Han pasado 142 años desde que el Ejército terminó por ocupar el territorio mapuche en la Araucanía. Cuatro o cinco generaciones se han sucedido desde entonces y el contexto ha cambiado de manera profunda. En este escenario, la promoción del cooperativismo rural podría pavimentar el camino para una solución de largo plazo.
Por José Manuel Zavala Cepeda | Crédito de foto: Martin Thomas/AFP
Sinónimos de conflicto (kewan en mapudungun) son combate, lucha, pelea, enfrentamiento, disputa. Un conflicto no es necesariamente violento; en un foro se enfrentan posiciones sin recurrir a la fuerza. Para que haya conflicto deben existir dos o más posiciones que se contraponen. Al hablar de “conflicto mapuche”, a secas, se explicita una sola de las partes, lo que no ayuda a entender el problema. Cabe preguntarse entonces: ¿conflicto entre quienes?
Una primera respuesta es que se trata de un conflicto histórico entre el pueblo mapuche y la Corona española, primero, y el Estado chileno, después. Pero la causa esencial del conflicto actual se origina en la ocupación militar y posterior colonización planificada de la Araucanía durante la segunda mitad del siglo XIX (entendemos aquí por Araucanía el territorio situado de cordillera a mar entre el río Biobío y la cuenca del río Toltén). Esta ocupación se ejerció con violencia y tuvo como resultado la concentración de la población originaria en “reducciones”. De modo diferente, la ocupación estatal de los territorios situados al sur de la cuenca del Toltén siguió otra lógica: durante la primera mitad del siglo XIX primó la presencia de misioneros católicos y de colonos alemanes por sobre lo castrense, aunque el resultado también fue la segregación y la relegación espacial de los mapuche-williche.
Han pasado 142 años desde que el Ejército, en 1882, terminó por ocupar el territorio mapuche de la Araucanía, consolidando, por una parte, el proceso de creación de núcleos urbanos a partir de los fuertes militares e iniciando, por otra, la incorporación de “tierras nuevas” a la agricultura extensiva gracias a la creación de colonias agrícolas con inmigrantes europeos.
Cuatro o cinco generaciones se han sucedido desde entonces y los actores en conflicto se han diversificado; por supuesto el Estado está presente y es a quien se le solicita devolver las tierras. Pero si observamos los hechos más violentos ocurridos en los últimos años, estos tienen por blanco la infraestructura relacionada con la explotación forestal y la ocupación de fundos.
En efecto, la realidad del pueblo mapuche ha cambiado mucho. Un punto de quiebre lo constituye, sin duda, el golpe militar de 1973 con su consiguiente contrarreforma agraria, combinada con una represión feroz y encarnizada en contra de las comunidades movilizadas. Corolario de la restauración conservadora de Pinochet fue el acto de favorecer a algunos grandes grupos económicos de la industria de la celulosa para que expandieran las plantaciones forestales gracias a subvenciones estatales. Poderosos imperios del papel que luego, en democracia, continuaron siendo privilegiados.
Entonces, no es casual que importantes zonas de conflicto se sitúen justamente allí donde las plantaciones forestales han cubierto gran parte del paisaje, como ocurre en las provincias de Arauco y Malleco.
¿Cuáles han sido los impactos del monocultivo forestal en los territorios? El resultado está a la vista: despoblamiento rural (la población campesina ha emigrado a los centros urbanos o sobrevive arrinconada en las orillas de las plantaciones), alteración de los ecosistemas (desaparición de la fauna y la flora nativas, erosión de los suelos, agotamiento de las napas y de los escurrimientos de agua), facilitación y rápida expansión de los megaincendios y varias otras externalidades negativas, como la contaminación ambiental de las plantas de celulosa y los accidentes de ruta provocados por camiones sobredimensionados que transportan madera.
Otra parte del conflicto lo constituyen los propietarios agrícolas. En este caso, la política neoliberal vigente promueve una agricultura regida por la ley de la oferta y la demanda, orientada a la exportación en función de las ventajas comparativas. Este modelo ha tenido consecuencias importantes en el campo. Muchos agricultores han debido reorientar su producción hacia el monocultivo exportador, dejando de abastecer el mercado interno. Más inquietante aún resulta el avance de la subdivisión de los predios agrícolas en parcelas de agrado o de habitación que van reduciendo progresivamente la viabilidad de la actividad agropecuaria.
En este escenario, y considerando que una de las demandas de los mapuche pasa por la devolución o adquisición de tierras, hay varias cuestiones que deberían ser evidenciadas si se desea dar una solución de largo plazo. En primer lugar, saber de qué manera se están ocupando y explotando las tierras entregadas a las comunidades. Es muy importante, para continuar con esta política, tener un diagnóstico certero de la realidad.
Del mismo modo, cabe considerar que las transformaciones estructurales que ha vivido la sociedad chilena en los últimos 40 años también han afectado a los mapuche y, por lo tanto, no se puede afrontar este denominado conflicto y su posible superación desde visiones sustentadas en preconcepciones sin soporte en la realidad actual.
Sin duda, el modelo del minifundio no parece viable como solución, puesto que la sucesión de las generaciones hace que lo que fue sustentable en un momento, en dos o tres generaciones no lo sea debido a la subdivisión creciente que provoca el crecimiento demográfico interno en las comunidades. En efecto, el solo aumento vegetativo de la población en un contexto de limitación territorial inviabiliza la reproducción económica y social de las familias campesinas en el largo plazo. La salida a este problema fue en el siglo XX la migración campo-ciudad.
Con todo, la promoción del cooperativismo rural podría aportar a la sustentación de un modelo de desarrollo campesino e indígena que considere la vida y el trabajo en el campo más allá de las leyes de mercado. En un país con una reforma agraria frustrada y un conflicto histórico ligado a la posesión de un territorio densamente poblado, una política de cooperativas podría aportar positivamente, en el largo plazo, a viabilizar alternativas de solución.