“Históricas”: las elecciones de mayo de 2021 y la expansión del feminismo

Mayo de 2018 fue el detonante energético de una revolución cultural que nos hizo pasar del receso feminista de los años de la transición al reciente triunfo de las jóvenes mujeres feministas que, revuelta social mediante, salieron victoriosas de las últimas elecciones de mayo de 2021 para incorporarse a la Convención Constitucional, a las alcaldías y a los consejos municipales. Esta fue la prueba contundente —afirma en este ensayo la crítica cultural Nelly Richard—, después de tantos desprecios y menosprecios hacia la capacidad política de las mujeres, de que la insistencia y persistencia del proyecto feminista logró multiplicarse y diseminarse a lo largo y ancho del cuerpo social de este nuevo Chile que exige hoy radicalizar la democracia en términos igualitarios y participativos, sin exclusiones ni arbitrariedades de género.      

Por Nelly Richard

Quisiera entrelazar esta breve reflexión con algunas de las intervenciones que hemos conocido de Elisa Loncon en entrevistas o debates públicos desde que ella asumió la presidencia de la Convención Constitucional y luego se desempeñó como constituyente, para subrayar la importancia de la cuestión del lenguaje, del discurso y sus recursos enunciativos en la formación de las identidades y las relaciones entre culturas y géneros. Decimos “lenguaje” en una doble dimensión: primero, usar la lengua para nombrar lo que se nombra (sabiendo que la palabra recorta, clasifica, estereotipa o, al revés, descubre, revela, transfigura), y segundo, saber que el habla intercomunica cuerpos e instituciones mediante actuaciones discursivas que pueden funcionar como dispositivos autoritarios o, por el contrario, tener un alcance emancipador. 

La memoria entrecortada del feminismo   

Bien sabemos de lo disparejo de los tiempos que se conjugan irregularmente en los procesos de formación histórica de la memoria. Son tiempos que van y vienen, se dilatan o se contraen, modulando transcursos siempre expuestos a la interrupción, la suspensión o la precipitación de sus ritmos y secuencias. La memoria nunca es lineal en sus avances de consolidación de lo ya acumulado al tener que enfrentarse a percances y retrocesos. El feminismo chileno conoce lo accidentado de este camino de rescate del pasado y de afianzamiento de sus logros, ya que su propia memoria histórica (la de las organizaciones y movimientos de mujeres y de las luchas por la conquista de sus derechos) se ha visto sucesivamente atravesada por desactivaciones y reactivaciones que convierten su itinerario en un trazado particularmente discontinuo.

La transición político-institucional chilena instaló la neutralidad del vocablo “género” para silenciar los acentos más enérgicamente contestatarios de aquel feminismo que luchó contra la dictadura y el patriarcado en los años del régimen militar. Después del largo repliegue de los movimientos de mujeres durante la transición, la insurgencia feminista de mayo de 2018 demostró que lo inhibido y reprimido por el consenso neoliberal tuvo la fuerza suficiente para retornar a escena con un protagonismo desbordante. Las universidades, las calles y la sociedad entera se vieron sacudidas por una rebeldía de género que no se propuso únicamente denunciar la violencia sexual y reclamar por una educación sin discriminación de género, sino también, y sobre todo, subvertir la simbólica de las arquitecturas del poder masculino-dominante que gobierna la esfera pública. Mayo de 2018 fue el detonante energético de una revolución cultural que nos hizo pasar del receso feminista de los años de la transición al reciente triunfo de las jóvenes mujeres feministas que, revuelta social mediante, salieron victoriosas de las últimas elecciones de mayo de 2021 para incorporarse a la Convención Constitucional, a las alcaldías y a los consejos municipales. Esta fue la prueba contundente, después de tantos desprecios y menosprecios hacia la capacidad política de las mujeres, de que la insistencia y persistencia del proyecto feminista logró multiplicarse y diseminarse a lo largo y ancho del cuerpo social de este nuevo Chile que exige hoy radicalizar la democracia en términos igualitarios y participativos, sin exclusiones ni arbitrariedades de género.       

“Mujeres a la calle contra la precarización de la vida”

El movimiento feminista de mayo de 2018 reconquistó las calles para darle visibilidad pública a la convergencia multitudinaria de las mujeres que acusan los perjuicios y maltratos infligidos por el dispositivo patriarcal. Pero este movimiento feminista supo traspasar los límites de autoreferencialidad del nosotras-las-mujeres en tanto comunidad particular de sujetos movilizados por los mismos intereses de género, para extender sus denuncias y reclamos a la trama entera de organización política y económica que sujeta la armadura neoliberal. La consigna del 8M 2018 de “Mujeres a la calle contra la precarización de la vida” anticipaba el diagnóstico que luego se impuso con la pandemia, a saber, la extrema vulnerabilidad de aquellos cuerpos feminizados que el productivismo capitalista deja fuera de sus cadenas de rendimiento profesional y competencia económica. La consigna feminista de la “precarización de la vida” que exhibió su materialidad desnuda con los posteriores estragos de la pandemia en las vidas indefensas, contenía resumidamente todo lo que está hoy en discusión cuando se habla de explotación neoliberal y de feminización de la pobreza.

El 8M de 2020, la Brigada Laura Rodig, de la Coordinadora 8M, pintó en la Plaza de la Dignidad la palabra Históricas. Crédito: Equipo Audiovisual CF8M

El énfasis colocado por el feminismo en la división sexual del trabajo nos enseña cómo funcionan los diferentes mecanismos —salariales y otros— de reconocimiento del valor que se ordenan en función de la división entre lo productivo (exterioridad social) y lo reproductivo (interioridad familiar y doméstica). Al resaltar el eje de la división sexual del trabajo, la teoría feminista descifró aquello que el discurso sociológico tradicional no fue capaz de comprender por haber marginado a la problemática del género de sus reflexiones sobre la clase social. Pese a esta conquista teórica del feminismo que evidencia la urdimbre de género como reverso oculto del capitalismo, no deja de ser llamativo que luego de la revuelta de octubre de 2019 y en medio de la pandemia —es decir, a la luz de aquellos dos sucesos que no hicieron sino ratificar todo lo que prefiguraba la consigna del mayo feminista en materia de precarización de la vida cotidiana—, las tribunas mediáticas, en búsqueda de opiniones sobre lo acontecido, llamaran a los mismos sociólogos e historiadores de siempre como aquellas figuras legitimadas culturalmente por una autoridad patriarcal del saber: unos sociólogos e historiadores que siguen omitiendo, tanto en sus bibliografías académicas como en sus declaraciones públicas, a la teoría feminista como estrategia clave de lectura del cómo y porqué de la desintegración capitalista. Los mismos sociólogos e historiadores que parecen ignorar que la crisis del modelo político-económico de sociedad sobre la que tanto les gusta disertar ha socavado de paso su propia racionalidad masculina del conocimiento científico-social.  

Hacer historia

El movimiento de las mujeres que llenaron las calles en mayo de 2018 hizo que la exterioridad social y pública se viera alborotada por cuerpos de la denuncia (cuerpos que exigen justicia frente a las reiteradas violencias del sistema capitalista-patriarcal) que, al mismo tiempo, actúan como cuerpos del deseo y de la imaginación: unos cuerpos que combinaron una proliferante libertad de estilos de expresión y figuración en su performatividad callejera de la desobediencia. Esta doble condición (la de no dejarse circunscribir por el lenguaje de la victimización sexual (“denuncia”) para refundar los contornos de la democracia mediante la creación de nuevos lazos sociales (“deseo e imaginación”), constituye un antecedente incontestable de la explosiva revuelta social de octubre de 2019. Un antecedente que suele callarse cuando los sociólogos e historiadores de siempre hacen el recuento de las movilizaciones estudiantiles, de las protestas contra las AFP o por la defensa del medio ambiente como aquellas instancias precursoras del estallido social, pasando por alto la revuelta feminista de mayo de 2018 que, sin embargo, le traspasó a la revuelta sus sueños de otredad.    

La última vez que multitudes llenaron el espacio público de las ciudades fue gracias a la convocatoria de las organizaciones feministas para el 8M 2020, justo antes de que se declarara la pandemia en Chile. Una de las intervenciones sobresalientes de aquel 8M 2020 fue aquella firmada por la Brigada Feminista Laura Rodig que, en el pavimento de la rotonda de la Plaza de la Dignidad, dejó inscripta la palabra “Históricas”. “Históricas” como aquellas mujeres que hacen historia reactualizando la memoria olvidada de quienes llevan siglos desafiando la jerarquía patriarcal y sus cánones de transmisión de la autoridad. “Históricas” como aquellas feministas que supieron recrear el imaginario de las izquierdas del siglo XXI con nuevas conceptualizaciones —feminizadas— de la huelga general; con protestas masivas en todo el planeta que mezclan estrategias contraculturales de utilización de los medios digitales con audaces coreografías del cuerpo que lo tornan escénico y contingente en sus inventivos montajes de signos.   

Después de aquella marcha “histórica” (la del 8M 2020), durante los largos meses de pandemia cuya temporalidad suspendida parecía haber disipado cualquier horizonte futuro y, pese a la adversidad de las cuarentenas y sus medidas de confinamiento, las feministas no dejaron de actuar y pensar, de intervenir. Afinaron modos de seguir trabajando en colectivos para sostener lo común-comunitario de sus redes activistas; realizaron asambleas con vecinas y pobladoras y organizaron ollas comunes; solidarizaron con las víctimas de los graves atropellos a los derechos humanos causados por la represión policial en contra de los manifestantes de las protestas; activaron colectivos artísticos para darle curso a un trabajo con la imagen y la palabra que revitalizara el sentido y los sentidos que se encontraban en estado de desarme; fortalecieron alianzas entre transfeminismo y disidencias sexuales; etc. Y, sobre todo, se involucraron de pleno en una reflexión exigente sobre democracia, feminismo y nueva Constitución articulando, por ejemplo, la Plataforma Feminista Constituyente y Plurinacional (diciembre de 2020)[1].   

El trayecto expansivo del feminismo: disputas de significado y cruces estratégicos  

La firma del Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución (15 de noviembre de 2019) que hizo posible el llamado a un Plebiscito Nacional sobre la vigencia o derogación de la Constitución sellada por Augusto Pinochet en 1980, fue un acuerdo notoriamente insatisfactorio. El Acuerdo Nacional dejó fuera de su marco de decisión (exclusivamente parlamentario) a las organizaciones sociales que se habían hecho parte de la comunidad de la revuelta; impuso un quórum supramayoritario de 2/3 con la intención de preservar la facultad de veto ejercida monopólicamente por el bloque de derecha frente a cualquier iniciativa transformadora; otorgó ventaja a los desacreditados partidos políticos dificultando la participación de los independientes; desatendía la representación de los pueblos originarios y tampoco garantizaba la inclusión paritaria de las mujeres en el rediseño político del Estado. Sin embargo, varios de estos obstáculos se fueron sorteando de a poco gracias a las presiones de la ciudadanía y a gestiones parlamentarias que replicaron el eco de la calle en el interior del espacio institucional.  Hubo que ajustar el deseo —ilimitado— del Todo al reconocimiento de los límites impuestos por la derecha que condicionó la negociación, aceptando desde ya que se llamara  “Convención Constitucional” aquello que había sido proyectado como “Asamblea Constituyente” en tanto expresión absoluta de la autodeterminación popular. Este reajuste de expectativas no impidió que la sociedad civil y el mismo parlamento forzaran estos límites-limitaciones torciendo el marco de lo impuesto, generando mecanismos de empuje y de tensión que abrieron huecos en los diagramas del poder. La estructura del Acuerdo por la Nueva Constitución fue cediendo debido a las fracturas y desbordes que, desde el interior o en sus márgenes, impulsaron las fuerzas vivas —destituyentes y constituyentes— al trazar vías alternativas (rodeos y desvíos, saltos, escapatorias) frente a lo que había sido marcado unilateralmente por el poder instituido.  

