El amor por los acosados

Poesía, de Juan Radrigán (1937-2016), repone dos series de poemas de uno de los más grandes creadores y dramaturgos chilenos, cuya producción estética se abocó a iluminar las zonas clausuradas por los acuerdos hegemónicos. El libro, publicado por Libros del Pez Espiral, nos habla del último tercio del siglo XX y a la vez del presente del primer tercio del siglo XXI. Nos habla de la repetición y nos incita a comprender lo que nos cerca mediante actos colectivos de memoria.

Por Diamela Eltit

Juan Radrigán forma parte del imaginario cultural chileno. Su obra, centrada especialmente en la dramaturgia, atraviesa la totalidad de los espacios teatrales, demarcando una geografía social signada por la densidad de su poética. Su producción estética se abocó a iluminar las zonas clausuradas por los acuerdos hegemónicos. Acuerdos pactados por el conjunto de las diversas instituciones que modelan y modulan el aparato social. El escritor visibilizó parte de esas zonas oprimidas que congregan a las personas castigadas por la violencia excluyente del sistema. Comunidades destinadas a habitar formas masivas de inexistencia o bien expuestas a experimentar la constancia discriminadora.

El autor transitó los bordes más obturados por el diseño elitista de la geografía social. Se detuvo en los bordes que contienen cuerpos desterrados, disociados, excluidos de la mirada pública oficial porque opacan el triunfalismo blanco y aséptico promovido y validado por la aguda dominación neoliberal. Pero Juan Radrigán re-construyó un escenario teatral y social para ellos, lo hizo para volverlos protagonistas de sus propias vidas, de la vida de sus vidas y de las condiciones de sus muertes.

Su política literaria fue notable y más aún, impecable. Legó sus obras para transitar la actualidad, quiero decir, para este presente y los futuros de cada uno de los presentes. El escritor Incluyó, como asegura el filósofo Jacques Rancière, a la parte de los que no tienen parte o, como señaló Frantz Fanon, convocó a “los condenados de la tierra” para dotarlos de aquello que les ha sido expropiado por los conquistadores del territorio de la riqueza: la subjetividad, esa subjetividad que posibilita la singularidad fundada en la complejidad y la paradoja.

Toda referencia a Juan Radrigán implica situarse políticamente en un espacio concreto y material. Significa ubicarse en un deseo  que contempla una poética social que conozca y reconozca a los cuerpos descartados por la hegemonía. Significa la deconstrucción de las tácticas, formatos y estrategias que inoculan modelos de vida comprados a plazo. Lo que quiero señalar es que  la vida humana está capturada por una pedagogía que naturaliza la inacabable deuda y a la usura del crédito. Vidas que se reducen a un ingreso interminable al mercado y la captura vitalicia de los cuerpos mediante la hipoteca orgánica a lo largo de la vida. Referirse al autor implica situarse en el lugar en donde la letra ingresa al abierto desacato y rompe la monotonía y la comodidad del pequeño drama en el interior del espacio burgués. Me refiero a la tarea acuciosa de salir a los bordes y allí, de lleno en el terreno de la exclusión, experimentar el acto de vivir.

Los cuerpos marcados y demarcados con insistencia por Juan Radrigán no han cesado. Están diseminados de manera multitudinaria, asistidos por ellos mismos. Es así porque la planicie cultural que nos habita carece de un abecedario que escriba los matices estéticos que portan las formas de habitar. El peso de la cultura burguesa del objeto y su deshecho ha sido implacable, se abocó a denigrar y destruir cada una de las marcas culturales de los distintos espacios asolados por una escasez abrumadora y que, sin embargo, portan poderosos signos impresos en las hablas, en sus tonos, en cada uno de los signos que pueblan sus espacios. El colonialismo cultural que nos habita ha luchado por anular los dilemas de clase mediante clasificatorias que miden ya no pertenencias, sino meros órdenes materiales, y así se producen simulacros sociales como la clase media convertida en clase alta y los pobres en ascendentes capas medias. Pero no. Allí están los “hechos consumados” escritos por el dramaturgo que continúan la ruta del desamparo.

Hoy, Poesía, editado por Libros del Pez Espiral, con un intenso prólogo de Flavia Radrigán,  repone dos series de poemas del autor, una escrita en 1975, “El día de los muros”, y la segunda en 1983, “Poesía intranquila”. Poemas escritos bajo los años más destructivos de la dictadura y sus aliados civiles y el fatídico 83, marcado por una crisis económica de una magnitud inexpresable que se unió a cada una de las prácticas represivas.

