La inspiración chilena de Paul B. Preciado

En esta entrevista, el filósofo y curador español —uno de los más influyentes de hoy— cuenta cómo rescató el trabajo de Lorenza Böttner, una artista trans nacida en Punta Arenas que además de aparecer en libros de Bolaño y Lemebel, y de posar para Robert Mapplethorpe, fue la creadora de una obra que se alzó como una crítica a la normalización del cuerpo y del género.

Por Evelyn Erlij

En 1996, Roberto Bolaño y Pedro Lemebel mencionaron en sus libros Estrella distante y Loco afán —respectivamente— a un personaje inverosímil, una suerte de fantasma, tan bolañesco como lemebeliano, que parecía condenado a desaparecer en sus páginas. Según el primero, su nombre era Lorenzo; para el segundo, era Lorenza. Cada uno le escribió una biografía distinta: Bolaño decía que era parte del alud de exiliados que dejó la dictadura; Lemebel contaba que era hijo de una alemana y de un carabinero chileno que, tras un accidente que lo dejó sin brazos, partió junto a su madre a Alemania para curarse. Su nombre, escribe, era Ernst Böttner, nació en Punta Arenas, y una vez en Europa, se habría convertido en una artista visual llamada Lorenza. 

Lorenza Böttner. Colección privada (gentileza del Württembergischer Kunstverein Stuttgart, en el contexto de la exposición Réquiem por la norma)

“Érase una vez un niño pobre de Chile… El niño se llamaba Lorenzo, creo, no estoy seguro, y he olvidado su apellido, pero más de uno lo recordará, y le gustaba jugar y subirse a los árboles y a los postes de alta tensión. Un día se subió a uno de estos postes y recibió una descarga tan fuerte que perdió los dos brazos”, cuenta el autor de 2666. En la crónica “Lorenza (Las alas de la manca)”, Lemebel agrega: “Ernst reemplazó las manos perdidas por sus pies, que desarrollaron todo tipo de habilidades, en especial la pintura y el dibujo. Pero luego fue derivando la plástica hacia una cosmética travesti que hizo crecer las alas calcinadas de su pequeño corazón homosexual. Estudió arte clásico, posó como modelo e hizo de su propia corporalidad una escultura en movimiento (…). Entonces nació Lorenza Böttner. El nombre femenino fue la última pluma que completó su ajuar travestí”.

En la época en que se publicaron estos libros, todavía faltaban unos años para que Paul B. Preciado (1970) se convirtiera en uno de los teóricos del género más importantes y radicales de las últimas décadas gracias a ensayos como Manifiesto contrasexual (2002), Testo yonqui (2008) o Pornotopía (2010). “Aunque soy un lector asiduo de Bolaño y Lemebel, no me había llamado la atención la figura de Lorenza en sus obras. Creía que era un personaje casi de ficción”, cuenta Preciado desde París, a días de haber lanzado Un apartamento en Urano, un libro de crónicas para cuya portada eligió un dibujo de Lorenza Böttner: un cuerpo, mitad masculino, mitad femenino, que de alguna forma los representa a los dos. Para más señas: el nombre de nacimiento de la artista chilena era Ernst y el del filósofo español era Beatriz.

Cuenta que llegó a Lorenza por azar en 2014, mientras hacía un curso dedicado a explorar las políticas del cuerpo en las prácticas artísticas y literarias de los años posteriores a la dictadura española. Quería cartografiar las prácticas artísticas, dice, dando especial relevancia a la disidencia corporal y la diversidad funcional. Así llegó a los Juegos Paralímpicos de Barcelona de 1992, cuya mascota oficial, Petra, era una figura sin brazos. En el diario español ABC de ese período, anunciaban la noticia así: “Un actor chileno disminuido físico, llamado Lorenza Böttner, dará vida a la mascota Petra”.

“Desde el primer momento quise saber quién estaba detrás del personaje”, explica Preciado, que desde hace varios años se dedica a la curatoría y fue elegido en 2018 como una de las figuras más influyentes del mundo del arte según la revista Art Review. Entre lo poco que se sabía de su vida —gracias, en parte a una investigación que hizo en 2016 Carl Fischer, académico de la Fordham University, en Estados Unidos, en el contexto de sus estudios doctorales sobre literatura chilena queer— estaba que Lorenza había muerto en Múnich en 1994 a los 33 años por complicaciones relacionadas al sida. Había estudiado en la Escuela de Arte y Diseño de Kassel, hizo performances en Nueva York y vivió en Barcelona y Múnich. Pero además de reconstruir su biografía, lo esencial para Preciado era descubrir dónde estaba su obra.

“Es así como llegué hasta la madre de Lorenza, que había guardado todo el trabajo de su hijo/hija en su casa —cuenta el filósofo, que en noviembre inauguró Réquiem por la norma en La Virreina Centre de la Imatge, en Barcelona, una exposición en torno al trabajo de Böttner que hoy se exhibe en Stuttgart—. El primer encuentro con su obra fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida como curador. Creo que fue Lorenza quien me encontró a mí y no yo quien encontré a Lorenza. Su trabajo daba materialidad a todo un conjunto de prácticas de disidencia sexual y corporal sobre las que yo había estado trabajando de forma teórica durante años”.

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Visibilizar la obra de Lorenza Böttner significó para Preciado un trabajo largo de clasificación, fotografiado, restauración y estudio —el material estuvo guardado durante mucho tiempo en Múnich sin condiciones de conservación—, para lo que necesitaba un equipo y, sobre todo, un presupuesto. En ese momento, cuenta, se topó con una segunda dificultad: combatir la visión exotizante y patalógica con que se suelen mirar los cuerpos trans y con diversidad funcional, en vistas a lograr que la obra de Lorenza fuera reconocida como “arte”. “Me enfrenté entonces a los prejuicios según los cuales el trabajo artístico de una persona con diversidad funcional es considerado como handicap art —explica—. Se me llegó a decir que Lorenza era una artista de Unicef”.

Lorenza Böttner. Colección privada (gentileza del Württembergischer Kunstverein Stuttgart, en el contexto de la exposición Réquiem por la norma)

Tanto los problemas de financiamiento como los de validación entre los entendidos se solucionaron cuando Paul B. Preciado fue nombrado curador de documenta 14, el prestigioso encuentro alemán de arte que tiene lugar en Kassel, y que por primera vez en 2017 se realizó también en Atenas. “El proyecto fue acogido con entusiasmo por su director, Adam Szymczyk, y después por todo el equipo de asistentes que colaboraron conmigo para preparar la exposición —cuenta—. Mi reto, entonces, fue articular una narración, un relato curatorial que restaurara la posibilidad de que el trabajo de Lorenza fuera entendido como arte, arte performativo, pintura, fotografía; no como terapia ocupacional de una persona supuestamente discapacitada”.

En paralelo, Preciado fue reconstruyendo la vida de Böttner, y así encontró un número de la revista Mampato de noviembre de 1973 —editada entonces por Isabel Allende—, en el que se publicó una nota sobre ella titulada “Un muchacho ejemplar”. “(Ernst) apareció un día en la oficina a entregar sus dibujos como colaboración a la revista. Estaba de paso en Santiago con su mamá, ya que en pocos días más tomaría un avión que lo llevaría a Alemania”, se lee en el texto, donde se apunta que por entonces cursaba octavo básico en el Colegio Alemán de Punta Arenas. Ese viaje, con el que pretendía acceder a terapias especializadas, fue un trayecto sin retorno: Lorenza Böttner volvió a Chile apenas un par de veces, de manera muy breve, antes de morir.

