Jon Lee Anderson: “La revuelta antiracista puede ser el principio del fin para Trump”

Columnista estable del New Yorker y reportero fogueado en conflictos armados y en las luchas por el poder en América Latina, al periodista de 63 años la pandemia lo tiene recluido en su casa de Inglaterra, pero eso no le ha impedido mantener su mirada aguda y demoledora contra el líder de la Casa Blanca y la ola de gobiernos populistas de derecha que según él están hundiendo las democracias en nuestra región.

Por Denisse Espinoza A.

Son tiempos difíciles para ser un corresponsal todo terreno. La pandemia del Covid-19 ha dejado al mundo en modo de espera y en el ejercicio del periodismo se hace sentir con más fuerza que nunca la ausencia de la calle y el reporteo cara a cara. Jon Lee Anderson (1957) sabe mejor que nadie lo que se siente y suelta un bufido frente a la pantalla de WhatsAap al admitirlo: “Mira, la verdad es que no he salido de casa desde febrero, lo cual para mí es casi inconcebible. No estoy acostumbrado a estar tanto tiempo en un mismo sitio y ya me pongo inquieto, espero ver si en julio es posible viajar a algún lado”, dice el periodista estadounidense sentado en el comedor de su casa de campo en Essex, Inglaterra, donde al menos puede salir a caminar, junto a sus perros, un buen trecho hasta la la playa. 

El periodista Jon Lee Anderson, en Kiev, Ucrania, 2014.

Los chilenos hemos vivido durante los últimos 40 años los efectos del neoliberalismo. Sin embargo, estas políticas han sido confrontadas a través de movimientos sociales y manifestaciones. ¿Crees que el neoliberalismo pueda ser derrocado?

—No creo que pueda ser derrocado, creo que el sistema debe ser limpiado en profundidad. Un régimen neoliberal no se trata solo de principios de gobierno, la razón neoliberal se propaga en cada grieta de la política y de la conducta cotidiana. Una cosa es derrocar a un tirano, a un rey o a la dominación de las empresas; otra cosa es tomar todo un sistema de razón y reemplazarlo. Se trata de nuevos valores, formas de tratar a la gente, nuevos indicadores para decidir qué es útil. Y eso no es un derrocamiento, es un proceso lento, largo, cuidadoso y deliberado, que será enfrentado con una enorme resistencia por quienes no creen en él, sean gente de derecha o liberales.

Una de las ideas que desarrollas es que la derecha se ha apropiado del concepto de libertad para desviar su significado original a un sentido neoliberal. Bajo esa perspectiva, ¿de qué hablamos ahora cuando hablamos de libertad? 

—Estamos bastante familiarizados con la idea de que el neoliberalismo valora la libertad de mercado, pero intelectuales neoliberales como Hayek, Friedman y von Mises entendían la libertad como un fenómeno individual más que político. Las democracias prometen igualdad política, y Hayek, von Mises y Friedman odiaban esta idea porque pensaban que conducía a la redistribución, a la justicia social y a un Estado de bienestar. Querían un estatismo que apuntalara el mercado y la moral tradicional, pero que concentrara la libertad en el individuo. Eso hizo que estuviesen de acuerdo con regímenes políticos autoritarios que propagaban las libertades individuales y de mercado; por eso apoyaron a Pinochet. El neoliberalismo ha separado la libertad de la democracia para convertirla en antidemocrática, para hacerla compatible con el autoritarismo, y eso es lo que vemos hoy en la derecha. Se ha vuelto antidemocrático y ataca la democracia apoyando etnonacionalismos y autoritarismos, mientras sigue aferrándose a la idea de las libertades individuales.

¿Cómo calza la libertad individual con el contexto de pandemia, donde los derechos y libertades individuales han perdido peso ante la importancia de la comunidad y un sentido colectivo? Pienso en los discursos de los antimascarillas o antivacunas.  

—(Esas personas hablan de las mascarillas o las vacunas) como si fueran un asunto de libertades individuales en vez de entender que estamos todos conectados, que una pandemia significa que no puedes concebir individuos independientes unos de otros. Son rebeliones antisociales en su esencia, que rechazan que el Estado y la sociedad tengan alguna atribución para proteger u organizar a la población. En su lugar, tenemos ese individualismo extremo de “mi libertad, mi cuerpo, haré lo que quiera con él”. La pandemia tomó el contexto neoliberal y lo hizo visible de la forma más cruda e impactante. Reveló las extremas desigualdades económicas y sus características de género y raciales, la diferencia en el acceso a la atención sanitaria, y, por supuesto, la vasta desigualdad Norte-Sur en la vacunación. Pero la pandemia también ha significado una crisis para muchos regímenes neoliberales que, en muchos casos, eran de extrema derecha y no pudieron lidiar con esto. Sea Brasil, el Reino Unido o Estados Unidos bajo Donald Trump; quedó en evidencia lo imposible que es enfrentar una crisis como la pandemia, la injusticia racial o la crisis climática desde una posición neoliberal. No se puede, necesitas respuestas políticamente organizadas y la razón neoliberal se opone a la movilización del Estado para cuidar a las personas.

