“Las propuestas sobre comunicaciones contenidas en el borrador de la Constitución son muy interesantes y superan el enfoque de libertad negativa que tiñe hasta ahora nuestro ordenamiento constitucional y legal en la materia”, escriben Claudia Lagos y Tomás Peters.
Seguir leyendoAlgoritmos y redes sociales: ¿Nuevos desafíos a la libertad de expresión?
«Podemos aplaudir rápidamente el bloqueo de desinformación proveniente de Rusia o el cierre de la cuenta de Trump por promover acciones antidemocráticas, pero, al segundo, debemos subir la guardia: ¿quién está decidiendo sobre la circulación de la información necesaria para la toma de decisiones?», escribe Ana María Castillo sobre el etiquetado de cuentas de periodistas en Twitter como “medios gubernamentales” y otros desafíos de las redes sociales.
Por Ana María Castillo
La discusión sobre el poder de las redes sociales en el debate democrático es de largo aliento. Se ha argumentado sobre la opacidad de los algoritmos que controlan lo que se muestra en las secciones de novedades en cualquiera de las plataformas; es un hecho que no siempre vemos todo lo que publican nuestros contactos, es difícil acceder a publicaciones anteriores, se nos ofrece contenido de personas a las que no seguimos y una larga lista que describe nuestra relación cotidiana con dispositivos y plataformas.
Siguiendo al filósofo tecnocrítico Éric Sadin, los algoritmos de recomendación son una caja negra imposible de penetrar, pero transparente al mismo tiempo: escasamente nos damos cuenta de que está operando y solo nos llama la atención cuando nos aparece el aviso publicitario de ese artículo que googleamos ayer, ¡pero a un mejor precio!
A partir de las miles de características deducidas de nuestras interacciones, likes, intereses y relaciones, los algoritmos construyen perfiles de consumidor/a que permiten hacernos llegar información personalizada con productos y servicios que están diseñados para mejorar nuestra calidad de vida; siempre a través del consumo, por supuesto.
Pero ¿qué pasa cuando la economía de la atención se entrelaza con la información para la toma de decisiones?
Desde 2006, con el uso de Fotolog en Chile, podemos observar la importancia de las redes para la configuración de movimientos sociales. En el mundo las prácticas de comunicación digital para el activismo están documentadas en detalle desde 2010 con la Primavera Árabe y las primaveras que siguieron. La primera candidatura de Barack Obama para la presidencia de los Estados Unidos fue la consagración de las redes sociales como instrumento para alcanzar a los votantes más activos en el mundo digital. Esa candidatura representa la oficialización del uso de redes para la campaña electoral y produjo transformaciones que complejizan la conversación: aparece, por ejemplo, la definición de persona indecisa, susceptible de ser convencida a través de contenido publicado en línea.
Otros aspectos que también han sido considerados entre los potenciales efectos negativos de las redes han sido las cámaras de eco y las burbujas informativas. Pero fue el bullado caso de Cambridge Analítica en 2016 lo que se ha posicionado en el análisis mediático como el ícono de la potencial intervención de grandes empresas de comunicación en las decisiones políticas alrededor del mundo.
Desde entonces es más frecuente hablar de desinformación en internet y sus matices, tales como la caracterización de usuarias y usuarios como blancos de propaganda indiscriminada, propaganda política mal identificada o influencers como figuras de propaganda soterrada. Estos elementos contribuyen a la radicalización y polarización de las conversaciones en redes como se ha visto en los discursos de odio, muchas veces generando entornos hostiles para la interacción, pero fructíferos para plantear temas de conversación o posturas consideradas noticiosas.
Las grandes empresas de comunicación han probado diversas estrategias para disminuir el impacto de los discursos de odio de fuentes individuales, pero sin alterar el sistema de economía de la atención que tantas ganancias proporciona. Las acciones a gran escala han sido relativamente tímidas: se centran en quitar visibilidad a los discursos de odio y a contenidos dañinos para la salud de la ciudadanía (por ejemplo, en el caso de la pandemia por covid-19). Sin embargo, estas prácticas alcanzan un punto de inflexión cuando se censura contenidos, se bloquea cuentas y se etiqueta a medios y personas asociadas a algunos gobiernos.
Pasó durante la revuelta social en Chile en 2019, pero el tema alcanzó más notoriedad en enero de 2021, luego de que Twitter suspendiera la cuenta del entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien luego acusara a la empresa de querer “proveer una plataforma para la izquierda radical”. Afirmación paradójica considerando que lo ocurrido en nuestro país solo meses antes afectaba a cuentas de medios independientes y personas que alertaban sobre violaciones a los Derechos Humanos por parte de las entidades represoras de la manifestación popular.
Ahora la misma empresa que eliminó la cuenta del expresidente etiqueta las cuentas de medios gubernamentales y afiliados a ciertos estados, según los siguientes parámetros:
- “Cuentas de gobierno fuertemente involucradas en geopolítica y diplomacia”
- “Entidades de medios afiliadas al Estado”
- “Personas, como editores o periodistas de alto perfil, asociados con entidades de medios afiliadas al Estado”
La lista de países etiquetados puede ser modificada de acuerdo a lo que la empresa considere necesario, de manera unilateral, como corresponde a la lógica de cualquier multinacional.
La situación es compleja teniendo en cuenta el frágil bienestar informativo de países como Chile los que deben enfrentar, además de las falencias de los medios de comunicación identificados como tradicionales y masivos, la influencia que tienen las corporaciones en la definición de información. Se manifiesta hoy en la articulación noticiosa sobre Rusia y Ucrania, pero como afirman los parámetros antes citados: las reglas del juego son modificables según le parezca a la empresa.