En su crónica, Lemebel cuenta que a pesar de haber hecho una performance en Santiago, pasó casi desapercibida en el ambiente cultural local: “La acción de Lorenza en Chile se realizó una calurosa tarde de domingo en la galería Bucci, ante un escaso público y la mirada ociosa de las parejas que salen a vitrinear los días festivos. Alguien preguntó si era parte de la Teletón, y lo hicieron callar mientras la bella manca proyectaba su sombra etrusca en los muros de la galería (…). Al pasar por un regimiento, los milicos de guardia le tiraron besos y algo le gritaron. Y ella, sin incomodarse, abrió de par en par su capa y les contestó que bueno, pero de a uno”.

Entre los chilenos que la conocieron, según la crónica de Loco afán, estaba el artista Mario Soro, quien entabló una amistad con ella cuando fue a Alemania en 1989 (ver recuadro). Pero más allá de anécdotas de este tipo, se sabe poco de su relación con Chile. De la lectura de Estrella distante se podría deducir que su nombre era conocido entre los escritores y artistas chilenos en Europa como el propio Bolaño, quien en la voz de su alter-ego, Arturo Belano, habla sobre los días en que Lorenza fue Petra: “Por aquel entonces yo estaba internado en el Hospital Valle Hebrón de Barcelona con el hígado do hecho polvo y me enteraba de sus triunfos, de sus chistes, de sus anécdotas, leyendo dos o tres periódicos diariamente. A veces, leyendo sus entrevistas, me daban ataques de risa. Otras veces me ponía a llorar. También lo vi en la televisión. Hacía muy bien su papel”.

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La exposición Réquiem por la norma —que luego de Stuttgart se presentará en Bergen, Toronto y París, y que todavía no tiene invitaciones formales desde Chile— reúne un centenar de trabajos que muestran la diversidad de registros y estilos de Böttner, quien exploró la fotografía, el dibujo, la performance, la instalación, la pintura y la danza, disciplinas que, según la narrativa hegemónica del arte, tienen en el centro de sus prácticas los brazos y las manos. Lorenza creaba con la boca y los pies —“aprendí a usar el lápiz con la boca y estaba todavía en el hospital cuando hice los primeros intentos de dibujar”, explicó en Mampato—, y a esa disidencia funcional se suma la de género: Lorenza se autorretrataba en fotos y pinturas ni como mujer ni como hombre. Su cuerpo, dice Preciado, no es identidad, sino tránsito.

“Más que de travestismo, convendría hablar de prácticas de transición como técnicas de contra-aprendizaje mediante las cuales el cuerpo y la subjetividad considerados como ‘discapacitados’ o ‘enfermos’ reclaman su derecho a representarse y a inventar sus propias prácticas de vida. Por ello no sería adecuado decir que Lorenza traviste los pies y la boca en manos, o que se traviste simplemente en mujer, sino que inventa otro cuerpo, otra práctica artística y de género: ni discapacitada ni normal, ni femenina ni masculina, ni pintura ni danza”, escribe el curador en el dossier de la exposición, en la que se incluyen, además, entrevistas grabadas y extractos de películas en las que participó Böttner. En una de ellas, dice: “Soy una performance en movimiento”.

Lorenza funde y confunde vida y obra —una práctica común en el arte de la segunda mitad del siglo XX—, pero lo absolutamente nuevo, dice Preciado, “es su intención de escapar al encierro institucional y a la invisibilización que pesa sobre los cuerpos con diversidad funcional; es la afirmación de su cuerpo vivo, de su cuerpo vulnerable pero deseante frente a la representación normativa de la discapacidad y de la transexualidad como patologías —explica—. Lorenza utiliza la performance, la pintura, la fotografía, eso que ella llama la ‘pintura-bailada’ para fabricarse un cuerpo que resiste a la norma. Eso es lo que la hace absolutamente contemporánea: su rechazo de una identidad fija y de una asignación patológica”.

“El primer encuentro con la obra de Lorenza fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida como curador. Su trabajo daba materialidad a todo un conjunto de prácticas de disidencia sexual y corporal sobre las que había estado trabajando durante años”, dice Preciado.

En Europa y Estados Unidos, Lorenza hizo cientos de performances y pinturas-danza: algo así como intervenciones callejeras en las que pintaba el suelo con los pies mientras bailaba. En Nueva York, gracias a una beca de la Universidad de Nueva York Steinhardt, profundizó sus estudios en arte, se integró en el mundo artístico local e incluso posó para fotógrafos como Robert Mapplethorpe y Joel Peter Witkin. Böttner se rebeló contra lo que Bolaño llamó “el zoológico de las miradas” —es decir, la imagen de freak— haciendo visible su cuerpo, instalándolo en la calle y en el centro de su obra: “soy una exhibicionista”, dice en una entrevista grabada, lo que se hace evidente en su afán constante por autorretratarse.

En tiempos en que tanto los discursos de las disidencias sexuales como los de los feminismos apuntan hacia un mismo tipo de cuerpo, hacer que el nombre de Lorenza Böttner circule hoy es un gesto político: “La obra de Lorenza es un manifiesto que permite imaginar otra política del cuerpo, más allá de las políticas de identidad y de las distinciones entre lo normal y lo patológico —dice Preciado—. Para mí, es una figura del cruce, una figura de la transición que apunta hacia la posibilidad de imaginar un sujeto político transversal no definido por las taxonomías jerárquicas de la modernidad (“hombre, “mujer”, “homosexual” o “discapacitado”), sino un sujeto que se define por ser un cuerpo vivo vulnerable”.

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Mario Soro: recuerdos de Lorenza

Lemebel escribió la crónica de Loco afán después de entrevistar a Mario Soro, quien era familiar lejano de Böttner. “Lorenza era prima de unos primos míos”, cuenta el artista visual y grabador, que fue parte de la exposición Los dominios perdidos, del Museo de Artes Visuales (MAVI), una muestra sobre arte chileno de la posdictadura donde se exhibió, hasta el 5 de mayo, un cuaderno de viaje en el que dedica un capítulo al momento en que conoció a Lorenza en Múnich, en 1989. “Fui para participar en Cirugía plástica, una muestra de arte chileno en Berlín, pero llegué primero a Frankfurt donde una prima, que me habló de Lorenza”, recuerda. “Cuando la vi, me encontré con un personaje de dos metros que me extendió el pie con tal gracia, que no me di cuenta de que no era su mano. Conocerla me desarmó y me rearmó entero, y determinó toda mi obra posterior”.