La reivindicación del hombre blanco

Wendy Brown escribe al ritmo político del presente: El pueblo sin atributos fue ideado durante los últimos años de la administración de Barack Obama, mientras que En las ruinas del liberalismo fue escrito inmediatamente después del triunfo del Brexit y la elección de Trump. “Es bueno no tener que pensar en él durante cada hora de cada día”, dice con humor cuando sale el expresidente a colación. “Pero lamentablemente seguimos pensando en él”.

Adherente de Trump en un rally, en Minneapolis. – Crédito: Tony-Webster

La extrema derecha ha tenido mucha visibilidad en el último tiempo: en Estados Unidos bajo Trump y durante los ataques al Capitolio, y, en Chile, en marchas y en la creación de un partido político. ¿Cómo ha contribuido el neoliberalismo al surgimiento de estos grupos?

—Un primer punto es que el neoliberalismo ha legitimado sentimientos antidemocráticos y ha normalizado a grupos de extrema derecha que atacan la democracia, también ha desacreditado la idea del gasto y bienestar social. Y estos factores han conformado una base para el surgimiento de estos grupos antidemocráticos, los que se han masificado luego de existir en la periferia durante muchos años. El neoliberalismo ha desarmado la sociedad, eliminando programas sociales, lazos grupales y la idea de comunidad de un Estado de bienestar. Un segundo punto es el destronamiento del trabajador, del hombre blanco común, que ha tenido una actitud reaccionaria de “quiero mi trono de vuelta”. Y la forma en que lo logra es atacando a otra gente, a la política, a la globalización y a los extranjeros. Así encontramos etnonacionalismos, nacionalismos económicos, política de extrema derecha, y también una derecha que adula a hombres fuertes, ya sean Trump, Bolsonaro o Pinochet, que encarnan la idea del tipo fuerte que se sale con la suya, toma y hace lo que quiere, mata gente si es necesario, pero hace el mundo mejor.

Planteas que si bien el progresismo ha atribuido el surgimiento de estos grupos a la globalización o las diferencias rurales y urbanas, en realidad deberíamos enfocarnos en el ataque neoliberal a la democracia y a la sociedad. Sin embargo, si nos centramos solo en el neoliberalismo, ¿cómo se incorpora la noción de privilegio racial, de género y económico en tu análisis?

—Podemos llamarlo privilegio, pero también en algunos casos supremacía, y es fundamental. Es lo que mencionaba sobre el hombre blanco: muchos de los grupos de extrema derecha de la zona euroatlántica están compuestos por supremacistas que provienen de clases trabajadoras, no necesariamente pobres, pero tampoco económicamente privilegiados. Los grupos de extrema derecha son una respuesta de hombres blancos que creen que la civilización occidental y su propio país deberían ponerlos a ellos primero, como si hubiesen sido desplazados. Culpan a los inmigrantes, a las feministas, a las minorías raciales. Pero lo que los ha desplazado ha sido la globalización y sus efectos en la industrialización durante los últimos 40 años. El supremacismo blanco es la bandera de estos grupos, sienten que les da derecho a un espacio.

En los ataques al Capitolio varios participantes eran integrantes de grupos conspirativos. ¿Por qué grupos de extrema derecha necesitan conspiraciones para darle sentido al mundo?

—No tengo una respuesta definitiva. Se pensaba que el cristianismo como religión hegemónica tenía fundamentos inamovibles, pero su declive y un mundo lleno de poderes que nadie parece controlar han construido un escenario perfecto para un pensamiento conspirativo. En lugar del cristianismo tenemos teorías de la conspiración, que creen que existen fuerzas ocultas operando y que alguien está a cargo de ellas, pero no es Dios o un salvador, sino un grupo perverso causando caos. Esto también tiene relación con la gran popularidad de las religiones evangélicas en lugares como África, Latinoamérica y el Sudeste Asiático. El sistema de creencias que crece más rápido en el mundo mientras aumenta el poder del capital no es el proletariado ni el socialismo. Es la fe en el cristianismo evangélico, que también tiene cierta orientación conspirativa.

