La pandemia ha puesto en escena nuevamente la enfermedad, el contagio, la muerte y el temor humano. Cuando estábamos en cuarentena, nos preguntábamos si el mundo cambiaría, si el ser humano torcería su rumbo, si el miedo nos enseñaría algo cuando se sospechaba que el virus podría acabar en la imposibilidad de respirar, el gran síntoma y efecto del covid, y la gran metáfora del fin de la vida. Ni los humanos ni tampoco la literatura cambiaron con la debacle. Es más, la violencia y el ensimismamiento neoliberal se han exacerbado. Sin embargo, desde las grietas de un mundo contagiado o en proceso de contagio, surgen escrituras que dan cuenta de una experiencia límite que excede el tiempo de la pandemia.
La primera edición de La enfermedad del dolor, de Alejandra González, fue realizada por Ediciones del Temple en el año 2000. Este año, el poemario ha vuelto a publicarse, esta vez por Ediciones Del Pez Espiral, en una cuidada edición que incluye dos cambios: la inclusión del poema “Bastón”, que abre el volumen; la feminización del yo lírico (“misma” en vez de “mismo”) y la inclusión de un glosario.
Partiré señalando lo impactante que ha sido leer este poemario de Alejandra González tras veintidós años. La enfermedad del dolor es un libro, como lo dice su título, sobre el dolor y la enfermedad, a lo cual agregaría que es un libro sobre el despojo y la marginación de un cuerpo conservado por el orden médico en una descomposición progresiva. La biopolítica opera, de tal modo, postergando la muerte, alargando la enfermedad, manteniendo al cuerpo enfermo en una suerte de exilio y soledad que solo contribuye a reforzar la carga de mostruosidad o anormalidad que arrastra el estar enfermo para siempre.
En el ensayo “La enfermedad del dolor”, la crítica literaria y psicoanalista Julia Kristeva señala: “uno de los desafíos capitales de la literatura y del arte está situado en esta invisibilidad de la crisis, que afecta a la identidad de la persona, de la moral, de la religión o la política”. Kristeva se refiere a un estado de posguerra donde la crisis aparece invisibilizada socialmente, pero que encuentra su lugar en el espacio literario. Una crisis que se inscribe en la escritura y persiste en representar un estado de dolor imposible de silenciar o eludir.
Alejandra González no solo cita en su título el análisis de Kristeva, sino que se hace parte de su propuesta respecto de la escritura sobre el dolor y la melancolía derivados de una enfermedad. Hablamos de un cuerpo que se resiste a la desaparición y que se hace parte de un itinerario de sobrevivencia, donde un yo lírico no deja de exponer el daño y sus efectos colaterales en su cuerpo y en la escritura. González, tal como Kristeva expresa sobre Marguerite Duras, domestica la enfermedad de la muerte, se hace uno con ella (188).
La poeta nos enfrenta una y otra vez al daño como efecto de una enfermedad que se diversifica, que ataca como una máquina de guerra a un cuerpo despojado de sanidad. Da la impresión de que no hay contraataque de este yo lírico, que aparece entregado a su exterminio.
La sujeta de este libro padece de una enfermedad a los huesos, precisamente la estructura de un cuerpo, que la lleva a caminar desnivelada, ayudada por un bastón. “Escribo porque no me pude mover, escribo porque no puedo dejar de moverme, escribo porque se mueven las cosas. He de huir de todo exceso de certeza” (7). Escribir por la imposibilidad de desplazamiento o por la incesante movilidad de la sujeta nos lleva a una paradoja cuya única solución es asumir que se escribe por ambas razones. Escribir es, de tal manera, detención y movimiento. Sin embargo, hay algo más que anula la ambigüedad en esta paradoja. A continuación, la hablante señala: “Quisiera estar escondida y desaparecer entre las palabras, que quede la palabra seca, que quede la palabra, que se tuerza y quiebre los huesos, que haga respirar, que se esconda, que avance. Cierro los ojos y todo desaparece, menos la palabra desaparición” (ibíd.). La escritura, por tanto, es resguardo ante la enfermedad, un territorio de protección que permite sobrevivir.
El volumen se divide en tres grandes segmentos: “Hay un muerto durmiendo en las venas de mi brazo”, “Mi aliento tiene sabor a antibióticos” y “Mi aliento no tiene sabor a nada”. Los dos primeros se refieren al cuerpo enfermo del pasado y del presente, mientras el tercero habla de un segundo presente, ligado a la recuperación. Dos tercios del volumen expresan el constante dolor de la voz lírica y su ira por la enfermedad: “Tengo la garganta convertida en un ojo/ que llora todo el día” (26); “y poco a poco me sumerjo en un sueño involuntario/ de goma/ y éter y llanto y queja” (25). El dolor se aúna a la seguridad de un futuro donde experimentará “una cura artificial que intentará reconvertir/ un destino de enferma clara y reconocible/a una sanidad incompleta y marginal” (24).
La violencia se apodera de esta voz de mujer quien se califica de “parásito ignorante/del cuerpo que habita” (27), describiendo de manera descarnada su cuerpo: “Cada pedazo de piel podrida/ colgando de mis huesos de titanio/ Ya ni siquiera/ te doy miedo” (29). En este último verso destaca, entremezclada con el habla de la sujeta, la voz directa de la enfermedad dirigiéndose a la hablante: “Ya ni siquiera/ te doy miedo”. Con esto, deja en evidencia que la enferma ha logrado domesticar el dolor.
Son destacables los diversos estados anímicos por los que pasa esta hablante lírica al referirse a sí: compasión, lástima, conformismo, rabia, asco, rebeldía. Este espectro otorga espesor a su voz, la vuelve movediza, humana y ajena a la condición de ejemplaridad respecto a cómo aceptar la ruina de su cuerpo y de su vida.
Pese al dolor, la mujer manifiesta la necesidad de su cuerpo de la siguiente manera: “Yo/ No/ Quiero/ una vida sin cicatrices” (41). La necesidad de huellas del daño corporal es evidente. Las cicatrices, de esta manera, serán una suerte de escritura indeleble o, al fin y al cabo, memoria, que la sujeta anhela conservar como parte de su identidad.
El despojo es un proceso constante experimentado por este cuerpo sometido al poder de la enfermedad, que se agencia para producir una subjetividad de resistencia. No hay certeza de mejora ni de inclusión cuando se trata de enfermedades crónicas; aun así, el deseo no deja de operar en esta voz poética. ¿Sería posible poner en tela de juicio este deseo? ¿Se puede coartar la voluntad de detener el dolor? Somos cuerpos vulnerables, expuestos siempre al abismo de la enfermedad y a un orden sanitario que permite sobrevivir de acuerdo a la capacidad económica del/la paciente. Cada cuerpo importa, y, por lo mismo, cada cuerpo merece vivir y detener su dolor. Alejandra González ha escrito un libro que marca un antes y un después en lo que se refiere a las corporalidades de mujeres, a la experiencia de la enfermedad y al dolor como una política destructiva, que se confronta a un cuerpo que, progresivamente, va siendo arruinado, despojado de todo menos del deseo de vivir.