La aprobación de la fórmula de lo paritario (que terminó convirtiendo a Chile en el primer país en el mundo en aplicar la igualdad de género a la redacción de una nueva Constitución) se materializó gracias al refuerzo de votación que, en el Senado, le aportaron a esta reforma constitucional mujeres de la derecha. Este dato reviste interés frente a las polémicas que suelen dividir al feminismo respecto de si es válido o no que mujeres liberales se declaren “feministas” por el solo hecho de pronunciarse a favor de la igualdad de oportunidades y en contra de la violencia de género, sin compartir otras  demandas fundamentales como el derecho al aborto “libre, seguro y gratuito” ni tampoco suscribir la necesidad de asociar la crítica antipatriarcal a un cuestionamiento generalizado de todo el dispositivo neoliberal. En verdad, la aprobación en el Senado y la ratificación presidencial de la Ley de Reforma Constitucional de “Paridad de género para el proceso constituyente”[2] funcionan como una prueba reveladora de cómo, después de mayo de 2018, el feminismo logró modificar la esfera de los discursos públicos haciendo que la problemática del género ocupara un lugar ya ineludible en la sociedad civil y la agenda política. Al mismo tiempo, la diversidad a veces conflictiva de las voces que evocan el feminismo transmite la percepción (y es bueno que así sea) que el vocablo “feminismo” nombra a un conjunto no homogéneo de posiciones cruzadas que acentúan distintamente los términos “mujeres” y “género”. Si bien el feminismo que hegemoniza el debate público y direcciona las transformaciones sociales y culturales es aquel feminismo (antipatriarcal y anticapitalista) que se articula desde posiciones de izquierda(s), esto no debería ser un impedimento para que se formulen circunstancialmente pactos y alianzas con las representantes del feminismo liberal. Es gracias a tales alianzas (por definición, impuras) que se ganó una batalla tan significativa como aquella que desembocó en la aprobación de la Ley de Paridad de Género para el proceso constituyente. Muchas señalan el peligro de que la contra-apropiación del feminismo de parte de mujeres de derecha distorsione su significado verdaderamente emancipador. Pero en lugar de inquietarnos por la contaminación del significado de la palabra (sabiendo, además, que ninguna definición es unívoca salvo aquellas capturadas por el dogmatismo), quizás debamos valorar como un beneficio el modo en que, desde mayo de 2018, el feminismo ha logrado salir de la posición minoritaria y residual en la que lo tenían encerrado el discurso transicional para cursar un trayecto expansivo en la sociedad y la cultura. Los tironeos, los malentendidos y los equívocos, las paradojas, son parte inevitable de las batallas del sentido que nacen de los roces y las fricciones interpretativas en torno a definiciones fluctuantes que no deberían aspirar a verse clausuradas por alguna verdad inalterable del feminismo. Fueron la capacidad y la habilidad de las mujeres organizadas (en la calle, en los barrios y poblaciones, pero también en la academia, en los medios, en las redes culturales independientes, en los partidos políticos, etc.) las que lograron amplificar la resonancia del término “feminismo” hasta generar deseos de identificación positiva incluso entre quienes partían desconfiando de su reputación. La expansividad de este trayecto en la cultura y la sociedad depende de que el feminismo logre atraer identidades que vayan más allá del núcleo originario de un referente “mujeres” que quiera preservarse idéntico a sí mismo, puro, sin admitir que identidades, grupos y sujetos se desarman y se rearman heterogéneamente a partir de intersecciones variables.  

La nueva Constitución como tumba simbólica de la verdadera muerte de Jaime Guzmán

La elecciones de mayo de 2021 fueron contundentes en redibujar un mapa político en el que la derecha se ve finalmente tomada por asalto por candidaturas y organizaciones sociales que, por primera vez, desafían vehementemente su monopolio del poder político y económico con posturas nítidamente ancladas en un fundamento anti-neoliberal. Este nuevo mapa (que rompe con el equilibrio —centrista— del modelo de gobernabilidad administrado por la transición en base al Consenso y al Mercado)  comenzó a volverse visible y audible, en las pantallas televisivas, cuando irrumpió, junto con el sector de los independientes, la Lista del Pueblo en la franja electoral de abril-mayo de 2021. La Lista del Pueblo exhibió una diversidad micropolítica de cuerpos, hablas y territorios singulares cuyo paisaje heteróclito había quedado sistemáticamente marginado de la banal esfera de visibilidad pública con la que los medios hegemónicos de la transición quisieron homogeneizar la comparecencia de la “gente” en tanto masa anodina. La irrupción de la Lista del Pueblo en la franja televisiva y su dislocación de los códigos políticos tradicionales nos anunciaba cómo se estaban alterando completamente las reglas de uniformidad y disciplinamiento (lenguajes, conductas, poses) que dominaron la escena política convencional.  

Crédito: Fabián Rivas

Franco “Bifo” Berardi: Filosofía de lo inimaginable

“Alguien dijo en el 68: ‘Socialismo o barbarie’. No fue un juego de palabras, sino una lúcida predicción”, se lee en La segunda venida, el último libro del filósofo italiano que, además de ser uno de los pensadores más inquietos de la izquierda europea, es uno de los pocos que ha seguido el “caso chileno”: “en Chile nació el ciclo neoliberal, en 1973, y en Chile empezó a morir con la revuelta de 2019 y el proceso constituyente”, decía un texto que hizo circular en mayo. Bifo, que lleva décadas imaginando un futuro negro pavimentado por un capitalismo depredador, se atreve a hacer un pronóstico esperanzador: un nuevo horizonte se puede abrir desde Chile al mundo.

Por Evelyn Erlij

Poco después de las elecciones contituyentes de mayo, Franco “Bifo” Berardi (Bolonia, 1949) envió un correo a sus conocidos hispanoparlantes para pedirles que difundieran una noticia: “estoy trabajando en el proyecto de una asamblea online organizada por el GRIP (Grupo de Investigación Intercontinental sobre la Pandemia) para reflexionar sobre los acontecimientos chilenos”. La idea era hacer circular una convocatoria para un encuentro internacional en vistas a pensar el nuevo horizonte que, desde el sur del mundo, se abre hacia todo el planeta. “La revuelta chilena y el modo como se viene construyendo un poder constituyente es una novedad, una invención política que la convierte en una emergente situación universal (…). Debemos hacer todo lo posible para que la información sobre Chile comience a circular, y también debemos entender que el proceso constituyente nos concierne a todos, porque es la última ventana abierta en el mundo antes de que la oscuridad sea total”.

El texto, que luego apareció en internet bajo el nombre “Tiempo de imaginar lo inimaginable”, tenía un tono reconociblemente bifeano: apocalíptico, radical; tan urgente como el que se esperaría de un sesentaiochista como él, que no dejó que el tiempo deslavara su discurso político. Como Paolo Virno, Silvia Federici o Antonio Negri, Berardi pertenece a la ola de pensadores marxistas nacidos entre las décadas de 1940 y 1950 que se desmarcaron de la corriente gramsciana del Partido Comunista italiano, y tal como explica McKenzie Wark —quien lo eligió en su lista de grandes intelectuales que están descifrando el siglo XXI—, una buena parte de su obra ha consistido en desentrañar el semiocapitalismo, ese capitalismo que “toma la mente, el lenguaje y la creatividad como sus herramientas principales para la producción de valor”.

—Necesitamos difundir globalmente el mensaje que viene de Chile. Este es un punto importante —dice el filósofo desde Bolonia, quien por décadas ha mirado hacia este rincón de América: Chile no es un lugar cualquiera, afirma, aquí empezó la contrarrevolución mundial en 1973—. Puedo asegurar que en Europa no se habla de Chile: la prensa, los intelectuales, los sindicatos, lo poco que queda de la izquierda, no han recibido el mensaje, no han entendido el sentido de la elección constituyente. Tenemos la obligación de hacer circular de inmediato la posibilidad que contiene el proceso constituyente por dos razones: antes que nada, para crear una red de solidaridad, y para denunciar amenazas y ataques contra la democracia en un país que ya conoció la violencia antidemocrática hace casi 50 años. Pero además porque el proceso chileno no es algo aislado, específico de ese país: es la única posibilidad que nos queda de romper el vínculo entre el fascismo y la agresividad capitalista y financiera.

Franco Berardi. Crédito: Julieta Colomer

Esta entrevista tiene lugar a raíz de la publicación de su ensayo La segunda venida. Neorreaccionarios, guerra civil global y el día después del Apocalipsis, que acaba de publicar la editorial argentina Caja Negra, pero es imposible hablar sobre este y otros de sus libros sin pensar en lo que está pasando en este lado del mundo. Bifo lleva años advirtiendo lo peor: si no salimos de la barbarie del capitalismo —que a punta de aceleración, sobreexplotación y competitividad nos tiene al borde de la extinción—, el porvenir será negro. El autoritarismo, el racismo y la violencia de los últimos años son algunos de los síntomas de una enfermedad que parece terminal: “El colapso de la democracia ha sido preparado por cuarenta años de competencia neoliberal. Alguien dijo en el 68: ‘Socialismo o barbarie’. No fue un juego de palabras, sino una lúcida predicción”, escribe en La segunda venida, un libro en el que, como en Después del futuro (2014), Fenomenología del fin (2017), Futurabilidad (2019) y El umbral (2020), vuelve a un ejercicio que lo obsesiona: especular cómo serán los tiempos venideros si no cambiamos el rumbo.

Adelantarse a lo inevitable es la primera tarea de los intelectuales, dice Berardi, pero no se trata de caer en una futurología simplona. Parafraseando a John Maynard Keynes, el filósofo explica que lo inevitable por lo general no sucede porque siempre prevalece lo impredecible, y hacia allá, dice, debe apuntar el trabajo intelectual. Basta con pensar en el coronavirus: lo lógico era que el neoliberalismo —y el mundo con él— explotara, pero llegó la pandemia y vino la implosión. Ese afán por imaginar lo inimaginable explica que sus textos suenen excesivos, pero en su último libro se defiende: a la luz de las revueltas mundiales de 2019, sus “premoniciones apocalípticas empezaron entonces a perder el tono irónico de algún profeta exaltado y se convirtieron en sentido común”, apunta.

Por esos días, Bifo se dedicó a escribir sobre lo que veía a través de las noticias: esas convulsiones que sacudieron el cuerpo planetario —desde Santiago, Hong Kong y Barcelona, hasta Quito, París y Beirut— llegaron cuando ya nadie lo esperaba, cuando la depresión y la impotencia, la soledad del individualismo y la humillación de la desigualdad tenían a medio mundo hundido en la derrota. En ese escenario, afirma, Chile se convirtió en el centro de la revuelta antineoliberal: aquí empezó el experimento de Chicago y aquí puede terminar.