Ha habido un aumento de ataques contra la comunidad asiática en Estados Unidos. Sin embargo, ha habido cierta resistencia desde las autoridades a calificarlos como ataques racistas. ¿Cómo ha influido el neoliberalismo en la forma en que hoy se entiende la raza?

—El neoliberalismo ha convertido la raza en un fetiche y un tema identitario de pertenencia, en lugar de entenderlo como un fenómeno construido histórica y socialmente para asegurar un orden social jerárquico. En el caso de la campaña de odio contra la comunidad asiática, hay que recordar que Estados Unidos trajo trabajadores de China hace 200 años y desde entonces han sido identificados como portadores de enfermedades y ladrones de puestos de trabajo. Este odio resurgió por culpa de Trump y su identificación del covid-19 con China. Es un escenario dramático. La forma de enfrentar esto es estudiando cómo se está reproduciendo y afianzando la supremacía blanca cuando se permite que continúen estos ataques racistas. Y esto debería bastar para que todos —negros, blancos, asiáticos y latinos— nos unamos para hacerle frente.  

El sueño amerikkkano

Por Claudia Lagos

El 18 de marzo pasado, Stephon Clark, de 22 años, fue acribillado por policías en el patio de su casa en Sacramento, California. Los oficiales pensaron que era el sospechoso que buscaban, el que había quebrado vidrios de autos y de propiedades en el barrio, según la denuncia recibida al número de emergencias 911. Clark recibió 20 balazos. Los videos liberados por la policía grabados por cámaras que portaban los efectivos y el helicóptero que sobrevolaba la zona, muestran los múltiples disparos en la espalda, a corta distancia, y la nula oportunidad de Clark de haber zafado de su ejecución. Clark, afroamericano, estaba desarmado. Los policías aseguran que confundieron el teléfono móvil de Clark con un arma.

El asesinato a mansalva ha desatado protestas callejeras de la comunidad de Sacramento que aún no se apagan, tal como sucedió antes en Ferguson, Baltimore, Baton Rouge, Charlotte, New York y otras incontables comunidades donde ser joven y afroamericano implica un riesgo vital si la policía se cruza en tu camino. De hecho, datos de distintas fuentes concuerdan en que los afroamericanos tienen más posibilidades de ser baleados por la policía que los blancos.

La brutalidad policial, entre otras manifestaciones del racismo en Estados Unidos, ha gatillado el movimiento #BlackLivesMatter y la adhesión de connotadas figuras públicas. Numerosos deportistas, por ejemplo, llevan varios años manifestándose públicamente contra las víctimas de la brutalidad policial y del racismo, donando a activistas y organizaciones que luchan por una mayor justicia racial o disputando, en la esfera pública, en sus cuentas de Twitter, en las entrevistas en canales de televisión o radio los discursos de supremacistas blancos. Varios connotados jugadores de las ligas profesionales de básquetbol femenino y masculino, así como también del fútbol americano, entre otros, han devenido activistas.

Pero la brutalidad policial es sólo una de las manifestaciones de la discriminación racial en Estados Unidos. El país tiene las peores tasas de muerte materna del mundo industrializado pero las mujeres afroamericanas tienen más posibilidades de morir después del parto producto de negligencias médicas o falta de cuidados de parte de los equipos médicos debido a prejuicios raciales. Los mismos prejuicios que explican la alta tasa de rechazo de solicitudes de créditos hipotecarios a estadounidenses afroamericanos o latinos, por ejemplo.

La retórica instalada por el actual presidente, Donald Trump, desde su campaña en 2016, no ha hecho sino empeorar las cosas: En el lanzamiento de su campaña dijo que los mexicanos son “criminales” y “violadores” y ha insistido en que construirá una muralla en la frontera con México. El año pasado dijo que todos los inmigrantes provenientes de Haití tienen SIDA, que 40 mil nigerianos nunca volverían a sus “cabañas” una vez que vean Estados Unidos y que por qué en vez de recibir migrantes haitianos o africanos no recibían más noruegos. Además, ha dicho reiteradamente que ciudades con población mayoritariamente afroamericana o latina son “zonas de guerra distópicas” y calificó a los puertorriqueños que criticaron la lentitud y escasez de la ayuda federal después del Huracán María como “ingratos”. Las críticas de los boricuas al abandono del gobierno federal son más que justificadas: varios meses después de que el huracán golpeara la isla, hay vastos sectores sin luz o agua potable.

