Juan Cárdenas, escritor: “La literatura de América Latina se vuelve cada vez más india, negra, criolla”

El autor colombiano, incluido en Bogotá39, lista que reconoce a los mejores escritores latinoamericanos menores de 40 años, se refiere a los duros momentos que se viven en su país y a cómo la política se entrecruza siempre con su escritura: raza, clase y una mirada crítica del extractivismo son patentes en sus novelas. Hoy prepara la reedición de Los estratos, libro que será publicado en Chile en coedición por Banda Propia y Montacerdos.

Por Victoria Ramírez

¿Qué es lo que llamamos un relato? ¿Qué es lo narrativo? Esas fueron algunas de las preguntas que se hizo Juan Cárdenas (Popayán, 1978) cuando era un lector ávido de las teorías de Jacques Derrida y Gilles Deleuze, y se dio cuenta de que había que volver a los clásicos, a la literatura antigua, a los mitos. “En mis libros, la trama es fundamental, justamente porque posibilita la improvisación, los desvíos”, dice Cárdenas, y explica que él escribe libros de aventuras, en un diálogo consciente con las tradiciones literarias, aunque por supuesto esté también presente la influencia de las vanguardias latinoamericanas.

Hoy, con seis novelas y dos libros de relatos bajo el brazo, el autor colombiano tiene una trayectoria que brilla por sí sola, con obras como Carreras delictivas (2008), Zumbido (2010), Ornamento (2015), Tú y yo, una novelita rusa (2016) y Elástico de sombra (2020). En 2018, además, fue seleccionado como parte de Bogotá39, del Hay Festival, lista que reúne a los mejores autores de Latinoamérica menores de 40 años. En Chile, publicó en 2019 por Banda Propia y Montacerdos su novela El diablo de las provincias, con la que obtuvo ese mismo año el prestigioso Premio de Narrativa José María Arguedas, otorgado por la Casa de las Américas. Hoy, alista la publicación de su segundo libro en el país, Los estratos (Premio Otras Voces, Otros ámbitos 2014), que saldrá a fines de junio, y prepara también su llegada a Chile, su próximo lugar de residencia. 

Juan Cárdenas. Crédito: Lisbeth Salas

Esta nueva publicación ocurre en un momento especialmente complejo. A las dificultades de la pandemia, se suma otra fundamental: la de una guerra que comenzó hace varias semanas en Colombia, la “guerra contra el pueblo”, como la describió él mismo en su columna del diario El País, de España.

Lo latinoamericano y lo fantástico

Cuando se le pregunta a Juan Cárdenas por los temas de sus libros, prefiere hablar de discursos, pues cree que la literatura es una “especie de río que atraviesa distintos territorios intelectuales”, donde se pueden abordar asuntos relacionados a la raza, la clase y la ecología. Lo que es claro es que en su literatura la política termina entremezclándose con el paisaje. “Mis textos tienen una voluntad de intervención, de remoción, de tratar de sacudir políticamente”, apunta.

Cárdenas desarrolló, como muchos escritores, la avidez por la lectura desde temprana edad. Tuvo la fortuna de contar con la biblioteca de sus padres y creció, como él mismo dice, en una familia de intelectuales de clase media baja, de izquierda. También vivió en una zona políticamente revolucionada, oyendo las discusiones de sus cercanos; y desarrolló muy joven un interés por las ciencias. “Tengo una manera muy biológica de observar el mundo. Es curioso, porque desde las humanidades siempre se está insistiendo en que la biología está asociada al determinismo, pero cuando la estudias te das cuenta de que es la cosa menos regida por leyes férreas”, reflexiona. 

Esta preocupación científica aparece a menudo en sus libros. Sin ir más lejos, en El diablo de las provincias, el protagonista es un biólogo que vuelve a su país tras un largo tiempo estudiando en el extranjero, en un regreso abrupto, ajeno a todo el romanticismo de volver al origen. Esta inquietud, además, se ha potenciado con su interés por la literatura antigua, como la griega, la romana, la de Asia menor, y los mitos amazónicos e indígenas. De hecho, la literatura amazónica es la que más lee y trabaja: “Me parece fundamental la dimensión de lo biológico en esa literatura: animales, entidades, plantas, piedras y las potencias que se representan. Te permite pensar cómo las especies interactúan”.

Juan Cárdenas reconoce en César Aira a un maestro, y también suma otros nombres a la lista: Mario Bellatin, Margo Glantz, Marosa di Giorgio, Diamela Eltit. “Para un escritor latinoamericano, es una bendición tener detrás ese canon”, explica.

En Elástico de sombra (2020), tu última novela, te inspiras en la tradición oral afrocolombiana. En Latinoamérica, a pesar de ciertos avances, da la impresión de que sigue rigiendo un cierto discurso del blanqueamiento. ¿Cómo nace el interés por la herencia afrocolombiana en tus libros?

—Creo que hay una tendencia en América Latina que es imparable. Cada vez rompemos más con esa herencia de la literatura como parte del proyecto de una nación blanqueadora. Hay que pensar las relaciones complejas y contradictorias de la literatura latinoamericana, en la que hay un impulso, una toma de conciencia y un trabajo desde distintas disciplinas. Van irrumpiendo cada vez más esos lugares inauditos, que todavía no hemos oído. La literatura latinoamericana también tiene unos momentos iniciales, y estoy pensando en Candelario Obeso (1849-1884), un poeta afrocolombiano cada vez más situado en el canon. Obeso recogió los cantos de los bogas y los transformó en una poesía popular, en un intento por hacer una traducción fonética de esos poemas, recitados por los negros ribereños del siglo XIX. Él escribe en 1980 que esa es la literatura hispanoamericana del futuro. Es impresionante su lucidez: lo que estamos viendo ahora es cómo se hace realidad esa premonición. Vamos a ver cómo la literatura de América Latina se vuelve cada vez más india, negra, criolla; más bastarda en el mejor sentido; cada vez más transcultural y cada vez menos anclada en este proyecto blanqueador.

Muchas veces tus textos trabajan una literatura realista en la que se escapa lo fantástico. Lo vinculo con lo que hacen otras escritoras latinoamericanas, como Samanta Schweblin, Mariana Enríquez o Rita Indiana. Pensando en la crisis que actualmente vive el continente, ¿cómo observas el rol de lo fantástico en la literatura de este lado del mundo?

—No me acuerdo a quién le escuché decir, con cierta rabia, que los caribeños hacemos realismo mágico y en el Río de la Plata hacen literatura fantástica. Es interesante la distinción, porque en el concepto de realismo mágico hay una carga colonial. Se puede admitir que un autor del Río de la Plata haga literatura fantástica en un sentido más clean, fuera de toda sospecha; en cambio, los racialmente dudosos del Caribe hacemos realismo mágico. Yo creo que eso se ha ido resquebrajando, justamente por esta toma de conciencia de la cuestión racial. Esos edificios que se montaron a lo largo del siglo XX se están demoliendo o cayendo solos. Me interesa un montón lo fantástico, porque creo que es un superrecurso que te permite atravesar los lineamientos cognitivos que te impone el realismo. Por otro lado, yo siempre he creído que el mejor realismo, el más rico o complejo, es un realismo transfigurador, donde uno empieza a percibir la realidad de una manera casi fantástica, y esa experiencia de la realidad empieza a echar llamas, se incendia. 

Acá en Chile la autoficción o también la literatura del yo es algo que se hace mucho en narrativa. Me pregunto si has sentido que la literatura fantástica puede ser una respuesta a esa literatura, pensando en que ha tenido mucho auge. 

—Sí, yo creo que el recurso de lo fantástico está ahí, entre otras cosas, para liberarnos de la chatura a la que nos conducen muchos de estos realismos empobrecidos. Con esto no quiero decir que todo lo que se ha metido bajo la etiqueta de la literatura del yo sea así, pero en un altísimo porcentaje lo que se escribe en esa clave es empobrecedor, intelectualmente poco estimulante, y tiene serias dificultades para dialogar de una manera interesante con la tradición. Y sí, el recurso de lo fantástico es una buena vía para escapar de esas imposiciones, que no solamente son una moda, sino que también obedecen a un clima ideológico. Eso tiene que ver con los callejones sin salida a los que nos llevaron toda esta especie de boom de lo identitario. Está este miedo permanente, por pura corrección política, de no hablar de otra cosa que no sea yo mismo, porque puedo estar cometiendo apropiación cultural o violar la privacidad de otro. Todas esas fantasías son heredadas de unas discusiones que no son latinoamericanas, de lugares como Inglaterra o Estados Unidos, donde está la paranoia del individualismo a ultranza y una visión del multiculturalismo completamente ligada al liberalismo. Yo creo que una de las funciones más elementales de la literatura desde que se inventó es justamente tener la capacidad de imaginar qué pasaría si yo no fuera yo.

Viviste 15 años en Madrid y ya llevas siete años de vuelta en Colombia. Me recuerda al protagonista de El diablo en las provincias. ¿Cómo fue para ti el proceso de volver?

—Es curioso, porque yo no siento que haya vuelto. Creo que mi condición ya irreversible es la del exiliado. Los últimos años he vivido aquí, pero he estado viajando mucho. Cuando digo exiliado me refiero a alguien que realmente llegó a sentirse arrancado, en un desarraigo profundo. Mi experiencia del retorno es impensable sin esos años viviendo como un emigrado latinoamericano en Europa, y habiendo vivido todos los problemas migratorios que te puedas imaginar. Estuve varios años viviendo como inmigrante ilegal allá. Esa experiencia fue sumamente formativa, me puso en lugares en los que probablemente nunca habría estado, en ausencia de derechos laborales. Me convertí en una persona desgajada de la realidad, que está en un estado fantasmal. Y al regresar acá, en lugar de reanudar las cosas, nunca se armonizó nada. Fue un exilio doble, un exilio dentro del exilio. El diablo de las provincias es una forma de reflexionar sobre esa condición del exilio doble. No hay retorno posible, hay un exilio que ya no se acaba más.

José María Arguedas pensaba que para entender lo latinoamericano había que estar en Latinoamérica y Julio Cortázar, por su parte, creía que era necesario hacerlo desde Europa. ¿Te pasó que quizá te empapaste más de lo latinoamericano viviendo allí?

—Justamente, una de las cosas que me acabó de formar como latinoamericano fue ese exilio. Muchos se transforman en unos europeos de segunda categoría, pero a mí nunca me interesó eso, sobre todo porque tenía una actitud muy adversarial respecto a la idea de la asimilación o de la integración. Me resistí de manera militante a esa idea. Casi todo el tiempo viví en barrios de inmigrantes y mis vecinos eran de todas partes del mundo: marroquíes, senegaleses, chinos, muchos latinoamericanos; esa gente se volvió mi gente. La Europa de la que hablaba Cortázar no tiene nada que ver con la de ahora. Los barrios de inmigrantes de Marsella, Londres, Berlín o Madrid se parecen mucho a los barrios populares de acá. Son multiculturales, donde hay de todo, un comercio cultural muy tremendo. 