Podemos aplaudir rápidamente el bloqueo de desinformación proveniente de Rusia o el cierre de la cuenta de Trump por promover acciones antidemocráticas, pero, al segundo, debemos subir la guardia: ¿quién está decidiendo sobre la circulación de la información necesaria para la toma de decisiones?
Por supuesto que internet es una herramienta invaluable para la generación de conocimiento y la visibilización de comunidades tradicionalmente marginadas, la integración de personas con capacidades diferentes, la expresión de personas con neuro-divergencias o, simplemente, la expansión de horizontes para personas en comunidades aisladas. Pero, como plantea Eli Pariser en su texto El filtro burbuja de 2013, también es necesario preguntarse sobre las barreras que las propias compañías ponen a todos esos beneficios. Éstas son generalmente asociadas al territorio y otras características propias de la economía de la atención: somos valiosas en tanto consumidoras/es de contenidos generados en las mismas plataformas, siempre y cuando proveamos datos suficientes para continuar alimentando a los algoritmos.
Entre las comunidades marginadas son especialmente destacables los movimientos por un internet feminista, los que promueven la redistribución del poder de las grandes compañías de tecnología en favor de las mujeres y otras comunidades tradicionalmente invisibilizadas y abusadas. Plantean, además, la actual dependencia y vulnerabilidad de las infraestructuras y la necesidad de pensar el aparato de comunicación en su totalidad, mucho más allá de los bloqueos específicos o de mayor escala, como los destacados en este texto.
Podemos argumentar, entonces, que lo que experimentamos al intentar navegar en internet y específicamente en redes sociales es el resultado de una tecnología patriarcal y extractivista, que depende de nuestros datos, pero nos quita poder sobre ellos; que no decide por nosotros directamente, pero solo nos ofrece lo que le parece prudente y necesario para mantener el equilibrio –a todas luces precarizado– del derecho a la comunicación. El etiquetado de medios y periodistas con fines político-morales es otra manifestación de lo que sostiene y caracteriza a las grandes empresas tecnológicas: la tensión entre sus propios intereses de crecimiento y expansión, versus la protección y bienestar de la ciudadanía.
Telefonazos, espionajes y libertad de expresión: El otro estallido
Por Faride Zerán
1.
¿Cómo salgo de aquí?, pensé, mientras observaba las puertas del gran salón ubicado en el segundo piso de un palacio de gobierno recién remodelado tal vez para que los nuevos aires democráticos pudieran circular libremente luego de la larga noche dictatorial.
Eran los inicios de los años 90, y el ministro a cargo de las comunicaciones, enfurecido ante la pregunta de si estaba comprando medios que habían sobrevivido a la dictadura para luego cerrarlos porque ese periodismo molestaba a la incipiente democracia, se paró abruptamente dando por concluida una entrevista que aún no llegaba a su fin.
Recuerdo la figura baja, más bien obesa del ministro, escabulléndose por una de las tantas puertas de ese salón del Palacio de La Moneda, y me veo buscando la salida, así como el título que tendría la acontecida entrevista en la que el vocero repetía como mantra que la libertad de expresión era la madre de todas las libertades. Una madre esquiva y ausente con el periodismo que había resistido a la dictadura, pero protectora y complaciente con los grandes medios que configuraban el poderoso duopolio de la prensa de nuestro país.
Al igual que hoy con la presión de La Moneda hacia La Red, el telefonazo que siguió al episodio —contrariando los resultados habituales— no surtió el efecto que pretendía, y el título de la entrevista que daba cuenta de la pataleta del personero público fue elocuente: “El ministro y la madre de todas las libertades”.
Eran los años en que paulatinamente fueron cerrando los medios que escribieron las páginas más valientes del periodismo chileno, en contrapunto con el florecimiento de aquellos que, en alianza con los aparatos de seguridad, habían sido cómplices de los montajes más brutales de la dictadura militar.
Vivíamos los tiempos en que el eufemismo, las verdades a medias, la censura y las autocensuras desterraban palabras como dictadura o golpe de estado para denominarlas “régimen militar” o “pronunciamiento militar”.
Porque los 90 en Chile se iniciaban con un periodista exiliado, Francisco Martorell, autor del libro Impunidad diplomática (1993), y culminaban con una periodista asilada en Estados Unidos, Alejandra Matus, autora de El libro negro de la justicia chilena (1999).
Entre medio, la censura cinematográfica, las leyes de desacato —como el artículo 6b de la Ley de Seguridad del Estado, que sancionaba con cárcel la necesaria fiscalización que debía tener el periodismo sobre todos los poderes y sus autoridades— y la ausencia de voluntad política de quienes encabezaban la transición bajo la premisa de que el mercado lo regulaba todo, incluido el derecho a la información.
2.
Cuando analizamos el escenario actual en materia de libertad de expresión y derecho a la información, la pregunta que surge es por qué Chile a lo largo de estas décadas siguió siendo uno de los países que aparecían en los informes internacionales con escandalosos índices de concentración de los medios y un consiguiente déficit de pluralismo y diversidad.
Quizás una respuesta apuntaba a las características de la transición, que si bien abría importantes compuertas democráticas luego de 17 años de dictadura, en materia de medios requería de aliados afines a la lógica de mantener ciertos enclaves autoritarios y un modelo económico que, por su agresividad y naturaleza, trasuntaba el campo de la economía para instalarse como un depredador de la propia democracia.
Porque la privatización a ultranza, que no solo afectó a empresas públicas, recursos naturales y servicios básicos (hasta el agua), sino también a derechos como salud, educación o pensiones —por citar las demandas de un estallido social que a estas alturas amenaza con repetirse—, sin duda requería de una narrativa homogénea y acrítica que un periodismo independiente y fiscalizador no les garantizaba.
