Leernos en Neruda

Las confesiones de Neruda, dice la poeta Antonia Torres, nos pueden parecer tardías y por lo mismo cobardes, pero no por eso dejan de proporcionar un valioso documento sobre una época y su cultura. Además, al ser literatura, permiten algo maravilloso: seguir discutiendo con su autor aún después de muerto y, a través suyo, con nuestro propio presente.

Por Antonia Torres Agüero

En su texto Algunas reflexiones improvisadas sobre mis trabajos (1964), Pablo Neruda acusa la dificultad de hablar sobre su propia obra: “Entre los conferencistas, ensayistas y escritores que van a participar en este seminario, yo soy, tal vez, el que tiene una posición más difícil, una posición que oscila entre la ignorancia y el pudor. La ignorancia de mi propia obra y el pudor natural de hablar de ella”. Más allá de lo auténtica o falsa de esta expresión de modestia, la afirmación me parece interesante porque asume como punto de partida nuestro desconocimiento —para bien o para mal— de los temas, objetivos y sentidos de nuestra propia obra. Más adelante dirá, sobre Crepusculario —haciéndolo extensivo también a otros libros— que nunca “contuvo un propósito poético deliberado, un mensaje sustantivo original. Este mensaje vino después como un propósito que persiste bien o mal dentro de mi poesía”. La declaración puede parecer poco creíble para lectores y no-escritores, pero para quienes somos autores no es nada de extraña. Escribimos por un impulso que poco tiene que ver con un plan o proyecto premeditado. Escribimos sin saber qué estamos haciendo. Escribimos porque queremos tener una experiencia a través del lenguaje. Escribimos porque buscamos una experiencia de lenguaje. Escribimos para “otrearnos” (y de paso, si hay suerte, descubrir algo de nosotros mismos). Y el resultado, como dijo Jorge Teillier cuando supo que había escrito su primer poema verdadero, parece escrito por otro.

Parte de la obra de Neruda dice cosas que, a la luz de mi género y de la corrección contemporánea, resultan antipáticas. Huelen a machismo y exudan un colonialismo salpicado de superioridad occidental y burguesa. Está el fálico arado que hace saltar un hijo del vientre de la tierra. El amor de los marineros que besan y se van mientras la amadas esperan eternas mirando el horizonte. La superioridad del intelectual o artista que habla en nombre de los que no pueden hacerlo por sí mismos. Cierro los ojos. Lo imagino un hombrón protagónico. Un cacique que pontifica sobre el bien y el mal. Lo imagino seduciendo narcisa e indiscriminadamente. Lo imagino un poco como a mi propio padre: una voz autoritaria y soberbia. Una voz que, si bien chochea con lo que digo yo, su hija, también me hace callar frente a sus amigos. Me hace callar, me corrige y me manda a jugar o a dormir a mi pieza. Pero todo eso no lo transforma en un mal padre, y menos en un mal poeta.

No tenemos por qué estar de acuerdo con lo que dice —o lo que creemos que dice— un escritor. Más bien deberíamos maravillarnos de que en virtud de toda la literatura que dejó tras su paso por el mundo podamos seguir dialogando y discutiendo con él, aún después de muerto. Gracias a esa figura elusiva y siempre misteriosa que es el narrador de un relato o el hablante de un poema (y que no es necesariamente el autor biográfico de estos) podemos seguir haciéndolo. Sobre todo si esas ideas, esas visiones, esos paisajes naturales o mentales nos inquietan. Sobre todo si nos provocan y apelan. Más estimulante aún si nos irritan y, pese a ello, nos parecen hermosos y perfectos.