La guerra contra el pueblo 

Mientras suena la voz firme de Juan Cárdenas a través de la videollamada, los helicópteros sobrevuelan Cauca, entre Cali y Popayán.  Da igual que sea domingo, los helicópteros no descansan. “Ahora ni sabemos qué cargan. Armas, gente o desaparecidos”, explica a través de la pantalla. En poco más de un mes, Colombia tiene un saldo de más de 50 muertos, más de 500 heridos y más de 500 desaparecidos. El viernes 28 de mayo, por ejemplo, hubo una docena de muertos y cientos de heridos, una prueba clara de la militarización que ha impulsado el gobierno de Iván Duque para enfrentar el conflicto, lo que ha alertado a los organismos internacionales de derechos humanos. 

En tu columna “La guerra contra el pueblo” (El País) hablas de dos Colombias. “Una que mira la guerra por televisión y otra que la vive en carne propia”. ¿Cómo observas estas dos Colombias hoy, tras meses de protestas?

—Las últimas semanas han roto esa dicotomía, ya no hay una Colombia que ve la guerra por televisión: la guerra está en todas partes. Se ha demostrado lo que la gente de estas regiones ya sabía, y es que esa guerra no es contra el narcotráfico ni la insurgencia armada ni el comunismo internacional. Es contra el pueblo, y siempre lo ha sido, una guerra contra la posibilidad de que la gente se organice, se autodetermine y cree formas duraderas de institucionalidad popular. Colombia es un ejemplo perfecto de cómo instaurar el neoliberalismo, con todas sus implicaciones y sus violencias estructurales, con la coartada de una guerra contrainsurgente y contra las drogas. Lo que estamos viendo en la calle es una impugnación de ese proyecto. La excusa que han utilizado para justificar el exterminio del pueblo ya no les funciona. Y no solo eso, todo el proyecto social y económico que han querido implantar es lo que queremos derribar. Esa es la lectura que hace Forrest Hylton —analista y académico de la Universidad Nacional de Colombia— y estoy de acuerdo. El pueblo de Colombia está tratando de derribar 40 años de neoliberalismo.

En Chile han hecho mucho eco las protestas en Colombia y es inevitable pensar en el estallido de octubre de 2019. Latinoamérica está en una situación compleja. ¿Cómo observas el panorama, pensando en las demandas de la gente y la respuesta que han tenido de sus gobiernos?

—El caso chileno deja un montón de enseñanzas. En Chile tuvieron que ejercer esa represión bestial en dictadura para instalar el neoliberalismo. Acá lograron hacerlo y en Venezuela también. A pesar de las diferencias, todo esto es un tema continental, que vamos a ver contagiado en toda América Latina. De seguro con sus características propias, no necesariamente con levantamientos populares. Se están cayendo ideologías y una forma de vida. Como todo proceso de destrucción, tiene momentos de terror y de esperanza. En el caso de Colombia, soy moderadamente optimista. Aquí tenemos una extrema derecha muy asesina, que se acostumbró a la carnicería como técnica de dominación. Eso tiene causas muy profundas, que a mediano plazo no se van a resolver. Pero el contagio simbólico de las últimas votaciones chilenas tiene un efecto sanador. Si Chile da un giro profundo, con una Constitución realmente progresista, también hay que saber que el enemigo puede tratar de evitar que eso suceda en otros países. Lo que sí genera esperanza es que hay una extrema derecha sin relato. Que esto pueda tener un final feliz pasa por la consolidación de lo que está pasando en la calle y su traducción en soluciones institucionales. Cómo va a suceder eso, no lo sé, pero vamos a tener que hacer un enorme esfuerzo desde la izquierda y de eso que se llama el centro. Como ves, incertidumbre y un moderado optimismo es lo que yo creo que tenemos todos.

Vacunas: entre el apartheid y la diplomacia

En medio de nuevas olas de contagios de covid-19 y la aparición de nuevas variantes, la comunidad internacional vive una carrera a contrarreloj para inmunizar a la mayor cantidad de gente posible. Pero mientras algunos países aún luchan por vacunar a sus poblaciones más vulnerables, otros ya están planificando cómo abrir las fronteras para viajar al exterior. El covid-19 no solo ha puesto en evidencia las profundas desigualdades en el acceso a la salud en el mundo, también ha abierto un nuevo flanco de enfrentamiento por el orden mundial disfrazado bajo negociaciones y donaciones de vacunas. La etiqueta de “hecho en” nunca había tenido tanta importancia como hasta ahora. 

Por Sofía Brinck

Cuando Bárbara Barrera (26), directora de Contenidos de la productora BTF Chile, fue a vacunarse junto a su equipo contra el covid-19 a fines de marzo, se encontró en una situación inesperada. La mayoría de sus compañeros había pasado por las manos de las y los enfermeros de turno, cuando una doctora se les acercó a ella y a su jefe, los únicos restantes. Al enterarse de que su trabajo implicaba viajar mucho, les hizo una oferta: “¿No prefieren vacunarse con Pfizer en lugar de Sinovac?”. Pfizer estaba reconocida en Europa y Estados Unidos, y Sinovac no, explicó, por lo que creía que corrían el riesgo de que no los dejaran entrar. “No nos habíamos preocupado por eso, sólo queríamos vacunarnos con lo que hubiese”, explica Bárbara. “Pero viajar es fundamental para nuestro trabajo, tenemos viajes a México y España. Y por miedo a que nos negaran la entrada, le dijimos que queríamos Pfizer. No tengo dudas de que ambas vacunas funcionen, pero Pfizer parecía ofrecer más garantías”. El resto del equipo, en tanto, ya había sido inoculado con la vacuna china, lo que en ese momento, cuando Sinovac no había sido aprobada aún por la Organización Mundial de la Salud (OMS), los dejaba en la extraña situación de que quizás algunos miembros del equipo no pudiesen viajar. 

Tal como se ha visto en otros países que ofrecen más de un tipo de inmunización, no fueron criterios médicos los que influyeron en la decisión de Bárbara. En lugares como Estados Unidos, Reino Unido o Hungría, la gente puede elegir con qué vacunarse, mientras que en Chile o Argentina la distribución ha sido al azar, por lo que no existe, en teoría, la opción de elegir. Aun así, hay gente que, por razones de trabajo, médicas o sociales, busca ciertas marcas de vacunas y las garantías que supuestamente conllevan. 

Crédito: Fabián Rivas

Para María José Monsalves, investigadora del programa Movid-19, de la Universidad de Chile y el Colegio Médico, esta preferencia se explica por el caso de países, especialmente en Europa, que utilizaron cierto tipo de vacunas y están priorizando la apertura de sus fronteras para aquellos inmunizadas con ellas, algo que, sin embargo, no tiene que ver con las propiedades médicas de cada una: “Todas tienen diferencias, pero no son significativas. La vacuna más importante, o la mejor vacuna, es la que está disponible a nivel poblacional y eso es lo que tenemos que transmitir”, afirma. Aunque el tema de la elección de vacunas ha ganado importancia en Chile en las últimas semanas, Monsalves cree que es más bien una controversia mediática y estima que no ha influido en la vacunación efectiva. Si bien aún no hay información concreta sobre este fenómeno en el país, los investigadores de Movid-19 ya lo incluyeron en su última encuesta, cuyos resultados se publicarán a fines de junio. 

El apartheid de vacunas 

Que la preferencia por ciertas vacunas en Chile esté ligada a decisiones de otros países, especialmente los de mayores ingresos, no es casualidad. Tal como pasó en 2020 con las primeras olas de la pandemia, los procesos de vacunación contra el covid-19 han resaltado las desigualdades económicas y políticas en la comunidad internacional. Así, mientras la Unión Europea o Estados Unidos buscan fórmulas que permitan a sus ciudadanos volver a viajar fuera de sus fronteras, otros países como el Congo o Armenia apenas han logrado inmunizar a su personal de salud. De acuerdo con la OMS, los países de bajos y medianos ingresos representan el 47% de la población mundial, pero han recibido solo el 17% de la producción de vacunas. En tanto, los países del G7, que cuentan con el 13% de la población global, han comprado un tercio de las dosis producidas mundialmente. 

La desigualdad es tan evidente que ha sido descrita como un “apartheid de vacunas” por el director general de la OMS, el doctor etíope Tedros Adhanom Ghebreyesus. “La actual crisis revela una desigualdad escandalosa que está perpetuando la pandemia. Más del 75% de las vacunas ha sido administrada en solo 10 países, y no hay forma diplomáticamente correcta de decir esto: el pequeño grupo de países que produce y compra la mayor parte del suministro mundial de vacunas está controlando el destino del resto del mundo”, declaró el pasado 24 de mayo en su discurso de apertura de la Asamblea Mundial de la Salud. 

El número de vacunas no es lo único que varía por país, sino también la repartición según fabricante. De acuerdo con el registro Our World in Data de la Universidad de Oxford, hay once vacunas siendo distribuidas internacionalmente en estos momentos. Sin embargo, hasta el cierre de esta edición, la OMS ha dado aprobación de emergencia solo a siete de ellas: Pfizer-BioNTech (alemana-estadounidense), Moderna (EE.UU.), Johnson & Johnson (EE.UU.), Oxford-AstraZeneca (Reino Unido-Suecia), Covishield (patente de AstraZeneca producida en India), Sinopharm (China) y Sinovac (China). Por su parte, Sputnik V (Rusia) está en las fases iniciales del proceso de evaluación. 

Los países de mayores ingresos han comprado en su mayoría productos de las farmacéuticas occidentales. Moderna se ha repartido casi exclusivamente en Estados Unidos, Canadá y Europa; Johnson & Johnson en Estados Unidos, Europa y Sudáfrica, donde realizó estudios clínicos. Sinopharm, Sputnik V y Sinovac, por su parte, han sido compradas por países en Latinoamérica, África y parte de Asia. En tanto, Pfizer-BioNTech y AstraZeneca han repartido dosis en más de 100 países cada una por ser la base de la iniciativa internacional COVAX, un acuerdo entre intereses públicos (entre ellos, la OMS) y privados que busca la distribución equitativa de vacunas en el mundo y que ya ha repartido más de 80 millones de dosis. Cualquier vacuna aprobada por la OMS podría participar de COVAX, pero muchas compañías han llegado a acuerdos de venta directos con países, a los que han comprometido su producción. 

Esta diferenciación por fabricante y lugar de distribución ha permeado también en cómo son percibidas las vacunas y su efectividad. El investigador Achal Prabhala es coordinador del proyecto internacional AccessIBSA, que busca igualdad de acceso en medicamentos en la India, Brasil y Sudáfrica, y ha seguido de cerca la distribución y el uso de las vacunas a nivel mundial. Según su opinión, se ha construido un discurso que distingue ciertas “vacunas correctas”, las que son usadas por los países occidentales y que tienen ciertos beneficios como viajar, pero que no llegan a los países de medios y bajos ingresos. “La discusión sobre las vacunas está marcada por la presunción de que si es occidental, funciona. Y si no son occidentales, hay una sospecha de que son malas. Desafortunadamente, estas ideas no están basadas en la razón o la ciencia, es una combinación de fuerzas geopolíticas, sesgos personales y prejuicios”, explica Prabhala desde la India. 

