Bélgica Castro y Alejandro Sieveking, la partida de una pareja ícono del teatro chileno

Con más de seis décadas de matrimonio, mismo tiempo que dedicaron al teatro, la dupla de Premios Nacionales siguió unida hasta la muerte. La actriz falleció el 6 de marzo, día de su cumpleaños número 99 y un día después de que su marido dramaturgo también se despidiera de este mundo. Ambos serán velados en la Sala Antonio Varas del Teatro Nacional Chileno y el sábado sus restos serán cremados en el Cementerio General.

Bélgica Castro retratada en 2016 con motivo de su entrevista para revista Palabra Pública. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

Es una de las parejas más admiradas, queridas y respetadas del teatro local. Su formación se desarrolló al alero de la U. de Chile, en el llamado Teatro Experimental, claro que con años de diferencia: ella ya era una actriz conocida y profesora de Historia del Teatro, mientras él venía ingresando a la carrera de teatro, tras haber estudiado unos años arquitectura, cuando se conocieron en 1956. El flechazo fue inmediato, cuando coincidieron en la puesta en escena de Un sombrero de paja en Italia en el Teatro Antonio Varas,  y se prolongó hasta ayer, cuando el dramaturgo Alejandro Sieveking, autor de La remolienda abandonó este mundo, a los 85 años de edad. Su mujer Bélgica Castro, lo secundó al día siguiente: el mismo día de su cumpleaños número 99 y un día después de la muerte de su esposo, la actriz más longeva de las tablas chilenas también falleció.

Fue una historia de amor, de lucha y rigor teatral que los unió hasta la muerte. “Cuando todavía lamentamos la muerte de su compañero Alejandro Sieveking, las artes escénicas reciben otro golpe: la partida de la gran Bélgica Castro, una de las mujeres creadoras fundamentales del teatro nacional en los últimos 75 años. Una voz fuerte e inspiradora que se apaga”, tuiteó la ministra Consuelo Valdés, quien fue una de las primeras en confirmar el deceso de la actriz.

Bélgica Castro en La remolienda, escrita por Sieveking, dirigida por Víctor Jara y estrenada en 1965.

Bélgica Castro fue una de las fundadoras del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, fundado por Pedro de la Barra, y recibió el Premio Nacional de Artes de la Representación en 1995. Su marido, Alejandro Sieveking, 14 años menor, lo ganaría también, pero bastante después: el 25 de agosto de 2017. Fue accidentado. El dramaturgo recibió la noticia mientras estaba tomando un taxi para llevar a Bélgica al hospital debido a una caída. Un mes antes había tenido un accidente vascular. Ese mismo año, la actriz de entonces 97 años abandonó las tablas definitivamente y ya en el último año era público que sufría de Alzheimer. 

Hija de emigrados españoles, nacida en Temuco en 1921, Bélgica Castro sería una de las estrellas más prominentes del Teatro Experimental, interpretado textos de los más importantes dramaturgos, como Lope, Chejov, García Lorca, Graham Greene, Arthur Miller, Brecht, Pirandello, Shaw, Ibsen, Durrenmatt, Valle-Inclán y Sófocles. Estuvo casada en primeras nupcias con el destacado actor Domingo Tessier con quien tuvo a su único hijo, Leonardo Mihovilovic. En 1961 pudo formalizar su relación con Sieveking, con quien trabajaría en diversos montajes incluida La remolienda (1965), Ánimas de día claro (1962), y La comadre Lola (1985). Al igual que su marido, también trabajó en cine. Juntos protagonizaron a una pareja de ancianos, muy parecida a ellos, en Gatos viejos (2010), pero también tuvo brillantes participaciones en Días de campo (2004), la miniserie La recta provincia (2007) de Raúl Ruiz, El desquite (1999) y La buena vida (2008) de Andrés Wood,