Pero Chile cambió, y ese cambio no es ajeno al periodismo.
Hoy se han documentado más de 300 ataques a la prensa entre agresiones y detenciones a reporteros y medios independientes efectuados desde octubre de 2019; han sido ampliamente denunciados los seguimientos y espionajes por parte de Carabineros y Ejército a periodistas de investigación; las declaraciones públicas de las tres ramas de las FFAA pronunciándose sobre una rutina humorística emitida en La Red en un acto deliberativo y respaldado por el Ministro de Defensa, siguen causando escándalo; las presiones y telefonazos desde la Presidencia de la República a los dueños de dicho canal han sido condenadas por un sector amplio de la opinión pública; etcétera.
Claramente, para una parte importante del periodismo, las prácticas y rutinas profesionales propias de los años 90 quedaron atrás, y al igual que octubre de 2019, el ejercicio del periodismo en distintas escalas ha protagonizado su propio estallido, enfrentándose a las élites, fiscalizándolas sin condescendencia y ejerciendo el derecho a la información, incluso a través de Twitter y otras redes sociales.
Sin embargo, no estamos ante un proceso fácil. Si atendemos a las palabras de la filósofa estadounidense Wendy Brown, expresadas en estas mismas páginas, “el neoliberalismo ha separado la libertad de la democracia para convertirla en antidemocrática, para hacerla compatible con el autoritarismo, y eso es lo que vemos hoy en la derecha”. De allí que no sea casual que estemos transitando un momento político marcado por una regresión autoritaria como respuesta gubernamental a la peor crisis institucional desde el retorno a la democracia, con un claro retroceso en los ámbitos de la libertad de expresión y el derecho a la información.
Retroceso que hoy ese periodismo que protagonizó su propio estallido resiste con la convicción de quienes también recuperaron el sentido del concepto dignidad para el mejor oficio del mundo, como alguna vez lo describió García Márquez.
Javiera Olivares: “No basta con que yo pueda decir lo que pienso, los pueblos también deben tener esa libertad”
Fue la primera mujer presidenta del Colegio de Periodistas, pero la titulada de la Universidad Católica y magíster en Estudios Sociales y Políticos Latinoamericanos por la Universidad Alberto Hurtado no se arruga para criticar el trabajo mediático cuando lo considera necesario. Académica del Instituto de la Comunicación e Imagen de la U. de Chile y coordinadora de su Programa de Libertad de Expresión y Ciudadanía, Javiera Olivares saca al pizarrón al periodismo nacional en un año clave para la información y la conversación pública.
Por Jennifer Abate C.
El último año y medio ha significado enormes desafíos para la cobertura mediática y para el periodismo nacional. Primero, la revuelta social de octubre de 2019 y la forma de retratar las protestas y las violaciones a los derechos humanos llevaron al país a criticar sin anestesia las rutinas de los medios de comunicación; luego, en medio de la titánica labor de investigar y mostrar la realidad en medio de una pandemia, el periodismo tuvo que tomar una decisión crucial: criticar o incluso desmentir a las autoridades por el manejo de una crisis sanitaria que hasta la fecha reporta más de veinte mil víctimas en Chile. Algunos lo hicieron y otros decidieron guardar silencio, pero hoy pocos dudarían del enorme valor que en tiempos de crisis adquiere el periodismo riguroso y con vocación pública. Tanto, que muchas voces afirman que el derecho a la comunicación debería ser asegurado en la nueva Constitución.
En este contexto, en diciembre pasado, el Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile conmemoró cuatro décadas del Informe Mac Bride, elaborado por UNESCO y publicado en 1980, que marcó un punto de inflexión en la discusión sobre la relevancia de la comunicación y demandó un nuevo rol de los medios a nivel global. El documento, cuyo nombre oficial fue Voces múltiples, un solo mundo, llamaba a las empresas mediáticas y a las democracias a centrarse en el fomento del desarrollo de los países más desfavorecidos y denunciaba la enorme asimetría en términos de acceso a la comunicación entre estos y los más poderosos.
—¿Por qué consideraron relevante conmemorar la fecha de entrega del Informe Mac Bride?
La particularidad que tiene este informe es que marca un punto de inflexión, porque por primera vez, junto a Mac Bride, decenas de intelectuales del mundo, entre ellos Gabriel García Márquez, connotados escritores, periodistas, especialistas en estas materias, recorren el mundo y lo analizan desde la perspectiva del centro y la periferia, es decir, los países desarrollados, ricos, y los que en ese momento se denominaban subdesarrollados. ¿Qué estaba pasando en el ámbito del derecho a la comunicación, la libre expresión, el acceso a la información de interés público, la transparencia, los flujos informativos? Descubren que el mundo era muy asimétrico en términos de acceso a comunicaciones relevantes, de flujos de ida y vuelta, de poder comunicar y ser escuchados. Mientras los países poderosos tenían acceso a grandes tecnologías, información de primera fuente, primera mano, los continentes periféricos como África, América Latina, algunos sitios de Asia, accedían a antenas repetidoras o a oficinas de prensa y comunicación que tenían sede en estos países poderosos, y no tenían muchas veces capacidad de captar, masificar y comunicar sus propias realidades locales. Existía una especie de hegemonía comunicacional que el Informe Mac Bride no sólo evidencia, sino que además propone políticas estatales a las democracias del mundo para que combatan esta asimetría. ¿Qué pasó? Fue un punto de inflexión tan profundo e importante, y afectó tanto a los poderes más relevantes del mundo, que fue silenciado y se transformó en una especie de tabú no sólo para la UNESCO, sino que para los países más poderosos del mundo, que amenazaron con salirse de UNESCO y quitarle sus recursos.