—Lo que sucede en Chile tiene una importancia universal. Después de la revuelta caótica de 2019, después de la crisis pandémica y del debate que la acompañó, ahora el país se convierte en un laboratorio de la posibilidad contra la catastrófica probabilidad. Lo probable está claro: un enorme incremento de la desigualdad económica a nivel global, desempleo, frustración producida por la disciplina sanitaria, concentración del poder en las manos de corporaciones privadas que controlan logística, informática y biofarmacología. Pero lo probable no cancela lo posible: una redistribución de los recursos a través de una tasación del capital financiero y de los patrimonios; transformación frugal del consumo, organización comunitaria de la supervivencia, utilización del conocimiento técnico por la sociedad según su interés.

Luego del experimento neoliberal que estalló en Chile, ahora vendrá otro experimento inédito: reconstruir, a través de una nueva Constitución, el cuerpo social y político. ¿Cómo cree que debería ser ese experimento?

—No estamos hablando de fórmulas políticas del siglo pasado, cuando la potencia del conocimiento técnico estaba en las manos de una minoría social. Hoy, la potencia del conocimiento pertenece a una clase social de trabajadores cognitivos expropiados por las corporaciones tecnofinancieras. Tampoco estamos hablando de fórmulas políticas del pasado porque la catástrofe ecológica en curso nos obliga (y nos permite) a pensar en términos de lo concreto-útil, no en términos de acumulación y de crecimiento. Estamos hablando de una experimentación social que tiene que vincular la frugalidad de las expectativas y la reactivación de la afectividad social, el placer de vivir que el neoliberalismo ha sofocado bajo una competencia desencadenada, un individualismo agresivo y un agotamiento nervioso masivo.

Se decía que Chile era el país más estable de América Latina y, de repente, vino un caos que aún muchos no logran interpretar. ¿Qué lecciones se podrían sacar del caso chileno?

—Cuando la velocidad y la intensidad de la estimulación supera nuestra capacidad de elaboración consciente y emocional, reaccionamos con pánico, como organismos al borde del colapso. El caos es eso, la reacción de un cuerpo que ha llegado a un punto intolerable de sufrimiento. No podemos juzgarlo en términos morales o políticos, no podemos controlarlo con medidas legales. Lo que tenemos que hacer es entender el ritmo que contiene, entender los deseos que expresa. En Chile, una nueva generación de militantes políticos, sobre todo jóvenes sin experiencia de gobierno, ha sido capaz de interpretar el caos, de entender la sinrazón, y ahora está tratando de elaborar de manera compartida, democrática y realista las potencialidades que trae consigo. No será fácil, habrá errores. Y tendrán que enfrentar la reacción del sistema financiero internacional (que ya jugó un papel criminal en 1973) y la reacción de la casta militar.

El caos es la única alternativa al automatismo, a la asfixia de la vida cotidiana. ¿Qué hacer cuando explote el caos? Los que hacen guerra contra el caos serán derrotados porque el caos se alimenta de la guerra. ¿Qué tenemos que hacer? Tenemos que recordar algunas palabras de Félix Guattari, cuando en su último libro habla de chaosmosis: en el caos está la búsqueda de una nueva osmosis, de una nueva relación armónica entre la potencia de la técnica y la potencia de la naturaleza. Esta búsqueda aparece hoy en la tarea de una asamblea constituyente compuesta por jóvenes, mujeres, intelectuales que no se definen como políticos, sino como “experimentadores sociales”, en una situación muy difícil pero a la vez completamente estimulante. No es la política como ejercicio arrogante de voluntad y manipulación la que puede ayudarnos. Es la sensibilidad, es el conocimiento, es la búsqueda pragmática de soluciones lo que permitirá a la mayoría de los chilenos gozar de las potencias técnicas y del placer de encontrarse en el espacio público.

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Franco Berardi dio varias vueltas por el mundo antes de volver a Italia, donde hoy es profesor de Historia social de los medios en la Academia de Brera, en Milán. En 1976, luego de cofundar la radio clandestina Alice, fue encarcelado y acusado de participar en el grupo terrorista Brigadas Rojas, cargo del que fue absuelto un mes después. Tras ser uno de los líderes de la protesta estudiantil boloñesa de 1977, partió al exilio, a París, donde conoció a Félix Guattari y Michel Foucault. Vivió en Nueva York y en California; publicó libros y ensayos en revistas de todo el mundo sobre esquizoanálisis, emociones, cyberpunk, arte y las formas en que la comunicación se convirtió en uno de los ejes del capitalismo posindustrial —fundado en el “cognitariado” y el “infotrabajo”—; hasta que en los 90 volvió a Bolonia, donde vive hoy.

La segunda venida. Neorreaccionarios, guerra civil global y el día después del Apocalipsis
Caja Negra Editora, 2021
112 páginas

Desde que empezó la pandemia, Bifo lleva una suerte de diario titulado Crónica de la psicodeflación, en la que ha analizado en tiempo real las transformaciones del mundo: “En las últimas décadas, la precarización del trabajo ha fragilizado a la sociedad y ha debilitado su resistencia. El covid-19 fue el golpe final: la sociedad fue disgregada por el encierro obligatorio y el miedo, y hasta el momento no es posible resistir con la acción. Por más paradójico que parezca, es precisamente la pasividad la que vencerá al capitalismo conduciéndolo a la muerte por asfixia”, apuntó en uno de esos textos, en los que plantea que la nueva consigna ultrasubversiva es resignarse: lo revolucionario hoy es esperar que el virus desinfle la burbuja de la aceleración. Mientras tanto, dice, el capitalismo resiste volviéndose cada vez más feroz e inhumano.

—La alianza entre neoliberalismo y fascismo domina el escenario global; la oposición entre nacionalismo y globalismo capitalista es una ilusión óptica que esconde la verdad de una alianza entre los actores que han destruido la vida de la mayor parte de la población mundial— alerta el filósofo, quien En La segunda venida denuncia también un apagón de la razón; una razón universal que ha humillado a los individuos y quienes hoy, a modo de venganza, recurren al discurso de la identidad y la raza. “Así se hizo la noche más oscura”, escribe, pero aclara que sus análisis, por más alarmantes que parezcan, van más allá del pesimismo o el optimismo:

—La sombra no pertenece a la mirada, pertenece al objeto de la mirada: este objeto es la sociedad humana después de siglos de capitalismo, colonialismo y violencia.  

Afirma que si bien los jóvenes están más informados, también están menos preparados para expresar opiniones críticas. La culpa, dice, sería de la reforma neoliberal al sistema educativo ocurrida tras la Declaración de Bolonia. ¿Qué piensa de dejar en manos de las nuevas generaciones este futuro que hay que reimaginar?

—Las generaciones nacidas al interior del mundo conectado, los nativos de internet educados por el neoliberalismo, han crecido en un clima de individualismo y de competencia que favoreció el dominio capitalista por décadas. Pero en la esfera íntima, afectiva de esta generación, algo está pasando. El pánico provocado por la aceleración y la depresión se difunde cada vez más en esta generación que aprendió más palabras de las máquinas que de la voz materna. Y en Chile, el efecto ha sido muy visible. El efecto es una nueva activación, una búsqueda de solidaridad afectiva y política. Esas palabras escritas en un muro de Santiago, “no es depresión, es capitalismo”, fueron leídas en todo el mundo como signo de una posible psicoterapia.

En La segunda venida escribe que “desde que Maquiavelo declaró que el poder político se basa en la sumisión violenta del lado femenino de la realidad, la historia moderna ha sido ante todo una permanente guerra masculina contra la feminidad”. ¿Cree que los movimientos feministas están redefiniendo las formas de hacer política?

—Esta es una pregunta compleja que necesita una respuesta compleja. Yo no creo que haya “un” feminismo. Hoy hay muchos, y no todos son igual de interesantes desde el punto de vista cultural y evolutivo. Hay unfeminismo institucional que se identifica con una presunta cara democrática del poder, el feminismo que exige la verdad y se la pide a la ley: el feminismo del #metoo. Este feminismo ha jugado y juega un papel útil en la denuncia de la violencia masculina, pero no cuestiona el orden antropológico moderno y patriarcal de manera profunda. También existe un feminismo de la solidaridad social que desarrolla una función esencial en la emergencia de nuevos movimientos. Pero el que más me interesa es un feminismo de tipo evolutivo y posthumano, que se encuentra en los ensayos de Luisa Muraro, por un lado, y de Donna Haraway, por el otro. El feminismo evolutivo cuestiona el orden capitalista y patriarcal desde un punto de vista que no es político, es antropológico. Este feminismo está a la altura del horizonte de la extinción, algo que se está develando cada vez más. La extinción de la civilización humana es un fenómeno ambiguo en el cual podemos ver una amenaza espantosa, pero también una línea de escape, una posibilidad.

Cuando se dice que el futuro de la política está en el feminismo, generalmente se trata de una afirmación hipócrita: cooptar a las mujeres en la gestión del poder, valorar la agresividad de las mujeres, las ganas de vencer en la competencia. Mostrar que las mujeres pueden ser como los hombres, más productivas, más cínicas. El feminismo que me interesa no está dispuesto a compartir el poder con los explotadores.

Hoy, en Chile, hay un precandidato presidencial comunista, Daniel Jadue, con posibilidades de ganar. En su libro dice que el futuro estaría en la “segunda venida del comunismo”, pero aclara que no lo entiende en su sentido ideológico. ¿Cómo se debería repensar el viejo comunismo para adaptarse al mundo de hoy?

—El comunismo histórico ha sido una forma del poder autoritario y patriarcal. Pero en todos los momentos de la historia moderna, los comunistas han sido las personas más conscientes y más solidarias. Por eso estoy orgulloso de ser comunista, aunque no me identifico en nada con la experiencia histórica del comunismo del siglo XX. A los 15 años me afilié al Partido Comunista italiano, pero a los 17 me expulsaron, acusándome de tendencias anarquistas. Creo que necesitamos un nuevo concepto: igualdad, frugalidad y amistad son palabras que definen un horizonte más allá del capitalismo del patriarcado y del consumismo. Hoy necesitamos un comunismo cognitivo, de los trabajadores del conocimiento, de los innovadores técnicos. Un comunismo que haga posible la colaboración del ingeniero y del poeta. Necesitamos liberarnos del miedo a la innovación. Es más, tenemos que sustraerla de las manos de los propietarios. Necesitamos un comunismo que no se proponga defender la composición técnica y social del trabajo, sino reducir el tiempo de trabajo, liberar a la sociedad de la obligación salarial. La actividad liberadora y útil tiene que ser tomar el tiempo del trabajo asalariado, del trabajo abstracto, sin relación con el placer del conocimiento.

Ha habido otros momentos históricos en que se ha tenido la sensación de algo parecido al apocalipsis. A pesar del tono sombrío de sus predicciones, en sus libros vuelve una y otra vez al tema del futuro, como si hubiese algo de esperanza.

—No es la primera vez en la historia humana que se enfrenta una perspectiva de extinción. Los pueblos que vivían en el continente que hoy llamamos América Latina han conocido el fin del mundo, porque “fin del mundo” significa que la experiencia cotidiana ha perdido su sentido y que las palabras que conocimos dejan de significar algo. Así es como el antropólogo Ernesto de Martino define el fin del mundo: como una ruptura de la relación entre lenguaje y mundo. Sobre esto, además, puedo decir que nos encontramos al borde de un fin del mundo. La devastación ecológica y psíquica es inherente a la explotación capitalista. No se trata de ser pesimista u optimista: se trata de reconocer que, si no salimos del cadáver del capitalismo, la supervivencia física y psíquica de los humanos se hace cada vez más azarosa.