Soro, que desde entonces trabajó en torno a la amputación y el desmembramiento del cuerpo humano en exposiciones como Enfermedades del cuerpo político (2010 -2017) y en obras como La mesa de trabajo de los héroes (2000), forjó una relación de amistad con Lorenza que duró hasta su muerte. “Lorenza vino a Chile en varias oportunidades y se quedaba en mi casa, que era su lugar de confianza. En su primer viaje, en 1989, yo trabajaba con la galería Bucci y planteamos la idea de hacer una performance con ella, que consistió en dibujar con el pie una figura masculina heroica, casi filofascista, y una figura de mujer. No tenía nada de tremebundo, como las performances que se hacían acá y que tenían desnudos, sangre, sudor, semen”, cuenta. “Los que la vieron se cagaron de la risa, de ella y de su ingenuidad, de su interés por lo representativo. Lo más importante en su trabajo era el cuerpo: toda su obra era una prótesis. Quise darla a conocer, porque capté el factor disruptivo. Por eso fue una sorpresa maravillosa cuando Pedro (Lemebel) se me acercó. Me puse a llorar con él”, confiesa. Y agrega: “A Lorenza le interesaba lo que pasaba en Chile, pero no hacía referencias a temas políticos. Era una alemana con una infancia chilena en Punta Arenas, y tenía ese imaginario del viento, del frío, del paisaje local. La recuerdo muy sensible, muy generosa, extraordinariamente femenina y masculina a la vez”.

Crédito – Mario Soro
Crédito – Mario Soro
Crédito Colección privada (gentileza del Württembergischer Kunstverein Stuttgart, en el contexto de Réquiem por la norma)
Paul B. Preciado – Crédito Catherine Opie. Gentileza de Anagrama

No olvidar a las mujeres

El accionar feminista del año recién pasado tuvo una recepción inusitada en los más diversos ámbitos: universidades, la política y la sociedad toda. Hubo una toma de conciencia generalizada de sus propuestas fundamentales, una invitación a reflexionar acerca de las diferencias de oportunidades y los roles que la sociedad ofrece a hombres y mujeres, de las injusticias que esto conlleva y de su total falta de fundamento.

Esta situación contrasta con lo ocurrido en otras grandes gestas feministas, como el derecho a incorporarse a la educación superior o el derecho al sufragio, las que sí encontraron una resistencia que fue desde el sarcasmo y la descalificación verbal a la represión física.

Deberíamos asumir, entonces, que vamos a ser testigos o, mejor aún, protagonistas, de grandes cambios en la sociedad. Tales cambios requieren replanteamientos profundos para conseguir que las nuevas generaciones se posicionen ante las cuestiones de género de un modo muy distinto al que hemos venido aceptando hasta ahora.

Debemos entonces intentar comprender también cuáles son las causas por las que esta tan marcada discriminación se ha sostenido. Un papel clave lo juegan las expectativas que padres y madres, profesoras y profesores se hacen sobre las niñas y los niños en el proceso escolar y cómo éstas impactan en su futuro rol social. Las académicas de nuestra universidad y del mundo han ido prestando creciente atención y han documentado rigurosamente la forma en que niñas y niños son tratados. La conclusión es contundente: las diferencias no responden a la expresión de rasgos naturalmente implícitos, sino a que se van asumiendo roles inculcados por la sociedad.

Nadie nunca ha demostrado que hombres y mujeres pudieran tener determinantes genéticos que los hagan a unos más aptos que a otras para estudiar o ejercer cualquier carrera profesional. Resulta por tanto notable que en nuestro país, recién en 1877, se aprobara una disposición que permitía el ingreso de mujeres a la educación superior. Obviamente, lo llamativo es que hasta entonces no pudieran hacerlo.

Aparecen en la escena chilena mujeres como Eloísa Díaz, Ernestina Pérez, Justicia Acuña, Elena Caffarena, Olga Poblete y Amanda Labarca; pero la estructura de la discriminación persiste. Aunque parezca increíble, setenta años después de que Eloísa Díaz se recibiera, la carrera de Medicina agregaba al daño el insulto, al ofrecer un número limitado de cupos para mujeres. El argumento, desde luego circular, era que las mujeres, a diferencia de los hombres, muy probablemente no se dedicarían por completo al ejercicio de la profesión.

Lo esencial en la perpetuación de una arbitrariedad es que la gente no la perciba, que lo injustificado parezca natural. Para tal propósito es fundamental que toda excepción a la regla de los roles atribuidos a hombres y mujeres quede oculta, invisibilizada.

Consecuentemente, si se quiere igualdad, habrá que hacer justicia y recordar a las mujeres notables. Y es por ello que gestos como el hecho de haber rebautizado con el nombre de Amanda Labarca una calle próxima al Ministerio de Educación, o incluir el nombre de Eloísa Díaz en la estación del Metro próxima a nuestra Facultad de Medicina, van mucho más allá de una mera formalidad. Apuntan a una cuestión esencial: resistirse a que se reprima en nuestra memoria colectiva el ejemplo de aquellas mujeres que confrontaron los límites infundados que la sociedad les imponía, que desafiaron los roles asignados y que se constituyeron en un ejemplo y un motivo de orgullo para futuras generaciones.

Antología y hallazgo

Viniendo de una autora, compositora e intérprete como Isabel Parra, protagonista en la música chilena desde los años 60, referente de la canción comprometida en Chile y también en el exilio durante la dictadura y vigente hasta hoy, la noticia de un disco nuevo es de por sí relevante. Y lo es por partida doble si el resultado tiene índices tan altos de talento y belleza como pasa en ‘Saludos a todos’.

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Voces de alarma

A propósito del avance de los neofascismos en América Latina y del necesario debate organizado por el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile (CECLA), titulado “Neofascismos en América Latina y los desafíos para la izquierda”, resulta urgente reflexionar en torno a un tema que cada vez es más atingente a la luz de ciertos fenómenos y cifras locales conocidos en el último tiempo.

Ya a mediados de los años 90, el filósofo argentino Ernesto Laclau, partidario de lo que denominó la “democracia radical” —en tanto la prolongación de principios de igualdad a esferas cada vez más amplias de las relaciones sociales—, planteaba que no estábamos en la etapa en que los partidos políticos eran los únicos agentes de cambio social. Para él, vivíamos en sociedades cada vez más fragmentadas en las que no había una lógica que lleve a la homogeneización social, sino a lo contrario: “Organizaciones feministas, organizaciones de los gays, formas de lucha de las poblaciones contra formas concretas de opresión están constituyendo todo un tejido institucional mucho más complejo que la clásica idea de representación a través de los partidos”, explicaba Laclau. “Mi única salvedad —proseguía—, es que hay una cierta visión antipartido, por ejemplo, en ciertas formas de posmodernismo que yo no comparto, porque si bien el rol de los partidos se ha relativizado en un sentido, y no pueden ser los partidos concebidos como el único agente de cambio histórico, los partidos siguen cumpliendo su función, y esa función no puede ser negada”.

Hoy, cuando una izquierda ha sido cuestionada ética y políticamente, y otra nueva pareciera querer asomar, el peso de voces como las de Laclau, provenientes ya sea de la cultura, del pensamiento crítico o la creación, resultan vitales tanto para resignificar los discursos como para los múltiples pliegues de las memorias que conforman las claves identitarias de esas izquierdas.

Izquierdas que, por ejemplo, deben hacerse cargo de una mayoría de chilenos que se considera “más blanco que otras personas de países latinoamericanos” y que percibe a las personas migrantes como “más sucias” que la población local, de acuerdo con un estudio del INDH publicado en su informe anual de 2017, y que agrega que el 68,2 por ciento de la población responde afirmativamente cuando se le pregunta si está de acuerdo con medidas que limiten el ingreso de inmigrantes a Chile.

Izquierdas que deben saber que, según un estudio del año 2018 de la Universidad de Talca sobre prejuicio y discriminación racial en Chile, el 70,7 por ciento de la población cree que tener apellido mapuche puede perjudicar en la búsqueda de empleo o ascenso en la empresa, y que un 52,8 por ciento no considera la posibilidad de tener ancestros mapuche.

