Enfrentar el mal

En 1992, la cineasta Carmen Castillo volvió al país luego de un exilio forzado de casi 20 años para filmar, junto con Guy Girard, La Flaca Alejandra (1994), un documental que “dio cuenta de la violencia desgarradora y sórdida del terrorismo de Estado […] desde un lugar valiente, que se hace cargo del conflicto, las contradicciones y espacios liminales”, según Laura Lattanzi.

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Materialismos cósmicos

«La cámara es paciente, las escenas son filmadas con naturalidad, sin barroquismos, metáforas, ni cálculos; lo que aleja a la película de lo pretensioso y de querer dejar algún tipo de ‘moraleja’ o lección moral, atributos que parecen no abundar ni en la sociedad ni el cine actual», opina Laura Lattanzi sobre ¿Qué vemos cuando miramos al cielo?, del director georgiano Alexandre Koberidze.

Por Laura Lattanzi

Auguste Blanqui, revolucionario francés del siglo XIX, pasó gran parte de su vida en prisión. Encerrado, miró al cielo, único horizonte panorámico posible y comenzó a explorar hipótesis que vincularan los movimientos revolucionarios con los movimientos astronómicos. Escribió un bello libro, La eternidad por los astros (1872), donde desplegó una suerte de materialismo cósmico. Allí, Blanqui nos recuerda que el orden del universo es anárquico, que el tiempo y el espacio son infinitos; que todo está en continua transformación, y que la renovación de los mundos se produce por medio del choque y la volatilización en el campo de lo infinito.

El cine también mira el espacio, justamente allí donde hay luz, movimiento —y calor—, y se pregunta qué vemos cuando miramos al cielo. Curiosamente, o no, hace pocos meses dos películas aparecieron en distintas plataformas de streaming haciéndose esa pregunta. Una es No miren arriba, comedia negra estadounidense que se puede ver por Netflix, donde unos científicos que observan e investigan el cielo descubren una realidad abrumadora: un cometa se aproxima a la Tierra y destruirá la civilización humana. Frente a ello tratan de advertir a gobernantes, empresarios y medios de comunicación, quienes parecen no querer ver el inminente fin del planeta y proponen no mirar al cielo, allí donde la evidencia es demasiado real y angustiosa. Mirar al cielo es, entonces, revelar la evidencia científica. La otra película, con una aparición casi simultánea en la plataforma Mubi, también propone mirar al cielo, pero ya no para identificar allí un destino insoslayable posible de ver gracias a los datos científicos, sino más bien para invitarnos a recordar que la materia del universo del que somos ínfima parte está hecha de renovaciones infinitas, de choques azarosos y fortuitos.

¿Qué vemos cuando miramos al cielo?, del director georgiano Alexandre Koberidze, nos presenta a Lisa y Giorgi, dos habitantes de la ciudad de Kutaisi, en Georgia quienes chocan por casualidad luego de cruzarse tres veces seguidas en la calle. Ella es farmacéutica, él, futbolista: parecen no tener mucho en común, pero se gustan de inmediato y deciden darse cita al día siguiente en un café. Esa noche, sin embargo, un hechizo, algo hilarante, cae sobre ellos, produciéndoles un cambio de aspecto y hasta de sus propias habilidades, haciendo imposible el encuentro fijado. Sin sus facultades para la farmacia y el fútbol, y en otros cuerpos, ambos personajes deambulan por la ciudad y encuentran nuevos trabajos bajo el alero de una misma persona, el dueño de un nuevo café de la ciudad.

La película se presenta así como una fábula que contiene los grandes temas: el amor —imposible—, el azar, el destino, el anhelo. Pero el modo en que se desenvuelve el relato y la cámara de Koberidze no será el de la grandilocuencia, sino el de una poética serena que atiende a los gestos cotidianos. El filme inicia con la salida de unos escolares del colegio, espacio donde luego se producirá el primer encuentro entre Lisa y Giori, el que es registrado con la cámara al ras del suelo, donde hacen su aparición en un plano detalle los pies de los protagonistas, que chocan sucesivas veces equivocando sus caminos.