Diplomacia sanitaria

El pasado 10 de junio, el presidente estadounidense Joe Biden anunció que su país comprará 500 millones de vacunas Pfizer-BioNTech para donarlas a los 92 países de menores ingresos a través de COVAX. “Estados Unidos ha vuelto”, declaró al llegar a su primera cumbre del G7 en el Reino Unido, en clara referencia a la política de America First de su antecesor. Según la Casa Blanca, la donación es sin condiciones y sin esperar nada a cambio, ya que “está en nuestros valores hacer todo lo posible por vacunar al mundo contra el covid-19”. 

La arremetida de Biden llega cuando su país respira más tranquilo tras alcanzar un 43% de población inmunizada, pero también tras meses de negociaciones internacionales en la llamada “diplomacia de vacunas” en la que Estados Unidos no había sido un protagonista activo. “La diplomacia busca que un país A se acerque a un país B para estrechar lazos, establecer marcos de influencias o generar algún tipo de estrategia de posicionamiento. En ese sentido, cuando hablamos de diplomacia de vacunas se hace alusión a un mecanismo de ciertos países, ya sean productores de vacunas, organismos internacionales o países que compran y redistribuyan, a través del cual se pueden acercar a otros países, establecer marcos solidarios de relaciones activas o instalar estrategias de entrada o de competencia internacional”, explica Andrés Bórquez, académico del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile. 

Crédito: Felipe PoGa

A diferencia de los países de medios y bajos ingresos, cuya principal preocupación ha sido entrar en la negociación por las inmunizaciones, los países de altos ingresos, varios de ellos productores de vacunas, han optado por dos caminos. Uno podría llamarse un “nacionalismo de vacunas”, es decir, preocuparse de obtener el mayor número de dosis posible para su propio beneficio; mientras que el otro es una estrategia agresiva de cooperación internacional que prioriza las exportaciones sobre las situaciones internas. “Cada país tiene sus propias complicaciones, sus propios intereses, sus propios puzles que resolver. Es un asunto de legitimidad, tanto interna como internacional”, indica Bórquez.

Bajo el gobierno de Donald Trump, Estados Unidos se mantuvo firme en el nacionalismo, prohibiendo exportaciones de medicamentos, equipamiento y vacunas. Más tarde, Joe Biden también priorizó resolver la catastrófica ola de covid-19 con la que recibió al país antes de entrar en negociaciones internacionales. Sin embargo, en marzo anunció sus primeras donaciones a México y Canadá, y en mayo informó que pondría 80 millones de dosis a disposición internacional, de las cuales 60 millones corresponden a vacunas AstraZeneca que el país no ha usado, ya que no cuentan con autorización estadounidense. La Unión Europea, por otra parte, priorizó la negociación conjunta de vacunas con laboratorios occidentales y se ha enfrentado con varios problemas de suministro. Los contratiempos han sido tales que algunos integrantes de la comunidad europea, como Hungría, han optado por otras vacunas como Sinovac o Sputnik V, que no están aprobadas por la Agencia Europea de Medicamentos. 

En tanto, países productores de vacunas como China, India y Rusia han priorizado la diplomacia y han negociado e incluso donado miles de dosis a sus zonas de interés en el Sudeste asiático, África y Latinoamérica. Un ejemplo es la reciente donación de 50 mil dosis de la vacuna Sinovac a la Confederación Sudamericana de Fútbol (Conmebol) para distribuir entre las selecciones que participen en la Copa América y las federaciones locales, así como el ofrecimiento de proveer vacunas a bajo precio al Comité Olímpico Internacional para los Juegos de Tokio. No obstante, a algunos la estrategia les ha jugado en contra: ante una devastadora segunda ola de covid-19, la India debió restringir fuertemente las exportaciones de los 2,4 millones de dosis de Covishield que producía a diario para destinarlas a su propia población. Esto, en consecuencia, afectó directamente los programas de vacunación en muchos países que dependen de COVAX. 

El tira y afloja en torno a la diplomacia de vacunas ha sido criticado por la OMS, que advirtió que no se puede pensar en este mecanismo como una forma de cooperación internacional cuando está en juego la salud de millones de personas. Para Lorena Oyarzún, académica del Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile, el tema ya dejó de pertenecer a los ámbitos de la salud y la economía, y debe ser entendido como un asunto estratégico y de seguridad, que refleja las tensiones mundiales del último tiempo. Según Oyarzún, el crecimiento económico de China, que ha extendido su influencia a áreas como infraestructura y tecnología, sumado al rechazo del multilateralismo de parte del gobierno de Donald Trump en Estados Unidos, ha empujado un reordenamiento del sistema internacional. “La diplomacia de vacunas es claramente otra forma de ejercer influencia en áreas del sistema internacional donde aún no hay un orden establecido y siguen bajo disputa entre las dos potencias, como en el área comercial”, afirma. 

Para Oyarzún, el siguiente capítulo de la diplomacia de vacunas debería darse en torno a la petición para liberar los derechos de propiedad intelectual de las patentes, idea propuesta el año pasado por India y Sudáfrica, y que ha encontrado un inesperado aliado en Estados Unidos. China y Rusia se han mostrado a favor, mientras que el Reino Unido, la Unión Europea y Japón se han opuesto tenazmente. Si bien sería un paso importante, varios especialistas coinciden en que no bastaría por sí solo, ya que hay tecnologías asociadas que no están en manos de todos, lo que seguirá acentuando desigualdades. “No todos los países del mundo tienen la capacidad para producir vacunas, hay muchos que no tienen la infraestructura necesaria”, sostiene Achal Prabhala. “Pero no se trata solo de copiar las vacunas de otros, sino de desarrollar tecnologías propias. Durante las últimas décadas, muchos países han sido entrenados para depender de las vacunas de otros, y eso ha pasado la cuenta. Si lo logramos, podríamos superar la dependencia emocional e intelectual que tenemos con los productos occidentales”. Sin embargo, ese escenario parece aún lejano. El tema de las patentes entró en la agenda de la reciente reunión del G7 en Inglaterra, pero la propuesta fue rechazada con la oposición de Alemania y Reino Unido. 

La diplomacia de vacunas, en cambio, sí tuvo éxito en la reunión. Los siete países donarán 870 millones de dosis, que sumadas a las prometidas anteriormente alcanzarán los mil millones de vacunas. Serán distribuidas a través de COVAX, con la promesa de que al menos la mitad sea entregada este año. Pero para muchos, el gesto llega tarde. “Necesitamos más y más rápido”, respondió al anuncio Tedros Ghebreyesus, director de la OMS, considerando que en el escenario actual el 90% de los países africanos no cumplirá la meta de vacunar al menos al 10% de su población para septiembre. Y los problemas no se detienen allí: COVAX, como mecanismo de distribución igualitaria, también está cuestionado. En la portada de su último número, la prestigiosa revista científica The Lancet hizo una crítica feroz a la iniciativa. Se suponía que las potencias mundiales invertirían en vacunas a través de este programa, lo que, sumado a donaciones directas, permitiría abastecer a los países de bajos ingresos. Algo que finalmente no sucedió, ya que las principales economías negociaron directamente con las farmacéuticas, acaparando las dosis. “COVAX era una hermosa idea, que nació de la solidaridad”, concluye la revista. “Desafortunadamente, no se cumplió (…). Los países ricos se comportaron peor que en las peores pesadillas”. 

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Latinoamérica y las vacunas 

Chile es el país de Latinoamérica que ha asegurado más dosis per cápita y también el que más ha vacunado: un 62,87% de la población tiene su esquema de vacunación completo al cierre de esta edición. Le siguen Uruguay, con un tercio de sus habitantes, y República Dominicana, con un 20%. El resto de la región presenta en general una baja tasa de vacunación. Según la ONU, a principios de junio solo el 4% de la población latinoamericana estaba completamente inmunizada y COVAX había distribuido 19 millones de vacunas en 31 países de la región. Además, de los 80 millones de dosis donadas por Estados Unidos en mayo, seis serán destinadas a países del continente como Brasil, Argentina, Colombia, Costa Rica, Perú, Ecuador, Paraguay, Bolivia y varios integrantes de la Comunidad del Caribe. 

Las negociaciones de Chile le han asegurado más del doble de dosis de las que necesita, lo que ha hecho que el país también haya entrado en la diplomacia de vacunas a través de la donación, en marzo, de 20 mil dosis de Sinovac a Ecuador y otra cantidad similar a Paraguay, en el marco de PROSUR. Hubo un proyecto de enviar 15 mil dosis a Argentina, a la ciudad de Río Turbio, destinada a familiares de chilenos en la localidad. Pero la iniciativa no prosperó, ya que las vacunas Sinovac y Pfizer utilizadas en Chile no forman parte del esquema de vacunación argentino y no se encuentran aprobadas por la autoridad sanitaria local.

Mara Rita, el trópico nuestro

A veces, la tecnología juega pésimas bromas, pero al parecer el destino es inmune a ello. Esta es la historia de una entrevista —perdida y encontrada— que la periodista Javiera Tapia le hizo a la profesora, escritora y activista trans Mara Rita poco antes de morir, en 2015. Seis años después, cuando se publica su poemario póstumo Me arde, esta conversación inédita sobre identidad, sobre escribir, transitar, persistir y hacerse eterna, ilumina el legado de la poeta que, además de dejar una obra literaria inextinguible, ayudó a cambiar la realidad de las diversidades sexuales al interior de la Universidad de Chile, donde estudió Lengua y Literatura Hispánica. 

Por Javiera Tapia Flores

Es jueves 14 de mayo de 2015 en la mañana. En la intersección de Santo Domingo y Miraflores, en el centro de Santiago, existen cuatro cafeterías, y en una de las dos esquinas que dan al norte, hay una plazoleta improvisada, forzada por un árbol que cobija dos terrazas y cuyas raíces sirven como lugar de descanso de algunos perros callejeros que, en parte, llegan ahí por el aroma de la comida y el cariño que le entregan algunos trabajadores del lugar. 

En esa mañana de otoño, de frío en la sombra y calor al sol, llega la profesora y escritora Mara Rita, de 24 años, abrigada con un chaleco color turquesa muy suave, tan suave que me pide que lo toque con las manos para confirmarlo. Cuando saluda me abraza, aunque es primera vez que nos vemos. Nuestra cita se debe a una entrevista para conversar sobre su primer libro de poesía, Trópico mío, publicado semanas antes por Mago Editores. 

Una hora, siete minutos y diecisiete segundos. Esa es la duración de esta entrevista realizada en 2015, grabada con un teléfono que días después se descompuso y que, por lo tanto, di por perdida. En ese momento, pedí disculpas a la entrevistada y la invité a la radio en la que trabajaba para una nueva conversación. Aceptó. 

