentales de la UP. La noche en que una marejada de gente escuchó al nuevo presidente desde los balcones de la FECH, el día en que se concretó la estatización del cobre, la construcción de la UNCTAD, la polémica visita de Fidel Castro a Chile, las negociaciones con los partidos de derecha e izquierda, la coordinación del GAP, el desabastecimiento, las amenazas de Patria y Libertad, los constantes cambios de gabinete y tantas otras cosas que ocurrieron durante esos años y que Patricia Espejo vivió en carne propia.
—Yo siempre usé un perfil bajo, por mi personalidad y por ciertas convicciones. Escribí porque creo que en la historia falta Salvador Allende como ser humano. Hoy hay mucho voluntarismo y hay que mostrar que gobernar es difícil. No te enfrentas solamente con tu equipo más allegado, sino que con enemigos internos. Gobernar significa muchas cualidades, formas de pensar, actuar, y de sentir lo que siente el otro. Eso se ha ido perdiendo, hoy las relaciones del presidente con el pueblo son distantes, de autoritarismo, de dominación. De alguna manera, el estallido social y la crisis de los partidos políticos me hizo sentir que era necesario dar a conocer por dentro el gobierno de Allende.
La secretaría privada quedaba en el segundo piso de La Moneda, frente a la Intendencia y la Plaza de la Constitución, en la intersección de Moneda con Morandé. Patricia Espejo Brain era la primera en llegar, pero a veces coincidía con Allende, cuando lograba coordinarse con el “Toromanta1”, el auto que salía de la casa presidencial de Tomás Moro, siempre escoltado por integrantes del GAP. Luego llegaban Payita a las diez y media y Tati al mediodía. Había rutinas claras, el doctor —como lo llamaba Patricia— almorzaba a las dos de la tarde en el gran comedor, generalmente para almuerzos de trabajo. Luego dormía una siesta de diez minutos en un sofá cama que habían instalado a un lado del despacho presidencial. “Era un ritual, en el baño contiguo se ponía su pijama, abría la cama y a dormir”, cuenta la autora. Con el tiempo, se fue construyendo un vínculo de confianza: “Como no tenía ninguna otra relación más que ser una colaboradora, me fue considerando como alguien en quien podía depositar ciertos secretos”.
Décadas después, durante el primer gobierno de Michelle Bachelet, la mandataria le pediría a Patricia que intentara reconstruir el gabinete presidencial de Allende a modo de homenaje, pero se encontró con una tarea casi imposible. Habían cambiado todo de lugar mientras estaba Pinochet. “Cambiaron toda la estructura física. Tal vez como una forma de olvidar”, reflexiona, y recuerda que incluso hoy ir a La Moneda le produce incomodidad, tanto por los detalles de protocolo como por la nostalgia de una sencillez que ya no encuentra en los salones ostentosos.
Allende solía dejarle mensajes y regalitos en su escritorio. Uno de los más memorables lo escribió un día en que Patricia llegó tarde, pues se había quedado dormida cuidando a su hija que estaba con gripe. La nota decía: “Chiquita: /Se paró el reloj, son las 9,45 y nada /Me siento solo /Dr. Allende”. Curiosamente, ese trozo de papel cruzó la frontera el 12 de septiembre de 1973, cuando Patricia comenzó un largo exilio. Fue lo único que pudo sacar junto a su libreta de contactos, que después sería fundamental. No llevaba maleta ni ropa de cambio, solamente lo puesto.
La discrepancia de los partidos
Con la perspectiva de hoy, Patricia cree que algunos de los partidos de la Unidad Popular no supieron comprender el proyecto revolucionario y democrático que pretendía realizar Salvador Allende o, en sus palabras, “no dieron el ancho”.
—Había mucha discrepancia entre un sector y otro. Los partidos más fuertes fueron el Partido Socialista y el Partido Comunista, que tal vez fue el más consecuente. Especialmente el Partido Socialista pecó de omisión. Por otro lado, el MIR no comprendió que no se podía gobernar como pensaban. Los procesos son largos, si te tomabas veinte fundos no ibas a resolver el problema campesino. Allende se tuvo que afianzar más en opiniones de amigos y políticos que en la de los propios partidos.
Aunque Patricia fue militante de las Juventudes Comunistas mientras estudiaba Sociología y en el exilio fue militante del MIR hasta 1976, luego de esas experiencias no volvió a militar. “Yo nunca he dejado la política, he dejado la militancia, que es distinto”, precisa.
—Pecamos un poco de ingenuos, se pensó que las Fuerzas Armadas eran una institución coordinada y vertical. A nadie se le ocurrió que podía bombardearse La Moneda. El último gesto del presidente fue llamar a plebiscito el 11, esa fue la demostración de su cordura, compromiso y lealtad. El presidente no iba a permitir un baño de sangre.
Volver a La Habana
Llevaba tres días en La Habana cuando le enseñaron a disparar. El entrenamiento comenzaba a las seis de la mañana y terminaba a las seis de la tarde. Luego había tiempo para pasear y reunirse con amigos. Era mayo de 1971. “Yo, que soy muy baja de estatura y era muy flaca en ese entonces, tomé el AK y me lo puse a la cintura para disparar, la fuerza del arma me hizo ir moviéndome hacia la derecha, allí estaba Blanca, que por un tris no llegué a herirla”, dice Patricia Espejo en sus memorias. Quien la acompañaba era Blanca Mediano, exfuncionaria de la secretaría privada.