Por el contrario, Trump ha sido condescendiente con los líderes supremacistas blancos y no se inmutó en rechazar el apoyo público a su campaña de parte de quien había sido uno de los máximos líderes del Ku Klux Klan. The New York Times, por ejemplo, rastreó dichos y acciones racistas de Trump en su trayectoria empresarial y pública bien temprano en los 1970s.

Esta retórica se ha materializado en políticas impulsadas por el gobierno federal en el último año y medio tendientes a impedir el ingreso de ciudadanos de algunos países mayoritariamente musulmanes, a recrudecer la deportación de inmigrantes indocumentados, y en desmantelar las políticas actualmente vigentes que protegen a hijos de inmigrantes indocumentados que fueron traídos a Estados Unidos por sus padres siendo niños, como son la Development, Relief and Education for Alien Minors Act (Ley de Fomento Para el Progreso, Alivio y Educación para Menores Extranjeros), conocida como DREAM, y la Deferred Action for Childhood Arrivals (la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia), conocida como DACA, por mencionar sólo algunos ejemplos.

Esto ha implicado, además, una guerra verbal y administrativa entre el gobierno federal y algunos estados y gobiernos locales (condados) que han adoptado políticas más proactivas en la protección de migrantes y que son conocidas como ciudades o estados santuarios. El ánimo anti-migrantes es palpable, por ejemplo, en el aumento de ataques a musulmanes, sobrepasando incluso los registrados el 2001, el año del atentado a las Torres Gemelas. Y eso que estas cifras consideran sólo los casos que fueron reportados al FBI. Buena parte de las víctimas son mujeres que usan hiyab y que enfrentan desde insultos hasta agresiones físicas en intentos por arrancarles el velo.

Ese fue el caso de mi amiga Shughla, musulmana, que usa hiyab. Después de unos meses sin vernos, la encontré sin su velo. Me contó que había decidido usarlo sólo en espacios privados y protegidos después del último de varios incidentes callejeros: un hombre en el metro la inslultó a viva voz por llevar su hiyab, sin que nadie dijera o hiciera nada.

De primera mano

La ciudad donde vivo con mi esposo y mis dos hijos mientras curso mi doctorado es pequeña y la presencia de una universidad con una numerosa población de estudiantes internacionales de prácticamente todos los rincones del mundo influye en que la comunidad sea relativamente más abierta a la diversidad. Sin embargo, ha habido varios incidentes contra hispanos, musulmanes y afroamericanos. Por ejemplo, en la universidad hay centros de investigación y docencia especializados en temáticas sobre latinos, latinoamericanos, afroamericanos y asiáticos, que en los dos últimos años han sido rayados con insultos en sus paredes.

Mis hijos asisten a una escuela bilingüe español-inglés y la comunidad hispana y latina es numerosa, incluyendo algunos indocumentados. Por lo tanto, las autoridades escolares y el personal de la escuela han sido muy activos en proveer información, apoyo social y recomendaciones sobre qué hacer en caso de que las personas se enfrenten a redadas de la migra (que es un organismo federal y no local).

En este contexto, quienes se encuentran sin sus documentos migratorios en regla están comprensiblemente preocupados y han modificadoalgunas prácticas cotidianas con el objetivo de disminuir cualquier riesgo de enfrentar a la policía, lo que incluye enseñarle a sus hijos qué hacer y qué decir en caso de que la migra toque a su puerta, así como también han firmado un poder legal a nombre de amigos estadounidenses que, generosamente, quedarían al cuidado de los niños si es que sus padres son detenidos y/o deportados.

Algunos migrantes han dejado de recurrir a ciertos servicios sociales con el objetivo de evitar cualquier riesgo potencial, ya sea real o aparente. Las deportaciones en Estados Unidos no son nuevas ni han sido esporádicas o a pequeña escala. Barack Obama, por ejemplo, expulsó a más de 2 millones y medio de personas durante sus ocho años de mandato. Sin embargo, en su primer año de gobierno, Trump arrestó más indocumentados que los que había realizado la administración de Obama el año anterior. Es decir, hay más redadas y, por lo tanto, también más temor.