Es diciembre de 2020. Estamos encerrades en nuestros hogares, y toda la precariedad que muches pudimos haber vivido en años anteriores agarra nuevas características debido a una pandemia. En Chile, además, hay cientos de casos de violaciones a los derechos humanos impunes, después de una revuelta social ocurrida en 2019. Es 2020 y la Ley de Identidad de Género lleva casi un año de vigencia. Es 2020 y esas cuatro cafeterías del centro ya no existen. Es 2020 y hace mil 701 días, Mara Rita murió a causa de un accidente cerebrovascular. 

Es 2020 y en un disco duro aparece un archivo .m4a que se titula “Mara”. Y comienzo a escucharlo.

“Hace años, una alumna me regaló un cuadernito de viajes, una libreta de notas con muchas florecitas. Empecé a escribir Trópico mío ahí”, dice. Y recuerdo muy bien que, mientras hablaba, sacaba de su bolsa un ejemplar del libro. Pasándole la mano por la portada, como si le hiciera cariño, me explicó que la adornan flores por ese motivo. 

Le pregunto cómo se dio la posibilidad de publicarlo. Toma aire para hablar, se detiene un momento y dice: “en realidad, la busqué. No salió de la nada”. Una respuesta que aparece en los primeros minutos de la conversación y que lo inunda todo, como si las compuertas de una represa se abrieran, siendo la voluntad y resistencia de mujeres y disidencias el agua, siendo el patriarcado esa ciudad a punto de ser ahogada. 

“La gran motivación para escribir es la plata”, continuó. Y aparece un silencio entre ambas que acaba rápido con risas ensordecedoras. ¿Plata? ¿Quién escribe para ganar plata? Bueno, al parecer, Mara Rita: “Yo quería participar en el concurso Stella Corvalán de 2014 y no alcancé, no terminé a tiempo”. 

«30 de febrero», de Belén Marchant Ibaceta, intervenida por Zaida González.

Así que escribió Trópico mío, un solo poema largo, que sintió que no podía ir junto a otros en un libro. Era una obra individual. “Me cargan… bueno, ahora ya no. Me cargaban esos primeros libros chiquititos de escritores que después se lanzan a la novela. Y me pasó a mí. Yo quería lanzar un gran mamotreto, pero todavía no termino eso. Sentí la urgencia de definirme y decir, con justificación por cierto, que era escritora”.  

Su forma de definirse escritora fue escribir, abstrayéndose de todo lo demás. Por ejemplo, participaciones en “La Chascona o en el GAM, todas esas cuestiones. No estoy metida en el ambiente porque algunos se sienten muy iluminados, no todos, pero se creen mejor de lo que son. Como digo en varias partes cuando me he presentado, quizás en diez años más o veinte, yo mire el libro y diga ‘¡cómo escribí esto!’ y está bien, porque es parte del ejercicio escritural”. 

Abre el libro y me muestra las fotos que aparecen. Son retratos suyos que una amiga tomó en el Cerro 15 de Maipú. “Me gusta esa idea de poner fotos, como lo que hacía Lemebel, así que le copié. Es bonito”.

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Trópico mío tiene mucho que ver con mi nombre, Mara. Te lo cuento desde el principio. No sé cómo llegó un perfume de Max Mara a mi casa, porque no tenemos plata para esas cosas, pero llegó y me gustó el envase. Me gustó también cómo sonaba. Después, me pregunté si necesitaba otro nombre o si con uno bastaba. Luego de ver lo que significaba Mara, decidí ponerme Rita. Muy portugués. Y Mara significa muchas cosas: en hebreo significa amargura, amargo o nostalgia. Hay dos pasajes de la Biblia en donde aparece. Uno es cuando Moisés lleva al pueblo elegido y llega a las aguas de Mara, que eran aguas amargas, y supuestamente le pide a dios que los ayude y dios las vuelve dulces, entonces ahí hay otra interpretación, que significa esperanza”. 

“También hay otra parte de la Biblia en donde aparece Noemí, que significa ‘llena de dicha y alegría’. Se le mueren los hijos y regresa con una nuera a su pueblo natal y dice ‘ya no me llamen más Noemí, llámenme Mara, porque dios ha dado testimonio contra mí’”. 

“En Bolivia, hay una madera noble, oscura, que la usan mucho para hacer vasitos de mate y es la madera de Mara”. 

“También me di cuenta de que lo usan mucho en Centroamérica como un nombre colonial con influencia africana, porque en África hay un río que se llama Mara, con la misma importancia que tiene el Nilo. Eso lo vi en un documental de la National Geographic”. 

“También, en la costa africana oriental, hay un idioma en el que Mara significa ‘tiempo’”.

“En el budismo, por influencia del hinduismo, había un monstruo que le impedía al buda llegar al nirvana y se llamaba Mara”. 

“En sánscrito, hay un cuento antiguo en el que Mara es una de las criaturas más cercanas a dios”.

«Aunque me lavase con agua de nieve», de Vicente Martínez, intervenida por Zaida González.

“Cuando me fui dando cuenta de todo eso, me encantó. Vi que lo usaban en muchas partes como algo que dejó este proceso de conquista e invasión. Es por eso que tomo el Rita, por las colonias portuguesas en África. Me sentía despojada, invadida y colonizada, así que tomé estos dos nombres y los resignifiqué”.

“Por otra parte, la palabra trópico en latín era algo que giraba en círculos. Después, durante  el proceso colonizador se definió que existía un trópico del norte y otro del sur, que eran paralelos y eran espacios desconocidos, tanto en África como en América. Entonces, lo tropical es un espacio desconocido, exuberante. Y con el mío, juego con el posesivo, porque cuando digo ‘trópico mío’ es mío, cuando tú dices ‘trópico mío’, es tuyo. Y eso es un trópico nuestro. Un territorio desconocido, pero nuestro”.

“Me gusta la idea de trópico como lo desconocido, tanto en mi proceso personal, como en mi escritura sobre la identidad”, dice, algo que ella cree que funciona más allá de la construcción de la suya, porque “todos tenemos cuerpos que cambian, que transcurren; es por eso que juego también mucho con la idea del líquido. Yo estoy en contra, pero ¡muy en contra! ¡me enojan! los conceptos de cristalización de la identidad en la sociología. Eso de decir que la identidad se cristalizó y se formó: mentira. Yo me estoy reformulando totalmente, hasta mi proceso de memoria creativa. Antes me costaba mucho decir ‘cuando yo era chico’; reformulé mi proceso histórico y ahora digo ‘cuando yo era chica’”.

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La lectura que se repitió sobre su primer libro fue la del camino autobiográfico. “Hay lecturas muy exóticas”, responde ella frente a esta idea. “Soy el nuevo elemento-objeto exótico y aprovecho también eso. ¡Otra escritora transexual! ¡Va a hablar de su historia! ¡De su tránsito! Creo que eso pasa porque es llamativo, son temas tabú. Yo pertenezco a la OTD (Organizando Trans Diversidades) y ahí hay varias mujeres trans, pero son pocas las que quieren ser visibles. Hace poco también salí en Chilevisión y cuando preguntaron quién quería aparecer, ninguna quiso”. 

“Yo creo que el hecho de visibilizarme, de ser una persona trans que escribe, ayuda al imaginario de quienes quizás tienen miedo a enfrentar una realidad semejante, entonces sí, también me he abanderado de forma activa desde la visibilización de lo trans, pero siento que el libro tiene su autonomía artística”.

“A diferencia de muchos testimonios que he escuchado de compañeras y compañeros trans, yo nunca me sentí viviendo algo falso. Nunca he sentido que mi cuerpo es el cuerpo equivocado, sí aconteció hombre y ahora quiero que acontezca mujer, porque esa es mi identidad. Nunca me cuestioné mi identidad porque conmigo me bastaba, bastaba con decir ‘yo soy la que soy’. Creo que por eso partí mi proceso a edad avanzada, no en la adolescencia. Después, comencé a pensar por qué me gustaban los hombres y no me sentía homosexual. Creo que ese fue uno de los primeros quiebres”.

“Ya en la universidad empecé a buscar información por internet. Por ser universitaria, una tiene mayor acceso a ella, y es por eso que no me automediqué ni me inyecté silicona industrial. Llegué al MOVILH primero, pero no me sentí muy bien acogida y no tengo una muy buena opinión sobre los especialistas que me topé ahí. Luego, (la historiadora) Valentina Verbal me dio el contacto de la OTD y fui allá por mi cambio. Empecé con evaluaciones y entremedio hice un viaje a Arequipa por una ponencia en 2013”.

Este viaje fue crucial para ella. Llevaba bajo el brazo un análisis de género sobre Mayra Santos-Febre, Lemebel y Bellatín, y decidió cambiar todo a última hora para escribir sobre teorizar como mujer trans. “En todas mis ponencias me travestía y llegaba muy tropical, con flores y pañuelos en la cabeza, hacía mi ponencia y después me desmontaba”, relata. Un día, necesitaba usar un baño. “Le pedí a un funcionario que abriera uno para mí y abrió el de damas. Me dijo ‘pase, señorita’ y yo estaba muy afectada, pero feliz, porque sentí por primera vez que se me notaba. ¿Dónde vio mi alma?, pensé”. 

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Mara y Vicente se conocieron a inicios de 2015, cuando ambos participaban en una reunión en OTD. “Ella llegó diez minutos tarde y lo hizo sin pedir permiso, haciendo ruido, y yo pensaba: qué onda esta niña que no tiene ningún respeto. Me sorprendió porque vi a una mujer con mucha presencia y fuerza. Después la escuché conversar y me impactó. Pensé: es una mujer muy interesante”, cuenta él en 2021. 

Luego de un juego grupal en donde se dieron un beso con los ojos vendados, pasó el tiempo y fueron a ver un documental. Más tarde, en medio de la despedida, vino otro beso. Uno que él considera el primero, el real. 

Al principio, “yo estaba conflictuado, porque me reconocía como transmasculino, entonces, en mi mente, me tenían que gustar las mujeres cis. Así que viví una especie de lucha y luego pensé que era muy absurdo que le exigiera algo a alguien, si yo tampoco cumplía con la norma”.

«Los diamantes», de Zaida González.

Ese mismo año, antes de Vicente, Mara consiguió su operación de orquiectomía a través del sistema público. “No fue fácil”, dijo. “Una tiene que ser patuda, meterse y preguntar todo. Insistir incluso en que se respete tu nombre citando la Circular 21 —recordó, en referencia al instructivo  de  atención  de  personas trans en la red asistencial  de  salud del Minsal—. He tenido suerte, pero también perdía días enteros en hospitales, consultorios, buscando dónde los exámenes salen más baratos. Ahora que llevo un mes y medio desde la operación, siento que no estoy luchando contra mi cuerpo, ahora siento que lo guío”.

“Muchas veces la gente habla de la transición como si fuera algo lejano”, dice Vicente. “Yo explico que las personas trans vivimos una transición que se ve mucho más, pero que todos, desde que nacemos hasta que morimos, transitamos todo el tiempo. Cambian los gustos de la gente, cambia el cuerpo”. Y así aparece una conclusión evidente: todes transicionamos, pero la heteronorma permite algunas transiciones y otras no. 

