Cuando las nubes esconden la sombra es la nueva película del premiado cineasta chileno, quien viajó hasta Puerto Williams, la ciudad más austral del mundo, para filmar esta historia, protagonizada por la argentina María Alché y en la que aborda el tema de la muerte y el duelo. Una película íntima y conmovedora, que es uno de los estrenos principales de Fidocs.
Por Diego Zúñiga
La primera vez era invierno. Lo recuerda así, el paisaje: el mar oscuro y las más de treinta horas arriba de un barco para llegar a un Puerto Williams todo nevado, blanco, la ciudad más austral del mundo, su destino, donde se instalaría un par de semanas para ser parte de una residencia artística. Era junio de 2017 y le pidieron a él, a José Luis Torres Leiva (Santiago, 1975), hacerse cargo de las clases de montaje que se impartirían para el grupo de documentalistas seleccionado para la residencia. Era junio y todo estaba blanco, o gris, la lluvia, mucha lluvia, recuerda, y la naturaleza y el sonido de esa naturaleza y los bosques y el fin del mundo.
Torres Leiva estuvo poco más de quince días en la isla, pero supo, rápido, que algún día iba a filmar una película en ese lugar, en ese paisaje. Regresó a Santiago con la idea, con esas imágenes, con el sonido de un lugar impresionante e inolvidable. No había historia aún, pero sí había lugar y personajes, un mundo, el de Puerto Williams, sus habitantes, que habían llamado su atención. Y pasó el tiempo. Y ocurrieron muchísimas cosas: otros proyectos, una pandemia, la pérdida de un par de seres muy queridos e importantes, la vida, en resumidas cuentas, que terminaría por darle forma a una película tan hermosa como es Cuando las nubes esconden la sombra, protagonizada por la actriz y directora María Alché (La niña santa, Puán), que se estrenó mundialmente a principios de año en el Festival Internacional de Cine de Jeonju, en Corea del Sur, y que ahora tendrá una función especial en el Festival Internacional de Documentales de Santiago (Fidocs), el domingo 17 de noviembre, en el Centro Arte Alameda.
Una película que transita entre el documental y la ficción para mostrar las distintas formas en que las personas encaran el duelo. En este caso, una actriz argentina que llega a Puerto Williams a una filmación, pero el rodaje se atrasa y, entonces, tiene que empezar a convivir con los habitantes de la ciudad, quienes le van contando sus vidas mientras ella se enfrenta a sus miedos y tristezas. Un filme que se estrena a casi veinte años desde que un joven José Luis Torres Leiva debutara en el cine con Ningún lugar en ninguna parte (2004) y empezara un viaje en que ha estrenado sus películas en festivales como Venecia, Rotterdam y San Sebastián, recibiendo críticas entusiastas y creando un público muy fiel, que sigue atentamente cada uno de sus estrenos. Un proyecto que es uno de los más personales y admirables del cine chileno actual.
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Desde que Torres Leiva fuera por primera vez a Puerto Williams, hubo un par de viajes más, pero sobre todo hubo un par de encuentros con María Alché que terminaron en la idea de hacer una película juntos. Él se había deslumbrado con ella al verla actuar en La niña santa (2004), de Lucrecia Martel, y luego había seguido su trabajo, por lo que le propuso hacer algo juntos, pero sin saber bien aún detalles del proyecto.
—Me llamaba mucho la atención su rostro, tiene una mirada muy expresiva, que transmite muchas cosas —explica Torres Leiva mientras recuerda el origen de Cuando las nubes esconden la sombra y cómo fue tomando forma en la medida que pasaron los años. Un proyecto que se retrasó por la pandemia y otros motivos hasta que lograron concretarlo el año pasado, cuando viajó todo el equipo a Puerto Williams —trece personas— y filmaron durante poco más de dos semanas, con intensidad y paciencia, atentos también a lo que iba ocurriendo en esos días primaverales de noviembre —en un paisaje muy distinto al que conoció Torres Leiva en su primer viaje—, pero muy dispuestos a que el azar hiciera lo suyo también en esta película, cuyo guion fue escrito por Torres Leiva y Alejandra Moffat (1976, La Casa Lobo), aunque se fue modificando y reescribiendo en la medida en que pasaban los días en la isla y las historias de los lugareños iban apareciendo en las conversaciones para terminar siendo parte central de la película.
—Fue una escritura bien especial, porque sí había un guion que escribimos con Alejandra (Moffat) antes de hacer un viaje previo de investigación, en el que armamos una estructura, y varias cosas de ese texto se conservaron. Pero luego, cuando fuimos con ella, aparecieron otras personas, otras historias, y fue muy loco porque nos empezamos a dar cuenta de que sin sacar el tema del duelo (que era lo central), las personas nos contaban mucho de sus procesos vitales y por qué habían llegado ahí, y muchas estaban marcadas por un duelo. Muchos llegaron por trabajo, pero también porque necesitaban un cambio en sus vidas porque alguien importante ya no estaba, entonces era como comenzar de cero, y eso se repetía en muchas de las conversaciones —explica Torres Leiva, quien en medio de todo este proyecto sufrió la pérdida de una amiga muy importante —Rosario Bléfari, quien actuó en una de sus películas, Verano— y también de su madre —a ambas está dedicada la película—, experiencias que lo harían pensar mucho en el duelo, y buscar respuestas en el cine y la literatura. Libros como La vida después de Donald Antrim, y La luz difícil de Tomás González, o películas como No Home Movie, de Chantal Akerman, lo acompañaron en ese viaje.