¿Qué quiso decir Neruda con el capítulo dedicado a la violación de la nativa tamil en sus memorias? ¿Se trata de una confesión tardía y la expresión postrera de un largo e insoportable sentimiento de culpa? ¿Y por qué hasta hace muy poco nadie o casi nadie reparó en la gravedad de la confesión? El intento por elaborar respuestas a esas preguntas me parece mucho más productivo e interesante que imponer una clausura a la lectura de su autor. No comulgo con el “Neruda, cállate tú”. Creo que su prosa autobiográfica no deja de ser un constructo literario porque tenga la bajada de “memorias”. Confieso que he vivido, me parece, es la autobiografía más o menos novelada de un poeta. Y en ese sentido, como sucede con la poesía, es expresión, más que verdad o historia. No hay que confundirse. La primera persona es una trampa que nos tiende el escritor. Un truco para que caigamos en la dulce red de la verosimilitud. Por eso tal vez me guste tanto la distancia que proporciona la tercera persona. Parece fome. Parece fría. Pero permite modular la narración de un relato complejo (por doloroso, polémico y privado) de manera que ambos personajes, el que cuenta y el que es contado, tengan espacio suficiente para respirar cada uno con libertad. Sin las presiones de la “verdad” y la “buena memoria”. Y aunque puede y quiera parecer justo todo lo contrario, la supuesta honestidad de la primera persona autobiográfica me late fingida y falsa. Ser autor literario de la propia vida es siempre inventar un poco el propio pasado. Las Memorias de Neruda son para mí eso: una forma de relato literario que elabora una historia “bien armada” y nada tiene que ver con la verdad de los hechos. Tiene que ver más bien con lo que su autor quiso decir e interpretar sobre esos supuestos hechos. Sobre unas ciertas ideas que quiere comunicar con el texto. Y justo allí, en ese momento, entramos los lectores.

Nuestras lecturas posteriores del Confieso y de la poesía nerudiana están ahí para eso: para discutir sus ideas. No obstante, admito que el caso de Neruda aquí es complejo debido a esa especie de doble registro de su discurso memorialístico: estamos ante un poeta narrando. La poesía suele estar asociada a la interioridad, a la verdad individual, a una subjetividad siempre discutible; y la narrativa, en tanto, a la representación de un mundo, ya sea como drama o puesta en escena. ¿Cómo entonces leer la escena de la violación en sus memorias? Creo que como narrativa salpicada de poesía. Es decir, sencillamente como literatura. Neruda está hablando allí de colonialismo, de clase, de deseo, de sexo y de violencia. Pero habla también de arrepentimiento, de confesión y de vergüenza: «El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Hacía bien en despreciarme». Podemos decir que es una confesión tardía y por lo mismo cobarde. Pero también podemos agregar que nos proporciona un documento de una época y de su cultura. Por todo eso el texto me parece valioso: porque en él está inscrita una subjetividad compleja, por un lado, y porque es al mismo tiempo una crónica de un tiempo licencioso, excesivo y plagado de distintas formas de dominios nacionales, imperiales, de género y de castas.

Insisto: el escritor es el único interlocutor con el que podemos, incluso después de muerto, seguir hablando. Dice el propio Neruda que no hubo en su obra nunca un mensaje sustantivo original, que ese mensaje vino después como una persistencia a lo largo de todos sus libros. Es decir, ni él mismo supo con precisión de qué estaba hablando cuando lo hacía. Le hicieron falta muchos años para elaborar lo hecho y lo dicho. Para leerse a sí mismo. Probablemente esa sea también nuestra tarea: leer a Neruda y discutir con él sus ideas e imágenes en relación a nuestra propia experiencia y nuestro presente. Así creo yo se construye la historia de la literatura. Así también se escribe y se lee poesía.

Pablo Neruda a través de un lente empañado

Antinerudismo (y anticomunismo) es lo que advierte Verónica Jiménez en ciertas lecturas de la obra del poeta y de algunos rincones de su biografía. Que violador, que padre monstruoso, que adicto al estalinismo. Etiquetas basadas en recortes literales y fragmentarios de su obra, dice la escritora, y juicios no siempre ingenuos sobre los avatares de su vida. Una discusión ineludible, añade, a 50 años del Premio Nobel a Neruda.