“En términos familiares fue difícil”, explicaba Mara. “Querían que yo me fuera de la casa si es que llegaba a operarme. Querían que antes de hacer mi cambio terminara la carrera, tuviera un buen trabajo, una casa y, tipo a los 50 años, hacerlo. Era difícil para mi familia, porque nadie quiere que sufras discriminaciones. Luego entendieron. Con el tiempo, viéndome más femenina, agarré más confianza. Ya no tenía miedo de subir a la micro y mi familia ya no tenía tanto miedo de que me fueran a pegar en la calle”.

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Escritora, pero también profesora. Estudió Lengua y Literatura Hispánica en la Universidad de Chile, el mismo lugar en el que después cursó la pedagogía y que luego de su muerte, en 2017, aprobó el Decreto Mara Rita, que establece el derecho de las personas trans a ser tratadas en asuntos internos por su nombre social.

“Yo le veía un gran futuro como profe, pero siempre me complicaba imaginarla como tal porque ya había sufrido discriminación en el lugar donde hizo su práctica”, cuenta Vicente. 

En una entrevista publicada en la revista Bello Público de 2015, Mara ahonda en la experiencia de discriminación que sufrió por parte del Departamento de Estudios Pedagógicos (DEP) de la universidad y del Liceo Experimental Manuel de Salas, lugar de su práctica profesional. “En el DEP recuerdo a varios profes que no sabían si aceptarme por ser mujer trans o esperar a que un especialista lo descubriera. Era un ping-pong donde no se consideraba mi opinión”, se puede leer allí. 

Pese a las dificultades, enseñar era un placer y una misión. Fue profesora voluntaria de lenguaje en el Preuniversitario José Carrasco Tapia y también en el Preu Trans que, luego de su muerte, fue nombrado “Escuela Popular Feminista Profesora Mara Rita”. Vicente cree que la participación de Mara en ambos proyectos tenía que ver también con su origen, “porque venía de una familia de pocos recursos, entonces quizás trataba de enseñar lo mejor posible a personas que muchas veces no tenían posibilidades. Ella tenía esta forma de querer enseñar el lenguaje de la mano de algo filosófico. Era una persona que si bien tenía 25 años, era muy inteligente y didáctica”.

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El 19 de abril de 2017, la casa FECh se llenó de gente. Fue el lugar en donde fuimos a despedir a Mara. El rito. Las flores. Su ataúd. Asistieron muchas personas que se sintieron deslumbradas por ella en los diferentes lugares que habitó. Hubo llanto, música e historias. También palabras de agradecimiento. La madre de una niña trans explicó que gracias a Mara y a su trabajo, la vida de su hija sería mucho mejor. Lo reproduzco acá porque esa noche llegué a mi casa y lo escribí, para nunca olvidarlo. Esa noche alguien dijo que Mara “se fue en poder, no en paz”. ¿Cómo describirla mejor?

“Después de su muerte, estuve en un estado de shock y me hice a mí mismo y a ella la promesa de terminar todo lo que había dejado inconcluso”, dice Vicente. 

Me arde, publicado en abril de 2021 por Ediciones del Intersticio, es parte de esa promesa. “Ella lo armó en base a una conversación. Su primera idea había sido sacar un conjunto de cuentos, un libro muy gordo. Yo le dije que lo dividiera, que sacara uno, luego otro y así, porque le daba más opciones. Dijo que tomaría mi consejo, sacó una hoja y escribió ahí mismo los títulos de los capítulos”, explica quien fuera su último compañero y quien se encargó de buscar una editorial y de mediar con la familia para su publicación. 

Vicente dice que en este libro él ve a “alguien con muchas vivencias, con muchas emociones y cosas que creo que no alcanzó a sanar. Cosas con su familia, con su identidad. No sé si tanto con su transición, y quizás mi visión es sesgada porque también conversaba con ella, sé lo que pensaba. Sé que ella jugaba un poco con un personaje. Todos conocían a la Mara risueña, con un humor superespecial, resuelta, pero cuando la conocías más a fondo, te dabas cuenta de que no era así. Creo que en Me arde da algunas luces de quién era realmente”. 

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En los últimos minutos de esa grabación perdida y encontrada, Mara comienza a leer algunos de sus pasajes favoritos del libro. Me explica referencias escondidas y me cuenta que un amigo un día le dijo “oye, esta parte es un refrán, ¿cómo lo vas a publicar como si fuera tuyo?”. “Soy un poco antropófaga, reformulo canciones y versos de otros poetas. Ahora estoy trabajando un texto que es como si yo me fuera comiendo al resto”, decía entre risas. ¿El refrán? Reescrito: “No digas mi nombre, no digas mi nombre, si lo dices yo no existo. El silencio”. 

Las novelas dentro de la novela

«Hay decisiones técnicas que estrangulan muchos textos de nuestros autores jóvenes, como ésta de poner a un mismo nivel experiencias tan disímiles y la tentación de quedarse con universos demasiado cercanos a los suyos», escribe la crítica Lorena Amaro sobre Isla Decepción, el último libro de Paulina Flores.

Por Lorena Amaro

En Rizoma, Gilles Deleuze y Félix Guattari afirman que un libro puede ser una “máquina de huidas”: “hay líneas de articulación o de segmentariedad, mapas, territorialidades; pero también líneas de fuga, movimientos de desterritorialización y de destratificación”. Pienso en cómo funciona esto en el caso de Isla Decepción, primera novela de Paulina Flores, que presenta la historia de un fugitivo del mar, el coreano Lee Jae-yong/Yu Ji-tae, que arriba a las costas de Punta Arenas, donde es protegido por Miguel y su hija, Marcela, ambos también nómades que escapan de su pasado. Cada uno aporta una línea narrativa que Flores procura multiplicar, en cada caso, para abrir otros relatos: las vidas de los compañeros de Lee en el Melilla, chimao o buque factoría chino que pesca y procesa calamares en alta mar; las vidas de los familiares de Miguel y Marcela en un campo situado en la frontera del conflicto mapuche; la violencia intrafamiliar en la dolorosa relación de Miguel y la madre de Marcela, Carola; el destino secreto y azaroso que hizo de Yu Ji-tae un marinero.

Pero como ocurre también en Qué vergüenza, su primer libro de relatos, a momentos muy bien logrados en la construcción de atmósferas e imágenes, les siguen también no pocos episodios fallidos, casi inexplicables viniendo de una misma imaginación narrativa. La novela pone foco primero sobre Miguel y Marcela. Él ha abandonado a su familia para ir a refugiarse en la lejanía de Punta Arenas, donde desarrolla diversas actividades vinculadas con el mundo portuario; ella ha dejado inconclusas dos carreras universitarias y, aparentemente acostumbrada a hacerse autozancadillas, ha perdido además de su trabajo la relación que tenía con Diego, algo menor que ella y hermosísimo, a quien conoció en la escuela de cine y que ha logrado insertarse en la industria, a la que ella también alguna vez aspiró a ingresar. En medio de un caos existencial, abandonada de todo y medio alcoholizada, decide ir a ver a su padre al sur, y se encuentra con que Miguel oculta a Lee en su casa.

La narración de todos estos hechos no es neutra; con cierta banalidad y un lenguaje encorsetado subraya sobre todo los rasgos de la hija, que resultan muy poco memorables. Este relato marco no alcanza ni de cerca al mayor acierto del libro: las terribles y bellas páginas del extenso capítulo “Un día en el Melilla”, en que el narrador en tercera persona sigue, distante, objetivo, como una cámara, los movimientos de los tripulantes, auténticos esclavos, que vagan por aguas internacionales en una cárcel flotante. “Solo los oficiales conocen las fechas y las horas” en este barco fantasma, errante: “ha visto la marca de fabricación: 1966. Suena el año de alguna guerra y la inscripción, oxidada por completo, parece una lápida” (113). El Melilla es también una especie de torre de Babel postmoderna, en que tagalo, chino, coreano e indonesio se entremezclan; las observaciones sobre estas lenguas, sus entonaciones y colores, dan cuenta del universo abigarrado, enorme y diría incluso metafísico del relato. Lee percibe a su alrededor un mundo acústico en que la intemperie es una lengua más; se expresa en el insistente graznido de las gaviotas. La humedad, el trabajo mecánico, el dolor, la extensión del mundo se dejan sentir en la prosa: “El timbre anuncia el fin de ese turno. Lee deja colgar sus brazos y un cansancio nuevo se suma al resto de sus dolores corporales. Observar el cielo no requiere de ningún esfuerzo. El cielo es la otra mitad del único paisaje a la vista, uno frío y neutral”.

Así como Conrad construye al siniestro Kurtz de El corazón de las tinieblas, la presencia del mal en esta nave se hace presente en las condiciones de vida de sus pasajeros y en el ominoso poder de personajes como el torturador y violador Kang (“Silbidos”) o el sibilino capitán Park, quien le advierte a Lee: “la gente solo presta atención a aquello que puede ver. A lo que tiene brillo, si prefieres. Pero nosotros aquí, en medio del océano, somos completamente invisibles. Prácticamente no existimos para el resto del mundo”. Están en “aguas de nadie” y sin embargo ese lugar abierto y libre se convierte para los torturados tripulantes en un espacio claustrofóbico en que una de las escenas más atroces es cuando Lee se ve obligado a participar de una pelea desordenada, caótica, de todos contra todos, un amontonamiento de cuerpos prácticamente concentracionario: “Alguien le pisa la mano. Él se apoya en un cuello que encuentra al paso y está a punto de levantarse cuando lo toman por la cabeza y lo hacen rebotar una vez más contra las tablas”.

 “El horizonte está por amanecer y la superficie del agua, completamente lisa. El capitán Park le contó que ese tipo de marejada lleva por nombre Espejo, y aunque no es un término muy creativo, resulta asombroso ver el mar así de liso”, escribe Paulina Flores y en efecto, el mar es el espacio “liso” (Deleuze y Guattari) por excelencia, por donde transitan libremente los nómades, un lugar de multiplicidades, no normado, a diferencia del espacio estriado o regulado ordenado por el Estado, demarcado como si fuese un dibujo de casillas. Y la anomalía que relata Flores es, precisamente, ésta: precisamente en la inmensidad de lo no regulado y libre, aparece la heterotopía de la nave, con sus propias y crueles reglas, cerrada, atravesada de jerarquías y castigos, en que estos hombres, apenas humanos, desarrollan, en condiciones mínimas, sus afectos, sus lealtades, el deseo de vivir y de morir.

La escritora Paulina Flores. Crédito: Paloma Palominos

La diferencia entre las dos partes de la novela (Marcela y Miguel vs. Lee) es sorprendente. Es tentador pensar qué hubiese ocurrido si, como relata Flores en una entrevista, hubiese desarrollado las treinta historias de los tripulantes del Melilla para dejar a un lado a sus protagonistas chilenos. ¿Cómo habría sido esta novela si hubiese albergado solo el imponente relato del barco, en que una gran escritora logra, después de mucha investigación, asomarse y crear la atmósfera impresionante de la otredad? ¿Será verdad que un novelista es, sobre todo, alguien que oye voces, y será por eso que al indagar en la historia lejana de Lee logra ser la médium de todas esas experiencias erráticas y deslumbrantes?