Izquierdas que deben asumir la irrupción de los feminismos, sus denuncias contra el acoso y violencia sexual, así como sus demandas de equidad, educación no sexista y transformación social, entre otros tópicos de un movimiento que por su potencia y transversalidad resulta histórico.

Y si hablamos de los derechos de las disidencias sexuales, es importante que esas izquierdas se hagan cargo de que en estos primeros meses de 2019 ya hay cerca de una quincena de casos de violencia contra la comunidad LGBTIQ; y que de acuerdo al informe anual del Movilh de 2018, los casos de denuncias por homofobia y transfobia se incrementaron en un 45 por ciento durante 2017, con 484 episodios de odio conocidos públicamente. Y que de más de 450 mujeres provenientes de distintos lugares de Chile que se declaran lesbianas o bisexuales, el 76 por ciento admitió haber sido acosadas por su orientación sexual.

A esto podemos sumar la “Encuesta T” de la Asociación Organizando Trans Diversidades (OTD) que apunta a que de 315 casos, un 55 por ciento de las personas encuestadas declararon haber tenido algún intento de suicidio, la mayoría entre los 11 y 18 años.

Porque es en este terreno, en el de la intolerancia, la xenofobia y la circulación de los discursos de odio, donde se nutren los neofascismos locales. Un terreno que esas izquierdas, junto a los movimientos sociales, a una opinión pública respetuosa de los derechos humanos, y a una academia comprometida con la democracia y los valores republicanos, no pueden ceder.

Las cifras son voces de víctimas, voces de alarma que no debemos soslayar.

El Big Bang de la divulgación científica

El interés por los libros de ciencia en Chile no es nuevo, pero el espacio antes reservado para autores extranjeros hoy es compartido por investigadores chilenos como José Maza, Mario Hamuy, María Teresa Ruiz, Gabriel León y Andrés Gomberoff, entre varios otros. Son los protagonistas de un fenómeno que ha tomado por asalto las librerías locales.

Por Ricardo Acevedo | Ilustración: Fabián Rivas

José Maza se despide y abandona el escenario en medio de una ovación. Frente a él, seis mil personas aplauden —algunas de pie—, mientras las luces de la Medialuna Monumental de Rancagua comienzan a apagarse. A la salida, y tras una hora de show, una multitud armada con lápices y libros como Marte: La próxima frontera (2018) y Somos polvo de estrellas (2017) se aglomera para pedir autógrafos. 

Aunque todo —salvo por los libros— parece indicar el fin de un concierto de rock, la escena ocurrió luego de la charla del popular astrónomo y divulgador científico de la Universidad de Chile, José Maza Sancho, transformado hoy en un éxito de ventas en las principales librerías del país: 70 mil ejemplares se han vendido de sus dos últimos libros, mientras que uno nuevo, Eclipses, salió a la venta en abril y lo lanzó ante 6 mil asistentes en el Teatro Caupolicán, evento donde dijo: “Si me consiguen el Estadio Nacional, lo llenamos también”. 

Maza es uno de los protagonistas de un fenómeno editorial que se ha tomado las librerías, con divulgadores científicos chilenos llevando temas complejos a un público masivo que los está convirtiendo en bestsellers: astronomía, física, hallazgos y curiosidades de la ciencia, por nombrar algunos temas, ostentan hoy un lugar privilegiado en los rankings de venta. 

Aunque el interés por este tipo de libros no es nuevo, sí lo es el hecho de que este espacio, antes reservado para divulgadores extranjeros —como Carl Sagan, Stephen Hawking, Neil Degraise y Yuval Harari—, ahora también cuenta con reconocidos investigadores locales. Una ecuación cuyos resultados se han visto reflejados en un aumento en las publicaciones: según cifras de la Cámara Chilena del Libro, los títulos nacionales en la categoría Ciencias puras crecieron en un 74 por ciento desde el año 2000, y en el área de Tecnología aumentaron en un 81 por ciento. Sumados, en 2016 llegaron a 598 títulos, mientras que en el año 2000 eran 333, incluyendo autores nacionales e internacionales.

“La divulgación científica se instaló en nuestras vitrinas”, comenta un librero del centro de Santiago, mientras apunta la sección de recomendaciones y novedades, donde la ciencia comparte espacio con los “top venta” de la literatura contemporánea. Recorriendo algunas librerías, se encuentran nombres como los del físico Andrés Gomberoff (Física y berenjenas; Einstein para perpelejos); el bioquímico Gabriel León (La ciencia pop 1 y 2, volúmenes que pronto serán publicados en checo; Qué son los mocos); el matemático Andrés Navas (Lecciones de matemáticas para el cerebro; Un viaje a las ideas: 33 historias matemáticas); o los astrónomos y Premios Nacionales José Maza, María Teresa Ruiz (Hijos de las estrellas; Desde Chile un cielo estrellado. Lecturas para fascinarse con la astronomía) y Mario Hamuy (El universo en expansión, pronto a publicar un nuevo libro sobre eclipses), entre otros autores chilenos que forman parte de este fenómeno.

Juan Manuel Silva, editor de Planeta —que publica a Maza, Navas y Hawkings—, explica que hoy existe un mayor interés por la ciencia, algo que, según dice, tiene que ver con la cercanía que se produce entre los científicos nacionales y el público, pero también con una mayor necesidad por consumir información, lo que ha sido gatillado por las nuevas tecnologías. Según su opinión, se podría hablar de al menos tres factores: “el cambio en el modo de consumir, el enriquecimiento intelectual de la masa crítica y la aparición de figuras chilenas en la ciencia”.

La Encuesta de Percepción Social de la Ciencia y la Tecnología, dada a conocer por la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica (CONICYT) en 2016, ayuda en parte a comprender este fenómeno. De acuerdo al estudio, este interés por las ciencias existe: el 58 por ciento manifiesta que le interesa el tema, mientras que el 68,4 por ciento dice lo mismo respecto de la tecnología. La encuesta, sin embargo, revela que la gente no sabe mucho acerca de estas materias: el 76,9 por ciento afirma sentirse poco o nada informado sobre ciencias, mientras que el 65,2 por ciento dice lo mismo respecto de la tecnología.

Científicos de carne y hueso

El autor de La ciencia pop, Gabriel León, cree que los divulgadores chilenos han sabido canalizar esta necesidad, mostrando que los científicos son gente común como cualquier lector, y que la ciencia no es algo de “otro planeta”. “Lo que más me interesa es que las personas logren vislumbrar las motivaciones de los científicos, que puedan entender por qué muchas veces nos encerramos en el laboratorio, en un microscopio, en el telescopio o en una pizarra con ecuaciones, tratando de entender la naturaleza, que es lo que nos apasiona. El motor de todo esto es la emoción asociada a los descubrimientos. Creo que transmitir esa emoción es el ejercicio más interesante de la divulgación científica”, opina. 

El éxito editorial de León ha sido tal —incluyendo sesiones de firmas para fans en librerías—, que en 2016 tomó la decisión de dejar la ciencia experimental. Cerró su laboratorio y decidió dedicarse por completo a la comunicación científica. “La premisa fundamental es bastante básica: los científicos son personas y les ocurren las mismas cosas que a cualquier ser humano normal. Ese ha sido el eje de las historias de ciencia que cuento: humanizar al científico y no mostrarlo como este personaje de delantal, solitario, con los pelos parados y que hace cosas que nadie entiende”, agrega el autor, doctor en Biología celular y molecular.