Entre sus últimos roles en teatro está su notable interpretación de misía Elisa en la obra Coronación, de Jorge Pineda, que se presentó en el GAM, en 2015, mientras que la última colaboración que tuvo con su esposo fue al año siguiente en Pobre Inés sentada ahí, que Sieveking escribió especialmente para ella. En esa ocasión, Bélgica fue entrevistada por revista Palabra Pública, donde recordó sus inicios en el teatro y donde dejaba algunas lecciones para las nuevas generaciones, que hoy resuenan como especie de manifiesto postmortem: “El espectáculo teatral no es obra de uno como en la poesía o la novela. Intervienen directores, actores, autores, escenógrafos, electricistas, etc., también participa el público como materia importantísima. ¿Tenemos nosotros estos elementos? La respuesta sería están, existen, pero en potencia. Formémoslos, pero no haciendo trabajar mecánicamente a los aficionados en obras grotescas e insustanciales que no estimulan la sensibilidad ni dejan enseñanza alguna. Se necesita gente nueva que recupere esta generación e inspirarla en valores de alta calidad estético-moral. Es preciso promover un sentimiento amplio y serio que no quede en el autor o el actor, sino que abarque los múltiples problemas del teatro”.

Adiós a Alejandro Sieveking, autor de “La Remolienda” e ícono del teatro chileno del siglo XX

El dramaturgo y Premio Nacional de Arte 2017 falleció a los 85 años tras combatir por largo tiempo un cáncer a la piel. Autor de obras emblemáticas como Ánimas de día claro y Tres tristes tigres, deja viuda a su compañera de vida y oficio, Bélgica Castro (98), con quien formó una de las parejas más queridas de las tablas locales.

A mediados de 2019 Alejandro Sieveking estrenó una nueva obra: Todos mienten y se van, que debutó en el Teatro UC bajo la dirección de Alejandro Goic. El texto era parte de la trilogía que partió en 2012 con la elogiada Todo pasajero debe descender, donde además compartía escenario con Bélgica Castro. Sin embargo, en esta nueva obra no estaba la nonagenaria actriz. Retirada de las tablas debido a una avanzado Alzheimer, Sieveking mostró públicamente varias veces preocupación por su mujer y su estado de salud: “Bélgica extraña mucho el teatro, y yo verla actuar. Cada tanto me lo dice y se lo digo”, decía en una entrevista a La Tercera el año pasado ad portas al estreno del montaje. Uno de sus mayores miedos -dijo también en la entrevista- era morir antes que ella. Finalmente sucedió así: el autor de La Remolienda, uno de los grandes dramaturgos del teatro chileno del siglo XX, falleció la tarde del 5 de marzo en su casa de Parque Forestal, a los 85 años.

Siguió activo y cuidando esmeradamente a su mujer hasta que hace sólo un par de meses cayó hospitalizado por una gripe fuerte. Hace décadas el dramaturgo combatía, además, un cáncer a la piel que lo obligó a someterse a varias intervenciones y que ahora último lo hizo salir de escena sorpresivamente. Sus restos son velados en la Sala Antonio Varas, ubicada en Morandé 25, y este sábado será cremado en el Cementerio General. Tras de sí deja un prolífico legado de obras entre las que destaca Ánimas de día claro (1961), Tres tristes tigres (1967), La mantis religiosa (1971) y Todo pasajero debe descender (2012).

Bélgica Castro y Alejandro Sieveking, junto a su gato Aliosha, en su departamento de Parque Forestal. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida

En 2017, el dramaturgo recibió el Premio Nacional de Artes de la Representación y Audiovisuales, mismo galardón que su esposa Bélgica recibiera en 1995. Juntos, y al igual que su amigo Víctor Jara, dieron a conocer su trabajo en los años 50 y 60 en el entonces llamado Teatro Experimental nacido al alero de la U. de Chile, y que hoy es el Teatro Nacional Chileno. Seguido a ese galardón también recibió la Medalla Rectoral de la U. de Chile.

“Alejandro Sieveking contribuye en la construcción del espíritu de un país. Se trata de un creador en constante contacto con los artistas contemporáneos, que permanentemente ha hecho de este oficio un sentido de vida. Consecuente con sus principios, se exiliaba cuando la tiranía lo obligaba a someterse. Un premio totalmente merecido», decía el dramaturgo Ramón Griffero en 2017, a propósito del premio para Sieveking.