Pero la cámara no solo sigue la historia de estos improbables y transformados amantes, sino que hace también de la ciudad y sus pobladores los protagonistas de la película. Incluidos los perros callejeros, que también buscan encuentros y disfrutan de los partidos en el verano georgiano, y el resto de los habitantes de Kutaisi, que están siguiendo entusiasmados la Copa del Mundo. El fútbol, una pasión del propio director, ocupa un lugar emotivo y central en el filme, y no solo por el fervor de Giorgi —que además es un fanático de la selección argentina y de Messi—, sino también por el entusiasmo que sucede cuando sus habitantes se encuentran en los bares a ver los partidos o cuando los niños juegan a la pelota y pintan sobre sus espaldas desnudas el número 10 y el nombre de Messi. Uno de los momentos más destacados es cuando observamos a los niños y niñas de la ciudad jugando al fútbol en una escena ralentizada bajo la banda sonora del himno de la Copa del Mundo de Italia 1990 (conocida como Notti Magiche). Hacia el final de la canción la pelota se eleva hacia el cielo, cae sobre el río y es arrastrada por la corriente.

La cámara es paciente, las escenas son filmadas con naturalidad, sin barroquismos, metáforas, ni cálculos; lo que aleja a la película de lo pretensioso y de querer dejar algún tipo de “moraleja” o lección moral, atributos que parecen no abundar ni en la sociedad ni el cine actual.

¿Qué vemos cuando miramos al cielo? es quizás una celebración de lo que el filósofo y sociólogo alemán Georg Simmel denominaba la sociabilidad. A diferencia de la socialización, donde los individuos se unen movilizados por determinados intereses u objetivos, la sociabilidad, dice Simmel, se caracteriza porque los sujetos se asocian por el solo hecho de estar juntos, por el solo goce que les produce estar con otros. Pasar el tiempo con otros sin proponérselo, encontrarse fortuitamente en un bar, seguir el movimiento de la pelota de una selección de un país distante, encontrarse con otros mirando el cielo.

Y algo así sucede también con la narración: el director se deja llevar, no impone un relato que se mueve por acciones-reacciones; la cámara sigue a una pelota que se lanza al aire, a un perro callejero; se detiene en unos pies que equivocan sus caminos…

En una entrevista, al director se le consulta el porqué del título de la película. Koberidze comenta que no quería que algún hilo del relato predominara sobre otro, por lo que prefirió referirse a ese momento en el que miramos al cielo, explorando, buscando algo, o solo por el hecho de mirarlo. Y recuerda una imagen que lo emociona mucho: la mirada y el saludo que el actual mejor jugador de fútbol, Lionel Messi, hace mirando al cielo y elevando las manos luego de meter un gol.

Mirar al cielo, observar las metamorfosis de los cuerpos celestes, saberse y apreciarse ínfimo, cotidiano; dejarse llevar por un mosaico de encuentros y desencuentros, rostros, destinos buscados o fortuitos. Compartir un mismo saber sobre el cielo que nos recuerda que el tiempo y el espacio son infinitos, que el mundo celeste está lleno de choques y cruces en continua transformación, que es imposible fijarlo en un único eje. También, y al igual que Blanqui, celebrar el milagro de las renovaciones.

¿Qué vemos cuando miramos al cielo?
Georgia, 2021
150 minutos
Dirección y guion: Alexandre Koberidze
Reparto: Ani Karseladze, Giorgi Bochorishvili
En Mubi

Una biografía alucinada

«Spencer cruza desde la biopic hacia un homenaje barroquista y excesivo, trazando un itinerario donde la idea de una Diana trágica y torturada nos lleva a una alegoría persistente en el cine de Pablo Larraín, quien continúa así su carrera en el extranjero mientras los rasgos más propiamente políticos se ajustan sin mayor problema a las expectativas internacionales», escribe Iván Pinto sobre la última película del director chileno.

Por Iván Pinto

I

En su segunda película en inglés, Pablo Larraín y la productora Fábula demuestran una posición sólida para negociar con la industria un producto que se mueve entre lo comercial y lo artístico. A medio camino entre la expectativa de la biopic de un personaje mediático y la exploración cinematográfica, el resultado es un híbrido con varias licencias y excesos, pero con ciertos rasgos de interés y claro olfato adaptativo. Larraín “autor” ha logrado mantener su independencia artística, continuando parte del vínculo temático con su obra anterior, pero desplegando en esta nueva etapa un impulso con nuevos bríos, donde lo central de sus huellas locales desaparecen.