La pandemia ha acelerado y expandido la conciencia de este peligro. Pero no ha proporcionado una visión política que nos permita salir del capitalismo, que no es un organismo viviente, sino un cadáver que se alimenta de la repetición obsesiva del acto de extracción de las energías de los seres vivientes. Lo que vemos hoy, un año y medio después del comienzo de la pandemia, es un incremento espantoso de la desigualdad, de la explotación, de la concentración de capital y de poder. La extinción de la civilización humana (y del género humano como entidad biológica) se vuelve cada vez más probable. Pero la posibilidad de salir del cadáver del capitalismo no desaparece. Hoy la encontramos en Chile.

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Foto gentileza de Julieta Colomer 

Yásnaya Aguilar: “A mayor autonomía, mayores posibilidades de mantener tu lengua viva”

La lingüista y escritora mixe plantea que la vitalidad de una lengua depende del grado de autogobierno del pueblo que la habla. Y que la muerte de una lengua es el último eslabón de la violación extendida de los derechos humanos de sus hablantes. De ahí que deposite su esperanza no en lo que puedan hacer los Estados para proteger la diversidad lingüística y las lenguas indígenas, sino en lo que puedan dejar de hacer en favor del mayor control de los pueblos indígenas sobre su educación, justicia, salud y formas de vida política. Su invitación es a reimaginar el mundo «como una diversidad de cultivos donde ahora solo existe el monocultivo del Estado-nación».

Por Francisco Figueroa

Yásnaya Elena Aguilar Gil (Ayutla Mixe, 1981) se preguntó por qué su lengua materna, el ayuujk o mixe —hablada en la región mixe del estado mexicano de Oaxaca—, perdía hablantes cada año y por qué ella misma no sabía escribirla. Terminó llegando a una conclusión radical: el problema sería inherente a la conformación y operación del Estado-nación. No encontró la respuesta escondida en el fondo de una biblioteca de la UNAM, donde se licenció en Lenguas y Literaturas Hispánicas y obtuvo la maestría en Lenguas Hispánicas. La encontró en un tránsito de idas y vueltas, a tropezones, como fabricando un tejido con fibras vivas y rebeldes, entre sus estudios y su compromiso cotidiano con las luchas por la vida y el territorio de su comunidad, Ayutla Mixe, acunada en la sierra norte de Oaxaca.

La imaginativa radical de Aguilar ajusta cuentas, empleando agilidad y humor, con el nacionalismo, el colonialismo y la cultura patriarcal que sostiene el culto al Estado, tentativa que despliega en libros como Inventar lo posible. Manifiestos mexicanos contemporáneos (2017), Un nosotrxs sin estado (2018) y Äa: manifiestos sobre la diversidad lingüística (2020), y en las tribunas de la revista Este País y el diario El País, de España. Esa misma fuerza tuvo el discurso que pronunció en 2019 ante la Cámara de Diputados de México, 18 años después de que otra mujer indígena, la comandanta zapatista Esther, esa vez con pasamontañas, hiciera en el mismo estrado lo propio, que es también lo suyo: recordarle al Estado mexicano que los pueblos indígenas son, mal que le pese, su negación.

Habiendo seguido de cerca el proceso constituyente chileno, Aguilar recibió emocionada y sorprendida la elección Elisa Loncon como presidenta de la Convención Constitucional, un hecho, dice, “hace un tiempo inimaginable y de tremendo potencial subversivo”. De ese potencial y sus desafíos también trata esta entrevista.

Yásnaya Aguilar. Crédito: Víctor R. López

Durante las últimas décadas, la desaparición de lenguas corre en paralelo a la proliferación de instituciones y políticas culturales que intentan salvaguardarlas. ¿Por qué pese a esos esfuerzos el problema persiste?

—El problema, creo, tiene que ver con dos hechos. Uno es que el Estado, que durante mucho tiempo fue abiertamente lingüicida, cambió el marco legal y creó instituciones, pero estas no tienen o el presupuesto o la visión. En los hechos no hay una voluntad política, sino una voluntad de hacer lo que Silvia Rivera Cusicanqui ha llamado el multiculturalismo neoliberal, que es esto de hacer festivales de poesía indígena mientras el sistema de salud o de impartición de justicia siguen siendo fuertemente monolingües. La inercia de cómo funciona el Estado no permite que sea de otra manera. Por otro lado, hay un error que lo han cometido tanto el movimiento indígena como las instituciones, y es creer que la lengua es cultura como sinónimo de manifestaciones estéticas. Entonces tienes la danza, la música y la lengua de los pueblos indígenas, todo junto. No quiero denostar la danza, pero no todos estamos danzando ni haciendo rituales todo el tiempo, tienen un lugar específico y una función social. La lengua va más allá, te atraviesa desde que te duermes y sueñas, lo empapa todo. Aquí quiero citar a un activista mapuche, Víctor Naguil, que dice “la lengua es un fenómeno societal”. Por lo tanto, el cambio tiene que ser societal: en la educación, en la justicia, en la salud, en todo. Así como pasa con la perspectiva de género, todas las instituciones del Estado debieran estar atravesadas por una perspectiva de diversidad lingüística. Y esto tiene una potencia política y autonómica muy fuerte, porque el lenguaje es un territorio cognitivo empalmado con la defensa del territorio, entonces crea algo que es una casa propia.

Si la lengua es un territorio cognitivo y no solo una forma de comunicación, ¿el lingüicidio sería también una forma de volvernos más ignorantes?

Ää: Manifiestos sobre la diversidad lingüística. Yásnaya Elena A. Gil. Almadía Editorial, 2020. 216 páginas.

—Una pregunta recurrente es en qué nos afecta. Hay un filósofo británico de origen indio, Kenan Malik, que aboga en contra de la diversidad lingüística y dice que, si la gente decide que ya no quiere hablar mixe, por qué voy a violentar sus derechos lingüísticos y obligarlos a que lo sigan transmitiendo si ya no les es útil. No nos quedemos en el romanticismo de pensar que cada lengua es un mundo y una cultura, dice, porque una misma lengua no garantiza una misma visión de mundo. Hay varios puntos en su argumentación que de entrada parecen interesantes. Uno, es pensar que la existencia de lenguas francas debe atentar contra la diversidad lingüística. Pero eso no es verdad. La existencia del latín, que fue lingua franca durante muchos siglos, no hizo que la diversidad lingüística del mundo estuviera en riesgo. Porque hay un hecho obvio y básico y es que, por fortuna, el cerebro humano no te da a elegir. Yo puedo aprender chino mandarín e inglés para conectarme con el mundo y seguir hablando mixe. ¡Como los daneses! El danés no está en riesgo de desaparición, el inglés no atenta contra el danés, que tiene muchos menos hablantes que varias lenguas indígenas en el mundo. ¿Por qué unas pierden muchos hablantes y otras no? En realidad, lo que hay atrás es que son lenguas de Estado. El Estado-nación está peleadísimo con el multilingüismo. Es la construcción del Estado-nación la que pone en riesgo a las lenguas. No es la existencia misma del inglés como lingua franca, no es la globalización, sino el hecho de que toda la maquinaria contra las lenguas es impulsada por el Estado.

Ahora, ¿qué perdemos? Yo plantearía distinto la pregunta. Cuando una lengua se pierde lo que importa es lo que pasó antes, es decir, una serie de violaciones de derechos humanos terribles. A mí me interesa que las lenguas no mueran porque eso es signo de que los derechos lingüísticos de las personas están siendo respetados, de que no fueron golpeados, no recibieron balas en las manos, no fueron colgados, no sufrieron racismo. Sí me importan las lenguas, pero me importan más sus hablantes. Lo normal es que una lengua viva. Cuando una lengua muere es porque se ejerció una violación sistemática de derechos humanos a sus hablantes. Eso es lo que importa.

¿La supervivencia de una lengua es entonces inseparable de la autonomía y autodeterminación del pueblo que la habla?

—Así es. Yo me he preguntado mucho qué tiene en común el sami —una lengua indígena que se habla en Noruega, Rusia, Finlandia y Suecia— con nosotros. ¿Por qué mi lengua es indígena y la de ellos también? ¡Si son totalmente distintas! Ni geográfica, ni histórica ni gramaticalmente tienen ningún parecido. El persa y el español tienen más en común que el sami y el mixe, pero estamos juntos en esa cajita que se llama lenguas indígenas. Y todo esto me sorprendió más cuando me enteré que la lengua hermana del sami es el finés. ¿Por qué habiendo sido en algún momento la misma lengua, el finés no es una lengua indígena y el sami sí? Y claro, el finés es una lengua de Estado, el sami no: es un asunto político. Todos los Estados han combatido su diversidad lingüística en aras de una lengua, una identidad, una bandera y tal. El hacer equivaler al Estado con la nación —esa es la operación terrible de este tipo de estructuras— es responsable directo de la desaparición de las lenguas, por lo tanto, su fortalecimiento implica la autonomía. El Estado mexicano puede decir “yo respeto el multilingüismo”, pero si no me deja hacer mis planes y programas, mi didáctica y currículum de educación mixe, no se va a poder. Lo que se le pide al Estado es que deje de violar derechos lingüísticos. Cuando deja de hacerlo, las lenguas naturalmente florecen.

Yásnaya Aguilar. Crédito: Víctor R. López

Entonces se trata de quitarle poder y atribuciones al Estado.

—Sí. Nos han enseñado que lo público es el Estado y que si voy contra el Estado lo que queda es el mercado. El Estado nos ha cooptado la imaginación del manejo de lo público. Pero lo público se puede hacer desde lo común. La vida en común no es del Estado, hay otros horizontes de vida. El Estado surgió como la estructura sociopolítica más funcional al capitalismo. Necesita del Estado, de su marco jurídico, para operar. Y también para que no se te rebelen. Necesitamos pensar fuera de eso, no hay solo dos sopas. Y ahí es difícil imaginar, por eso hay que sospechar. No hay nada más hegemónico que aquello que es imposible imaginar. El mundo lleva muy poquito tiempo con Estados-nación y es casi imposible pensar cómo funcionaría el mundo sin el Estado-nación. En un ejercicio radical, yo siempre pienso: ¿cómo funcionaría un hospital de cancerología o de nutrición? Dicen no, no se puede. Me impresiona que incluso imaginarlo no sea posible.

¿Y a dónde te lleva la imaginación? ¿Cuáles son esas otras estructuras y cómo podrían funcionar?

—Creo que es Pessoa el que dice, con su humor, que no hay que confundir el hecho divino de existir con el hecho satánico de coexistir. Y ese hecho satánico necesita coordinarse de alguna manera. A lo largo de la historia ha habido muchas opciones: repúblicas, monarquías, estructuras tribales, estructuras comunales. El gran asunto con el Estado-nación es que no permite otras estructuras, las combate. Y como dice la politóloga k’iche’ Gladys Tzul, nosotros, los pueblos indígenas de Mesoamérica, en 300 años configuramos otra opción que es la comunalidad. Es una estructura asamblearia que no genera clase política, donde el servicio público se ve como servicio. Aquí, el presidente municipal no cobra nada, no hay campañas políticas, la gente más bien evita esos cargos, porque implica un año de trabajar sin pago. Es una opción de hacer la vida en común que ha sido muy combatida por el Estado. Ahora es reconocida por el Estado, pero cuando el Estado reconoce algo lo controla. Positiviza la vida de los pueblos indígenas, la traduce a derecho positivo. Y ahí los riesgos que veo con el Estado plurinacional. Estas otras opciones quedaron como islas que el Estado no ha podido cooptar, estructuras minúsculas, con mucha autogestión, que es como funcionamos desde hace 500 años. Entonces, en lugar de pensar que México debe sí o sí existir, prefiero pensar en múltiples formas de coordinar lo que entendemos como el hecho satánico de coexistir.