Este libro está escrito en un tiempo específico, la dictadura. Sin abandonar el tiempo y sus signos, es posible pensar hoy en una alarmante repetición. Una repetición en la que se unen, desde, luego, en otra dimensión, pero no por eso menos comparable, el 75 y el 83 con el 2019 y el 2021. En medio de una crisis que ha unido protestas ciudadanas con violencias políticas, sumado al imperativo de la enfermedad y la muerte pobre que trajo de vuelta el hambre, existe una repetición tal como la entiende Sigmund Freud, es decir, aquello que ha sido reprimido y por esa represión no se comprende y se reitera.

Elisa Loncon y Nelly Richard en la Cátedra de Pensamiento Situado. Crédito: Felipe PoGa.

Desde la repetición hay que recordar cómo y cuánto se reprimió la memoria de la dictadura a partir de la transición. Lo reprimido es lo que posibilita la repetición de las vulneraciones de derechos humanos, debido a que no fue posible comprender la intensidad de la dictadura (cárcel, torturas, desapariciones y muertes) ni alertar en torno al hambre debido a las diversas mecánicas de olvido: la alegría ya viene o el reciente y repulsivo entierro que marcó la imagen inaugural de la campaña del candidato Briones. O como lo señala Juan Radrigán: “cuando la juventud cumple/ en plena juventud/ dos veces la edad de la vejez”. Pienso en el asesinato joven de ayer y de hoy. Pienso en la ceguera.

El libro Poesía nos habla del último tercio del siglo XX y a la vez nos habla del presente del primer tercio del siglo XXI. Nos habla de la repetición y nos incita a comprender lo que nos cerca mediante actos colectivos de memoria. Mientras no se establezca un modo social masivo e inequívoco de recordar y alertar estará siempre latente la neurosis repetitiva.

Y en los actos de memoria está impresa la obra de Juan Radrigán, desplegada sobre diversos espacios donde ocurre y transcurre, crece y se disemina. El libro Poesía recoge parte de su imaginario, su deseo de “tomar el toro de la vida por las astas”, esa vida y esas vidas que terminan inevitablemente por rebelarse de manera multitudinaria.

Sin duda atravesamos por un tiempo terrible para millones de chilenos por los efectos masivos de la enfermedad, la represión que no ha cesado, y los tiempos de la prisión política. Pero también este tiempo, en el siempre imprevisible futuro, resulta auspicioso e incierto a la vez.

Quiero señalar de manera concluyente que Juan Radrigán se estableció siempre en el lado más poético y político de la vida. Él mismo lo dice de manera exacta o exhaustiva: “Yo, con esa manía de no estar nunca conforme/ con esa terrible herencia/ de amor por los acosados”.

Terrible herencia, sí, pero absolutamente necesaria.

La historia del niño de ojos profundos

Rodrigo Rojas De Negri. Hijo del exilio, el último libro de la reconocida periodista Pascale Bonnefoy, no es solo la reconstrucción de la vida de este fotógrafo que, junto a Carmen Gloria Quintana, fue víctima de uno de los actos de terrorismo de Estado más feroces de la dictadura cívico-militar. También es la historia de su familia, de su país, del exilio y el retorno; del heroísmo y la solidaridad; del horror y la dignidad. De la resistencia, pero también de la impunidad.     

Por Faride Zerán

Dice la autora que Rodrigo era tres años menor que ella, que llegaron a la misma edad a Estados Unidos, aunque por razones diferentes; que ambos vivían en Washington a mediados de los años ochenta, y que recuerda haber visto muchas veces a ese muchacho callado y de ojos profundos, con cuerpo de hombre y cara de niño, que pululaba entre los chilenos exiliados en Washington, pero que sin embargo no lo conocía.

Pascale Bonnefoy, periodista con posgrado en Estudios Internacionales y autora de otros libros de investigación como Terrorismo de estadio (2005) y Cazar al cazador (2019), nos cuenta en el prólogo de este tremendo y conmovedor  libro, Rodrigo Rojas de Negri. Hijo del exilio, editado por Penguin Random House, que supo que el hijo de Verónica De Negri había sido quemado por militares en Chile mientras ella viajaba a bordo de un ferry entre Dinamarca y Holanda, y que esa noche no durmió.

Luego confiesa que “todos quienes conocieron a Rodrigo tienen grabado en su memoria el momento exacto en que supieron que había sido cruelmente atacado por militares junto a la joven Carmen Gloria Quintana, en uno de los actos de terrorismo de Estado más feroces de la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet”, y que luego de ello, escribe Pascale, “nadie ni nada quedó igual”.