En Spencer, Larraín retoma una de sus obsesiones, la del juego entre historia (como narración de los hechos pasados) y ficción (como elaboración subjetiva y creativa). Una constante, al menos, desde su trilogía sobre la historia reciente de Chile —que incluye Tony Manero (2008), Post-Mortem (2010), No (2012)—, pero también en sus acercamientos a figuras icónicas en Neruda y en Jackie. Algunas interrogantes de su obra aparecen con insistencia en estas películas: ¿cuál es el límite entre historia y ficción?, ¿de qué modo ambas se retroalimentan, contaminan o incluso desdibujan? Este derrotero se profundiza y amplía con nuevos repertorios en Spencer.

Pero vamos más atrás: si su abordaje al pasado reciente chileno insistió en encontrar los ángulos inusuales, anamórficos o incluso censurados desde un tratamiento “onírico” y “desrealizante” (lo que le ha valido críticas fuertes por parte del debate historiográfico de izquierda), al momento de abordar biografías o relatos sobre personajes canónicos ha llevado esto a una lectura personal y polémica, contaminando el género biográfico con otros como el policial, el melodrama o el thriller. En Neruda (2016), por ejemplo, sacaba al poeta de la monumentalidad literaria para vincularlo más bien a la bohemia de la década del 50 en un relato noir y ambiguo. En Jackie (2016), se concentraba en la interpretación de Natalie Portman y la figura de Jackie Kennedy desde el punto de vista de relevar el rol que le tocó jugar como viuda de John F. Kennedy. Este cambio de locación y punto de vista afecta a su cine, y, en cierta medida, lo vuelve más ambicioso y desprendido.

En esta película, Larraín destilaba fascinación por la reconstrucción histórica, pero particularmente por las formas y mediaciones culturales de un Estados Unidos rendido ante las transformaciones de la década del 60 en medio de un panorama agitado. Históricamente, no deja de ser un detalle que un cineasta chileno aborde este período de la historia norteamericana. ¿Podía un director procedente de Chile abordar la historia estadounidense? ¿Qué efectos o relecturas pueden producirse a partir de esto?

II

Spencer es un ambicioso intento de abordar la vida de Diana de Gales, una figura mediática marcada por la tragedia y el acoso de la prensa, quien muere en un accidente en 1997. Teniendo todo esto a mano, Larraín esquiva los detalles más escabrosos de su vida, como su muerte o la relación del Príncipe Carlos con Camila Parker, y recrea una Diana más bien íntima, acosada por fantasmas, y que busca respirar en medio de un entorno que la agobia. Contrastando con su cine chileno, Larraín pasa de abordar el universo de la elite política norteamericana al foco en la realeza, donde la cuestión de la marginalidad social desaparece.

La película sigue a Diana —interpretada por Kristen Stewart— en los días previos a su separación, mientras debe compartir con la familia real al interior de Sandringham, una de las mansiones de la corona. Larraín transforma esto en un itinerario del estado mental de la princesa mientras es asfixiada por las exigencias del protocolo y una relación deteriorada con Carlos. En contraste, personajes van siendo un poco su sustento vital: sus hijos, Maggie, una de las vestuaristas, el chef de cocina; mientras un mensajero enviado por la corona la sigue a todos lados para recordarle lo que debe o no hacer. Uno de los puntos álgidos del conflicto es una discusión con Carlos, escena que anuda parte central del filme: la exigencia de dividir una Diana pública de una privada, las razones de existencia de la corona (“darle algo en qué creer al pueblo”), así como la presencia constante de Camila Parker en la relación.

Larraín se posiciona abiertamente desde el punto de vista de Diana, un personaje que se vuelve empático al momento de identificar su entorno como opresivo y sofocante, algo que parece mantener desde películas tan tempranas como Fuga (2006), donde el espacio interior/mental se confundía con el exterior/espacio físico. De forma similar aquí, sirviéndose de la steadycam, el plano secuencia y la recreación de las memorias personales de Diana, el espacio se desdibuja en fragmentos que la princesa recuerda en medio de su crisis, expresadas a través del cuerpo en movimiento, una dimensión performática que también recuerda a Ema (2019). Así también, el texto desarrollado a lo largo de diálogos y monólogos conserva, como ha venido haciendo también en películas recientes, una suerte de lirismo algo desvariado que cruza la línea comunicativa hacia una suerte de corriente de la consciencia subjetiva.