—Hoy también existen múltiples iniciativas que piden más democracia y pluralismo de los medios de comunicación. ¿Crees que en este contexto político global hay posibilidad de desarrollar una iniciativa de las características que tuvo el informe Mac Bride?
Yo esperaría que sí. Es necesaria la conciencia de los pueblos de que tienen un derecho que exigir, el derecho a la comunicación. Hay otros que hablan de libertad de expresión, libertad de prensa, acceso a la información; para mí, el paraguas más amplio es el derecho a la comunicación y, de alguna manera, el Informe Mac Bride lo planteaba desde ese lugar, desde una perspectiva garantista, como un derecho más que como una libertad. La libertad también es parte de ese gran derecho que es un imperativo de los Estados garantizar.
—El Bloque por el Derecho a la Comunicación —del que son parte la Radio Universidad de Chile y el ICEI, entre otros muchos medios que desde siempre han defendido estos valores— ha exigido que este derecho sea asegurado en la nueva Constitución. ¿Por qué, a tu juicio, es relevante esta incorporación?
Lo que se entiende por libertad de prensa es la libertad que tienes tú o yo para decir lo que pensamos y no arriesgar ser perseguidas, amenazadas o asesinadas por eso. Ahora, esa libertad de expresarnos, ¿es suficiente? ¿Se garantizan todos nuestros derechos asociados al ejercicio de la comunicación en tanto personas sociales que se comunican día a día? Desde mi punto de vista, no es suficiente; es importante, un piso mínimo, es necesario, pero no basta para plantear que tenemos todos nuestros derechos asociados a la comunicación garantizados. No basta con que yo pueda decir lo que pienso, sino que, colectivamente, los pueblos también deben tener esa libertad. Hay un desplazamiento interesante que pasa de un liberalismo puro a una cuestión más amplia, más garantista, una perspectiva más colectiva. Las personas, en tanto pueblo de un país, tenemos derecho a comunicar, tener información de ida y vuelta, no sólo a recibir información pública importante, sino que también a entregarla, porque nuestras informaciones como pueblo también son relevantes, porque tenemos derecho a hacerlas masivas, a tener vocación de masividad. Ese derecho podría ser interesante en los medios comunicación, tener derecho a comunicar ampliamente; que nuestras opiniones no sean silenciadas también es parte e integra este gran derecho a la comunicación.
—Durante la última campaña presidencial se habló mucho de la necesidad de una Ley de Medios para Chile. ¿Por qué es relevante una legislación de ese tipo?
Es primordial establecer, con rango constitucional, el derecho a la comunicación como derecho humano que debe ser garantizado para todos y todas, pero para garantizarlo, fiscalizarlo y concretarlo, requerimos de leyes, que van a ser las grandes bajadas de los principios constitucionales que se aprueben, esperemos, en una Constitución de verdad democrática en los próximos dos años. En el ámbito de la comunicación, es necesario hacer muchos cambios a legislaciones y normas para garantizar el derecho a la comunicación, el ejercicio del periodismo sano, la pluralidad y diversidad de voces representadas a través de medios de comunicación. Eso se puede llamar Ley de Medios, Ley de Servicios de Comunicación, Nueva Norma de Comunicación y Ejercicio del Periodismo, la verdad es que a mí el nombre me importa poco. Hasta el día de hoy tenemos medios de comunicación que hablan [en el caso del ataque de Carabineros a niños del Sename] de “niños accidentados”, de “una persona que cayó al Mapocho”. Son cosas tan burdas y tan evidentes que requieren de nuevas normativas que permitan garantizar que haya más diversidad de voces por un lado y que se sostenga una cultura de la ética en el ejercicio periodístico por el otro, y que, de verdad, las incitaciones al odio, discriminaciones gratuitas, contenidos sexistas sean erradicados o comiencen a ser erradicados.
Periodismo en tiempos de crisis
—Desde el 18 de octubre de 2019 hemos presenciado la demanda ciudadana por mejor periodismo, más pluralismo, una crítica descarnada a las y los periodistas. Tú fuiste presidenta del Colegio de Periodistas. ¿Cuál es el análisis que haces del ejercicio de la profesión hoy en Chile, tanto desde las y los colegas como desde los medios de comunicación?
Si bien fui presidenta del Colegio de Periodistas, que fue una labor hermosa y donde aprendí mucho y conocí experiencias periodísticas preciosas, que son las menos visibles a ojos masivos, debo reconocer que no me surge ningún sentimiento gremial cuando veo las críticas, porque también las tengo, porque también soy muy crítica y autocrítica. Hace varios años que no hago periodismo de trinchera, más bien escribo, estoy desde la academia, desde mi trabajo como profesora e investigadora, pero tengo muchas críticas, aunque esas críticas no son única y exclusiva responsabilidad de las y los periodistas y trabajadores de las comunicaciones, eso lo tengo claro. Yo creo que hay más bien una cuestión sistemática que tiene distintas aristas, una es, sin duda, el ejercicio ético de la profesión, que muchas veces no tienen las y los periodistas y las y los trabajadores de las comunicaciones. Creo hay una cultura de la ética que tiene que emanar del propio gremio, pero también del sistema completo, y por eso creo que es una cuestión sistemática. Estamos en un país donde tenemos fundamentalmente medios privados, muy concentrados en pocas manos, es decir, tenemos una alta concentración de la propiedad mediática en manos que tienden a tener una opinión, una versión, una interpretación de la realidad, una posición política, y además están emparentados con los otros poderes fácticos.
—Como periodista, pero también habiendo asumido cargos como dirigenta social, ¿cuáles son tus expectativas frente al proceso constitucional que se abre?