El director, escenógrafo y Premio Nacional de Arte, Ramón Núñez recuerda haber conocido a Sieveking a los 18 años, cuando él era alumno de la Escuela de Teatro UC y Sieveking de la U. de Chile. » Generamos un lazo de amistad con todo ese grupo, estaba Alejandro, Víctor Jara, Miriam Benovich, Tomás Vidiella. Hice algunas obras suyas como Peligro a 50 metros y Una vaca mirando el piano, también participamos juntos de la película La pasión de Michelangelo. Siempre le decía que se presentara al Premio Nacional y él se negaba rotundamente, finalmente yo mismo levanté su campaña junto a la Facultad de Arte porque yo mismo me daba cuenta que los otros candidatos no le llegaban ni a los talones», dice Nuñez.

«Simplemente hay un antes y después de Alejandro Sieveking en el teatro nacional», agrega el director. «El recuperó el realismo local y lo llevó a las tablas, pero convertido en un folclore urbano con toques de realismo mágico que se vieron en La remolienda y Ánimas de día claro, que es simplemente una maravilla onírica insuperable. Sus obras tenían compromiso social y político, pero nunca fueron panfletarias, las dotaba de un halo de misterio y de una belleza incalculable», resume Núñez.

Un año después del golpe de Estado, Alejandro y Bélgica se exiliaron de Chile, debido al clima hostil en que vivía el país y las trabas para ejercer el teatro -además del duro golpe emocional que le significó el brutal asesinato de su amigo Víctor Jara en el Estadio Chile. Se fueron a Costa Rica, donde recibió el Premio Casa de las Américas de Cuba, volviendo al país recién en 1984. En esos años, además de obras teatrales, escribió guiones para la televisión y publicó dos novelas, La señorita Kitty y Bella cosa mortal.

Víctor Jara, Sergio Zapata, Bruna Contreras y Alejandro Sieveking en la histórica banca de Parque Forestal donde se reunían los amigos de la U. de Chile. Crédito de foto: Luis Poirot.

El fotógrafo Luis Poirot también recuerda su larga amistad con el dramaturgo y valora su gran aporte al teatro chileno: «La dupla que formó con Víctor Jara significó la transformación del teatro de la Chile. En el año 59, Víctor Jara debuto como director con Parecido a la felicidad, escrita por Alejandro, que era increíble porque hacía una radiografía psicológica de los chilenos. Con esa obra se abrió el Teatro Antonio Varas a los jóvenes y luego salió a girar por Latinoámerica», cuenta Poirot. «Víctor entendía muy bien la poética de las obras de Alejandro, donde había humor, ternura y un conocimiento complejo de lo que somos los chilenos. Para mi es como un Chejov chileno», agrega el fotógrafo, con quien el año pasado Sieveking realizó una exposición conjunta en la Tienda Chile pianos ubicada en Ñuñoa, donde Poirot exhibió fotos y el dramaturgo, una serie de collages, otra de sus pasiones.

En la última década, Sieveking -siempre dispuesto a colaborar con las generaciones jóvenes realizadores- incursionó en el cine como actor en  filmes como La vida me mata (2007) de Sebastián Silva, El club (2015) de Pablo Larraín y Los perros (2017) de Marcela Said. Premonitoriamente, en la película Gatos viejos (2010) dirigida por Sebastián Silva y Pedro Peirano, grabada en su propio departamento de Parque Forestal, el dramaturgo interpretaba junto a Bélgica Castro a una pareja de ancianos que debían lidiar con el Alzheimer de ella.

Poirot recuerda que vio por última vez a Sieveking durante el mes de enero, cuando había sido hospitalizado para recibir tratamiento por el cáncer que se había expandido hacia uno de sus ojos. «Lo vi cansado, pero que nos encontráramos le devolvió el ánimo. Siempre hablábamos de que volviera a dirigir una de sus obras, un proyecto que postergábamos y postergábamos, una de las razones era porque a él no lo dejaban de llamar para nuevos proyectos. Se reía diciendo que ‘ahora que estoy viejo me están descubriendo’. El trabajó hasta el último minuto, ese rigor, ese amor y entrega total al oficio es lo que vamos a echar de menos y es su gran legado y ejemplo a las nuevas generaciones», dice el fotógrafo.