Con una fórmula similar, el físico Andrés Gomberoff comenzó a escribir columnas en medios de comunicación como revista Qué Pasa sobre temas científicos de contingencia: descubrimientos, efemérides o un nuevo Premio Nobel; cualquier hito o noticia podía dar pie a estas dosis semanales que luego se transformaron en Física y berenjenas, una recopilación de 40 textos que acercan la ciencia a la vida cotidiana y que acaba de ser traducida al coreano. En su segundo libro, Einstein para perplejos, abordó la vida y obra de este científico alemán, y luego vino Belleza física: El aperitivo, una serie de cápsulas audiovisuales basadas en los contenidos de sus libros.

A Gomberoff no le sorprende el éxito que está experimentando la divulgación científica y recuerda que grandes nombres en la historia de la ciencia, como el propio Einstein o los físicos Erwin Schroedinger y Richard Feynman, siempre tuvieron mucho interés en comunicar sus ideas al público masivo, que los seguía y validaba como líderes de opinión. “De la misma manera que el Chino Ríos hizo que los chilenos se interesaran en el tenis, hoy existe una generación de científicos haciendo cosas buenas y eso también ha alimentado el deseo de la gente. La ciencia es algo tan hermoso, que vale la pena que nadie se la pierda”, afirma. 

“La premisa fundamental es bastante básica: los científicos son personas y les ocurren las mismas cosas que a cualquier ser humano normal. Ese ha sido el eje de las historias de ciencia que cuento: humanizar al científico y no mostrarlo como este personaje de delantal, solitario, con los pelos parados y que hace cosas que nadie entiende”, dice Gabriel León.

Jorge Babul, académico de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile, cree que el intento de científicos como Gomberoff y León por llegar al lector usando un vocabulario simple es positivo, en especial para ayudar a expandir el horizonte de las personas: “Permite un enriquecimiento personal. Por ejemplo, si abro el diario y no entiendo los beneficios que trae la investigación acerca del genoma humano, me estoy perdiendo todo un mundo. Creo que lo más importante es que esto ya partió y hay varios académicos escribiendo cosas que todo el mundo debería saber”, asegura. 

¿Moda o nicho?

Si bien es cierto que cuando se trata de vender libros la moda influencia a muchos lectores, tanto autores como editores coinciden en que este es un nicho estable. A diferencia del auge de publicaciones del área “juegos y pasatiempos” —motivada por la afición al sudoku—, todo apunta a que la ciencia está conquistando a un público transversal y ávido de conocimiento. Según los últimos datos oficiales del Ministerio de Educación respecto del nivel educacional de los chilenos, existe efectivamente más gente interesada por la “cultura científica”: en los últimos 10 años, la cantidad de titulados de carreras profesionales del área casi se duplicó. Si en 2007 se titularon 63.408 nuevos profesionales, en 2017 esa cifra llegó a 123.209. 

La diversidad y transversalidad del público lector se refleja, además, en un interés renovado de parte de los más jóvenes, como lo explica el astrónomo y Premio Nacional de Ciencias Exactas 2015, Mario Hamuy. “Algunos padres me han contactado para decirme que sus hijos admiran mi labor y han hecho trabajos sobre mí. Ahí es cuando uno entiende la importancia de lo que hacemos y lo esencial que es difundir y divulgar, porque los niños tienen muchas preguntas y, a la vez, necesitan inspiración para cambiar el mundo”, explica el astrónomo, que hasta el año pasado ejerció como Presidente de CONICYT. Según él, el auge de la divulgación se debe al esfuerzo en los últimos años por parte de investigadores y periodistas especializados. 

Otro ejemplo es Rodrigo Contreras, astrónomo de la Universidad de Chile y coautor de Bruno y el Big Bang, un libro ilustrado para niños que busca convertir en una saga y en el que aborda conceptos esenciales de la astronomía. Cuenta que su propio caso sirve para entender la importancia de la divulgación científica: al cumplir 18 años, no sabía qué hacer con su vida y, sin mucho entusiasmo, ingresó a la carrera de Ingeniería Civil. “Fue mientras asistía a unos cursos electivos de física cuántica que se me abrió la mente —dice—. Existía un universo microscópico bajo mis narices y otro universo enorme sobre mi cabeza que yo desconocía, pero que me parecieron fascinantes. ¿Por qué me demoré tanto en descubrirlos? Porque no existían medios ni estímulos suficientes que me permitieran conocerlos”.

Los divulgadores coinciden en que lo esencial para poder masificar el conocimiento científico es saber transmitir al público las emociones asociadas a los descubrimientos. Muchos lo sienten como un deber, como una forma de devolverle la mano a la sociedad por todo lo que recibieron durante su formación académica. “Los científicos trabajamos con fondos públicos, entonces es justo contarle a la gente no sólo lo que hacemos encerrados en nuestros laboratorios, observatorios u oficinas, sino también transmitirles la motivación que nos lleva a ser científicos y los beneficios que esto puede traer si, como país, invertimos en ciencia”, opina Contreras. 

Según las cifras, aún estamos lejos de ese objetivo: Chile sigue siendo el país de la OCDE con la más baja inversión en ciencia (0,4 por ciento del PIB), y la Encuesta de Percepción Social de la Ciencia también arrojó luces sobre este aspecto: apenas un 3,5 por ciento de los chilenos menciona la ciencia como primera opción en cuanto a áreas donde se deba aumentar la inversión pública, privilegiando sectores como medio ambiente, obras públicas y justicia. “Nuestros gobernantes deben dejar de pensar que la ciencia es un lujo: hay que entenderla como la clave para insertar a Chile en la sociedad del conocimiento”, recalca Mario Hamuy, quien, como varios de sus colegas, cree que la ciencia permite a las personas adoptar una visión del mundo basada en la evidencia, lo que, a su vez, los capacita para tomar mejores decisiones y ser mejores ciudadanos.

La Segunda Encuesta Nacional de la Ciencia, cuyos resultados serán dados a conocer en los próximos meses, dirá si Chile ha avanzado en estas materias. Por ahora, el fenómeno de los libros y los divulgadores científicos promete seguir en ascenso, de la misma forma en que José Maza planea seguir rompiendo récords. ¿Su próximo desafío? Llenar el Estadio La Portada de La Serena con 10 mil asistentes durante su próxima charla en junio, con ocasión del eclipse de sol en Coquimbo.

Gabriel León – Crédito Penguin Random House
Andrés Navas – Crédito Mónica Molina
José Maza – Crédito Mónica Molina
Andrés Gomberoff – Crédito Penguin Random House
María Teresa Ruiz – Crédito Penguin Random House

«Cazar al cazador»: Los detectives salvajes

A inicios de los 90, la Policía de Investigaciones creó una pequeña unidad para rastrear y perseguir a civiles y militares involucrados en crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura. La periodista Pascale Bonnefoy reconstruye en su último libro, Cazar al cazador, la historia del grupo que capturó a Manuel Contreras y Osvaldo Romo, entre otros. Un relato desconocido y fascinante sobre la transición chilena.

Por Diego Zúñiga | Fotografías: Alejandra Fuenzalida y Alejandro Hoppe

Estaban nerviosos.