Por Verónica Jiménez

La lectura de un fragmento literario como una noticia y del recorte de una carta como una evidencia: lecturas de resonancias mediáticas, que alientan el surgimiento de un antinerudismo que luego se opone a renombrar el aeropuerto de Santiago con el nombre del poeta; lecturas que hacen vacilar a escritoras entrevistadas en la prensa, forzándolas a ellas, lectoras con oficio, a interpretar sin método y emitir opiniones precipitadas. Cómo leer no parece una tarea tan simple como recorrer un texto y decodificarlo.

En los últimos años, he visto cómo se reiteran las invitaciones a leer literalmente o de un modo fragmentario ciertos escritos de Pablo Neruda (legalmente inscrito con ese nombre en el Registro Civil en 1946). Reconozco que no es simple arrancar una lectura desde y hacia los textos sin proyectar, simultáneamente, juicios y preconceptos —es justamente por eso que la enseñanza de lengua y literatura en todos los ciclos escolares reitera la práctica de una metodología de comprensión e interpretación de textos que consta de varias etapas—, tampoco es sencillo abstraerse de los nuevos modos de leer. Uno de ellos consiste en considerar todos los textos, sean estos literarios o no literarios, como discursos sociales. De ahí a leer un fragmento literario como una “noticia” hay un paso.

La escritora y editora Verónica Jiménez (1964). Dirige el sello Garceta Ediciones.

Hacía bien en despreciarme

La primera vez que oí la “noticia” de la violación descrita por Neruda en Confieso que he vivido fue en los momentos previos a la presentación de un libro. Me encontraba junto a una crítica literaria, y ambas levantamos las cejas e intercambiamos palabras de asombro. Para la época, los textos periodísticos ganaban preeminencia sobre los escritos literarios y, luego de que Nicanor Parra declarara que Chile era ya no un país de poetas sino uno de columnistas, en la página cultural de un diario, uno de esos columnistas, tomándose en serio la jugarreta lingüística de Parra, sostenía que la buena poesía era aquella que se podía entender (esto es, la que él podía entender).

En ese contexto fue que la lectura de la “noticia” se socializó en medios tradicionales e internet, y algunos se preguntaron por qué nadie la había descubierto antes. Una respuesta puede ser: porque antes el texto no había sido leído desde este “nuevo modo de leer”. Lo cierto es que tanto se ha redundado en la lectura noticiosa que, recientemente, Hernán Loyola la ha confrontado calificando de “pecado” al episodio narrado, entre otros. Con todo, pienso que aún es válido y oportuno proponer una experiencia de lectura más rigurosa y reflexiva.

En años siguientes al golpe noticioso, el tema fue rebotando en diferentes países, hasta que en España, donde la poesía viene dando tumbos hace tiempo, se emitió una especie de edicto para leer a Neruda como un violador. Lo dijo textualmente la poeta Elena Medel. Los españoles, que nos someten, a nosotros los hispano hablantes, a sus traducciones, puesto que somos parte de “su” mercado editorial, administran también los derechos de autor de Neruda, con bastante celo, y, por otra parte, promocionan en su prensa de derecha libros locales que cuestionan la figura del poeta, por violador, por abandonador y también por comunista. En ese país el antinerudismo alimenta, además, al siempre oportunista anticomunismo.

El antinerudismo leyó el texto de Neruda, antes que nada, como un relato veraz. No le interesó preguntarse por su función ni la intención de su autor, algo a lo que podríamos acercarnos a partir de los planteamientos del crítico Terry Eagleton. Hay que considerar que sus postulados, y en general los de la crítica literaria marxista, sobrevivieron bastante bien a la marea de la posmodernidad, tal como los grandes relatos lo hicieron en medio de la profusión de los relatos personales.

El valor de una obra que hace referencia a una realidad externa, dice Eagleton, no radica en la veracidad de la información que entrega sino en cómo la usa y articula el autor. Podemos leer que, en efecto, el texto de Neruda tematiza un acto sexual no consentido, encadenando de manera causal una serie de pulsiones y acciones —deseo, intento de seducción, sometimiento forzado, desprecio, comprensión del sentido del sometimiento y del desprecio—, y de esa tematización podemos extraer una síntesis: el acto descrito es una violación, un acto despreciable y, asumido como tal, algo que no debe repetirse. Hecho este análisis, nos preguntamos: ¿qué función cumple este texto frente al lector y cuál es la intención autoral que manifiesta? O, en otras palabras: ¿para qué escribió Neruda este texto y qué efectos quiere provocar en quienes lo leen?