Otro punto que también profundiza dice relación con abordar una Diana mediática y no “la que realmente fue”. La renuncia a ser una biopic que busque reconstruir un relato fidedigno —en definitiva, su renuncia al “realismo” propiamente tal— lo hace mezclar no solo los recuerdos subjetivos, sino las imágenes mediáticas compuestas a partir de la recreación de fotografías e iconografías de su figura pública. Algo que también hizo en Jackie: el lugar de los medios y la iconografía en la forma de construir una determinada identidad, un acontecimiento cultural e incluso de un hecho histórico. Las formas en que los medios construyen realidad son un “dato” de la causa.

Larraín utiliza el “mito Diana” tomando elementos que van desde hechos reales a rumores de prensa, construyendo un personaje a partir de la apropiación libre: la relación con sus hijos, la automutilación, una especie de consciencia de clase o la relación con su hogar de niñez. También inventa personajes o crea situaciones que jamás existieron. Poco importa: lo que se busca es la creación un punto de vista personal sobre el carácter de ficción, intercediendo frente a la expectativa de la biografía mediática hacia la dimensión subjetiva y expresiva de la puesta en escena. Una Diana mártir deambula entre los pasillos identificándose con Ana Bolena, mientras realiza pasos de danza y se rebela contra los protocolos de la corona. El cine, así, se volvería un reflejo abstracto y anómalo que engañaría en su juego de identificaciones y desidentificaciones en una especie de caleidoscopio mental.

III

Spencer cruza desde la biopic hacia un homenaje barroquista y excesivo, trazando un itinerario donde la idea de una Diana trágica y torturada nos lleva a una alegoría persistente en el cine de Larraín. Frente a este lente apocalíptico, es el entorno el que se vuelve amenazante, y la exterioridad es siempre una totalidad que complota contra sus personajes.

Larraín continúa así su carrera en el extranjero, mientras los rasgos más propiamente políticos se ajustan sin mayor problema a las expectativas internacionales: curiosamente, sus figuras femeninas pertenecen a la élite social y política, aunque ellas propongan una lectura desde el contraste. Jackie, y ahora Diana, presentarían en su cine una especie de “progresismo liberal” enmarcado en las luchas por el poder al interior de microespacios, como la Casa Blanca o la corona británica, con causas como el feminismo, la ecología o la equidad. Aunque es rebuscado asentar una lectura panfletaria, es claro que su “escala de valores” busca iluminar a sus personajes bajo ópticas decisionales en contextos concretos y adversos. No hay, así, la “gran política”, sino actos y decisiones que se miden en la escala de sus personajes. Tampoco hay una representación “histórica” o “biográfica” fiable, sino un laboratorio ficcional que trabaja sobre estos referentes para entregar algo más ambiguo, subjetivo y opaco.

Spencer
Reino Unido/Alemania/Estados Unidos/Chile, 2021
Dirección: Pablo Larraín
Guion: Steven Knight
Elenco: Kristen Stewart, Timothy Spall
Productora: Fábula, Shoebox Films, Komplizen Film, Topic Studios

«Hater»: Un ejército de noticias falsas

Hater, el más reciente y aclamado filme del director polaco Jan Komasa (Poznań, 1981), se configura como una obra  multildimensional, en donde la información lo es todo y la superposición de capas narrativas describe la actual manipulación de masas a través de las redes sociales,  pero también nos hace preguntarnos por eventos tan alejados de Polonia como la relación entre la política y las barras bravas o el vínculo no aclarado entre la UDI y el grupo de extrema derecha Capitalismo Revolucionario.

Por Luis Cruz

Hater, el más reciente y aclamado filme del director polaco Jan Komasa (Poznań, 1981), se configura como una obra  multildimensional, en donde la información lo es todo y la superposición de capas narrativas describe la actual manipulación de masas a través de las redes sociales,  pero también nos hace preguntarnos por eventos tan alejados de Polonia como la relación entre la política y las barras bravas o el vínculo no aclarado entre la UDI y el grupo de extrema derecha Capitalismo Revolucionario.