Pablo Neruda a través de un lente empañado

Antinerudismo (y anticomunismo) es lo que advierte Verónica Jiménez en ciertas lecturas de la obra del poeta y de algunos rincones de su biografía. Que violador, que padre monstruoso, que adicto al estalinismo. Etiquetas basadas en recortes literales y fragmentarios de su obra, dice la escritora, y juicios no siempre ingenuos sobre los avatares de su vida. Una discusión ineludible, añade, a 50 años del Premio Nobel a Neruda.

Por Verónica Jiménez

La lectura de un fragmento literario como una noticia y del recorte de una carta como una evidencia: lecturas de resonancias mediáticas, que alientan el surgimiento de un antinerudismo que luego se opone a renombrar el aeropuerto de Santiago con el nombre del poeta; lecturas que hacen vacilar a escritoras entrevistadas en la prensa, forzándolas a ellas, lectoras con oficio, a interpretar sin método y emitir opiniones precipitadas. Cómo leer no parece una tarea tan simple como recorrer un texto y decodificarlo.

En los últimos años, he visto cómo se reiteran las invitaciones a leer literalmente o de un modo fragmentario ciertos escritos de Pablo Neruda (legalmente inscrito con ese nombre en el Registro Civil en 1946). Reconozco que no es simple arrancar una lectura desde y hacia los textos sin proyectar, simultáneamente, juicios y preconceptos —es justamente por eso que la enseñanza de lengua y literatura en todos los ciclos escolares reitera la práctica de una metodología de comprensión e interpretación de textos que consta de varias etapas—, tampoco es sencillo abstraerse de los nuevos modos de leer. Uno de ellos consiste en considerar todos los textos, sean estos literarios o no literarios, como discursos sociales. De ahí a leer un fragmento literario como una “noticia” hay un paso.

La escritora y editora Verónica Jiménez (1964). Dirige el sello Garceta Ediciones.

Hacía bien en despreciarme

La primera vez que oí la “noticia” de la violación descrita por Neruda en Confieso que he vivido fue en los momentos previos a la presentación de un libro. Me encontraba junto a una crítica literaria, y ambas levantamos las cejas e intercambiamos palabras de asombro. Para la época, los textos periodísticos ganaban preeminencia sobre los escritos literarios y, luego de que Nicanor Parra declarara que Chile era ya no un país de poetas sino uno de columnistas, en la página cultural de un diario, uno de esos columnistas, tomándose en serio la jugarreta lingüística de Parra, sostenía que la buena poesía era aquella que se podía entender (esto es, la que él podía entender).

En ese contexto fue que la lectura de la “noticia” se socializó en medios tradicionales e internet, y algunos se preguntaron por qué nadie la había descubierto antes. Una respuesta puede ser: porque antes el texto no había sido leído desde este “nuevo modo de leer”. Lo cierto es que tanto se ha redundado en la lectura noticiosa que, recientemente, Hernán Loyola la ha confrontado calificando de “pecado” al episodio narrado, entre otros. Con todo, pienso que aún es válido y oportuno proponer una experiencia de lectura más rigurosa y reflexiva.

En años siguientes al golpe noticioso, el tema fue rebotando en diferentes países, hasta que en España, donde la poesía viene dando tumbos hace tiempo, se emitió una especie de edicto para leer a Neruda como un violador. Lo dijo textualmente la poeta Elena Medel. Los españoles, que nos someten, a nosotros los hispano hablantes, a sus traducciones, puesto que somos parte de “su” mercado editorial, administran también los derechos de autor de Neruda, con bastante celo, y, por otra parte, promocionan en su prensa de derecha libros locales que cuestionan la figura del poeta, por violador, por abandonador y también por comunista. En ese país el antinerudismo alimenta, además, al siempre oportunista anticomunismo.

El antinerudismo leyó el texto de Neruda, antes que nada, como un relato veraz. No le interesó preguntarse por su función ni la intención de su autor, algo a lo que podríamos acercarnos a partir de los planteamientos del crítico Terry Eagleton. Hay que considerar que sus postulados, y en general los de la crítica literaria marxista, sobrevivieron bastante bien a la marea de la posmodernidad, tal como los grandes relatos lo hicieron en medio de la profusión de los relatos personales.