Hay decisiones técnicas que estrangulan muchos textos de nuestros autores jóvenes, como ésta de poner a un mismo nivel experiencias tan disímiles y la tentación de quedarse con universos demasiado cercanos a los suyos. Marcela, en cuyo departamento encontramos la poco sorprendente imagen de un espejo quebrado, resulta una especie de alter ego autorial: una mujer joven, algo desencantada, que desea ser directora de cine. Pero algo falla en su historia de amores y desamores, aburrida, plana, sin mayor interés. Aunque se enfatiza mucho la inteligencia y singularidad del personaje, resulta bastante banal. La narración pasa la aplanadora por las circunstancias más dramáticas de su historia familiar, en que asoma la violencia. Hay, además, en estas partes de la novela, numerosos errores, por ejemplo un enfrentamiento de Marcela en la calle con un grupo de Fuerzas Especiales, en el marco de una protesta, que queda trunco. Los diálogos, sin mayor interés, se combinan con frases poco afortunadas –“Ella tenía lo esencial en cuanto a simetría”—, como si una brújula se hubiese roto, como si de pronto su autora hubiese perdido la sutileza que la caracteriza en otros momentos de su texto.

Lo más remarcable en el encuentro de Marcela y Miguel con Lee es, una vez más, la figura del coreano: él es el silencio contra el cual padre e hija construyen sus propios discursos, proyectando sus afectos como en un lienzo en blanco. La distancia lingüística es una vez más un motor narrativo importante y muy sagaz de parte de Flores, quien intenta incorporar también algo de esto al lamentable y forzado pasaje sobre la violencia estatal en Wallmapu, tema contingente y de enorme peso en la política chilena actual, pero que se narra con torpeza y didactismo; la descripción del satun o ceremonial curativo de ese pueblo y la posterior represión policial parecen demasiado ingenuos y poco trabajados al lado del relato del Melilla.

Esa dolorosa belleza del relato extraterritorial reaparece en una escena de Marcela y Lee en el cementerio de Punta Arenas. Es posible sentir allí el viento que barre con lo conocido y abre líneas de fuga, situando a los personajes lejos de todo. Lee reza por dos compañeros que no lograron llegar a puerto con él. Sus cadáveres han sido hallados también en el mar, sin sus ojos, devorados por los peces: “Marcela pensó en las cuencas de sus ojos vacías (…). No en un sentido morboso, sino en el espacio cóncavo; como los agujeros de una carretera que ya nadie usa o los cráteres de la luna; la posibilidad de hundirse en aquellos huecos, esa sensación. Parecía extraño que siguieran ahí, a la espera de algo más, de ser llenados”. En el contacto con los muertos retorna el mundo acuático, tan bellamente narrado por la autora: “Ella vio sus párpados lisos y algo en la cuenca de sus ojos. Podría haberse tratado de una mantarraya, una criatura que permanece bajo la superficie, rondando”.

En los últimos capítulos se retoma la historia del Melilla hasta llegar al punto de partida de la novela, ese 6 de diciembre en que recogen a Lee agónico de las frías aguas de Magallanes: “Está vivo, se dijo, pero no resopló con tranquilidad, sino por el contrario: la sonrisa que creyó distinguir en la boca del náufrago (…) hizo que le recorriera un escalofrío por la espalda”. Quien llegue hasta el final de este relato descubrirá por qué Lee sonreía. Una épica marina alucinante, que poco tiene que ver con la historia de Marcela, más cercana a lo que Diamela Eltit ha llamado “narrativas selfie”, de las que Flores podría desmarcarse.

Isla Decepción
Seix Barral, 2021
362 páginas
$15.900

Belén López Peiró, escritora: «En términos estructurales, la justicia sigue siendo muy patriarcal»

Las víctimas de abuso sexual se ven enfrentadas a un sistema judicial en el que son constantemente cuestionadas, desacreditadas y revictimizadas. La escritora argentina Belén López Peiró, en su libro debut Por qué volvías cada verano —recién publicado en Chile por Hueders— expone cómo se vive el proceso de denuncia, reconstruyendo los abusos que padeció por parte de su tío, un policía de la provincia de Buenos Aires. Y lo hace a través de un relato polifónico, en donde se entrelazan las voces de familiares, peritos, abogados y médicos; dándole así una dimensión colectiva a este drama que cada día viven miles de mujeres en el mundo.

Por Félix Torrellas

Cada verano, la escritora argentina Belén López Peiró (1992) viajaba desde Buenos Aires a un pueblito a pasar las vacaciones con sus tíos. Lo hizo durante tres años, desde que tenía 13 hasta que cumplió 16; un período que, lejos de traerle buenos recuerdos, fue un infierno, como lo cuenta en la novela de no ficción Por qué volvías cada verano: esas visitas fueron la ocasión que aprovechó el marido de su tía, un policía bonaerense, para abusar de ella. El libro, que fue descrito por la prensa argentina como uno de los “más valientes y crudos” que se han publicado en el último tiempo, está construido a partir de un relato polifónico que sumerge al lector en un coro de voces que vuelven palpable la rabia, el miedo y la impotencia de las víctimas de violencia sexual. Un relato colectivo que involucra a familiares, abogados, médicos y peritos que participaron en el caso, y que deja en evidencia la complejidad de un sistema de justicia patriarcal que muchas veces dota a los victimarios de impunidad.

López Peiró, periodista de formación, entrega un texto potente que, más que un testimonio personal, es una suerte de investigación novelada que deja al descubierto una realidad feroz: por un lado, la persistencia de los abusos a menores —en Chile, según datos de la Policía de Investigaciones (PDI), durante el primer semestre de 2021 existieron 3.284 denuncias de abuso sexual, siendo en su mayoría presentadas por menores de 14 años—, y por otro, el hecho de que en un 50% de los casos, el victimario es un miembro de la familia, según cifras de la Unicef.

En ese contexto, se suma otra forma de dolor, que tiene que ver con ciertos cuestionamientos familiares, como lo deja ver la autora en las líneas que abren la novela: “Y entonces, ¿por qué volvías cada verano? ¿Te gusta sufrir? ¿Por qué no te quedabas en tu casa?”. Belén López Peiró relata de forma cruda el momento en que decidió alzar la voz y denunciar, cargando el peso de los comentarios y opiniones de sus familiares, de la justicia y del propio victimario. El libro, publicado originalmente en 2018 y que hoy cuenta con la secuela Donde no hago pie (2021), refleja la situación que viven miles de mujeres en Latinoamérica y el mundo.

Belén López Peiró. Crédito: Alejandra López

En Por qué volvías cada verano decides contar la historia a través de una suerte de relato coral, lo que remarca la idea de que el abuso es un asunto colectivo que rebasa la dicotomía víctima/abusador: está la familia, el sistema judicial, incluso una sociedad que sigue permitiendo que estos hechos sucedan. ¿Por qué quisiste abordar el caso de esta manera? ¿Cuál fue tu intención detrás de ello?

Esto en un principio tuvo que ver más con una pulsión. Cuando estaba terminando mi carrera (Periodismo y Licenciatura en Ciencias de la Comunicación), me inscribí en un taller de escritura, principalmente ficción, con (la escritora) Gabriela Cabezón Cámara, y en una de las consignas que nos dieron llegué a mi casa y empecé a escribir. Empecé a escribir en primera persona una de las situaciones de abuso que había vivido. Y cuando terminé de escribir eso me pasó que tenía en mi cabeza otras voces, como la voz de mi tía, del victimario, de mi madre, del abogado, de la perito, de la médica. Y lo que hice fue volcarlas al papel. En ese entonces yo todavía no sabía si la polifonía podía ser una posibilidad, sin embargo, empecé a buscar y a ver libros como Voces de Chernóbil, de Svetlana Aleksiévich, o libros más antiguos de Argentina como los de Manuel Puig, que daban cuenta de que la polifonía era una posibilidad. El relato polifónico me permitió poner en evidencia a un montón de participantes que parecen estar invisibilizados en el abuso, que no se trata solo de los dos protagonistas del hecho en sí —la víctima y el victimario—, sino de todo un contexto que es completamente social, que involucra a las instituciones, a la familia. A medida que avanzaba con la escritura, sentía que si bien el hecho había sido supergrave y había tenido consecuencias importantes en mi vida, lo que más me angustiaba era todo aquello que se generaba alrededor. ¿Por qué no hablaste antes? ¿Por qué volvías? ¿Por qué los diez años de silencio? Yo creo que en Por qué volvías cada verano el relato con las voces permite dar algún tipo de respuesta y también hacerse otras preguntas.

A simple vista, da la impresión de que el abuso sexual y otros asuntos que afectan principalmente a mujeres, como el aborto o la dureza de la maternidad, son temas que empezaron a aparecer con mayor fuerza en la literatura en los últimos años. ¿Estás de acuerdo con esto?

Todavía suele suceder que un texto se califique como “escritura femenina”, pero más allá de eso y de esas cuestiones que todavía quedan por derribar, es un hecho que ahora hay un gran porcentaje de mujeres en los catálogos de editoriales, lugar que antes solo pertenecía a hombres. Con el tiempo, nuestros temas han empezado a aparecer en la literatura, no solo a través de la ficción, sino que de la escritura autobiográfica. Temas que antes quedaban en el ámbito privado ahora han comenzado a ocupar el espacio, el debate público, y creo que eso es un cambio importantísimo.

¿Existieron otros libros de autoras que te acompañaron durante la escritura?

—Dentro de los libros que me acompañaron durante la redacción de mi historia estuvieron Virginie Despentes con Teoría King Kong, también Gabriela Cabezón Cámara con Le viste la cara a Dios; Selva Almada, María Moreno, entre otras escritoras contemporáneas. 

Después de que Virginie Despentes publicara Teoría King Kong, donde cuenta un episodio de violación, un sinfín de mujeres se le acercaron para hablar de agresión sexual, al punto de que ella llegó a decir que estaba harta de hablar del tema, porque pareciera que el abuso sigue normalizado, pareciera que nada cambia. Publicaste tu libro en 2018. ¿Cómo crees que han cambiado las cosas desde entonces a nivel social? ¿Cómo crees que se ha avanzado —o no— en términos judiciales y sociales en el desarme de las estructuras patriarcales que han normalizado los abusos y el acoso?

En Argentina, particularmente, se legalizó el aborto seguro y gratuito. Se volvió un derecho más, y creo que esa fue una gran conquista. Sin embargo, los femicidios siguen aumentando, las violaciones y el abuso siguen sucediendo, y falta que la ley de educación sexual integral se aplique en todas las escuelas. Yo creo que hay algunas conquistas que hicimos en el último tiempo, que tienen que ver con un nivel simbólico, en esto de que (el feminismo) sea un tema en los hogares, que sea un tema en las escuelas, que sea parte de la educación de los niños, que nos estemos preguntando de qué manera educamos a niñas y niños, qué pasa con la justicia, qué tipo de reformas necesitamos. Yo creo que, aunque sean solo preguntas, también son un cambio.         