Un Martín Rivas oscuro y torcido

Aunque la figura de Tomasz Giemza, el protagonista de Hater, ha sido comparada con Travis Bickle de Taxi driver y Patrick Bateman de American psycho, no deja de ser curioso que la premisa de esta obra remita a la primera novela moderna de nuestro país: Martín Rivas. Y es que la biografía de Tomasz posee algunas semejanzas notables con el héroe de Blest Gana. Talentoso joven provinciano de origen humilde llega a la gran capital para hacerse un nombre bajo la protección de una adinerada familia. Se enamora perdidamente de una de las hijas de sus benefactores, Leonor, pero la brecha de clases jugará en contra de las intenciones amorosas del protagonista, quien deberá realizar un despliegue de todos sus talentos para demostrar que está a la altura de su amada.  Para reforzar este paralelismo podemos agregar que ambos son estudiantes de Derecho.

¿Pero qué hubiese pasado con Martín Rivas si lo hubiesen expulsado de la carrera tras un evidente caso de plagio? Vayamos aún más lejos, ¿qué hubiese pasado en la novela de Blest Gana si los atributos de Martín no hubiesen sido la probidad y la integridad moral a toda prueba, sino, por el contrario, una frialdad y una capacidad de manipulación sobresalientes? ¿Hubiese conquistado el amor de Leonor? No podemos responder a esta pregunta sin arruinar la película. Pero lo que sí se puede decir es que, una vez caído en desgracia, Tomasz Giemza (Maciej Musiałowski) hará lo que mejor sabe hacer para conquistar el amor y hacerse un lugar en la sociedad: manipular y mentir.

Miente, miente, que algo queda

Será el mundo del marketing y el manejo de redes sociales el lugar donde el ambicioso Tomasz encontrará un campo fértil para desplegar sus talentos, y, Beata Santorska (Agata Kulesza), la directora de la agencia de comunicaciones a la que ingresa a trabajar Giemza, su mentora y principal aliada. Resulta particularmente interesante la relación que establecen estos dos personajes. Beata es el arquetipo de la mujer fuerte y eficaz que domina su feudo con un liderazgo firme y despiadado, mientras que Tomasz asume el papel del discípulo talentoso y abnegado que está dispuesto a todo por hacerse un lugar. Lo que complejiza y da espesor a este binomio discípulo-maestro es la pulsión maternal y sexual que cruzará la relación de ambos personajes, pero también su capacidad para leer la realidad, manejar la información y sacar partido de esta. Es así como a lo largo de la película Beata estará siempre un par de jugadas más adelante que su protegido.

En este punto resulta necesaria una leve digresión. El personaje de Beata Santorska es parte de Sala samobójców (Suicide Room, 2011), trabajo anterior de Jan Komasa, en donde el director polaco reflexiona sobre el impacto que tienen las redes sociales en los adolescentes y que explica, en parte, el vínculo de protección que establecerá Beata con Tomazs en Hater.

Un oasis llamado Internet

Hacia fines de los 90, cuando Internet comenzó a masificarse en nuestro país, la red se vendía como una supercarretera de la información, un lugar en el que todo el conocimiento de la humanidad estaría a nuestra disposición. Las salas de clases se revolucionarían, los computadores volverían a nuestros niños más inteligentes y se cumpliría, por fin, la utopía de tener una sociedad del conocimiento horizontal y democrática.

Veinte años después, cuando el 59% de la población mundial tiene acceso a Internet (Global State Digital 2020), podemos decir que los smartphones se han vuelto un dolor de cabeza para los profesores, que  la mayor parte del flujo de información se divide entre las redes sociales, el streaming de video y la pornografía; que la red ha sido monopolizada por un par de empresas estadounidenses (Facebook, Alphabet/Google ), y que a partir de las filtraciones de Edward Snowden, recogidas y difundidas por Wikileaks, pero también del caso Cambridge Analytica, tanto en el Brexit como en la elección de Trump en Estados Unidos, tenemos la certeza de que Internet está lejos de ser un lugar neutral e inocuo. Por el contrario, la red –pero sobre todo las redes sociales– se ha vuelto tierra fértil para teorías conspirativas que han ido desde el terraplanismo y el fin del mundo en 2012 a la más reciente que señala que John F. Kennedy Jr. habría fingido su muerte. Junto a las teorías de la conspiración han surgido las llamadas fake news o noticias falsas, donde encontramos casos como la instalación de una trampa vietnamita en la casa de miembros de la Coordinadora Arauco-Malleco (CAM) difundida por el diputado (RN) Cristóbal Urruticoechea o el presunto indulto de Michelle Bachelet a Hugo Bustamante, el asesino de Ámbar Cornejo.