El valor de una obra que hace referencia a una realidad externa, dice Eagleton, no radica en la veracidad de la información que entrega sino en cómo la usa y articula el autor. Podemos leer que, en efecto, el texto de Neruda tematiza un acto sexual no consentido, encadenando de manera causal una serie de pulsiones y acciones —deseo, intento de seducción, sometimiento forzado, desprecio, comprensión del sentido del sometimiento y del desprecio—, y de esa tematización podemos extraer una síntesis: el acto descrito es una violación, un acto despreciable y, asumido como tal, algo que no debe repetirse. Hecho este análisis, nos preguntamos: ¿qué función cumple este texto frente al lector y cuál es la intención autoral que manifiesta? O, en otras palabras: ¿para qué escribió Neruda este texto y qué efectos quiere provocar en quienes lo leen?

En lugar de hacerse estas preguntas, el antinerudismo indica que hay que leer a Neruda como un violador, o no leerlo. Pero nada dice respecto de cómo hay que leer a los demás autores del siglo XX, y esto aunque sea bastante ingenuo pensar o sostener que si los contemporáneos de Neruda no escribieron sobre el acto de violar es porque ninguno de ellos lo cometió. El mismo razonamiento podría eventualmente ensayarse respecto de los escritores contemporáneos nuestros. En toda obra, sostenía el crítico Edward Said, interactúan literatura y realidad social, y tanto si lo dice explícitamente como si lo omite, toda obra nos informa acerca de su época.

Al parecer, Neruda no tenía una razón extra literaria para narrar este episodio. Las nociones de culpa o de pecado no parecen haber sido el motor del escrito. Lo que sí se puede afirmar es que estaba consciente de que este texto sería leído y que, aunque hay en el mismo libro pasajes oníricos o enteramente ficcionales, particularmente éste sería comprendido desde la verosimilitud de los datos entregados.

Hace muchos años, Oscar Wilde escribió que una obra no convierte en símbolo a la realidad que incorpora, sino que muestra, de forma mimética, lo que cada época representa por sí misma de manera simbólica. El simbolismo del siglo XX se asocia comúnmente con la guerra, pero también está expresado en el machismo y sus prácticas (en verdad, el siglo XX le quedó corto al machismo y, por ello, se está haciendo simbólico también, al menos en parte, en este siglo), y eso es lo que evidencia el texto de Neruda.

La comprensión de un texto, decía Said, se alcanza si se lo considera como un campo dinámico que cuenta con un rango de referencias potencialmente reales, referencias  que se extienden como tentáculos hacia el autor, hacia el lector, hacia una situación histórica, hacia el pasado y hacia el presente. Y también hacia el futuro, podríamos agregar respecto del texto de Neruda, si intentáramos responder las preguntas acerca de la intención del autor y la función que cumple frente al lector.

Quizá sea oportuno en este punto releer un pasaje de Una poesía sin pureza, texto publicado en octubre de 1935, en el número 1 de la revista Caballo verde para la poesía, dirigida por Neruda en Madrid, y que funciona como un manifiesto que propone que ninguna zona de la experiencia quede fuera de los usos posibles de la literatura: “Una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición, y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos”.

Recortes

Luego de la noticia de la violación, los medios comenzaron a informar que “el poeta más amado por la izquierda” había, además, repudiado y abandonado a su hija, que sufría de hidrocefalia. Para armar un relato coherente con ese juicio, los divulgadores se han valido, hasta el presente, del recurso de “sacar de contexto” sus palabras, recortando la carta que Neruda envió a su amiga Sara Tornú mientras él vivía en Madrid y ella en Buenos Aires. El recorte ha sido reproducido infinitas veces, en artículos periodísticos, en algún paper académico y en alguna biografía. El procedimiento, apartado de toda ética, no amerita quizá mayor tratamiento que la publicación de la carta completa.