En lugar de hacerse estas preguntas, el antinerudismo indica que hay que leer a Neruda como un violador, o no leerlo. Pero nada dice respecto de cómo hay que leer a los demás autores del siglo XX, y esto aunque sea bastante ingenuo pensar o sostener que si los contemporáneos de Neruda no escribieron sobre el acto de violar es porque ninguno de ellos lo cometió. El mismo razonamiento podría eventualmente ensayarse respecto de los escritores contemporáneos nuestros. En toda obra, sostenía el crítico Edward Said, interactúan literatura y realidad social, y tanto si lo dice explícitamente como si lo omite, toda obra nos informa acerca de su época.

Al parecer, Neruda no tenía una razón extra literaria para narrar este episodio. Las nociones de culpa o de pecado no parecen haber sido el motor del escrito. Lo que sí se puede afirmar es que estaba consciente de que este texto sería leído y que, aunque hay en el mismo libro pasajes oníricos o enteramente ficcionales, particularmente éste sería comprendido desde la verosimilitud de los datos entregados.

Hace muchos años, Oscar Wilde escribió que una obra no convierte en símbolo a la realidad que incorpora, sino que muestra, de forma mimética, lo que cada época representa por sí misma de manera simbólica. El simbolismo del siglo XX se asocia comúnmente con la guerra, pero también está expresado en el machismo y sus prácticas (en verdad, el siglo XX le quedó corto al machismo y, por ello, se está haciendo simbólico también, al menos en parte, en este siglo), y eso es lo que evidencia el texto de Neruda.

La comprensión de un texto, decía Said, se alcanza si se lo considera como un campo dinámico que cuenta con un rango de referencias potencialmente reales, referencias  que se extienden como tentáculos hacia el autor, hacia el lector, hacia una situación histórica, hacia el pasado y hacia el presente. Y también hacia el futuro, podríamos agregar respecto del texto de Neruda, si intentáramos responder las preguntas acerca de la intención del autor y la función que cumple frente al lector.

Quizá sea oportuno en este punto releer un pasaje de Una poesía sin pureza, texto publicado en octubre de 1935, en el número 1 de la revista Caballo verde para la poesía, dirigida por Neruda en Madrid, y que funciona como un manifiesto que propone que ninguna zona de la experiencia quede fuera de los usos posibles de la literatura: “Una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición, y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos”.

Recortes

Luego de la noticia de la violación, los medios comenzaron a informar que “el poeta más amado por la izquierda” había, además, repudiado y abandonado a su hija, que sufría de hidrocefalia. Para armar un relato coherente con ese juicio, los divulgadores se han valido, hasta el presente, del recurso de “sacar de contexto” sus palabras, recortando la carta que Neruda envió a su amiga Sara Tornú mientras él vivía en Madrid y ella en Buenos Aires. El recorte ha sido reproducido infinitas veces, en artículos periodísticos, en algún paper académico y en alguna biografía. El procedimiento, apartado de toda ética, no amerita quizá mayor tratamiento que la publicación de la carta completa.

De todas formas, es bueno reconstruir la línea de tiempo de la vida de Malva Marina. Pablo Neruda se había casado con María Antonieta Hagenaar en 1930. La hija de ambos nació agosto de 1934; Neruda no sólo no ocultó su existencia, sino que invitó a sus amigos a conocerla, entre ellos a los poetas Vicente Aleixandre y Federico García Lorca. Para 1936, Neruda había iniciado una relación con Delia del Carril y se había separado de su esposa. El contexto de la guerra civil hacía imposible que todos siguieran residiendo en España. Partieron entonces a París y, desde allí, María Antonieta y Malva Marina viajaron a Mónaco y, más tarde, a Holanda. Neruda vio por última vez a su hija cuando la visitó en 1939, un año antes de que ese país fuera invadido por los nazis. Finalmente, la niña falleció en 1943, con Europa aún en guerra. Según ha explicado Darío Oses, está documentado en cartas y papeles consulares que Neruda jamás dejó de enviar la mesada a su hija.