Tengo, como todos y todas, ciertas preocupaciones por cosas que se han discutido, a mi juicio, muy, muy equivocadamente en los últimos meses. La dificultad para tener escaños reservados para los pueblos originarios me parece gravísima, me parece que es una bomba de tiempo, de alguna manera; tengo temor respecto de los dos tercios para definir ciertas diferencias que se puedan dar al interior del debate constituyente; mi temor es que haya una minoría que, como conocemos históricamente en este largo proceso de transición chileno que a mi juicio todavía no termina cien por ciento, permita amplificar los deseos de las minorías por sobre el de las mayorías a la hora de determinar leyes. Pero mi mayor expectativa es que esta lucha del debate constituyente, la presión en la calle, el debate propio interno dentro de la convención constitucional, nos lleven a horadar, a quitarle un poco de tajadas de poder a este modelo social, cultural, político, económico que se llama neoliberalismo y que yo no comparto porque me parece que es verdaderamente brutal, dañino, grave y monstruoso contra las personas.
La élite chilena salió en viaje de negocios
Por Faride Zerán
Todo parece causar sorpresa en el Chile actual. Por ejemplo, la histórica participación en el plebiscito, con más del 50% del padrón electoral votando pese a la pandemia y a una franja electoral confusa y, en general, más bien discreta; el abrumador triunfo del Apruebo y de la Convención Constitucional, ambas con más del 78% de las preferencias, así como las pacíficas y masivas celebraciones convocadas en distintos puntos de Santiago y del país.
Como si se tratara de cifras, datos, personas sacadas del sombrero de un mago, las escenas que se sucedieron el 25 de octubre último aún tienen a los analistas, líderes políticos y medios de comunicación intentando leer un país bajo lógicas y categorías que en muchos casos siguen desfasadas respecto del país real.
Porque si bien el lugar común de la reflexión tuvo como epicentro la premisa unánime de que se estaba asistiendo a un fenómeno que enfrentaba a la élite con el pueblo (aunque la palabra pueblo no fue usada sino a través de eufemismos), lo cierto es que el lunes 26 de octubre ya no amanecimos con un país polarizado, como majaderamente se insistía, sino más bien con la evidencia de que un modelo de sociedad determinado le había sido impuesto a todo un país por una minoría que, por cierto, ostentaba un gran sentido de clase.
La pregunta es cómo se produjo esa grieta o desprendimiento del tejido social y cultural, y de qué manera es posible reparar dicha falla, digamos telúrica, para usar una metáfora ad hoc con el país, sin que devenga en sismos de magnitud considerables.
Sin duda, hay muchas explicaciones que clarifican este escenario, aunque de manera reiterada ellas provengan de la misma élite y desde sus medios masivos que controlan sin contrapeso, léase diarios, canales de televisión y radios, a través de los mismos columnistas, similares invitados y pautas periodísticas.
La ausencia de diversidad de rostros, argumentos, colegios y barrios en los debates de los medios sigue siendo escandalosa.
Ello explica también el resultado de un estudio, “Percepciones sobre desigualdad en la élite chilena”, elaborado por Unholster, el Centro de Gobierno Corporativo y Sociedad de la Universidad de los Andes y el Círculo de Directores, que entre sus conclusiones señala que la élite chilena tiene una visión “idealizada” de la realidad de las personas que viven en las comunas de nivel socioeconómico medio y bajo, “siendo la clase media más pobre y frágil de lo que los encuestados perciben”. O bien, que la élite parece desconocer la verdadera magnitud de cómo la sociedad chilena está cambiando, “pues se subestima la diversidad social y de género que hoy se da en los cargos de alta dirección en las principales empresas de Chile”.
El problema no es sólo que en la burbuja se encuentren los mismos de siempre. Otro factor gravitante es la hegemonía de los grandes empresarios en el control de los medios de comunicación y, por tanto, en la incidencia y contenidos del debate público.
El malestar de la ciudadanía hacia las coberturas informativas de los grandes medios, especialmente ante las movilizaciones sociales, ha sido elocuente. No es un secreto la credibilidad y prestigio del que gozan los medios independientes, comunitarios, o periodistas de investigación que a través de las redes informan en momentos en que la opacidad mediática ha sido evidente, como ocurrió en pleno peak de la pandemia. La frase de que “periodismo es todo aquello que el poder quiere ocultar; el resto es relaciones públicas”, en el Chile actual cobra relevancia dramática.
Basta leer ahora el reportaje publicado el 29 de octubre último por el sitio “La voz de los que sobran”, donde el periodista Luis Tabilo denunciaba las reuniones secretas del presidente de la República y sus ministros con altos ejecutivos y rostros de televisión en medio del estallido de octubre de 2019. El medio online consignaba una declaración del presidente de la Federación de Trabajadores de Televisión (Fetra TV), Iván Mezzano, firmada el viernes 25 de octubre de 2019 y presentada ante la Asociación Nacional de Televisión (Anatel), sobre la cita ocurrida el sábado 19 de octubre: “Nos permitimos denunciar una práctica inconstitucional y antidemocrática por parte del Gobierno y su ministro del Interior, el que ha citado en el curso de esta semana a todos los directores ejecutivos de medios televisivos a La Moneda, lo que implicaría una clara intervención en la definición de las líneas editoriales y de prensa para cubrir la información de los medios respecto del estallido social que hoy conmueve al país”.
Sin duda, la libertad de expresión y la diversidad de medios de comunicación que contengan discursos y miradas plurales son esenciales para medir la fortaleza de una democracia. También para instalar conversaciones que efectivamente enriquezcan y densifiquen el espacio donde se produce el diálogo ciudadano.