Cuando imaginamos el futuro, es importante imaginarlo a detalle, amueblarlo, pensarlo desde cómo organizaríamos el drenaje. Hay quienes dicen que esto es utópico, pero hace 400 años una mujer mixe como yo debió haber dicho “esto está terrible”, porque murió muchísima gente entre las guerras de conquista, el trabajo forzado, la viruela. Yo hubiera dicho “el pueblo mixe va a desaparecer”. Pero, contra toda evidencia, 400 años después, sigo hablando mixe y aquí estamos. Me gustaría decirle a esa mujer: sí lo logramos, esta estructura que llaman utópica es la que nos permitió llegar vivos con nuestra cultura y formas políticas y lingüísticas al siglo XXI. Estas estructuras sí funcionan, son la opción ante la crisis climática, esa debacle provocada por el Estado y el capitalismo.

Yásnaya Aguilar. Crédito: Víctor R. López

Libertad para construir un nuevo modelo de sociedad

«La Constitución que escribiremos estará contextualizada en numerosas dimensiones hoy desestimadas —escribe el rector de la Universidad de Chile en este editorial—. Entre ellas están la equidad de género, el respeto a los pueblos indígenas, la descentralización, la sustentabilidad, la tríada salud, previsión y educación; las artes y humanidades; el desarrollo científico y tecnológico; el cambio de la matriz productiva».

Por Ennio Vivaldi

Durante varias décadas, hemos vivido bajo la convicción de que los determinantes fundamentales del modelo de sociedad imperante en Chile no podían ser cambiados. Esta certeza parecía ser evidente por sí misma y no necesitar pruebas de su verdad. Más aún, todo lo que ocurría en el mundo se interpretaba como confirmación de que esos principios eran inevitables o, peor aún, que nuestro país había liderado un cambio a escala global. Hoy, ante la perspectiva del nuevo proceso constituyente, se nos figura por el contrario que, en realidad, aquellos habían sido simplemente principios dictados por un grupo de académicos que pertenecían a una corriente extrema del pensamiento económico. Ellos diseñaron un modelo abstracto basado en ciertos dogmas que, en concreto, fue efectiva y eficientemente impuesto e implementado por una dictadura. 

Cada ciudadano chileno debería haber sentido siempre el derecho a hacerse a sí mismo y a los otros al menos dos preguntas. La primera es cuánto se identificaba él o ella con las premisas y los valores que determinan este modelo de sociedad (solo a modo de ejemplo, a mí no me gustan). La segunda es si, al margen de que a uno le guste o no, el modelo funciona o no funciona.

Las premisas en que se fundó este modelo enfatizan un ser humano individualista; consciente de que solo de él depende la solución de sus problemas, por lo que el egoísmo pasa a ser casi una necesidad; desmotivado para distinguir que existe un nivel superior de integración que es la sociedad, donde se deciden cuestiones relevantes para él o ella y para los demás; mucho más interesado en las cuestiones materiales y pecuniarias que en las humanistas y espirituales, y un largo etcétera que todos conocemos.

A este propósito, cuando era senador de la República en 1957, nuestro rector Eugenio González, en un discurso notable, confrontaba la tesis expuesta por un colega que resumía así: “las características de la naturaleza humana, entre las cuales el afán de utilidad, de ganancia y de lucro, el afán egoísta de bienestar individual, serán el motor insustituible del progreso económico”. En seguida, pasaba a sugerir que su contradictor, dada su condición, “ha hecho esta afirmación con secreta tristeza” (expresión, a mi juicio, insuperable). Eugenio González a continuación se preguntaba: “¿Existe una ‘naturaleza humana’ tan inmodificable en su primitivismo ético, ajena al devenir histórico, la misma sean cual sean las condiciones sociales y culturales?”. Estos conceptos no solo están vigentes hoy día, sino que están al centro de la reflexión sobre los valores que fundamentarán un nuevo modelo de sociedad y cuestionarán el actual.

La segunda dimensión en que ha de ser evaluado este modelo de sociedad que nos proponemos cambiar es el de sus resultados objetivables. Es decir, si en el mundo real y concreto, este modelo impuesto bajo un poder omnímodo y que se tuvo que asumir como necesario, logró efectivamente los resultados que había prometido. Debemos evaluar si esta sociedad que se constituyó bajo sus directrices permitió la satisfacción y felicidad de las y los ciudadanos, si se sintieron realizados y si valoraban altamente las oportunidades que encontraban para desarrollar sus talentos y vocaciones; si lo percibían como más o menos justo, más o menos inclusivo; si se había logrado una  convivencia nacional solidaria; si los impulsaba hacia un sentido de identificación y pertenencia a un concepto de bien común. 

Sin duda, la Constitución que escribiremos para el nuevo modelo de sociedad que construiremos estará contextualizada en numerosas dimensiones hoy desestimadas. Algunas, porque siempre lo estuvieron a lo largo de nuestra historia; otras, porque habiendo sido antes valoradas, el actual modelo las ignoró en las últimas décadas. Entre esas dimensiones están la equidad de género, el respeto a los pueblos indígenas, la descentralización, la sustentabilidad, la tríada salud, previsión y educación; las artes y humanidades; el desarrollo científico y tecnológico; el cambio de la matriz productiva.

En todas estas áreas habrá de primar el reencuentro con la idea de bien común representada por el ámbito público. Es en esta esfera donde todos los sistemas públicos —entre tantos otros, nos referimos a los de salud, educación, previsión, informática, cultura, comunicaciones, vivienda, industria o agro— habrán de devolvernos un sentido de solidaridad, justicia y pertenencia.

De las muchas consideraciones erróneas en que se basó el sistema que hoy ha hecho crisis, está el desestimar el rol de cohesión social y formación de ciudadanía que siempre y en todas partes ha jugado la educación pública articulada por la vertebración de sus niveles básico, medio y terciario. Esta función específica que cabe a la educación pública, en interacción con el resto del sistema público, será una cuestión principal en la gran conversación nacional que se inicia. Y la de mayor responsabilidad para nuestras universidades.

Ensayo general

Es posible que enfrentemos otras crisis con las características de la pandemia, y esta predicción se funda en una razón concreta: la crisis climática. De acuerdo con lo que señalan las y los expertos en la materia, la posibilidad de que este fenómeno genere profundas alteraciones en nuestras vidas, tan radicales como las que hemos vivido a propósito del covid-19, no parece una exageración. El economista Nicolás Grau es enfático: no podemos retomar la vida que llevábamos antes de marzo de 2020. Este período, dice, puede ser un ensayo general de otros desafíos que vendrán.

Por Nicolás Grau

Lo que hemos vivido a propósito de la pandemia debe impactar nuestras miradas del mundo. Si pensáramos que este es un evento de características irrepetibles, el desafío sería simplemente sortear el chaparrón (el diluvio, para ser más precisos) y luego retomar lo que hacíamos hasta marzo de 2020. Sin embargo, sería un error pensar así: este puede ser un ensayo general de otros desafíos que viviremos en los 4/5 que quedan de siglo XXI.  

¿Qué es lo que —creo— se puede repetir de esta crisis? 

Desde una perspectiva social, esta crisis posee un conjunto de características particulares. En primer lugar, se ha requerido reorganizar por un período largo de tiempo las formas de producción y reproducción social. Los países han tenido capacidades muy diversas para adaptarse a estos cambios. Por ejemplo, es evidente que una respuesta sanitaria/económica óptima requiere —entre otras cosas— desacoplar fuertemente las actividades productivas en las que participa cada persona y los ingresos que ella recibe. En particular, lo ideal sería detener la producción en los sectores que favorecen la propagación del virus, pero aquello no se puede hacer a cabalidad si quienes trabajan en esos sectores se quedan sin ingresos producto de esta decisión. En otras palabras, esta es una crisis que nos exige funcionar como un cuerpo.

En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, la crisis ha tensionado al máximo las sociedades toda vez que ha requerido esfuerzos extremos de la población, y tales esfuerzos no han sido homogéneos. Sin ir más lejos, en el caso de Chile —al menos— las tasas de mortalidad han tenido una fuerte correlación con la pobreza. Esto no solo es un problema de injusticia, sino además de la dificultad de actuar como cuerpo, de sentir que todas y todos estamos en un mismo barco y que, por ello, debemos hacer nuestro aporte para superar la crisis. Es esperable que esta dificultad de actuar unidas y unidos, con empatía y solidaridad, sea más relevante en sociedades muy desiguales y, por lo mismo, con baja cohesión social.      

En tercer lugar, la crisis ha sido especialmente exigente con los liderazgos políticos y ha requerido de una acción estatal a gran escala. La otra cara de la moneda es que el mercado ha tenido un rol menor que en una situación normal. Se ha requerido de liderazgos que, en un contexto de incertidumbre extrema, den tranquilidad y transmitan con claridad el camino que debemos recorrer, aun cuando este sea un camino difícil y demandante. Cuando ese tipo de liderazgo no existe, tal como sucede en Chile, la estrategia sanitaria —que requiere del compromiso de todas y todos— se pone en jaque.  

Crédito: Fabián Rivas

Por último, esta crisis ha desnudado la tremenda disparidad que existe en el mundo respecto de las capacidades colectivas que tienen los países para emprender tareas complejas. Algunos países son capaces de crear y producir vacunas, otros no. Algunos son capaces de producir ventiladores mecánicos, otros no. Algunos son capaces de organizar un proceso de vacunación del grueso de su población en un período corto de tiempo, otros no. Algo que nos recuerda esa vieja (y correcta) idea de que un país no es desarrollado por el PIB per cápita que tiene, sino por su capacidad (siempre colectiva) de hacer cosas más complejas, cosas que no todos pueden hacer.   

¿En qué se basa mi predicción de que podemos enfrentar otras crisis con estas características? En una razón concreta: la crisis climática. De hecho, la crisis climática que (hoy) estamos viviendo ya está demandando este tipo de desafíos, pero a una escala menor que la resultante de la pandemia. Y de acuerdo con lo que señalan las y los expertos en la materia, la posibilidad de que este fenómeno genere profundas alteraciones en nuestras vidas, de un orden de magnitud como el que hemos vivido a propósito del covid-19, no parece una exageración.

La crisis climática va a exigir —ya está exigiendo— fuertes alteraciones de la forma en que producimos y reproducimos la vida social. La sociedad estará —ya está— fuertemente tensionada por la asimetría que se genera entre las y los “ganadores” y “perdedores” del deterioro del planeta. Tal crisis será mejor sorteada por sociedades cohesionadas, donde primen las conductas prosociales, y donde exista un nivel de igualdad que nos haga a todas y todos sentir que somos parte de un esfuerzo común. La crisis climática reclama del mundo político y del Estado un rol de liderazgo y articulación, que nos permita transitar tan rápido como sea posible a una forma de vida social que no ponga en riesgo nuestra existencia. Por último, la crisis climática requiere ciencia, innovación, emprendimiento (público y privado). Precisa de todas nuestras capacidades y creatividades colectivas para generar otra realidad. Otra forma de producir que no implique tener que elegir en el mediano plazo entre una reducción sustantiva de la calidad de vida material actual o poner en entredicho el futuro del planeta.  

Chile está al debe en la mayoría de estos ámbitos y no hay tiempo que perder. 