Llovía torrencialmente cuando llegaron a Puerto Montt ese 17 de septiembre de 1991. Tenían una misión: detener al entonces general en retiro Manuel Contreras, el Mamo, el exdirector de la DINA que en ese momento —cuando recién empezaba la transición— aún tenía mucho poder. Por eso estaban nerviosos.

Eran un grupo de detectives de la Brigada de Homicidios a quienes esa misma mañana les habían informado del operativo: debían viajar a Puerto Montt y ahí tomar un auto hasta llegar al fundo de Contreras, en Fresia, a unos 70 kilómetros. La Justicia lo buscaba por el asesinato del excanciller Orlando Letelier.

Llegar allá no iba a ser fácil. El camino estaba lleno de informantes, por lo que esa noche tuvieron que maniobrar con sumo cuidado para sólo confirmar que Contreras estaba ahí, en su casa.

La detención sería al día siguiente.

Pero de eso —de los detalles de aquella operación—, la prensa de la época no informaría mayormente. Iba a ocurrir todo en silencio, un silencio incómodo que se produjo desde el momento en que esa mañana del 18 de septiembre de 1991 los detectives entraron al fundo escoltados por militares con fusiles AKA —hombres en cargados de proteger al exdirector de la DINA.

La conversación con Contreras fue tensa. Estaba a la defensiva y su tono de voz se volvía cada vez más desafiante: “Yo no me voy a ir con ustedes —les dijo—. Me voy en la forma que yo quiera (…). Ya le informé a mi general Pinochet que salgo de aquí mañana a las ocho horas”.

Los detectives cedieron a la exigencia de Contreras, quien viajó por tierra a Santiago junto a uno de los miembros de la Brigada de Homicidios.

La misión estaba cumplida.

Iba a ser el comienzo de una historia protagonizada por un grupo de detectives que iría tras los pasos de civiles y militares vinculados a crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura. Una historia que se iría armando en voz baja, alejada de la atención de los medios, protagonizada por un grupo de hombres anónimos que capturaría, entre otros, a Miguel Estay Reyno (el “Fanta”) y a Osvaldo Romo. Una historia desconocida —ocurrida durante la transición— que es el centro de Cazar al cazador, una investigación rigurosa y alucinante de la periodista y profesora del Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile (ICEI) Pascale Bonnefoy (1964), publicada hace unos meses por Debate. Un libro que aporta una mirada nueva sobre la historia reciente de Chile.

***

—Estaba buscando temas para un libro y quería alejarme un poco de los derechos humanos. Ya había escrito e investigado sobre eso. Pero le di hartas vueltas. Me gusta la historia, los temas propiamente históricos, pero de pronto surgió esto: yo hace muchos años que estoy yendo a declarar a la Brigada de Derechos Humanos por distintas causas, a propósito de investigaciones que he hecho, entonces estaba familiarizada con este grupo de detectives y con el trabajo que hacen —cuenta Pascale Bonnefoy sentada en su oficina, en el ICEI, donde es jefa de la carrera de Periodismo.

Le estaba dando vueltas, buscando tema para un libro, y el tema estaba ahí, frente a ella.

—Mi idea original era hacer un retrato de la actual brigada y de lo que hacen. Pero en mi rigurosidad fui a los inicios y no sólo descubrí el origen de la actual brigada sino que terminé releyendo la transición política en clave Policía de Investigaciones, y eso me fascinó. Fue interesante ver este “lado B” de la transición —explica Bonnefoy, quien lleva investigando la historia del Chile reciente desde hace muchos años. En 2005, publicó Terrorismo de Estadio. Prisioneros de guerra en un campo de deportes, investigación por la que obtuvo el premio Escrituras de la Memoria del CNCA y que en 2016 fue ampliada y reeditada.

“Creo que ahora la cobertura de los derechos humanos se da principalmente a nivel de publicación de libros. Hay una cierta frialdad en cómo los medios tratan este tema, que les parece trillado. Lo ven como un tema más, y no lo es: es un drama”.

Su vida, de alguna forma, está atravesada por lo que fue el golpe de Estado de 1973. En ese entonces, vivía en Estados Unidos, pues su padre fue asesor legal de la embajada de Chile durante el gobierno de Salvador Allende para la nacionalización del cobre.

—Cuando las empresas demandaron al Estado de Chile, a mi padre lo enviaron allá para hacer asesoría legal en defensa del Estado chileno. Allá estábamos cuando fue el golpe y nos quedamos. Otros parientes fueron torturados, otros estuvieron presos, otros exiliados —recuerda Bonnefoy, quien volvió a Chile en 1986 y al poco tiempo se puso a trabajar en la Comisión Chilena de Derechos Humanos. Había estudiado relaciones internacionales, hacía clases de inglés y le interesaba el periodismo. Viviendo en Estados Unidos se suscribió a una revista latinoamericana que siguió recibiendo incluso cuando ya había vuelto al país. Y un día, en un arranque de atrevimiento, pensó: “Ya que estoy en Chile, voy a escribir algo sobre el país y se los voy a enviar”.

Y así, entonces, empezó la vida periodística de Pascale Bonnefoy.

Escribió un artículo, después otro y otro; luego envió textos a otras revistas, y así fue avanzando hasta que decidió estudiar formalmente periodismo.

Ese inicio inesperado en el oficio marcó inevitablemente su devenir profesional: ha trabajado para medios chilenos (La Nación Domingo, El Periodista, El Mostrador, Contacto), pero sobre todo se ha desarrollado como corresponsal de medios internacionales. Empezó a colaborar en The Washington Post, produjo e investigó para documentales y programas televisivos extranjeros, y hoy es asistente corresponsal para la oficina regional de The New York Times, donde escribe regularmente. Su último texto lo publicó a fines de marzo: un artículo sobre los once militares que fueron condenados por el caso de Rodrigo Rojas de Negri.

—Yo creo que ahora la cobertura de los derechos humanos se da principalmente a nivel de publicación de libros, no tanto en prensa, en ningún formato. Hay una cierta frialdad en cómo los medios tratan este tema, que les parece trillado. Lo ven como un tema más, y no lo es: es un drama—explica Bonnefoy—. Salvo que sea un gran golpe noticioso, lo ven como algo que ya pasó. Pero hay millones de historias que no se conocen. Piensa que tenemos a un montón de agentes y torturadores dando vueltas por la ciudad, los campos y las pequeñas localidades impunemente, anónimamente, y eso indica que es un asunto que no está resuelto. De hecho, ni siquiera es un asunto que podamos llamar histórico, porque aún es un tema del presente.

Pascale Bonnefoy comenzó el proceso de investigación del libro a inicios de 2015. Un encuentro clave fue entrevistar a Luis Henríquez Seguel, un detective que estuvo en La Moneda cuando fue bombardeada el 11 de septiembre de 1973. Era uno de los hombres de la PDI que integraban la sección encargada de resguardar Presidencia. Uno de los diecisiete que se quedó escoltando a Allende, pues cumplía órdenes de su superior. Luego lo derivarían a distintos puestos en Policía de Investigaciones hasta que en septiembre de 1990 le pidieron que fuera parte del Departamento V de Asuntos Internos de la PDI: necesitaban que se dedicara al problema de la corrupción y la disciplina interna de Investigaciones, ya que el gobierno sabía que para concretar la transición, la ayuda de la PDI sería fundamental. Pero, primero, debían limpiar el lugar. Ahí estaría, en algún sentido, el origen de lo que luego sería la unidad que investigaría los temas de derechos humanos.