Patricia había visto ondear las banderas de Patria y Libertad en la costanera en Santiago, sus brazaletes y su hostilidad. Llegó a sentir miedo, vio a antiguos amigos que le gritaban “¡comunista de mierda!” al verla pasar. Fue ese el origen del viaje que la llevó a Cuba para realizar un curso de defensa personal e inteligencia. “Pude saber qué precauciones tomar en casa, qué cosas se podían hacer”, explica. Su tía Paz Espejo ya llevaba veinte años allí, pues se había ido para apoyar la revolución en 1959.
Tras el golpe de Estado, Patricia volvería a la isla, esta vez sin ninguna pertenencia. Serían los años en que recibiría a los exiliados y oiría los primeros relatos de torturas junto a Tati Allende. Sería también el lugar en que tiempo después comenzaría a militar en el MIR, cuando Jorge “el Trosko” Fuentes —secuestrado posteriormente en la Operación Cóndor— la invitara a ser parte de la organización por petición de Miguel Enríquez, en un mensaje que le dio en un bote en altamar.
La primera semana tras el 11 de septiembre Patricia formó con Tati Allende el Comité de Solidaridad con la Resistencia en el edificio de la embajada chilena en La Habana, que hoy funciona como la Casa Memorial Salvador Allende. Fue un tiempo duro, de activa gestión para sacar del país a quienes corrían peligro, a través de las vías diplomáticas y de contactos que comenzaron a ver las atrocidades de la tortura. “Era tanta la violencia de los testimonios que eran casi irresistibles”, confiesa la autora, recordando esos primeros relatos de terror.
—A veces me acuerdo y me pregunto cómo fuimos capaces. Ahí la fuerza la tuvo la Tati. Llegamos a Cuba el 13, no estaba Fidel. Empezamos inmediatamente a trabajar, localizamos a mucha gente a través de terceros países. La libreta de contactos nos sirvió para saber dónde estaban los focos, cómo funcionaban los militares, dónde eran los mayores apremios. Todos los días era saber que otro compañero caía. Ese tiempo que nos enfrascamos en trabajar nos ayudó a superar el dolor en la medida en que se podía, con mucho apoyo de la revolución.
A fines de 1973, Patricia y Tati elaboraron el primer informe de derechos humanos que se presentó en una sesión de las Naciones Unidas, al que también asistió Mercedes Hortensia Bussi, Tencha. Con el tiempo, esos relatos pasaron la cuenta. Hay un momento en que Patricia se quebró y decidió detenerse. “Estaba leyendo un testimonio y me dio un ataque de risa, y decidí parar porque me iba a volver loca”, explica. Fue entonces cuando le dijo a Tati que había que resguardarse para no enfermar, pero Tati sintió el deber de continuar con el trabajo.
—Tati no pudo resistir el no haberse quedado en Chile el 11 de septiembre. Los cubanos son muy cuidadosos en los roles, ella tenía relaciones con embajadores y otras personas, debe haber tenido más información. Yo creo que después vino la parte emocional y familiar que la destruyó. Además, quiso volver a la medicina y se le dijo que no. Luego quiso volver a Chile y se le negó, y ya no encontró salida. La muerte de Tati fue la muerte de una hermana. Para mí, fundamentalmente nunca superó la muerte de su padre.
Tati había sido militante en la fracción del PS afín al Ejército de Liberación Nacional (ELN) de Bolivia, los llamados “elenos”, que apoyaron al Che Guevara en su revolución de América Latina. Aunque Tati tenía estrechos lazos con grupos revolucionarios, aún así se plegó al proyecto democrático de la UP. “Ella amaba profundamente a su padre, era su regalona, su cable a tierra. Lo respetaba y admiraba su tenacidad y su compromiso con los más pobres. Sabía que el camino elegido era difícil y hasta imposible”, recuerda Patricia, recalcando que Tati no dejaba tiempo para el cansancio ni la tristeza. Los últimos años han aparecido libros que recuperan su historia, el más reciente Tati Allende: una revolucionaria olvidada (2017), pero durante mucho tiempo se le perdió la pista.
—Se olvida porque es una figura que molesta, es una revolucionaria que dice las cosas de frente, capaz de luchar, crítica hacia los partidos. Para ella la vida habría sido muy difícil en esta sociedad tan clasista y egoísta, cuando era el reverso de la medalla. No es una figura de consenso. Hoy hay que ser más recatada, condescendiente, hay que olvidarse de que los democratacristianos nos hicieron la vida imposible. Todo ese tipo de cosas que la Tati no habría permitido. Era una mujer extraordinariamente afectuosa, de una sencillez impresionante, muy dura consigo misma.
Luego de la muerte de Tati, Patricia siguió ligada a la familia Allende. Desarrolló una amistad muy cercana con Tencha, y luego en la Fundación Salvador Allende intentó visibilizar la obra del mandatario y de quienes lo acompañaron hasta el final. En la actualidad, no vacila cuando se le pregunta sobre el legado del expresidente en el actual proceso político, a un año del estallido social.
—Para mí, su legado fue la consecuencia política. Los mil días que gobernó fue consecuente con su gente, incluso con los partidos que a veces no lo apoyaron. Hoy el estallido nos muestra que las diferencias sociales son aberrantes. Hay corrupción a todo nivel y la gente no quiere nada con los políticos. Lo que más llamó mi atención el 18 de octubre fue que no había banderas de partidos. Sólo a lo lejos, a dos o tres cuadras de la plaza, vi una bandera con el rostro de Allende.