¿Cómo salir del fin? Itinerario de una pregunta

Que la ciudadanía haya hecho realidad una Convención Constitucional no consiste simplemente en la “institución de la revuelta”, sino más bien en darse la ocasión de transitar desde el derruido escenario del fin hacia un tiempo distinto, en que lo que regule el territorio de las diferencias no sean el miedo de unos y la rabia de otros, sino el diálogo y la imaginación. La tarea ahora, dice el filósofo Sergio Rojas, es imaginar cómo salir de este tiempo que abunda en formas y contenidos agotados.

Por Sergio Rojas

Inédito: por primera vez en su historia, la ciudadanía en Chile ha elegido a quienes en su representación redactarán la Constitución. Existe por ahora el clima subjetivo de encontramos ad portas de un futuro. ¿En qué consiste lo nuevo por venir? Pareciera que el presente se hizo angosto, dejándonos todavía con un pie en el pasado y el otro casi en un futuro de cuyo real inicio solo después tendremos noticia. En otros escritos he propuesto la idea de que en verdad el futuro nunca se abre “en” el presente, pues lo que ocurre más bien es que el pasado se cierra, pero no a nuestras espaldas, sino con nosotros “adentro” de ese tiempo que de pronto se fue transformando en una “época” (y toda época es siempre pasada). La tarea, entonces, es imaginar cómo salir de este tiempo que abunda en formas y contenidos agotados; es decir, habríamos llegado al fin de un tiempo marcado por el escepticismo, pero ahora hay que salir del fin.

“Realmente, aún no sé qué fue lo que pasó”, me decía un amigo historiador hace unas semanas atrás. Por otro lado, en los medios y redes digitales, el análisis político, siempre atento a desentrañar lógicas y cálculos de coyunturas, logra conjeturar en cada caso las posibles direcciones que tomarían a corto plazo los acontecimientos. Pues bien, cuando intentamos avizorar un curso de sentido cifrado entre el ruido y la humareda, dirigimos la atención hacia procesos de mediana y larga duración, y entonces, allí mismo donde hasta hace poco solo se veía ruptura y transgresión, emerge otra temporalidad en curso.

Cuatro acontecimientos —de distinta naturaleza, pero internamente relacionados—, nos habrían conducido hacia la expectante circunstancia en la que nos encontramos. Primero fue la revuelta social que se desencadenó en octubre de 2019; luego, el 15 de noviembre del mismo año, vino el Acuerdo Por la Paz Social y la Nueva Constitución; al año siguiente, en el plebiscito del 25 de octubre, con un abrumador 80% de los votos, la ciudadanía aprobó elaborar una nueva Constitución; finalmente, el 15 y 16 de mayo de 2021 se eligieron los integrantes de la Convención Constitucional (ocasión en la que se votaron también alcaldes, concejales y gobernadores). Desde una mirada retrospectiva, impresiona el orden que siguieron los sucesos, la coherencia política de su itinerario en medio de lo que fue una tempestad. Entiendo aquí por política la institucionalidad que una colectividad establece para admitir en su cotidiana existencia el conflicto que es inherente a cualquier sociedad. En este sentido, las últimas tres instancias dan cuenta de un ejercicio político, sin embargo, su origen se encuentra en la revuelta, un acontecimiento de insubordinada facticidad que desborda la política. Sabemos que las jornadas de insurrección acontecieron casi simultáneamente en muchos lugares de América Latina, Europa, África y Asia. Lo que ahora hace noticia en el mundo es esa voluntad ciudadana de institucionalidad política que surgió en Chile desde la revuelta.

La metáfora del “estallido” señala el momento en que el orden público fue impactado por el colapso del orden social imperante, producto de esa explosiva combinación de frustración, decepción, rabia e insatisfacción, que desde hace más de una década venía nombrándose como “malestar”. Todo esto resultó en un desfondamiento de la institucionalidad política. El gobierno, los partidos políticos, el Congreso, los municipios fueron desbordados por una insurrección social que, ya lo sabemos, seguirá siendo objeto de investigaciones y tesis doctorales en las siguientes décadas. Lo que reflexiono en estas apretadas líneas es la relación que podría existir entre ese acontecimiento y las tres situaciones señaladas que le siguieron. Para algunos, el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 operó como contención de una “fuerza destituyente” que habría debido continuar; para otros, los resultados de las elecciones recién pasadas han dado lugar a lo que denominan “la institución del 18-O”.

La revuelta que se inició en octubre de 2019, desbordando la institucionalidad política, fue el violento desenlace de un progresivo cuestionamiento al régimen de la representación (haciendo eco en ello también un largo proceso de degradación de las formas heredadas de autoridad). El orden de la política se había ido transformando, al paso de décadas, cada vez más en un orden de contención. Entonces vino el desborde, y la pregunta inmediata no fue “hacia dónde iba”, sino desde dónde venía. Aquella “fuerza destituyente” no era solo una movilización múltiple, descentrada y supuestamente ajena a la política, sino más bien una radical confrontación con la política misma. Las imágenes del desborde nos dan a entender que la revuelta no vino desde “afuera” de la política, sino que surgió desde abajo; vino precisamente desde un territorio humano y social subyacente al orden de la representación, una zona de deseos, intereses, expectativas, ganas, necesidades, etc., que no llegaban a ser representadas. 

Crédito: Fabián Rivas

Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural.  Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres. 

Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.  

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Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal. 

Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio. 

La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.  

De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias. 

El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.  

Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos.  Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder).  Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad. 

Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno.  El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.

El vuelo (y la sonrisa) de Perseo

En Pelusa Baby, Constanza Gutiérrez «sobrevuela, con ironía y desparpajo, las inseguridades y anhelos de una juventud sub-30 que está transformando, con su imaginación, los pesados monstruos del conservadurismo local y, desde la literatura, el relato mimético predominante», escribe la crítica Lorena Amaro.

Por Lorena Amaro

En Seis propuestas para el próximo milenio, Italo Calvino imaginó cómo sería la literatura del futuro, esa que él no alcanzaría a leer. Y se aventuró a trazar algunas líneas posibles, donde apostaba por explicar las bondades de la “levedad”, esa forma de “quitar peso a la estructura del relato y al lenguaje”. Utiliza para ello figuraciones de mitologías, ligeras y aladas, que provienen, sin embargo, de la destrucción de Gorgona, cuya mirada petrifica a sus contendores. Monstruosidad y levedad se presentan juntas: “en los momentos en que el reino de lo humano me parece condenado a la pesadez, pienso que debería volar como Perseo a otro espacio. No hablo de fugas al sueño o a lo irracional. Quiero decir que he de cambiar mi enfoque, he de mirar el mundo con otra óptica, otra lógica, otros métodos de conocimiento y de verificación”, escribe Calvino, quien enfrentó a lo largo de su vida no solo la postguerra italiana, sino también la pesadez de la Guerra Fría. 

Pelusa Baby, el nuevo libro de Constanza Gutiérrez, escudriña con una prosa transparente, directa y cuidada esas lógicas diferentes que Calvino atribuye a la levedad. Sus personajes viven la realidad con perspectivas divergentes, que no necesariamente los aíslan o enajenan. Por el contrario: así parecen dar respuesta a profundas inquietudes vitales. En el cuento “El método Pelusa Baby”, esto se traduce en los divertidos razonamientos de la narradora, quien observa a su gata tratando de ensayar otras formas de sentir y hacer: “Como mis abuelas con Jesucristo y mi mamá con Cher, cada vez que me vi en una situación incómoda me obligué a pensar: ¿Qué haría Baby ahora? Y tanto pienso en esto que hasta he soñado que soy ella”. 

Constanza Gutiérrez. Crédito: Gonzalo Puebla Araya

El primer texto, “En la colonia tolstoiana”, es el marco para los relatos siguientes: una joven egresada de licenciatura en literatura decide renunciar a un cargo en el Centro Cultural de San Bernardo durante un sueño en que dialoga con Fernando Santiván y Augusto D’Halmar, dos protagonistas de una de las mayores leyendas literarias chilenas, la colonia tolstoyana, un grupo de artistas que se retiraron de la ciudad con la expectativa de vivir una vida comunitaria y solidaria en los primeros tiempos de la modernización del país. Si bien la conversación parece poco pretenciosa o reveladora, lo que se confronta en ella son dos generaciones apabulladas; la de ellos, escritores que acabaron por disolver (de manera poco amistosa) su proyecto, y la de ella, de una clase media atrapada en un futuro que no era el que les prometieron cuando iban al colegio ni cuando ingresaron masivamente a la universidad: un futuro en que la precariedad laboral amenaza con ahogar los proyectos literarios de “Constanza”, la protagonista

Como en este primer relato, los otros dieciocho que encontramos en el volumen —algunos muy breves— echan mano del sueño, la fantasía o el absurdo para contar historias bajo las cuales se puede hallar este desconcierto y frustración generacionales, pero también una voz narrativa que requiere acompañarse de su propia risa, como escribe en el brevísimo y disparatado relato “Lovefool”: “[la risa] la tengo aquí conmigo, de otra forma no podría escribir nada”. 

Se consolida así una voz que ya despuntaba en algunos fragmentos de la novela Incompetentes (2014) y los cuentos de Terriers (2017): libre e inesperada, parece no tomarse demasiado en serio a sí misma, pero logra producir ironía y extrañeza. En Incompetentes, esta mirada generaba un relato que por momentos despegaba de lo anecdótico de la situación escolar para dejar entrever una metáfora apocalíptica, un mundo sin adultos ni certidumbres, salpicado de inexplicables hogueras en el horizonte. El cuento “Chiquita linda”, de Terriers, relatado por una niña, era la obertura de una historia macabra, a la que su autora decidía apenas asomar a sus lectores. En Pelusa Baby, Constanza Gutiérrez despega de las formas más convencionales del cuento (presentes en Terriers), para explorar con mayor libertad las superficies del relato. La suya es una levedad inteligente; más que una pretendida comicidad, lo que predomina en estos textos es su ludismo, el cultivo de voces libres, desapegadas y lúcidas que formalmente cuestionan los modos de narrar una historia. 

Esta levedad y divergencia, que busca la sonrisa cómplice de sus lectores, no abundan en la narrativa chilena actual, más solemne y dramática. Son pocos los narradores que la practican; pienso por ejemplo en Gonzalo Maier, Mónica Drouilly o Cristian Geisse. Es una lástima no contar con más narraciones que se tomen estas libertades y que escarben más a fondo en sus posibilidades expresivas. En Gutiérrez esta impronta se constata también en la batidora por la que pasan sus referencias culturales: los tolstoianos, Manuel Rojas o Gogol se combinan con alusiones a Raquel Argandoña, Shakira, los concursos televisivos o el mundo de Harry Potter, un eclecticismo posmoderno que funciona sobre todo localmente. 

Los mejores relatos transcurren entre la ciudad y la provincia: “Mi cola y yo”, en que tío y sobrino coreanos viajan a Chiloé a buscar la misteriosa cola con que nació este último y que fue enterrada por la familia durante un crucero; “Mi abuelo el fugitivo”, hermoso cuento en que un grupo de primos especulan sobre las razones que tuvo su abuelo para vivir una existencia nómade y en que sorprende el intertexto con un relato de Manuel Rojas; “Mi tío Cacho”, otra historia sobre inadaptados familiares que transcurre entre Temuco y Brasil; “Copiando a Gógol”, una curiosa reescritura del famoso cuento “La nariz”, que desplaza el escenario de la ficción de la Rusia zarista a las calles temucanas en tiempos de Tinder; “Catalina al otro lado del espejo”, historia de un patético robo de identidad por Fotolog, que transcurre entre Antofagasta y Concepción. Narrados sobre todo en primera persona, prima en estos textos una actitud indulgente con los personajes y sus vidas: “mi abuelo fue una persona que quiso torcer su destino y lo hizo. No creo que sea necesario saber más” (“Mi abuelo el fugitivo”). 