Pero la furia y la discriminación no distinguen si el estatus migratorio de una persona está en regla o no. Sólo identifican pieles, acentos y lenguaje. Y eso basta para que el gringo en la sala de espera del hospital murmure molesto que “por qué no hablan inglés, si en este país se habla inglés”; o que otro baje la ventanilla y le grite de su camioneta andando a una mujer en otro auto, en la carretera, que “por qué no te vas de vuelta a tu país”, a pesar de que Estados Unidos es su país de residencia, según sus documentos en regla. O cuando a mi marido le han preguntado, con cara de pocos amigos, si es del Medio Oriente o de qué parte de México viene. La denominación legal para los inmigrantes en Estados Unidos, la de aquellos con su documentación de estadía en regla, es “alien”.

En estos pocos años viviendo acá, creo que el vocablo captura muy bien la conflictiva relación de la sociedad estadounidense con su población migrante. Con o sin documentos, trabaja, contribuye a sus escuelas, a sus comunidades, a la cultura local y nacional.

La era Trump

Por Faride Zerán

La tolerancia es un concepto que se expresa con fuerza en el siglo 17, y que en el siglo 18, con Voltaire y Diderot, alcanza su máxima validación intelectual. Es la reivindicación que se levanta en Europa cuando la Iglesia Católica perseguía a quienes no abrazaban sus ideas, y es el estandarte de quienes apostaron a ella como el valor máximo de la ilustración.

La carta sobre la tolerancia de John Locke a fines del siglo 17 es la expresión de esa necesaria separación entre Iglesia y Estado. Tres siglos más tarde y tras millones de muertos en guerras declaradas y otras escondidas, esos valores, sumados a los de la diversidad que nos hablan del respeto a los derechos civiles, sociales y reproductivos, se levantan como las grandes conquistas del humanismo para este milenio

De Martí a Simón Bolívar en nuestro continente; de Ghandi, Luther King a Mandela; o de Fanon, Sartre, a De Beauvoir, las generaciones del siglo 20 crecieron siguiendo las luchas anticoloniales y antimperialistas de los pueblos, aprendiendo que ciertos términos debían ser desterrados de nuestro lenguaje, como racismo, apartheid, gueto, segregación. Y, más tarde, que otras debían ser denunciadas como discriminación, machismo, sexismo, misoginia, etcétera…

Desde la Declaración Universal de los DD.HH. de Naciones Unidas de 1948, la humanidad ha avanzado asumiendo que todos somos sujetos de derecho y que la tolerancia y la diversidad deben ser protegidos no sólo con leyes y normas, sino también en el ejercicio cotidiano de la comunicación.

Porque lo “políticamente correcto” no nos remite al eufemismo en la esfera de la socialización, donde se disimulan la ignorancia y el prejuicio, sino que nos lleva a una forma de lenguaje que tributa al respeto y tolerancia hacia toda la humanidad.

De ahí que el discurso racista y misógino del recientemente electo Presidente de EE.UU. Donald Trump, resulte alarmante, así como sus amenazas antimusulmanas; de construcción de un muro en la frontera de tres mil kilómetros con México, y de expulsión del país de cerca de dos millones de mexicanos, más otras expresadas urbi et orbi.

Las similitudes entre EE.UU. hoy y la Alemania que votó en las urnas a Hitler en marzo de 1932 pueden resultar lejanas y exageradas para muchos. Sin embargo, un ejemplo más reciente al interior de EE.UU. es la figura del senador Joseph Mc Carthy, que entre 1950 y 1956, con la Guerra Fría como telón de fondo, marcó una época de persecución, cárcel y destierro para miles de estadounidenses, que acusados de “actividades antiamericanas” fueron despedidos de sus trabajos, acosados, encarcelados o exiliados.

El actor Charles Chaplin; el periodista inmortalizado en la película Buenas noches, buena suerte, Edward R. Murrow; el escritor Dashiell Hammett; o Arthur Miller, entre muchas figuras de literatura, el cine o el teatro fueron víctimas de esta “caza de brujas” que marcó de manera dramática la vida política, social y cultural de la sociedad estadounidense de la década de los cincuenta.

Pero hoy es la humanidad y sus valores de tolerancia y respeto a la diversidad lo que nuevamente está en juego. Con ellos, la vida de millones de desplazados de las intervenciones del mundo occidental en las zonas de Asia y África, en la mayor catástrofe humanitaria de los últimos tiempos.

En el inicio de la era Trump, el futuro de esas millones de personas, en su mayoría musulmanes, así como el de miles de mexicanos cuya permanencia en EE.UU. se ve amenazada, es incierto. ¡Pero no son los únicos!

Por ello la humanidad apuesta a que en el futuro Trump se escriba con la T de tolerancia y no de tragedia.