—Fue importante encontrarme con Luis Henríquez y Nelson Jofré (otro de los detectives protagonistas de esta historia), porque ellos me fueron contactando con otros detectives de la época y así pude ir reconstruyendo todo. Y me encontré con un grupo humano superespecial, amable y con ganas de aportar y de que se conociera esta historia, porque están orgullosos de lo que hicieron, pero saben que no han sido reconocidos. Tienen ese pudor de que cumplieron con su deber, pero hicieron cosas importantes en medio de adversidades y arriesgaron su propia integridad física y la de sus familias.

Además de las entrevistas con los detectives y otros protagonistas políticos de aquellos años, Bonnefoy tuvo acceso a mucha documentación de la policía, lo que la ayudó a confirmar los distintos relatos de sus fuentes y a construir de una forma más compleja todo el entramado político y social de aquellos años.

Cazar al cazador no es sólo una cuidada investigación de un grupo de detectives que capturó a algunos de los torturadores y cómplices más brutales de la dictadura —y, al mismo tiempo, un material fascinante que pareciera exigir ser trasladado al mundo audiovisual: una película, una serie de televisión—, sino también una deslumbrante reconstrucción de lo que fue la década del 90 y una mirada desconocida de la transición, pues mientras este pequeño grupo de detectives iba investigando la historia de la PDI en dictadura —investigando a sus compañeros, a sus jefes—, Patricio Aylwin y su gobierno planificaban la estrategia para buscar justicia por las violaciones a los derechos humanos. Y en esa estrategia, los detectives tendrían un papel principal, sobre todo contrarrestando el poder que aún tenía el Ejército —que los hostigaría incansablemente durante las investigaciones.

—Casi todo el mundo piensa, o muchos, que esto de la persecución de violadores de derechos humanos partió después del 2000 o tras la detención de Pinochet en Londres, pero yo cubro justamente lo contrario, es decir, llego hasta el arresto de Pinochet —explica Bonnefoy, y agrega—: Yo en ese tiempo estaba muy activa periodísticamente, pero desconocía que había sucedido todo esto. Me acuerdo, por ejemplo, de Romo, cuando lo detuvieron. Me acuerdo de las cosas que relato en el libro sobre ese caso, pero no había pensado en el trabajo de la policía. Había pensado más en el trabajo de los jueces, de los familiares, de la Vicaría.

El caso de Osvaldo Romo es fundamental en Cazar al cazador. No sólo porque es uno de los mejores capítulos —con una reconstrucción muy detallada de la persecución, el viaje de los detectives a Brasil, donde lo encontraron, y las inéditas maniobras políticas que el gobierno chileno tuvo que hacer para conseguir su captura en noviembre de 1992—, sino porque fue un golpe mediático importante.

—Fue un hito de Investigaciones: por un lado, fue un salto a los operativos más allá del análisis de informes que llevaban haciendo hacía tiempo, y por otro, fue un salto de calidad: fueron a perseguirlo a Brasil y lo trajeron de vuelta con el apoyo del gobierno. Consiguieron que la opinión pública avalara el trabajo que se estaba haciendo en esta materia.

Consiguieron el aval de la opinión pública, pero sobre todo empezaron a ganarse la confianza de algunos grupos de derechos humanos que seguían luchando por encontrar justicia, y que al inicio los habían recibido con recelo. Era inevitable: la transición planteaba la idea de buscar justicia en la medida de lo posible y esto incomodaba a las familias de los detenidos desaparecidos. Sin embargo, tras la lectura de Cazar al cazador queda la impresión de que el gobierno de Aylwin hizo mucho más en esta materia, a pesar de haber tenido a Pinochet ahí, todavía con un poder innegable.

—Yo siempre he sido extremadamente crítica con la transición, y lo sigo siendo. Aylwin podría haber hecho las cosas de manera mucho más radical, cortar de raíz, descabezar todo esto, no apegarse a la legalidad y a la constitución de Pinochet. Pero ellos se comprometieron a hacerlo así porque esa fue la transición pactada. Había mucho miedo. Investigando me di cuenta de que se hizo más de lo que yo pensaba, más de lo que yo sospeché.

—Otra impresión que deja el libro es que en Investigaciones sí hubo una limpieza y una reestructuración interna después de dictadura que no vivieron ni el Ejército ni Carabineros, por ejemplo.

—Sí, hubo mucha pugna interna al comienzo. Tanto de eso no supe, pero sé que sucedió. Hubo harta resistencia dentro de la PDI ante este grupo que investigaba la historia de la institución en dictadura. Igual, fue muy intenso el proceso que vivió Investigaciones en este sentido y que no lo vivió ninguna otra institución armada, y por eso tenemos a Carabineros y al Ejército como los tenemos. Eso es superclaro. Todas esas instituciones debieron reformarse apenas volvió la democracia, ponerlas efectivamente bajo control civil. Pero no lo hicieron. Por eso se nota mucho las trayectorias distintas que han tenido.

Beatrice Ávalos: “La educación de mercado chilena ha sido la más extrema”

En medio de una época de paradojas, la profesora titular e investigadora del CIAE de la Universidad de Chile recorre una parte del mapa estructural del país, apostando por la profundización de una enseñanza mixta y no sexista. En esta entrevista se refiere a la meritocracia como un concepto sobre el que no se puede edificar una sociedad tan desigual como la chilena.

Por Ximena Póo | Fotografías: Alejandra Fuenzalida

Justo al lado de la Federación de Estudiantes, en la calle que lleva el nombre del periodista asesinado en dictadura, José Carrasco Tapia. En el centro de la capital de Chile, un país donde las estructuras educacionales se han movido en los últimos años bajo la presión de una calle que ha movilizado a escolares, familias, universitarios, mujeres. Ahí está el edificio del Centro de Investigación Avanzada en Educación (CIAE), desde donde Beatrice Ávalos, profesora titular de la Universidad de Chile y Premio Nacional de Educación, observa el devenir de la historia, siendo protagonista de una época de paradojas.

El diálogo se da entre viajes, en abril, justo antes de recibir de parte de la Asociación Norteamericana de Investigadores en Educación (AERA) un premio a la trayectoria que honra el compromiso de largo plazo con la comprensión de la vida y la carrera de los docentes. AERA es la asociación de investigación interdisciplinaria más grande del mundo dedicada al estudio científico de la educación y el aprendizaje.

En el CIAE, que cumple una década de existencia, Ávalos hace un mapa de estos días en que el Instituto Nacional —al menos la mayoría de sus estudiantes— puja por ser mixto; el Ministerio de Educación insiste en no otorgar gratuidad a quienes se atrasan en la educación superior; el gobierno asume una discusión que merece una densidad estructural —y que no se está dando— sobre lo que el Ejecutivo llama Aula Segura y Admisión Justa; y el financiamiento a la gratuidad se fragiliza si no se aumentan los impuestos a quienes reciben mayor renta en Chile. El mapa de Ávalos —profesora de aula de Historia y Geografía y doctora por la St. Louis University— conecta cada uno de estos puntos con un concepto que de tanto ser nombrado se normaliza: la meritocracia, una idea confusa, ya que no se puede hablar de méritos cuando las condiciones de base no son las mismas para todos.