De todas formas, es bueno reconstruir la línea de tiempo de la vida de Malva Marina. Pablo Neruda se había casado con María Antonieta Hagenaar en 1930. La hija de ambos nació agosto de 1934; Neruda no sólo no ocultó su existencia, sino que invitó a sus amigos a conocerla, entre ellos a los poetas Vicente Aleixandre y Federico García Lorca. Para 1936, Neruda había iniciado una relación con Delia del Carril y se había separado de su esposa. El contexto de la guerra civil hacía imposible que todos siguieran residiendo en España. Partieron entonces a París y, desde allí, María Antonieta y Malva Marina viajaron a Mónaco y, más tarde, a Holanda. Neruda vio por última vez a su hija cuando la visitó en 1939, un año antes de que ese país fuera invadido por los nazis. Finalmente, la niña falleció en 1943, con Europa aún en guerra. Según ha explicado Darío Oses, está documentado en cartas y papeles consulares que Neruda jamás dejó de enviar la mesada a su hija.

¿Qué tiempos son estos?

La pregunta es de la poeta estadounidense Adrienne Rich. La fórmula en un poema en el que habla de comunidad y revolución, empleando como pretexto a los árboles. El poema en sí es una mini clase acerca de la necesidad de preguntarse por la función del poeta en la sociedad, algo de lo que Neruda se ocupó en su obra y su actividad política.

Quisiera hacer una distinción en este punto. Desde hace un tiempo se viene cuestionando, en términos generales, la figura del poeta, no así su función. La función del poeta, un asunto medular y de reflexión honda, aunque de respuesta pausada, no parece compatible con la actual tiranía de “lo urgente”, que es también lo provisorio, lo precipitado, lo arbitrario. La retórica de lo urgente nos dice hoy que no hay poeta sino poetas, que no hay voces individuales, que los poemas los hacemos entre todos, por la vía de la reelaboración, que la poesía es más una práctica comunitaria que una producción estética particular, de tal modo que la función del poeta acaba por diluirse.

Nicanor Parra supo poner en tela de juicio la función del poeta presente en la obra de Neruda, en un ejercicio productivo y sin urgencias, pero, sobre todo, sabiendo que no podría desplazarla; a lo más, tendría que convivir con el pacto social y la estética nerudiana, mucho más universalistas. Parra se plantó desde otra posición frente a la poesía, como un catalizador del lenguaje de la tribu, pero reconoció a Neruda como el más popular de los poetas. La medida para ese escrutinio personal es bastante simple (e inequívoca): todo el mundo se sabe de memoria algún poema de Neruda, o partes de sus poemas; y “todo el mundo” quiere decir no sólo poetas, estudiantes de literatura o escolares “obligados” a leerlo, sino personas de distintos oficios, procedencias, gustos y personalidades, en español y en otras lenguas.

Plantarse desde la función del poeta es una tarea compleja y no muy ambicionada por quienes escriben poesía en estos días. Pienso que quizá esto se deba a que es más sencillo entrar al oficio desde la disolución de la figura del poeta, para formar parte de esas entelequias llamadas “los poetas” o “la poesía”. Integrar una comunidad imaginaria nos dispensa de algunas faltas y nos exime de situar nuestra voz en relación con la sociedad, paradojalmente desde la pertenencia a grupos cerrados: los poetas becarios de tales talleres, los integrantes de tales o cuales instituciones, la poesía chilena, la poesía de X lugar, etcétera. Esos grupos, incluidos los ligados a la fundación que lleva su nombre, hacen poco o nada por despejar la bruma de las lecturas literales de Neruda, que frecuentemente mimetizan a los hablantes de sus poemas con la persona del poeta.

Hay, por ejemplo, poemas que, como consecuencia del antinerudismo, son leídos hoy como alegorías machistas, sin contar para ello con apoyos textuales. Así, el verso “Me gustas cuando callas / porque estás como ausente”, perteneciente al Poema 15, que en una primera versión se tituló Poema de tu silencio, y que fue inspirado por un encuentro del poeta con Albertina Azócar, es interpretado arbitrariamente como un mandato de Neruda para que todas las mujeres nos callemos.

Más llamativo aún es que otro verso, extraído de un poema complejo, como lo es Alturas de Machu Picchu, sea leído linealmente, incluso por poetas: “Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta”. Este poema, que consta de varias etapas, admite algunas lecturas interpretativas, dentro del rango de lo razonable. Una de esas lecturas, que me parece particularmente asertiva, es la que hace Grínor Rojo, quien destaca el programa emancipador propuesto en el poema, que logra conjugar el legado indígena americano con la lucha de los pobres del continente. La poesía como un medio de conocimiento es en este poema, dice Rojo, siguiendo a Benjamin, iluminación profana al servicio de los oprimidos. Si alguna vez estuvo en el Olimpo, Neruda ya había bajado cuando escribió el Canto general.