¿Qué tiempos son estos?

La pregunta es de la poeta estadounidense Adrienne Rich. La fórmula en un poema en el que habla de comunidad y revolución, empleando como pretexto a los árboles. El poema en sí es una mini clase acerca de la necesidad de preguntarse por la función del poeta en la sociedad, algo de lo que Neruda se ocupó en su obra y su actividad política.

Quisiera hacer una distinción en este punto. Desde hace un tiempo se viene cuestionando, en términos generales, la figura del poeta, no así su función. La función del poeta, un asunto medular y de reflexión honda, aunque de respuesta pausada, no parece compatible con la actual tiranía de “lo urgente”, que es también lo provisorio, lo precipitado, lo arbitrario. La retórica de lo urgente nos dice hoy que no hay poeta sino poetas, que no hay voces individuales, que los poemas los hacemos entre todos, por la vía de la reelaboración, que la poesía es más una práctica comunitaria que una producción estética particular, de tal modo que la función del poeta acaba por diluirse.

Nicanor Parra supo poner en tela de juicio la función del poeta presente en la obra de Neruda, en un ejercicio productivo y sin urgencias, pero, sobre todo, sabiendo que no podría desplazarla; a lo más, tendría que convivir con el pacto social y la estética nerudiana, mucho más universalistas. Parra se plantó desde otra posición frente a la poesía, como un catalizador del lenguaje de la tribu, pero reconoció a Neruda como el más popular de los poetas. La medida para ese escrutinio personal es bastante simple (e inequívoca): todo el mundo se sabe de memoria algún poema de Neruda, o partes de sus poemas; y “todo el mundo” quiere decir no sólo poetas, estudiantes de literatura o escolares “obligados” a leerlo, sino personas de distintos oficios, procedencias, gustos y personalidades, en español y en otras lenguas.

Plantarse desde la función del poeta es una tarea compleja y no muy ambicionada por quienes escriben poesía en estos días. Pienso que quizá esto se deba a que es más sencillo entrar al oficio desde la disolución de la figura del poeta, para formar parte de esas entelequias llamadas “los poetas” o “la poesía”. Integrar una comunidad imaginaria nos dispensa de algunas faltas y nos exime de situar nuestra voz en relación con la sociedad, paradojalmente desde la pertenencia a grupos cerrados: los poetas becarios de tales talleres, los integrantes de tales o cuales instituciones, la poesía chilena, la poesía de X lugar, etcétera. Esos grupos, incluidos los ligados a la fundación que lleva su nombre, hacen poco o nada por despejar la bruma de las lecturas literales de Neruda, que frecuentemente mimetizan a los hablantes de sus poemas con la persona del poeta.

Hay, por ejemplo, poemas que, como consecuencia del antinerudismo, son leídos hoy como alegorías machistas, sin contar para ello con apoyos textuales. Así, el verso “Me gustas cuando callas / porque estás como ausente”, perteneciente al Poema 15, que en una primera versión se tituló Poema de tu silencio, y que fue inspirado por un encuentro del poeta con Albertina Azócar, es interpretado arbitrariamente como un mandato de Neruda para que todas las mujeres nos callemos.

Más llamativo aún es que otro verso, extraído de un poema complejo, como lo es Alturas de Machu Picchu, sea leído linealmente, incluso por poetas: “Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta”. Este poema, que consta de varias etapas, admite algunas lecturas interpretativas, dentro del rango de lo razonable. Una de esas lecturas, que me parece particularmente asertiva, es la que hace Grínor Rojo, quien destaca el programa emancipador propuesto en el poema, que logra conjugar el legado indígena americano con la lucha de los pobres del continente. La poesía como un medio de conocimiento es en este poema, dice Rojo, siguiendo a Benjamin, iluminación profana al servicio de los oprimidos. Si alguna vez estuvo en el Olimpo, Neruda ya había bajado cuando escribió el Canto general.