El derecho a la educación debería estar garantizado ahora que ésta se observa culturalmente como un derecho y no un privilegio. Pero ese giro “está en crisis porque no alcanzan los recursos”, sostiene la investigadora. Por ejemplo, y en relación a quienes se atrasan en la duración de su carrera universitaria, ese derecho se quiebra. “Cuando se discute la gratuidad se asume que quien recibió plata para estudiar gratis la va a usar responsablemente, va a estudiar al máximo y va a terminar a tiempo. Con ese presupuesto se empieza a discutir y se aprueba la ley. Es el perfecto concepto meritocrático. Pero ahora nos damos cuenta de que aunque el o la estudiante se haya esforzado mucho, entró con una base inferior y no logra competir bien con los otros. Resulta que su vida familiar es compleja, entonces queda rezagado. Antes, atrasarse hablaba incluso de buena formación. Pero no funciona así. Tenemos, además, una formación universitaria larga comparada con otros países. En ese presupuesto se funcionó con una ética sostenida en la responsabilidad del estudiante”, explica, apelando a que se logre avanzar en otorgar financiamiento de uno o dos años más a quienes se atrasen por razones que no tienen que ver con el mérito.

Luego de una vida en el Programa Interdisciplinario de Investigaciones en Educación (PIIE), en el Ministerio de Educación y en las universidades de Gales, College Cardiff y Papua New Guinea, Beatrice Ávalos se incorporó en 2008 al CIAE como una de sus fundadoras, donde realiza estudios sobre docentes y sus trayectorias. A lo largo de todo ese recorrido ha visto que el mérito es un concepto tramposo en Chile.

“Tenemos una concepción socioeconómica heredada de la dictadura que no pudimos cambiar en los primeros años, y más tarde ha sido demasiado difícil, quizás por lo arraigada que está en el modo de vivir y entender la sociedad. Esta concepción tiene su expresión educacional en el gran valor que se le da a la meritocracia, en el sentido de que le damos la oportunidad a los mejores para que logren lo que se merecen. El problema está en el concepto de quiénes son los mejores, porque éstos pueden ser los que se esfuerzan, los que tienen una base sociocultural y familiar que les da un punto de partida más alto y logran llegar más allá. Y sobre el resto, quedamos sin saber si pueden o no pueden en términos educacionales”.

Esta reflexión comenzó a ser desarrollada a partir del libro The Rise of Meritocracy (1958), del sociólogo británico Michael Young, en tiempos en que en Inglaterra se instalaba la escuela básica abierta, sin paredes, aunque fue una realidad que no se mantuvo. “Yo no tengo nada en contra del principio de que nos esforcemos y podamos caminar hacia adelante. El problema es la base desde la que podemos hacer ese esfuerzo. Y ese problema se mantiene en Chile y no ha logrado modificarse en forma importante en términos educacionales, porque seguimos teniendo un sistema segregado”, enfatiza Ávalos. 

“Chile está acostumbrado a un sistema en el que se cree que lo que se paga es lo bueno (…). Ese cambio de mentalidad no es tan fácil. El concepto de sociedad meritocrática está ahí, pero sabemos que las oportunidades no son las mismas para todos”.

Y agrega: “Sabíamos eso hace tiempo, pero por alguna razón los distintos gobiernos no lograron cambiar lo que había hasta que llegó la crisis de 2006, con los pingüinos en la calle. Bachelet movió algo en ese momento, pero luego vino otro gobierno y no se avanzó. Luego, otra vez con Bachelet, se tomó la decisión de que sí se iba a hacer un cambio, porque había una postura política más clara sobre dónde estaban los puntos críticos”. 

Es así cómo, reconociendo que las presiones ciudadanas posibilitaron que la aguja se moviera algo, “los problemas hoy se ven principalmente como estructurales: hay que transformar un sistema educativo donde el 60 por ciento de los niños y las niñas están asistiendo a colegios donde pagan, aunque no debieran pagar; y donde son seleccionados. El otro cambio importante fue que se decidió que había que reformular la educación pública, siendo algo a lo que nadie le prestó atención de manera seria en los veinte años posteriores al fin de la dictadura. Hubo planes de mejoramiento, pero no se podía modificar la estructura. Creo que ahora hay una sensación de que sí se puede transformar, o si no todo iba a ser peor”. 

El obstáculo radica en que la población chilena, dice, “está acostumbrada a un sistema que funciona de tal manera que se cree que lo que se paga es lo bueno: ‘vamos a hacer el máximo esfuerzo para tener a nuestros hijos en el mejor colegio’. El problema es por qué no tenemos una educación buena pública o gratuita, y por qué dejamos que la educación que estábamos subvencionando cobrara extras. Ese cambio de mentalidad no es tan fácil. El concepto de sociedad meritocrática está ahí, pero sabemos que las oportunidades no son las mismas”.

Lo anterior tiene una condición de base que Ávalos se apresura a definir: “Claramente, la educación de mercado chilena ha sido la más extrema”. Extrema y no enfocada en las causas profundas, y es por eso, según explica, que “estas leyes que van apareciendo, como Admisión Justa, son voladores de luces, porque hemos ido instalando en la ley un sistema que debería ser más justo y aún no lo es. Hablamos de un sistema en que la educación particular subvencionada sea gratuita de verdad, que no seleccione y que lo mismo ocurra con la educación pública. Pero hay un tema complejo detrás: esto plantea tremendos desafíos a los docentes y a las escuelas”.

De ahí que la investigadora insista en que el gobierno debe esperar a ver cómo avanzan las leyes y no deconstruir: “Frente a una estructura que se cambió, lo esencial es hacerla funcionar ahora, no cambiarla ni echar abajo partes de una ley que nunca le gustó a la derecha”.

Estado responsable

Dada esta escala de los mapas, la consigna que debería primar, afirma Beatrice Ávalos, es la de avanzar para que en el aula —escolar, técnica y universitaria— exista diversidad étnica, de clase, de tipos de familia y de género; y eso implica reconsiderar qué se entiende por sociedad, país y Estado, porque la “responsabilidad que (éste) tiene hacia sus ciudadanos y ciudadanas es central, y para eso necesitamos descentralización y administraciones locales que representen a las comunidades”.

Ávalos valora que el movimiento feminista haya generado cambios y haya enriquecido el debate en torno a la diversidad y los derechos humanos, lo que se expresa en la urgencia de que la educación sea mixta y no sexista en Chile. Algo que, a la luz de la votación en el Instituto Nacional (IN), requiere de una discusión política y pública sobre clasismo, racismo y sexismo; un debate que permita entender por qué existe un miedo al Otro —hoy expresado por algunos apoderados del IN— que parece enquistado en la república, pero cuyo destierro, dice la investigadora, es posible. 

“Como decía (el teórico de la educación) Paulo Freire, tenemos que trabajar para desarrollar una conciencia crítica, que no es automática ni resultado de una ley. Debemos idear otras maneras de pensar y enseñar; ver opciones distintas para ir deconstruyendo un sistema de rendición de cuentas expresado a través del Simce y otras evaluaciones; aunque lo increíble es que nos va bastante mal en las pruebas internacionales”, dice Beatrice Ávalos. Un sistema que —méritos más, méritos menos— aporta una buena cuota de violencia simbólica y material en la sociedad chilena.