Ese duelo —muy contenido— es el que está viviendo también la actriz de la película, quien al saber que tendrá que pasar más tiempo en Puerto Williams, no le queda otra que empezar a interactuar más con las personas que van apareciendo en su cotidianidad. Registra su propia voz en una grabadora, cuenta historias, captura los sonidos de la ciudad, del bosque, del mar. Y va a vivir una serie de escenas singulares, conmovedoras, divertidísimas también, como esa que ocurre en una pequeña tienda donde va a comprar un guatero y tiene una conversación alucinante con la vendedora. Y se van sumando personajes bellísimos, como una niña que toca un violín en medio de la noche o un grupo de estudiantes que improvisan un taller de teatro junto a María Alché. Escenas, muchas de ellas, que Torres Leiva las filmó solo una vez y donde la improvisación y el talento de Alché frente a la cámara, y la intimidad conseguida con los lugareños, terminan por convertirse en un pedazo de verdad que uno ve en la pantalla, en los casi 70 minutos que dura la película.
—Creo que hubo mucha generosidad de las personas, que nunca habían actuado, y que participaron y compartieron estos momentos de sus vidas, o sea, entendían que no había nada que explicar, solo vivir cada escena con María (Alché), y ella estaba muy conectada con ellos, y había mucho también de su propia curiosidad frente a lo que sucedía en cada escena.
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El estreno en Chile de Cuando las nubes esconden la sombra ocurrió hace unas semanas, en el Festival Internacional de Cine de Valdivia, un espacio con el que Torres Leiva tiene una larga historia de muchísima complicidad, pues casi todo su trabajo se ha mostrado ahí. Fue en ese lugar de hecho donde conoció y habló por primera vez con María Alché, hace unos años, y es ahí también donde la película tuvo su estreno nacional, en una Aula Magna de la Universidad Austral de Chile repleta, casi 500 personas que hicieron fila por más de una hora para no quedarse fuera de la función y aplaudir rabiosamente al final de la película.
Cuando te hicieron pasar al escenario para responder algunas preguntas y subiste con todo el equipo de la película, hablaste de ellos como una suerte de familia. ¿Crees que esa fue la forma que encontraste para hacer cine a tu ritmo, sin tener que hacer tantas concesiones?
—Creo que he podido mantener una cierta coherencia gracias a las personas con las que he podido trabajar y buscar esta forma alternativa… o sea, igual nosotros debemos postular a fondos y todo, pero al menos la organización de la película siempre ha sido desde otro lugar, algo más familiar, buscando alternativas en cómo se conforma el equipo y el mismo rodaje. Pensarlo también como algo más comunitario. Eso me ha permitido más libertades creativas, y creo que es lo que más me acomoda. No sé si ahora podría hacer una película con otro modelo…
Otro modelo sería contar quizá con más recursos, pero teniendo que responder a lo que puedan pedir productores y a una industria cinematográfica, ¿no?
Me acuerdo mucho de Néstor Almendros y su libro Detrás de una cámara, donde cuenta sus experiencias como director de fotografía en distintas películas, y ahí cuenta cómo después de hacer una película en Hollywood, que había sido una buena experiencia, con hartas personas en el equipo, se fue a hacer una película con [Éric] Rohmer, Paulina en la playa, y decía que para él era muy agradable ese cambio, donde tuvieron que arrendar una casa en la playa y donde no tenían casi nada, o sea, todos hacían todo, se preparaban comida, buscaban la ropa, era otro ambiente en el que él se sentía muy afortunado de poder combinar estas formas, y decía que era muy sanador pasar por Rohmer después de trabajar en Hollywood, necesitaba pasar por estas películas más pequeñas para llenarse de otras experiencias, y eso me parece clave. Cada película es un mundo distinto, desafíos distintos, y poder hacerlas de esa forma implica también un aprendizaje colectivo, que es algo que me interesa mucho del cine.
Este 2025 se cumplen 20 años desde que estrenaste tu primera película, el documental Ningún lugar en ninguna parte… Puede ser difícil resumir tantos años de trabajo, pero si tuvieras que pensar en las cosas más importantes que has aprendido sobre el cine en estas dos décadas, ¿con qué te quedarías?
—Yo creo que lo que he aprendido en estos años es que finalmente uno nunca termina de aprender a hacer una película. Que cada proceso implica empezar desde cero y que ese desafío, en mi caso, es lo que mantiene vivo el querer seguir haciendo cine. Yo he podido pasar por distintas experiencias, con películas con más presupuesto, otras con menos… pero no me olvido que empecé a hacer cine solo, sin equipo técnico, y creo que todas esas experiencias me han servido para seguir enfrentando el cine de una forma muy personal, muy coherente con respecto a lo que necesitan las historias que he ido creando y que me interesan.
Imagino que eso también te ha permitido trabajar a tu propio ritmo, a tus propios tiempos…
—Sí, para mí en el último tiempo lo que sido un gran aprendizaje es precisamente dejar que el azar y la libertad entre en los proyectos. En el cine a uno como que le enseñan que todo tiene que estar planificado, todo tiene que estar en el guion, que se filma lo que está escrito ahí y que no puede haber un paso hacia la improvisación, porque eso implica cambiar muchas cosas… Pero para mí ahora es todo lo contrario, es dejar fluir la película y sentir que todos los días está viva, y que puede cambiar algo y está bien, que es tan importante lo instintivo como lo racional… Creo que hay muchos directores, que a mí me gustan, que uno pensaría que al envejecer se volverían más formales, pero no, muchos se van liberando, como Agnès Varda, que hizo Los espigadores y la espigadora cuando ya tenía más de 70 años, y la hizo con una cámara digital, muy libre, y eso le permitió enfrentar la película de manera muy distinta a las de sus comienzos, y eso que ella siempre fue muy libre… El hecho de que se replanteara muchas cosas que supuestamente ya estaban asumidas con respecto a cómo hacer películas, eso me parece muy fascinante y bonito. Lo de no perder esa curiosidad.