La opción social de Neruda es puesta en tela de juicio por el anticomunismo, valiéndose de los cuestionamientos antinerudianos, aunque un Neruda clasista, cínico o fingidamente comprometido, como postulan algunos, es más bien una fabulación provocada por lecturas sesgadas o desinformadas, no sólo de su obra, sino también de su biografía, de su época y de los hechos históricos que lo rodearon. En 1972, siendo embajador en Francia, le tocó a Neruda defender la propiedad del cobre chileno frente a las amenazas de embargo por parte de capitales norteamericanos y, por ello, sus pasos fueron seguidos por el FBI y la CIA, como lo demuestran los archivos desclasificados por Estados Unidos. Asumir riesgos por otros representa un compromiso incuestionable.

El anticomunismo critica las alabanzas a la figura de Stalin en sus poemas, y hace parte al poeta del horror al que sometió a los soviéticos —que sería conocido con posterioridad—, aun cuando Neruda reconocería su equivocación en un pasaje de Confieso que he vivido. Los versos de Neruda evidencian ciertamente una idealización del modelo socialista frente al modelo capitalista, sin embargo, hay que reconocer que nunca adscribió al realismo socialista que dictara despóticamente el estalinismo, como tampoco lo hizo, por ejemplo, César Vallejo, también poeta de izquierda.

El anticomunismo nada dice sobre la donación de la Antología popularque hizo Neruda a la Unidad Popular, para que entregara gratuitamente al pueblo un millón de ejemplares, en 1972, pero rechaza los últimos versos que publicó en vida, bajo un título provocador: Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena. Se acusa en este libro combativo la ausencia de la imaginación nerudiana, o los sentidos desplegados en imágenes, o la hondura metafísica, y se repudia, sobre todo, su contenido, que acusa las maniobras norteamericas en contra de Chile y la actuación de algunos entes locales. Julio Cortázar cuenta que cuando lo visitó en Isla Negra en febrero de 1973, Neruda no podía ya levantarse de la cama. Le mostró el libro y le explicó cuál fue su intención al escribirlo: “Ya que no puedo ir a las manifestaciones ni hablarle al pueblo, quiero estar presente con estos versos que escribí en tres días”. Si Víctor Jara compuso canciones contingentes, y les reconoció una función distinta a las de su trabajo propiamente artístico, Neruda escribió, por su parte, poesía también contingente y explicó la función de ese gesto.

En 2020, un año en que muchas ideas entraron en conflicto, se publicaron artículos en periódicos de distintos países de América a propósito de los cincuenta años de la edición mexicana del Canto general, una obra importante, que en octubre fue leída completa en una lectura colectiva en Francia durante dos días. En Chile, a nivel mediático, nada se dijo. ¿Qué tiempos son estos?, nos preguntamos frente a ese silencio. La pregunta es válida y tiene varias matrices de interpretación; el antinerudismo y el anticomunismo parecen ser las principales.

En 2021 celebraremos (¿celebraremos?) el cincuentenario del Premio Nobel a Pablo Neruda. Haríamos bien en generar desde ya discusiones para intentar responder todas las preguntas acerca del poeta formuladas en la última década, las bien y las mal intencionadas, las mismas que en los últimos años se han despachado en una o dos líneas irreflexivas a través de columnas periodísticas, entrevistas, artículos, papers, carteles y redes sociales.

Este texto surgió de las discusiones generadas en el taller “Cómo leer a Neruda y por qué”, convocado por la escritora y editora Verónica Jiménez. Las sesiones se realizaron de manera virtual entre el 11 y el 25 de noviembre de 2020, con participantes de Chile, Perú, Honduras y México. En el taller, se revisaron algunos poemas y prosas literarias de Pablo Neruda, así como textos periodísticos, testimonios y artículos provenientes del ámbito académico. El objetivo fue generar una reflexión a partir de ciertas lecturas literales que se hacen en la actualidad de parte de la obra del poeta y de algunas zonas de su biografía.