De todo esto adolece el Chile de las últimas décadas y así lo han señalado diversos informes internacionales, como el Informe Anual de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos del 31 de diciembre de 2015, que señalaba que, en Chile, “la concentración de medios en pocas manos tiene una incidencia negativa en la democracia y en la libertad de expresión, como expresamente lo recoge el principio 12 de la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión de la CIDH”. Desde su primer pronunciamiento sobre el tema, la Corte Interamericana señalaba que se encuentra prohibida la existencia de todo monopolio en la propiedad o administración de los medios de comunicación, cualquiera sea la forma que pretenda adoptar, y reconoció que “los Estados deben intervenir activamente para evitar la concentración de propiedad en el sector de los medios de comunicación”.
En ese contexto, y cuando en el país se debate el Chile del futuro al que aspiran las grandes mayorías, en medio de este debate constituyente, resulta fundamental recordar que mientras los tratados de derechos humanos exigen que los Estados adopten medidas para prohibir restricciones directas o indirectas a la libertad de expresión, la Constitución de 1980 sólo prohíbe el establecimiento de monopolios estatales de los medios de comunicación, y no se refiere a los privados.
Corregir esta distorsión, que atenta contra el derecho a la comunicación y la libertad de expresión, representa todo un desafío y una gran oportunidad no sólo para que nuestras élites conozcan el país profundo o para que los gobiernos de turno no intenten coartar la libertad de expresión. También implica que cuando se diseñen políticas públicas, los ministros de turno no se sorprendan cuando ellas fracasen al estrellarse con el Chile real.
Crónica inconclusa sobre periodismo y libertad de expresión en pandemia
Por Faride Zerán
La censura, la intolerancia hacia ideas distintas o el intento de acallar los disensos son lacras que siempre rondan distintos momentos de nuestra historia, más en contextos de crisis, cuando lo primero que se intenta silenciar son las voces críticas que contravienen los discursos oficiales. Un ejemplo de ello fue la censura y amenazas a los hermanos Andrea y Octavio Gana, del colectivo Delight Lab, quienes denunciaron, a fines de mayo, actos de amedrentamiento provenientes de civiles a bordo de vehículos sin patente y escoltados por carabineros y miembros de la PDI cuando proyectaban en el frontis del edificio de Telefónica, en el corazón de Santiago, Plaza Italia/Dignidad, palabras como hambre o humanidad. Esta acción de arte transcurría en momentos en que en algunas comunas populares de Santiago surgían las primeras ollas comunes.
Iluminar la faz oculta de la crisis sanitaria, el desempleo y la miseria de miles de familias chilenas, al parecer no resultaba tolerable.
El país que emergía en los tres primeros meses de la pandemia, con un entonces ministro de Salud que hacía gala de mutismo frente a preguntas “incómodas” de periodistas que lo interpelaban sobre las cifras de muertes, infectados, capacidad hospitalaria crítica y otros temas de alto interés público, reflejaba este clima que fue ampliamente documentado en un informe del Observatorio del Derecho a la Comunicación dado a conocer a inicios de junio, donde se consignaban, además, agresiones a la prensa, detenciones de periodistas, despidos arbitrarios de profesionales de la prensa en diversos medios de comunicación y hostigamiento a periodistas, entre otros hechos.
En un debate sobre la situación de la libertad de expresión en el contexto de la pandemia por Covid-19, organizado por la Cátedra de Derechos Humanos de la Universidad de Chile a inicios de junio, que contó con la participación de periodistas, académicos y del relator para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Edison Lanza, este llamó a respetar el rol de la prensa pues, señaló, en el escenario actual de crisis, los medios de comunicación tradicionales, alternativos, comunitarios y también los digitales son indispensables para mantener informada a la población sobre la situación de sus respectivos países y el resto del mundo.
La recomendación de la CIDH apuntaba entonces a que no había ninguna razón para suspender de manera general las garantías para el ejercicio y el acceso a la información pública, por el contrario, “es cuando más se necesita el cumplimiento con la obligación de transparencia activa, sobre todo en los temas de pandemia, en los temas vinculados a la salud, pero también a los aspectos económicos y los derechos de la población. En ese sentido, los gobiernos tenían que actuar con mayor transparencia incluso que en situación de normalidad”, dijo Lanza.
Todo lo anterior nos remite a las palabras de la canciller Angela Merkel, el 16 de mayo último, cuando en su mensaje dedicado al 75 aniversario de la prensa libre surgida tras la caída del nazismo defendió el rol crítico del periodismo y señaló que “los periodistas deben poder confrontar a un gobierno y a todos los actores políticos con una perspectiva crítica”, pues “una democracia necesita hechos e información. Cada día aprendemos algo, sobre todo de la ciencia, que nos proporciona nuevos conocimientos. Es absolutamente importante que los entendamos y para eso tenemos la oferta mediática, tanto de los medios públicos como privados, analógicos y digitales”. Sin embargo, en un primer balance sobre periodismo, libertad de expresión y pandemia, las autoridades de gobierno de nuestro país, especialmente las sanitarias, estaban en las antípodas del llamado de Merkel durante los primeros meses del impacto de la pandemia en Chile.
Con el aumento alarmante de contagiados por Covid-19 a inicios de mayo, con el virus emigrando de las comunas del sector oriente de Santiago a las comunas más pobres y con mayores índices de hacinamiento, y en momentos en que el gobierno hacía el llamado a la
“nueva normalidad”, la ausencia de información transparente incrementaba no sólo la preocupación de la comunidad científica, sino la molestia de la opinión pública y, por supuesto, de buena parte de los medios de comunicación.