No obstante, en términos estructurales, la justicia sigue siendo muy patriarcal. Mi caso particular, que inició una causa judicial en 2014, sigue en proceso y sin fecha de juicio. Desde mi perspectiva, no puedo decirte que la justicia haya cambiado. Me ha tocado ver la cara más dura de este proceso, que es la dilatación y la revictimización. De todas formas, en Argentina existe la Ley Micaela, que tiene que ver con la formación en perspectiva de género de todo el personal y de todas las personas que trabajan en el Estado, incluyendo los miembros de la justicia, los jueces fiscales. Está bien esa formación, pero en términos generales, la realidad no ha cambiado mucho.

En tu libro mencionas algunos términos que utiliza la justicia, como víctima y abusador. Dices que llamarlos a ellos “abusadores” es hacerles un favor, mientras que a la denunciante se le recuerda constantemente su calidad de víctima. ¿Sientes que es difícil encontrar reparación en la justicia considerando esos aspectos? 

Sin duda, yo creo que habría que pensar bien qué es la reparación, porque para cada persona que vivió una situación así, reparación puede ser algo diferente. Para alguien puede ser sentirse escuchado o escuchada; para otra persona puede ser sentirse acompañado; para otra, resarcimiento económico; para otra puede ser el veredicto de un juez. Yo creo que hay tantas reparaciones como mujeres que denuncian. Esa reparación es muy personal. En mi caso, tuvo que ver con la vía legal, pero también tuvo que ver con la escritura, sin dudas. Creo que parte de las cosas que tienen que cambiar de manera estructural en la justicia tiene que ver con incluir las formas de reparación y el acompañamiento a víctimas que denuncian. 

Existe una cierta presión social frente al tipo de «víctima» que se debe ser. La escritora argentina Tamara Tenenbaum decía en una entrevista que se rebelaba contra la obligación de ser un tipo de víctima, de tener que ser una «víctima responsable» y militar por la causa que te convierte en víctima. Ella, hija de una víctima del atentado de la AMIA, dice: «Siempre pensé que mi deber era sobrevivir». ¿Cómo ha sido tu experiencia en ese sentido? ¿Qué opinión tienes sobre esto?

Como mencioné antes, creo que hay tantas reparaciones como mujeres que denuncian, y creo que cada persona vive como puede, no solamente como quiere. No se le puede exigir a todas las personas que vayan y denuncien, cuando denunciar tiene implicancias emocionales y económicas que no todas están dispuestas a cubrir. Yo creo que para mí fue fundamental, al principio, reconocerme víctima para poder hacerme cargo de esa situación, de lo que viví, y poder hacer algo con eso, por lo menos en el ámbito privado. Llevarlo a la escritura tuvo que ver con hacerlo público, con transformar eso en una obra literaria, y eso está sin duda asociado a un acto político, porque creo que son muchas las personas que están atravesando por situaciones como esta. Como feminista, milito y hablo en las entrevistas siempre del abuso sexual y de lo íntimo. La verdad es que no me hace gracia hablar todos los días de esto, pero creo que es necesario. De la misma manera, creo que abordar una obra solo por sus temas y no por su forma, su estilo, su lengua, es descalificarla, así que en mi caso me interesan las dos cosas.

¿Cómo ha sido la recepción de tu libro en todos estos años?

Ha sido muy enriquecedor, porque me ha ayudado en lo personal. Me parece que Por qué volvías cada verano ya no tiene que ver solo conmigo, tiene que ver con todo lo que genera al ser leída por otras personas que atravesaron una situación similar o que son padres, madres, hermanos, compañeros; personas que pueden informarse y entender mejor. Y eso me parece buenísimo, más aún cuando se traduce o se lleva a otros países, principalmente latinoamericanos. Creo que se vuelve parte del movimiento feminista latinoamericano en donde entendemos que el abuso sexual no es una problemática nacional, sino que no tiene fronteras: tenemos que trabajar en conjunto y tiene que ver con cómo las mujeres nos retroalimentamos. Yo creo que lo que sucedió en Chile en 2019 con Las Tesis y que después fue replicado en Argentina y otros países, muestra algo colectivo y latinoamericano. 

¿Cómo crees que ha afectado la pandemia al movimiento feminista latinoamericano?

Sin duda la situación de pandemia ha sido un problema. Por ejemplo, en el caso de los abusos sexuales, la mayoría de los casos son intrafamiliares, y por lo mismo, es más difícil pedir ayuda. Cuando sufres violencia doméstica y tu agresor es un miembro de tu familia o tu pareja, es mucho más difícil poder irte. Además, la situación se ha complejizado muchísimo, y se han corrompido de alguna u otra manera las redes (de apoyo) que hemos estado intentando tejer. Me parece clave seguir informando, hablando, leyendo y comunicando, porque los abusos siguen sucediendo.

Por qué volvías cada verano
Belén López Peiró
Hueders, 2021
112 páginas
$10.200

La olla común. Reflexiones a partir de «El pelo de Chile y otros textos huachos»

«Me gusta pensar el escenario actual de Chile como una olla común en la que nos reunimos a cocinar la escritura de una nueva Constitución. (…) Es en esa lógica en la que pienso los textos de este libro como parte de esos ingredientes. Materiales necesarios a considerar en el momento de cocinar un mañana que consagre y garantice nuestros derechos culturales», escribe Nona Fernández sobre el último libro de la Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales, Sonia Montecino Aguirre.

Por Nona Fernández Silanes

Lo dice su autora: “esta compilación sale a la luz en el momento en que el caldo social en el que se cocina la vida chilena está hirviendo”. Por lo mismo es imposible leer El pelo de Chile y otros textos huachos fuera del escenario sabroso que nos heredó la revuelta social, ya que en su conjunto estos escritos componen un verdadero recetario que propone algunos ingredientes con los que podríamos guisar ese plato futuro que servirá de festín para la celebración tantos años atrasada: la de las grandes y justas transformaciones que, como también lo dice su autora, “le subirán el pelo a Chile”.

Siguiendo este imaginario culinario quiero instalar la idea de la olla común para presentar, o poner en presencia, este libro. Como sabemos, las ollas comunes tienen una larga trayectoria en Chile. Se iniciaron en la década de los años 30 con la crisis del salitre. Más adelante, en los años 60, se asociaron a las tomas de terreno. Y en los años 80, en plena dictadura, adquieren un carácter permanente frente a la necesidad de alimentación, constituyendo un espacio de organización comunitaria y resistencia. Hoy la crisis sanitaria ha resucitado las ollas comunes. Muchos incrédulos dijeron que eran un invento, mentiras mal intencionadas de la izquierda, pero los datos objetivos hablan de cerca de 700 ollas a lo largo de Chile a mediados del 2020. La participación de las mujeres ha sido protagónica en ellas. Las madres de los huachos, las actuales jefas de hogar, son, en su mayoría, quienes han ido generando estas organizaciones solidarias de encuentro territorial que enredan voluntades, esfuerzos, historias, prácticas comunales, y que en su conjunto configuran un patrimonio cultural difícil de entender para quienes observan la cultura únicamente como un espacio cuantificable y mercantilizable.

Espejeando ese enredo de voluntades colectivas, es que me gusta pensar el escenario actual de Chile como una olla común en la que nos reunimos a cocinar la escritura de una nueva Constitución. Sacamos las cacerolas y las instalamos en el espacio público al que todas y todos tenemos acceso. Lejos del encierro secreto de la llamada “cocina política”, tan desacreditada que hoy requiere salir a la plaza a ventilarse y a buscar nuevos ingredientes. Es en esa lógica en la que pienso los textos de este libro como parte de esos ingredientes. Materiales necesarios a considerar en el momento de cocinar un mañana que consagre y garantice nuestros derechos culturales. Concepto tan enigmático para una gran mayoría, del cual El pelo de Chile y otros textos huachos se alimenta y celebra.

Estos son textos diversos y ese es el primer ingrediente a atender. Un compendio de artículos, ensayos, discursos, prólogos, presentaciones, hasta una carta huacha hay por ahí, que no pretenden configurarse bajo una regla central, un formato de género o extensión, sino que se exponen libremente en su particularidad como lo que son, materiales diversos que juntos van trenzando un recorrido. Uno en el que podemos observar intereses claros por el campo de la gastropolítica, del feminismo, de la creación y del patrimonio. Cuatro ejes trazados desde una óptica antropológica que carga de significados el viaje textual. Un viaje en el que la mirada curiosa, gozosa y entusiasta de su autora intenta justamente reconocer, en forma y fondo, la diversidad de los contenidos que expone.

Y ese es otro ingrediente a celebrar: el verbo reconocer, palabra clave en este recorrido. Porque ahí donde todo indica que la novedad es lo que tiene protagonismo en las vitrinas del hoy, la autora nos señala que la idea de reconocer lo que ya existe, de enfocar aquello que nadie ha visto, eso a lo que no se le pone atención, se vuelve una lógica innovadora y hasta revolucionaria. Reconocer, por ejemplo, nuestro inmenso y tan ignorado patrimonio inmaterial. La importancia de la trasmisión de las lenguas, de los saberes, de las diversas cosmogonías que densifican nuestra manera de vivir y de entender la vida. Reconocer los ecosistemas que se despliegan alrededor de un río, de un bosque. Comprender que un universo milenario colapsa y se extingue cuando secamos un lago, cuando talamos un bosque, cuando un glaciar se derrite. Reconocer las prácticas culinarias de las comunidades de nuestro territorio. Y aquí la autora se detiene con goce en la cocina huilliche, en la cocina rapa nui. Sus ingredientes, sus formas, sus sentidos, sus historias, sus sabores, entendiendo que la alimentación es un principio clave en la constitución de identidad. Reconocer la memoria y la historia de las mujeres de Chile como parte fundamental de esa misma construcción de identidad. Reconocer el recorrido histórico del mundo doméstico, del espacio privado, territorio cedido a las mujeres e ignorado en el momento de escribir relatos identitarios. Ese gran lazo que existe entre la cultura y las mujeres, como trasmisoras y agentes, las pone en un lugar protagónico cuando intentamos observar la realidad cultural. Y es en ese ejercicio cuando constatamos la falta de reconocimiento que han tenido a lo largo de la historia, y por ende evidenciamos el gran vacío en el que mujer y cultura se enredan. Su invisibilización constante, el ninguneo, el borroneo, ha dejado una gran deuda en la tradición y la memoria y por ende un gran trabajo en términos de reconocimiento patrimonial.