Gutiérrez prodiga sus epifanías con aparente candidez, mezclando pensamiento mágico con cinismo e inteligencia; así logra trizar lo que Lauren Berlant ha llamado “el optimismo cruel”, ese que el neoliberalismo ha procurado inyectar en la imaginación pública y que cobra tan caro emocionalmente a las nuevas generaciones, porque se trata de fantasías de progreso incumplibles, aunque potentes. Con una risa entre alada y loca, Gutiérrez confronta al monstruo, fantasma o pesadilla generacional del éxito y el bienestar: “Por fin recibo la carta de Hogwarts y, aunque ya tengo treinta años, acepto la invitación. Por un momento revive en mí la esperanza, enterrada, por allá por los dieciocho, de ser única” (“El sombrero seleccionador”). Así sobrevuela, con ironía y desparpajo, las inseguridades y anhelos de una juventud sub-30 que está transformando, con su imaginación, los pesados monstruos del conservadurismo local y, desde la literatura, el relato mimético predominante.

Pelusa Baby
Constanza Gutiérrez
Alfaguara, 2021
200 páginas
$12.000

La Chile en la historia de Chile: Humberto Maturana (1928-2021)

Las huellas que dejó este biólogo, académico, ensayista, filósofo y Premio Nacional de Ciencias (1994) rebasaron la biología, y su influencia se expandió no solo a otras áreas de la ciencia, sino también a la filosofía y las ciencias sociales, abordando temas que van desde las emociones, el lenguaje y la educación, hasta la psicología y la sociología.

Por Evelyn Erlij

“Humberto Maturana representa una suerte de paradigma de la inteligencia, de la capacidad de ver, de leer entre líneas la realidad”, dijo el rector Ennio Vivaldi en el homenaje que la Universidad de Chile le rindió a uno de sus grandes maestros, Humberto Maturana Romesín, fallecido el 6 de mayo pasado. Las huellas que dejó este biólogo, académico, ensayista, filósofo y Premio Nacional de Ciencias (1994) rebasaron la biología, y su influencia se expandió no solo a otras áreas de la ciencia, sino también a la filosofía y las ciencias sociales, abordando temas que van desde las emociones, el lenguaje y la educación, hasta la psicología y la sociología, según explica el científico y académico Juan Bacigalupo, uno de sus discípulos. 

Archivo CEDOC.

“En mi trabajo experimental en la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile (a la que ingresó en 1950), descubrí que, como entes discretos, los seres vivos éramos redes de producciones de elementos que se producían continuamente a sí mismas. Y me di cuenta de que si lo externo no podía decirnos nada de sí mismo, tenía que replantearme la pregunta por lo que conocemos y cuestionarme ‘¿qué es el conocer?’”, detalla Maturana en Emociones y lenguaje en educación y política (2020). Así comenzó una trayectoria brillante que continuó con estudios en la University College de Londres y en la Universidad de Harvard, donde hizo su doctorado. Tras pasar un tiempo en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), regresó a la Universidad de Chile, donde dejó un legado invaluable: fue parte de los profesores fundadores de la Facultad de Ciencias en 1965, donde formó a innumerables generaciones de científicos; y se convirtió en uno de los padres de la neurociencia —y, en particular, de la neurobiología— en el país.

Instalado en los laboratorios de la universidad, comenzó a desarrollar el término autopoiesis, que condensa la idea de que “un ser vivo es una unidad capaz de generar autónomamente sus propios componentes”, y que luego afinaría junto al científico Francisco Varela, expandiendo el concepto hacia los sistema biológicos e iniciando así una colaboración fructífera e influyente para la ciencia chilena e internacional. Juntos publicaron dos libros esenciales y traducidos a una decena de idiomas: De máquinas y seres vivos. Autopoiesis: la organización de lo vivo (1973) y El árbol del conocimiento (1984); además que crear en conjunto “un curso de Biología Celular para los estudiantes de primer año de Biología que fue tremendamente original, provocativo y también profundamente marcador”, recuerda Bacigalupo.

Otros aportes de gran trascendencia, según otro de sus discípulos, el académico y escritor Pedro Maldonado, es su propuesta sobre mecanismos alternativos a la evolución darwiniana y sus estudios seminales en el campo de la neurociencia cognitiva, tras demostrar que “el cerebro no captura fielmente los estímulos físicos del mundo, sino que construye un modelo perceptual del mundo”. En una de sus últimas intervenciones públicas, en un diálogo sostenido con Ennio Vivaldi en medio de la pandemia, Maturana resumió así su acercamiento a la docencia: “Lo central ha sido una apertura reflexiva; invitar a reflexionar, a mirar, porque lo fundamental del mirar está en el dejar aparecer. Eso implica una disposición a ver, a escuchar sin prejuicios, sin supuestos, lo que permite una mirada reflexiva en todas las dimensiones imaginables”. Esa mirada, dijo, corre también para pensar un nuevo país en vistas a la nueva Constitución: “(Nuestras) diferencias no son de inteligencia, sino de conflictos de deseo. Y si queremos convivir, tenemos que abrir el espacio para la colaboración haciendo cosas diferentes que se integren en una comunidad diversa”.

Fuentes:

Emociones y lenguaje en educación y política, de Humberto Maturana. Paidos, 2020.

 “Desarrollo de la neurociencia en la Facultad de Ciencias”, de Juan Bacigalupo Vicuña. En: 50 años de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile, Revista Anales de la Universidad de Chile nº8, 2015.

“La Universidad de Chile y su maestro Humberto Maturana”, de Pedro Maldonado, 2021. En: palabrapublica.uchile.cl

“¿Cómo queremos convivir en sociedad? Un diálogo entre Ennio Vivaldi y Humberto Maturana”, 2021. En: palabrapublica.uchile.cl

Cultivar una huerta, repensar el lenguaje

Los llanos, de Federico Falco, «es un relato de duelo y pérdida en distintos niveles: la infancia, la muerte del abuelo, la partida del pueblo natal, el final de la relación amorosa. Y es, al mismo tiempo, un esfuerzo por comprender cómo se hace habitable un espacio desierto y cómo se pueden significar las pérdidas», escribe Lucía Stecher.

Por Lucía Stecher

¿Qué hacer cuando la vida tal como la conocemos y la hemos vivido en los últimos años se termina o se transforma radicalmente de un momento a otro? En Los llanos, la novela del escritor argentino Federico Falco —publicada por Anagrama y finalista del Premio Herralde de Novela—, el narrador protagonista se enfrenta a una situación así cuando la pareja con la que ha estado durante siete años le dice que no quiere seguir con él. Fede, nombre con el que nos encontramos solo dos veces en la novela y que coincide con el del autor, debe abandonar la casa que comparten y enfrentarse al vacío al que lo arroja la decisión para él imprevista y abrupta de Ciro, su pareja. 

Cuando empezamos a leer Los llanos, el protagonista ya está instalado en el lugar al que ha decidido ir a vivir el duelo: el campo. De la vida activa y urbana en Buenos Aires, donde se dedicaba a escribir y hacer talleres, pasa a habitar una casa campestre solitaria, enclavada en la mitad del amplio paisaje llanero. Los capítulos llevan los nombres de los meses, desde “enero” a “septiembre”, y se componen de fragmentos breves, citas de libros, recuerdos. El ritmo de la vida del protagonista en el campo está marcado por las estaciones y por las distintas fases de crecimiento de las verduras que siembra. Muy pronto el narrador se da cuenta que no puede apurar ni precipitar nada: “Me repito una y otra vez que hay un tiempo para cada cosa. Un tiempo para la siembra. Un tiempo para la cosecha. Un tiempo para la llovizna. Un tiempo para la sequía. Un tiempo para aprender a esperar el paso del tiempo” (19). Ese ritmo que la naturaleza impone y frente al que no se puede hacer nada, es también el ritmo que la novela ofrece a sus lectores. Lentamente, sin apuro, deteniéndose en el progreso o fracaso de la siembra de rabanitos, acelgas, lechugas, brócolis, repollos y otras verduras, el narrador va hilando el relato de sus días en el campo. 

La cotidianidad y los paisajes que el protagonista describe transmiten la sensación de una vida en un lugar muy alejado de cualquier centro urbano. Pero Zapiola, la localidad en la que se encuentra, es parte de la provincia de Buenos Aires y está a pocas horas de distancia en auto de la capital. Como la casa de campo no tiene teléfono ni le llega la señal del celular, da la impresión de un viaje a un lugar muy lejano o, más aún, de un desplazamiento en el tiempo. Esa desconexión es clave para el relato, cuyo ritmo y forma serían muy distintos si el protagonista estuviera conectado al celular y a las redes sociales. La experiencia de Fede con su duelo, sus recuerdos y sus esfuerzos de vivir en y del campo solo puede darse como la leemos en su relato porque ha podido centrarse en ella. Pero esto no significa que la novela realice una fácil idealización de la vida campestre o que presente un idilio pastoril. Por el contrario, al leer Los llanos recordamos lo crudo que puede ser estar expuesto a la naturaleza sin la protección de las comodidades de la vida urbana. Todo es extremo y duro: el calor, el frío, el viento, la lluvia, como si nada mediara entre ellos y el narrador. Este, además, está pendiente del crecimiento de sus plantas y se ve confrontado cotidianamente a múltiples factores que no puede controlar y que afectan su producción, “la naturaleza exige esfuerzo” (35), dice al principio. 

Federico Falco. Crédito: Catalina Bartolomé

En Los llanos, el narrador va entretejiendo el relato de su vida en el campo y sus visitas al pueblo, sus recuerdos de infancia en Cabrera, otra comunidad rural, y la reconstrucción fragmentada de su relación con Ciro y su reciente ruptura. Es un relato de duelo y pérdida en distintos niveles: la infancia, la muerte del abuelo, la partida del pueblo natal, el final de la relación amorosa. Y es, al mismo tiempo, un esfuerzo por comprender cómo se llenan los vacíos, cómo se hace habitable un espacio desierto y cómo se pueden significar las pérdidas. La vida en los llanos, con sus largos horizontes ininterrumpidos, lleva al narrador a recuperar la historia de su bisabuelo, el primer Juan, llegado de Italia e instalado en los campos cercanos a Córdoba, donde tuvo que crear desde cero las condiciones para construir una casa.  

La crisis vital que vive el narrador de Los llanos afecta también su escritura. No logra reconectarse con los cuentos que había dejado a la mitad, lo que lo hace dudar de su condición de escritor. A partir de ahí es como si volviera al punto de partida de su vocación literaria. ¿Qué contar, por qué, qué relación hay entre vivir y narrar, qué capacidad tienen las palabras de dar realmente cuenta de la experiencia? Las reflexiones que desarrolla la novela en relación con este y otros temas son profundas, honestas, muchas veces conmovedoras, otras inspiradoras e incluso provocadoras. Los momentos más notables del libro se encuentran, para mí, en reflexiones como la siguiente: 

“Vivir el paisaje es una experiencia primitiva, que no tiene nada que ver con el lenguaje. No me enfrento a describir un paisaje a menos que se lo quiera contar a otro que no lo conoce, y en general prefiero dar solo un par de detalles, porque sé que al final es un esfuerzo imposible. 
Vivo el paisaje con la vista, con la piel, con los oídos, pero no lo pongo en palabras. Ni siquiera lo intento. O lo intento solo acá, para mí, palabras clave para no olvidar. Palabras puerta de que dentro de diez, quince años, cuando pase el tiempo, me abran al recuerdo de mi cuerpo moviéndose por estos lugares, a las sensaciones y sentimientos de esta época de mi vida. 
Solo cuando aparece el otro empezamos a nombrar de verdad. A separar el paisaje en partes (…).
Replicar la experiencia en el lenguaje, aunque el lenguaje no transmita la experiencia” (80-81).