En esos primeros meses, el dilema entre “la economía o la vida” parecía estar resuelto en favor de la primera, y las dudas sobre la transparencia de los datos y cifras que conducían a la toma de decisiones en materia sanitaria, decisiones que dejaban fuera al Colegio Médico, a la comunidad científica y académica, y al sentido común de una opinión pública que interpelaba la opacidad en el manejo de la crisis, se convirtieron en una constante.
En esa línea, desde los inicios de la pandemia, el Consejo para la Transparencia venía realizando una serie de recomendaciones a los organismos públicos y advertía en sus informes las persistentes brechas respecto de la transparencia y acceso a estadísticas desagregadas que permitían entender mejor el comportamiento de la enfermedad.
Esta demanda resultaba aún más compleja en medio de un clima de censura e intolerancia a la crítica, en el que las fuentes oficiales circulaban de manera hegemónica, no sólo abusando de las cadenas informativas ante una audiencia ávida de información, sino también ostentando una hegemonía informativa escandalosa, fortalecida por prácticas de conferencias de prensa sin preguntas, como se denuncia en los informes sobre pluralismo y libertad de expresión. Así, se pretendía transformar el ejercicio periodístico en un acto de relaciones públicas, lo que contribuía tanto a la desinformación ciudadana como al creciente descrédito de la información oficial.
Un descrédito que se transformó en sospecha, por ejemplo, ante la opacidad informativa frente a la repentina ausencia de voces críticas destacadas, como la de la Premio Nacional de Periodismo, Mónica González, en el panel de Mesa Central de Canal 13. O ante el intento por relativizar las mediciones de contagios y muertes por Covid-19 entregadas a través de redes sociales por la periodista Alejandra Matus, quien advirtió sobre errores en las cifras oficiales, cuestión que luego fue ampliamente reconocida. Estas informaciones, dadas a conocer a través de Twitter, junto al reportaje de Ciper que denunciaba actas internas del Ministerio de Salud sobre trazabilidad de casos que indicaban que se dejaban de hacer 11 mil llamadas diarias, configuraban un verdadero escándalo para el gobierno y un reconocimiento al buen periodismo ejercido por profesionales y medios independientes que fueron capaces de informar a contracorriente.
Así, en sólo tres meses de crisis sanitaria quedaban en evidencia no sólo las graves carencias del sistema de salud pública, insuficiente para garantizar de manera igualitaria –ya en épocas normales– el derecho a la salud. Al igual que durante el estallido del 18 de octubre, la pandemia desnudó nuestra precariedad en materia de libertad de expresión y derecho a la información, pilares centrales de toda democracia. Precariedad agravada por la concentración económica en la propiedad de los medios y la ausencia de diversidad y pluralidad de visiones, lo que confluye en una sociedad cuya élite, de manera transversal, sanciona la crítica y el disenso.
Periodismo, tolerancia y libertad de expresión
Por Paula Molina
Los límites de lo “políticamente correcto” en muchos casos representan una salvaguarda mínima para grupos que se han visto tradicionalmente afectados por la libre expresión de prejuicios de todo tipo: de género, de raza, económicos, sociales.
Homosexuales, transexuales, lesbianas, mujeres en general, judíos, “pobres”, negros, inmigrantes: los prejuicios van usualmente contra los mismos grupos y sus efectos van más allá de las palabras, tienen efectos reales en la vida de la comunidad que formamos todos.
Hay quienes ven en esas restricciones -que en algunos países, como Chile, son muy moderadas y recientes- una restricción a la libertad de expresión. Una barrera que impide la representación imparcial, exhaustiva de la diversidad de opiniones que se manifiestan en una sociedad.
Sabemos que países como Alemania se dan a sí mismos mandatos éticos más densos y admiten restringir la libertad de expresión para proteger un bien mayor, el bienestar de la comunidad, asumiendo que los discursos de intolerancia y odio causan daño y tienen efectos políticos, sociales, reales.
Estados Unidos defiende en general un sistema donde la libertad se erige como el derecho más robusto. La libertad de expresión puede cubrir incluso el derecho a realizar una marcha neonazi en un barrio de sobrevivientes de la persecución bajo Hitler –así ocurrió en un dictamen judicial.
¿Es posible demandar y defender el derecho a la libertad de expresión y al mismo tiempo restringir o ignorar la manifestación de ideas que promueven prejuicios de género, religiosos, raciales, ideológicos?
¿Es sensato expresar las ideas de grupos que, en última instancia, quisieran restringir para algunos la misma libertad de expresión -y otras libertades- que reclaman para sí mismos?
El dilema no tiene respuesta, más bien nos exige tomar decisiones. Y en esas decisiones, a veces diarias, el periodismo está en la primera línea de fuego.
¿Existe temor en ciertos sectores de la población chilena a perder cupos, empleos, espacios o “identidad” ante la inmigración? La popularidad del discurso anti inmigrantes así lo indica.
¿Existe inquietud ante las conquistas de grupos que buscan el reconocimiento de la diversidad sexual, de género, en la sociedad chilena? Las demoras en la aprobación legislativa de todas las leyes relacionadas así lo manifiestan.
Son temas en la agenda. Y el periodismo, que la mayor parte del tiempo vive atrapado en la urgencia de sus decisiones diarias, debe definirse ante ellos a veces, minuto a minuto. Y en esas decisiones urgentes, muchas veces triunfa la opción más sencilla. La más simple de todas: ser el altavoz, voluntario o involuntario, de esos y otros temores, y de quienes los explotan por beneficios, por ejemplo, políticos.