Lo interesante de Hater, y una de las razones por las que ha despertado tanto interés,es que nos muestra la forma en que son generadas estas noticias falsas, la manera en que operan y el efecto de bola de nieve que van logrando en la medida que escalan su popularidad. El primer trabajo de Tomazs será torpedear una exitosa bebida nutritiva a pedido de uno de los clientes de la agencia. Y lo hace generando múltiples noticias falsas. En las redes sociales basta con un par de montajes fotográficos bien hechos y un montón de cuentas falsas para destruir a la competencia, nos alecciona la película de entrada.

Tras el éxito de su primera misión, Tomazs escalará en su trabajo y comenzará a operar en la política. Es aquí donde el antihéroe echará mano a toda su capacidad de manipulación  para lograr su cometido: derribar a Paweł Rudnicki (Maciej Stuhr), candidato a la alcaldía de Varsovia, homosexual, liberal y proclive a abrir las fronteras de Polonia a los refugiados de Medio Oriente.

En este punto, la película nos muestra cómo la política se vale de los outsiders sociales para lograr sus fines sin mancharse las manos. Resulta imposible no recordar la relación entre la política y los barristas de los principales equipos de fútbol chilenos que son contratados como brigadistas durante las campañas políticas o los hechos ocurridos en una sede de la UDI que fue utilizada por un grupo de extrema derecha, Capitalismo Revolucionario, para confeccionar escudos que luego serían usados en las violentas marchas donde atacaron a transeúntes con diversos objetos contundentes. Vínculo que no ha sido aclarado hasta la fecha.

Sobresale aquí, y es quizás uno de los puntos más altos del guion de Mateusz Pacewicz, la postura que adopta Tomazs, quien comenzará a jugar un rol de doble agente para situarse por sobre izquierdas y derechas, utilizando ambas facciones para lograr sus fines personales, dominando así el tablero, tal como en nuestro país lo hizo por años Julio Ponce Lerou al financiar campañas de todo el espectro político.Hater es una película que invita a reflexionar sobre el impacto que tienen las noticias falsas y las redes sociales en nuestras vidas, pero también sobre las élites, la política y las oscuras formas en las que estas operan. Sin duda, gran parte del atractivo de esta obra radica en la soberbia actuación de Maciej Musialowski, joven actor al que se le augura un futuro brillante en la pantalla grande, pero también a su guion, que sabe matizar la temática social con el drama de corte romántico y los entresijos del poder. Sin duda, un imperdible de esta temporada.

En carne propia, de Alessio Cremonini

Por Francisco Papa Fritas

Esta película italiana, estrenada en 2018 y basada en hechos reales, relata la desgarradora historia del joven romano Stefano Cucchi, y el cruento trato carcelario y médico que padeció estando preso, tras ser detenido en un control rutinario en el que le encontraron 21 gramos de hachís. La cinta nos hace entrar en la piel del protagonista y en su profundo miedo a un sistema donde él jamás tendrá la razón, donde la verdad es relativa a la autoridad y a su poder. Cuchi encarna el sufrimiento físico causado por un sistema que se ensaña con su cuerpo, abatido por los golpes y la tortura. En 2009, mismo año en que se desarrolla la historia, se registraron 145 muertes en cárceles chilenas, una cifra que demuestra que En carne propia no es un retrato lejano, sino una realidad transversal y cotidiana de las cárceles en el mundo. Chile no está exento de esa violencia sistemática. Podríamos tener muchos Stefano Cucchi entre el silencio de los muros y barrotes de nuestro país.

[En carne propia, de Alessio Cremonini. Italia, 2018. En Netflix]

The Handmaid’s Tale, tercera temporada

Lo que hace The Handmaid’s Tale es distanciarnos del funcionamiento de las cosas y mostrarnos cómo el papel de la mujer es minimizado en muchos aspectos dentro de la sociedad. Se piensa que la violencia hacia nosotras es solo física, pero hay muchas otras maneras ejercerla. 

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