Esforzarse por encontrar las palabras para describir un paisaje, un sentimiento, un modo de estar implica la presencia de otro. Puede ser el yo del narrador en el futuro, que solo a través del lenguaje podrá recrear sensaciones que de otro modo serían inaccesibles para la memoria. O es el interlocutor ausente que solo puede imaginar un paisaje a través de las palabras de quien trata de describirlo, de escribirlo. En su proceso de duelo, el narrador se vuelca sobre sí mismo, pasa por la pena, el malhumor, la desazón, la parálisis que nublan muchos de sus días. Trata de recordar y comprender quién era él cuando estaba con Ciro y quién es ahora que está solo. Y quién era de niño y quién es cuando está en el campo y qué hace ahora que “el dibujo que mi vida va formando no me gusta, o que es otro, diferente al que yo creía, ¿o que no tiene ningún sentido?” (102). Pero no todo es malestar, a veces es el cansancio del trabajo físico en la huerta el que permite no pensar en la pena, otras veces es el asombro frente a la amplitud del horizonte, el color de los cielos, o la historia del vecino que ha logrado construirse un bosque en medio del llano. Somos testigos de cómo con el paso del tiempo —ese que no se puede apurar, que tiene su propio ritmo— el dolor va atenuándose, como si se tranquilizara, como si por fin dejara un espacio para respirar más libremente: “Todavía duele, pero de una manera más calma. Todavía no puedo volver a ciertas cosas” (214). 

Como el proceso de su protagonista, Los llanos es una novela que se recorre lentamente. La historia es mínima, se arma de los recuerdos de Fede, de sus reflexiones, del relato de su dedicación a la huerta, de los minifracasos y logros de sus esfuerzos por plantar hortalizas. Como dije antes, no se idealiza la vida de campo ni el contacto cuerpo a cuerpo con la naturaleza. Pero tampoco se niega que puede permitir otro modo de estar, de parar cuando la vida se ha partido en dos y mirar de nuevo no solo lo que uno es, sino también el mundo que nos rodea y el lenguaje con el que lo describimos. 

Los llanos
Federico Falco
Anagrama, 2020
240 páginas
$19.000

Una escritura generizada

En Los días que no escribí, Isabel Gómez «constata la crisis de las utopías, pero al mismo tiempo reconstruye esas utopías hechas añicos por el neoliberalismo patriarcal”, escribe la crítica Patricia Espinosa.

Por Patricia Espinosa H.

En Los días que no escribí (Cuatro Propio, 2020), octavo libro de Isabel Gómez, la poeta elabora un implacable despliegue de memoria para construir el itinerario de una derrota colectiva que transita entre la esperanza y la desesperanza. El fracaso es parte de una historia individual y colectiva de toda una generación, que la escritura asume como un deber compartir. El reconocimiento de los yerros permite volver a tener esperanza; así, la voz lírica señala desde el ahora: “caminamos hacia el horizonte de una nueva memoria. / Ahora/ una extraña lengua se apodera de nuestro himno/ hasta que la fuerza de las piedras/ vuelvan a ser mar” (40). El resurgimiento de  la utopía implica tener esperanza en el futuro donde surgirá una nueva memoria.  El cierre de estos versos, “hasta que la fuerza de las piedras/ vuelva a ser mar”, no me deja indiferente. Es más, me lleva a vincular el renacer de la utopía con nuestra revuelta social, donde las piedras son el arma del subalterno, la herramienta direccionada hacia un destino de libertad. 

Mujer, memoria, posmodernismo, colonialismo, marginación y utopías son los ejes de una escritura que nos orienta al origen de la derrota. “Arrastramos la estirpe de rostros traicionados/ mujeres que se ocultan adentro de los días/ y cruzan largas horas en el mito de mirarse” (41). La colectividad habita esta escritura que surge desde las traiciones a las que ha sido sometida, produciendo una acción ensimismada. Ese volcarse hacia adentro conduce al final del poeta: “los pueblos siempre estuvieron allí/ sin que yo lo supiera” (41). Este verso final revela una conciencia autocrítica enorme. La hablante no vacila en afirmar su desconocimiento, en aquel entonces, de la historia o, en específico, de los pueblos, les marginades. “Sin que yo lo supiera”, señala golpeando, y fuerte.  La sujeta se encarga de autodenunciar su ¿responsabilidad? La posmodernidad privatizó el yo, y por lo mismo, esta escritura denuncia la subjetivación individualista, derivada además del capitalismo avanzado. La violencia de la posmodernidad capitalista es parte del trayecto de vida del cuerpo femenino. 

Gómez elabora una poesía y una voz generizada cuya identidad es porosa: “Apartamos la sangre de la memoria/ ungidas por volver a construir la geología de la historia” (14). “Ungidas”, señala el verso, es decir, signadas por la santidad, en pos de elaborar la historia. El significante mujer está unido acá al significante cuerpo, es imposible disociarlos. Así la hablante dice: “apenas un puñado de memoria rescato de estas manos/ aquella que oculté en mi forma vagabunda de caminar/ despacio y pausado” (32). La sujeta recupera el pasado de manera fragmentaria y remarca haberlo ocultado en su cuerpo, en la materialidad de una forma “vagabunda”.  

Hélene Cixous nos habla de una escritura corporizada, desde y con el cuerpo, y desde la diferencia femenina. El cuerpo es así concebido como aquello marginado, silenciado desde el patriarcado. A pesar de ello, la sujeta desobedece  y su cuerpo deviene en lenguaje. De acuerdo a Luisa Posada, siguiendo a Cixous, “se trata de un cuerpo desmembrado, como desmembrado está el texto a partir de la postmoderna asunción de la diferencia: de nuevo la revalorización de la mujer como cuerpo, orientada esta vez por la escritura que le sirve de salida del discurso de la razón masculina dominante, del discurso falogocéntrico”, apunta en el artículo “Las mujeres son cuerpo: reflexiones feministas” (2015). Pues bien, la escritura de Gómez establece una constante interacción con la corporalidad de mujer. Su escritura es, por tanto, generizada, desmembrada, no orgánica, quiero decir, distanciada del formato impuesto por la lógica patriarcal. La escritura corporizada, además, se encuentra emplazada en la memoria de una marginada tercermundista.  

Isabel Gómez explora con seguridad esta voz de mujer que es también la voz de una colectividad de mujeres. Sobre estas nos dice: “Elegimos ser plebeyas/ en los reinos donde el capital/ desplegó su imagen iracunda/ sobre mi cuerpo mestizo” (29). Resulta relevante la autodeterminación de la sujeta, ubicada en el plano de lo menor dentro del reino del capital iracundo sobre su cuerpo mestizo. La mestiza y vagabunda es también una inmigranta (30), así, en femenino, lo inscribe la poeta, cuyo cuerpo: “espera un texto que aún no ha escrito” (46),  así como también: “Cargo una historia en la piel” (53). El cuerpo generizado carga y reclama una escritura: “Se escriben las cosas que nunca dijimos/ las siluetas disidentes del cuerpo/ Se escriben los viajes donde los obreros de mis plumas/ cabalgaban en otros libros/ Se escribe la paz que un día retornó a nosotras/ y guardamos en cofres porque nadie fue a nuestra cita con la libertad/  Se escriben los barrios cuando ya no tengamos palabras para despedirlos/ y dejemos que los caminos se descolonicen/  como patrias mustias refundando su hogar” (50).

Me parece relevante en esta escritura la constatación de un pasado donde se fracasó: “La tierra que labramos en secreto/ jamás nos hizo libres” (11) y “no supimos cómo huir” (ibid.). Imposible no vincular estos versos con la resistencia a la dictadura y la utopía de libertad. Leo acá una asombrosa capacidad para exponer la experiencia del inxilio y el exilio de nuestra historia a partir de los Selk´nam, cultura que opera como un símbolo de resistencia que se opone al exterminio ejecutado por el colonizador. El sujeto hegemónico hizo desparecer a los Selk´nam despojándolos de cuerpo y voz. De igual forma el patriarcado se apodera del cuerpo de las mujeres y les impide emitir una voz disidente. La voz lírica de este volumen construye un lugar de habla, poniendo en evidencia la política del colonizador y negándose con ello a la exclusión. El poema, de tal manera, se transforma en un lugar propio, pero también de otras, excluyendo así cualquier eco de propiedad privada. 

La voz poética de este volumen asevera vivir en un eterno retorno, un tiempo donde la violencia y la condición de sometidos a la esperanza y la utopía se reitera. “Nadie fue a nuestra cita con la libertad”, nos dice la inmigranta, constatando el fracaso de las utopías del pasado. Su deseo más íntimo es desautorizar lo volátil de los tiempos mediante la inscripción de una memoria viva, rabiosa, capaz de sobrevivir y reinventarse a través de la palabra, donde la memoria permite que emerja una acción colectiva ligada a lo femenino.

Asimismo, la hablante-inmigranta agrega: “Hoy retornamos al mismo lugar/ que nos vio partir tantas veces/ allí donde fuimos guerreras de una batalla/  que nunca terminó/ y que nunca aprendimos a olvidar” (17). Nuevamente, la inflexión en femenino: guerreras, dice la poeta, extirpando así la asignación de pasividad impuesta desde lo patriarcal. Gómez, insisto, convoca a una colectividad de mujeres luchadoras; sin embargo, nos remite a un proceso individual. La hablante ha transitado por el tiempo y modulado lo real desde dos lugares: el público y el privado; ambos enlazados con las utopías. Esto implica que el deseo de futuro, los ideales, quedarán en pie, sustentando la voz poética, pese a los múltiples fracasos. 

Cuando comencé a leer este poemario, tuve la certeza de encontrarme ante una escritura de la derrota, del desencanto; pero mientras más avanzaba advertí que estaba en un error. Isabel Gómez ha escrito un libro donde, por supuesto, constata la crisis de las utopías, pero al mismo tiempo reconstruye esas utopías hechas añicos por el neoliberalismo patriarcal. Además, y esto me parece fundamental, su poesía pone en escena el dominio colonial, las migraciones, la crisis de los subalternos y, por sobre todo, propone un habla y un cuerpo como unidad generizada.  Se trata, a fin de cuentas, de una escritura de mujer, que se configura al interior de un proceso emancipatorio, adherido a la memoria, sin olvidar el presente, y con ello enfrentarnos a la crisis de autoridad por la que transitamos. De-constituir el pasado y el presente es parte del legado que nos deja esta escritura poseedora de un compromiso político, términos considerados hasta hace tan poco como añosos. Isabel Gómez nos demuestra con extremo rigor y una potencia rabiosa, resentida, en el mejor de los términos, una escritura sin complicidades con las hegemonías  de turno. 

Los días que no escribí
Isabel Gómez
Cuarto Propio, 2020
66 páginas