El miedo es audiencia segura. Las emociones fuertes –como las que articulan los heraldos del racismo o la xenofobia- llevan la promesa de la atención pública, uno de los bienes más escasos y preciados hoy en los medios de comunicación (y no sólo en ellos). La polémica es tráfico digital y rating fácil y sus beneficios son mucho más claros, inmediatos y evidentes que sus costos en prestigio y reputación.
A la tentación del tráfico se suma la del desafío: el periodismo llama a quienes disfrutan los debates. El duelo (que imaginamos) intelectual, se presenta como oportunidad valiosa. Nos entusiasmamos ante lo que imaginamos será una intensa, pero sana discusión de ideas.
Muchas veces no lo es.
Se emplaza desde los argumentos a quienes responden con pasiones y creencias. El/la entrevistado/a responde “desde dentro”, las preguntas, en cambio, se hacen “desde fuera”. No importa quién haga la entrevista: los Trump, los Bolsonaro en cualquier lado siempre serán más fáciles de entender y sonarán más honestos. Precisamente porque hablan sólo y únicamente desde lo que sienten y creen.
Pero hay alternativas a ser, voluntaria o involuntariamente, el altavoz de la intolerancia.
La o el periodista, a quien ya se le negó el privilegio (siempre dudoso) de ser “objetivo”, sí conserva la indiscutible capacidad de expresar las distintas posiciones en la sociedad en forma informada, precisa y justa. Y es en el despliegue de esa capacidad -en la búsqueda de información, la pesquisa de datosdonde mejor puede expresar la diversidad de ideas.
Ante los temores (a la migración, la diversidad, la globalización, los otros, etc.) se impone la tarea de entrevistar e informar desde el reporteo: ¿podemos identificar el origen de estos miedos? ¿En qué datos se sustentan esas inquietudes? ¿Qué información –económica, científica, histórica- podemos buscar, analizar y publicar para responder a esas inquietudes? ¿Podemos identificar qué sectores se ven beneficiados con esa sensación? ¿Quiénes los explotan?
El periodismo siempre opina en alguna medida. Incluso cuando se limita a describir los hechos, el trabajo de edición y selección de información expresa una opción por cierta representación de la realidad. Esa representación debe incluir todas nuestras pulsiones, las democráticas y las autoritarias, las tolerantes y las intolerantes, aquellas que sólo expresan prejuicios y aquellas ideas bien fundadas.
Pero dar cuenta de esa riqueza –y pobreza- no implica tratarlas a todas con una misma vara. Por el contrario, es expresarlas cada una en su mérito. La opinión que desafía a los datos, la ciencia, el análisis, es creencia. Y podemos creer distintas cosas sobre la realidad. Pero no podemos presentar la realidad como mera creencia.
Creo en restringir las expresiones de odio. El periodismo, que siempre emplaza, no puede ser mera propaganda de ningún discurso, tampoco de aquellos que dañan la convivencia común.
Pero creo más en la fuerza de la información. En iluminar los sombríos pliegues del miedo. En exponer y desafiar ante la opinión pública nuestras luces y nuestras sombras.
Lo otro es permitir que nuestras peores pulsiones crezcan en la oscuridad, sin contrastes, sin emplazamientos, sin cuestionamientos. Y que asomen su fea cara cuando ya sean demasiado fuertes para desenmascararlas.
Palabra pública y la libertad de expresión
Por Faride Zerán
La querella presentada por la ciudadana Michelle Bachelet en contra de la revista Qué Pasa por la publicación de una nota en la cual un oscuro operador la involucraba en el caso Caval, no sólo abrió un debate en torno a la libertad de expresión y el derecho a la honra, recogido profusamente por los medios de comunicación. También provocó, aunque de manera acotada, que la escandalosa concentración de la propiedad de los medios en manos de unas cuantas familias, que además comparten una similar visión política y cultural de la sociedad, fuera esgrimida como argumento por quienes en las últimas dos décadas y mientras fueron gobierno, nada hicieron para impedirla.
De ahí que la reflexión efectuada por la Presidenta de la República al día siguiente de presentada la querella: “hay una libertad limitada cuando la libertad de expresión está en manos de unas pocas familias”, para muchos no pasó inadvertida. Sobre todo entre quienes por años hemos insistido en que una de las grandes deudas de los gobiernos de la Concertación con el fortalecimiento de la democracia y la constitución de ciudadanía ha sido precisamente este punto.
En ese escenario se inscribe Palabra Pública. Porque la que hoy presentamos es una revista que asume como premisa que la libertad de expresión y la diversidad de medios de comunicación que contengan discursos y miradas plurales son esenciales para medir el espesor de una democracia. Al mismo tiempo, se trata de una publicación que tiene por objetivo instalar conversaciones que efectivamente enriquezcan y densifiquen el espacio donde se produce el diálogo ciudadano.
Qué duda cabe: tanto el pluralismo como la diversidad resultan factores centrales de la libertad de expresión.
Esta nueva apuesta editorial de la Universidad de Chile cierra el ciclo de la iniciativa que la precedió, “El Paracaídas”, y abre otro intentando ampliar el espectro de lectoría tanto dentro como fuera de la Universidad, invitando así a un diálogo donde “lo público” sea percibido como inherente al ethos republicano y no un atributo secundario transable en las leyes del mercado.
De allí la variedad de nombres que fortalecen el Consejo Editorial de esta revista, al que se han sumado académicos, investigadores e intelectuales provenientes de diversas áreas del conocimiento de nuestra Universidad. Por ello también la existencia en cada número de un dossier dedicado a un tema central que profundiza en argumentos para alimentar un debate como lo es, en esta oportunidad, el rol de las universidades estatales.
Si “la Chile” piensa en Chile, nuestro desafío es expresarlo no sólo en las aulas, las investigaciones, o la extensión, sino además en sus medios. De eso trata Palabra Pública.