La cultura, lo mismo que una buena receta, lo dice nuestra autora, se construye a partir del intercambio, de préstamos y adopciones, de recreaciones, de mestizaje, de la trenza entre la tradición y la innovación. Por eso, en el campo estricto del respeto y consagración de nuestros derechos culturales, urgencia levantada para la escritura de la nueva Constitución, las palabras diversidad y reconocimiento, que circulan con protagonismo en estos textos huachos, son dos ingredientes fundamentales para el caldo. Mucho se habla en los programas de gobierno planteados en la actualidad sobre un mayor presupuesto para la cultura, lo que, por supuesto, se celebra. Pero no nos quedan claras las metodologías que serán ocupadas para hacer un registro sistemático adecuado que reconozca las prácticas culturales que ya existen en los distintos territorios y comunidades. Si no se implementan mecanismos de reconocimiento efectivos, difícilmente se podrán distribuir los nuevos recursos a todos los agentes según sus reales necesidades. Difícilmente se propiciará el libre ejercicio y diálogo cultural, difícilmente se facilitará la diversidad cultural, porque seguiremos en el desconocimiento de las fuentes y sus realidades. Y, en consecuencia, probablemente, perpetuaremos la lógica de la cultura homogénea, centralizada, clausurada, performatizada para el mercado, estereotipada para la venta al extranjero, y practicada en su gran mayoría por y para una élite.

“¿De qué sirve una ley si no es capaz de contener en ella el porvenir?”, se pregunta la autora en uno de estos textos reflexionando sobre la nueva Ley de Patrimonio. Yo me afirmo de esta reflexión para asociarla a nuestra olla común y a todas las leyes que se relacionarán con esa receta que prepararemos colectivamente. Una receta cuya escritura se comprenda y reconozca a sí misma como una fiesta, como un ejercicio cultural que nos desafía a reconocer y enredar nuestras diversidades. Una que nos componga con su caldo sabroso. Que nos levante el ánimo, que nos caliente el cuerpo, que nos encienda las ganas de bailar sobre la mesa. Una que consagre nuestros derechos culturales como la herramienta fundamental para que todas, todos y todes seamos libre y felizmente las personas y comunidades que queremos ser, ejerciendo nuestros diferentes olores, colores, sabores y sonidos. Una receta sabrosa, preparada en una olla común, olla negra quinchamaliana, en la que se cocinará a fuego lento, como hemos leído en las pancartas callejeras, la dignidad. Como quiero creer que se cocina, también, la felicidad. Una receta que, lo dice nuestra autora, ya lo sabemos, “le subirá el pelo a Chile”.

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El pelo de Chile y otros textos huachos
Sonia Montecino Aguirre
Ediciones Subdirección de Investigación, Servicio Nacional del Patrimonio Cultural
472 páginas

Cultura: el invitado de palo

Esta crisis debiera ser la ocasión para idear nuevas formas de financiamiento cultural, que escapen al fomento de la competencia entre pares y sumen a los trabajadores artísticos como sujetos de tal política, y no solo como medios con los cuales se obtienen mayores índices de consumo o participación cultural. Una vez iniciado el debate constituyente, parte de la “superación” del Estado subsidiario y el neoliberalismo (si es que es posible tal cosa) pasará también por dejar de entender al primero como una simple caja pagadora de artistas y mediadores subcontratados.

Por Diego Parra Donoso

La crisis sanitaria se ha manifestado de múltiples modos en la vida cotidiana de la mayoría de las personas: algunas perdieron sus trabajos, otros aceptaron la disminución de sus sueldos y la mayoría ha debido echar mano a sus ahorros para sobrellevar este tiempo. Si bien algunos sectores de la economía “prosperaron”, hay otros que vieron imposibilitado su desarrollo y hasta hoy no han recibido apoyo alguno desde el Estado. El mundo de la cultura es uno de ellos, y desde el comienzo de esta pandemia ha demandado una política de emergencia acorde a las condiciones específicas de nuestros trabajos, cuestión que aún sigue pendiente.

Las actividades culturales fueron quizá las primeras en ser completamente canceladas sin proyecciones de pronta apertura, ya que las restricciones sanitarias se han aplicado con especial rigor a funciones teatrales, conciertos y exposiciones, las que a diferencia de sectores comercialmente relevantes como el retail, no tienen demasiada capacidad de lobby para iniciar procesos de apertura controlada (como se ha hecho en otras latitudes, donde incluso ya se están ensayando conciertos masivos). A más de un año del comienzo de la pandemia en nuestro país, probablemente ya sea tiempo de asumir que no vendrán planes sectoriales especiales y que cualquier política de asistencia debería enfocarse de manera urgente en ayudar económicamente a una ingente fuerza laboral que lleva meses rascándose con sus propias uñas. Seguramente para la mayoría de nuestro sector los ahorros en las AFP se agotaron (producto de bajas cotizaciones al carecer de contratos de trabajo), así que cualquier retiro no supone ya ayuda alguna y, asimismo, los IFE (Ingreso Familiar de Emergencia) recién hace algunas semanas han empezado a contemplar a más personas, por lo que uno desearía que se formulen ayudas sectoriales mejor enfocadas en el sector artístico, que posee un perfil laboral distinto al resto de trabajadores.

Ahora bien, este reclamo por la ausencia de políticas de apoyo a los trabajadores de las artes es de larga data, puesto que en los años que lleva instalado el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio (Mincap), y antes el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, nunca se ha intentado estudiar cuáles son realmente las condiciones laborales del sector (sin ir más lejos, la regulación especial creada en 2003 y que contempla el Código del Trabajo, involucra fundamentalmente a los trabajadores de las artes escénicas, dejando de lado a artistas visuales, restauradores, montajistas, curadores, mediadores, etcétera). Este desconocimiento afecta directamente la creación de cualquier política de Estado dirigida al sector, que tradicionalmente se ha enfocado en la promoción del consumo cultural y el financiamiento —vía fondos concursables— de la producción artística, pero no en el reconocimiento de los agentes artísticos como trabajadores calificados. ¿Cómo podría el Estado formular una política o programa específico si realmente no conoce la realidad de los productores y mediadores?

La pandemia hace urgente ayudas a corto plazo, que no discriminen demasiado a sus beneficiarios, pero al mismo tiempo, no podemos dejar de tener en cuenta que el Mincap no ha ofrecido prácticamente ninguna ayuda a los ministerios de Desarrollo Social, Hacienda y Economía para que estos tengan algún insumo a la mano a la hora de generar ayudas económicas (las que con el paso del tiempo se han ido diversificando, llegando al punto donde se están ofreciendo bonos a feriantes, que comparten con nuestro sector una relativa desregulación en sus trabajos). Frente a esta situación, a diferencia de lo que el Mincap realizó el año pasado, se debería dar paso a un financiamiento menos burocrático y que tome como referencia, por lo menos, los datos que gremios, asociaciones y sindicatos artísticos pueden entregarle, ya que se ha oído con insistencia el reclamo gubernamental de que “carecen de la estadística específica” de los sectores de la población a los que deben ayudar (cosa curiosa para funcionarios que no llegaron a sus cargos por simple azar, sino que quisieron voluntariamente hacerse cargo del Estado, sabiendo a priori el estado de situación en el que se encontraban).

Las formas de asistencia no pueden nuevamente enfocarse en la concursabilidad, que ya en condiciones normales supone un mecanismo con incentivos perversos, porque los objetivos de una política concursable tienen como criterio la “calidad” o congruencia de lo ofrecido con lo buscado por quien convoca —ya sea un objeto o un candidato—, y no la necesidad económica en la que se encuentre el trabajador que solicita la ayuda. El año pasado se cometió este fatal error con una “Convocatoria nacional para la adquisición de obras” , que sirvió como un ejercicio de mecenazgo público inédito, pero oportunistamente fue promocionado como mecanismo de ayuda a artistas en situación precaria. Basta ver la lista de ganadores (muchos de ellos de reconocida trayectoria y participación en el circuito académico y galerístico) para entender qué tan grave fue dicho procedimiento, percibido como una burla por muchos artistas que sinceramente creyeron que serían beneficiados por una política sectorial, puesto que fondos fueron especialmente reasignados ante el reclamo de la comunidad artística para tales fines.

Esta crisis debiera ser la ocasión para idear nuevas formas de financiamiento cultural, que escapen al fomento de la competencia entre pares y sumen a los trabajadores artísticos como sujetos de tal política, y no solo como medios con los cuales se obtienen mayores índices de consumo o participación cultural. Hasta hoy no poseemos realmente un ministerio que reconozca la especificidad de nuestras labores, y que en función de ello desarrolle acciones que tiendan a dar mayor dignidad y regulación a dichos trabajos. Si bien asuntos como estos son ciertamente materia de leyes, la discusión constituyente somete a revisión todo lo que se ha hecho y, muy especialmente, lo que queremos que sea de aquí en adelante. Igualmente, el debate presidencial vuelve a poner en la atención pública los programas que cada candidat@ desea proponer al país, y la cultura siempre aparece como un punto a tomar en consideración para la comunidad. Sería muy pertinente preguntarse si los actuales candidatos realmente están proyectando una política cultural que no solo diga que “quiere más cultura” o este tipo de frases de buena crianza, sino que realmente comprenda la difícil situación en la que esta pandemia nos dejará como sector una vez la crisis decline.

Es necesario revisar cómo se puede descentralizar el financiamiento cultural, pensando en distribuir hacia los nuevos gobiernos regionales, o también a las gobernaciones y municipalidades, que son las que más cerca están de la ciudadanía. Un enfoque territorial en la distribución de fondos podría asegurar a futuro que una mayor parte de los agentes culturales pueda desarrollar sus labores con mayor libertad y, además, vinculándose más estrechamente con dichas comunidades (que pueden estar fuera de los circuitos de distribución tradicionales). Sobre esto último, no podemos olvidar que la crisis política y cultural que comenzó en octubre de 2019 aún sigue operando en la sociedad chilena, y que la Convención Constitucional no es la única vía mediante la cual dicho movimiento subterráneo tendrá su mediación. Serán también las distintas manifestaciones artísticas las que den forma a las múltiples muestras de descontento, afirmación identitaria y construcción de archivo que están y seguirán ocurriendo.

Hay candidatos que han afirmado desde ya que su intención es aumentar considerablemente —con respecto al actual escenario— el porcentaje de dineros que el Estado invierte en cultura (Gabriel Boric y Daniel Jadue), sin embargo, cualquier crecimiento presupuestario debe ir acompañado de planes y programas que realmente ameriten tal aumento y no simplemente pasen por agrandar dotaciones de funcionarios o, peor, el pozo a repartir en fondos concursables (sin la necesaria reformulación de tal herramienta). El Chile que venga luego del estallido, la pandemia y la Convención Constitucional requerirá de nuevas miradas sobre las artes y la cultura, unas que, por un lado, integren modos de relacionarse distintos (autogestión, cooperativas, asociatividad, organización territorial, cabildos, entre otros), y por otro, atiendan a trabajador@s que carecen virtualmente de reconocimiento social alguno (que se han asociado tradicionalmente al ocio y la entretención). Quiero decir aquí que, una vez iniciado el debate constituyente, parte de la “superación” del Estado subsidiario y el neoliberalismo (si es que es posible tal cosa) pasará también por dejar de entender al primero como una simple caja pagadora de artistas y mediadores subcontratados. Es decir, pasar de un Estado que nos trata como empresas, a uno que nos mire como trabajador@s y ciudadan@s.