La opción social de Neruda es puesta en tela de juicio por el anticomunismo, valiéndose de los cuestionamientos antinerudianos, aunque un Neruda clasista, cínico o fingidamente comprometido, como postulan algunos, es más bien una fabulación provocada por lecturas sesgadas o desinformadas, no sólo de su obra, sino también de su biografía, de su época y de los hechos históricos que lo rodearon. En 1972, siendo embajador en Francia, le tocó a Neruda defender la propiedad del cobre chileno frente a las amenazas de embargo por parte de capitales norteamericanos y, por ello, sus pasos fueron seguidos por el FBI y la CIA, como lo demuestran los archivos desclasificados por Estados Unidos. Asumir riesgos por otros representa un compromiso incuestionable.

El anticomunismo critica las alabanzas a la figura de Stalin en sus poemas, y hace parte al poeta del horror al que sometió a los soviéticos —que sería conocido con posterioridad—, aun cuando Neruda reconocería su equivocación en un pasaje de Confieso que he vivido. Los versos de Neruda evidencian ciertamente una idealización del modelo socialista frente al modelo capitalista, sin embargo, hay que reconocer que nunca adscribió al realismo socialista que dictara despóticamente el estalinismo, como tampoco lo hizo, por ejemplo, César Vallejo, también poeta de izquierda.

El anticomunismo nada dice sobre la donación de la Antología popularque hizo Neruda a la Unidad Popular, para que entregara gratuitamente al pueblo un millón de ejemplares, en 1972, pero rechaza los últimos versos que publicó en vida, bajo un título provocador: Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena. Se acusa en este libro combativo la ausencia de la imaginación nerudiana, o los sentidos desplegados en imágenes, o la hondura metafísica, y se repudia, sobre todo, su contenido, que acusa las maniobras norteamericas en contra de Chile y la actuación de algunos entes locales. Julio Cortázar cuenta que cuando lo visitó en Isla Negra en febrero de 1973, Neruda no podía ya levantarse de la cama. Le mostró el libro y le explicó cuál fue su intención al escribirlo: “Ya que no puedo ir a las manifestaciones ni hablarle al pueblo, quiero estar presente con estos versos que escribí en tres días”. Si Víctor Jara compuso canciones contingentes, y les reconoció una función distinta a las de su trabajo propiamente artístico, Neruda escribió, por su parte, poesía también contingente y explicó la función de ese gesto.

En 2020, un año en que muchas ideas entraron en conflicto, se publicaron artículos en periódicos de distintos países de América a propósito de los cincuenta años de la edición mexicana del Canto general, una obra importante, que en octubre fue leída completa en una lectura colectiva en Francia durante dos días. En Chile, a nivel mediático, nada se dijo. ¿Qué tiempos son estos?, nos preguntamos frente a ese silencio. La pregunta es válida y tiene varias matrices de interpretación; el antinerudismo y el anticomunismo parecen ser las principales.

En 2021 celebraremos (¿celebraremos?) el cincuentenario del Premio Nobel a Pablo Neruda. Haríamos bien en generar desde ya discusiones para intentar responder todas las preguntas acerca del poeta formuladas en la última década, las bien y las mal intencionadas, las mismas que en los últimos años se han despachado en una o dos líneas irreflexivas a través de columnas periodísticas, entrevistas, artículos, papers, carteles y redes sociales.

Este texto surgió de las discusiones generadas en el taller “Cómo leer a Neruda y por qué”, convocado por la escritora y editora Verónica Jiménez. Las sesiones se realizaron de manera virtual entre el 11 y el 25 de noviembre de 2020, con participantes de Chile, Perú, Honduras y México. En el taller, se revisaron algunos poemas y prosas literarias de Pablo Neruda, así como textos periodísticos, testimonios y artículos provenientes del ámbito académico. El objetivo fue generar una reflexión a partir de ciertas lecturas literales que se hacen en la actualidad de parte de la obra del poeta y de algunas zonas de su biografía.