La autora también nos advierte que durante todos estos años, quienes los quemaron vivos siguen viviendo tranquilos y en libertad, mientras lanza una frase demoledora que ya la hemos escuchado de Joan Jara, por los asesinos de Víctor Jara, o de tantas madres y familiares de víctimas de la dictadura: “Cuando la justicia tarda treinta y cinco años, ya dejó de ser justicia”.  

Las casi 400 páginas de este libro contienen el relato del crimen cometido contra Rodrigo y Carmen Gloria, pero también la historia de este niño inquieto de ojos profundos; de su madre, Verónica De Negri, una mujer valiente que fue encarcelada y  torturada brutalmente antes de partir al exilio; y la historia de los De Negri, una familia amplia, generosa y comprometida con el gobierno de Salvador Allende y luego con las luchas para acabar con la tiranía.

El trabajo exhaustivo de Pascale la llevó a realizar en Chile, Canadá –donde vivía exiliada parte de la familia De Negri– y Estados Unidos casi ochenta entrevistas, además de trabajar con una profusa documentación que abarca desde los expedientes judiciales del crimen, hasta cartas y documentos privados facilitados por la familia de Rodrigo, así como archivos y otros materiales de centros de derechos humanos; y la colección de documentos desclasificados por el gobierno de Estados Unidos, entre otras fuentes.

Escrito con fluidez y sobriedad, el libro aporta lo mejor del periodismo narrativo a una investigación detallada, sin cabos sueltos, capaz de reconstruir no solo la vida familiar-afectiva de Rodrigo, sino el contexto social y político del Chile de fines de los sesenta hasta ese fatídico 2 de julio de 1986.

Pascale Bonnefoy. Crédito: Lorena Palavecino/Penguin Random House

De ahí que se puede afirmar que este trabajo de Pascale Bonnefoy se inscribe en la galería de los libros periodísticos que le disputan palmo a palmo a lo mejor de la literatura no solo por la buena pluma y la profusa investigación. También, por el ritmo narrativo y la descripción y atmósfera que permiten sumergirse en el mundo de este adolescente de ojos profundos, entenderlo y amarlo en sus búsquedas, y recorrer tras  su cámara con el dedo puesto en el obturador las calles de ese Santiago ensangrentado e insurgente de los años ochenta.

Entonces, seguimos los recorridos de Rodrigo redescubriendo su ciudad, su país, sus raíces, haciendo suyas sus luchas, y lo vemos deambular por las poblaciones; refugiarse en la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, desde donde se lanza con arrojo a capturar los enfrentamientos entre la policía y los manifestantes, pese a los consejos del científico Benjamín Suarez, que le prestaba un espacio en su facultad.

Vemos a Rodrigo vincularse con sus pares, habitantes de “la ciudad de los fotógrafos”, esos hombres y mujeres que, arriesgándolo todo, documentaban las protestas, y que no lograban entender a este muchacho que despertaba suspicacias por su audacia o desenfado, donde se parapetaba su timidez.

Pero así como Bonnefoy nos transporta al Chile de todos los tiempos, incluyendo al país insurrecto de los ochenta que recibe a Rodrigo en esos intensos dos meses de reencuentro, la autora también retrata con precisión la vida del exilio chileno en Washington; el activismo de esos hombres y mujeres desterrados que vivían con las maletas hechas y seguían y sufrían cada acontecimiento ocurrido en Chile; sus penurias y desvelos, o el rol de figuras claves en el activismo contra Pinochet ejercido por personas como Isabel Margarita Morel, la viuda de Orlando Letelier, el canciller de Allende asesinado por la Dina en la capital estadounidense.

Y es que este libro contiene además un lúcido retrato de un tiempo, de una época y de una generación marcada no solo por la tortura y la muerte. También por el exilio.

El exilio, ese desgarro interior, “esa grieta insalvable producida por la fuerza entre un ser humano y su lugar de nacimiento, entre el yo y su verdadero hogar”, como lo describió el intelectual Edward Said.

Me detengo en Said cuando agrega que la desdicha esencial de esa ruptura no puede superarse. Y entonces pienso en el joven Rodrigo Rojas De Negri  tomando el avión para partir rumbo a Chile, en mayo de 1986, como el viaje de retorno no solo hacia sus raíces, sino quizás como el gesto de reparación de esa desdicha esencial de quienes, como su madre, estaban impedidos de retornar a su país.

Su madre… Qué difícil ser madre y padre a la vez y estar en el exilio.

Qué difícil sobrevivir al horror volcado hacia ti.

Y cuando crees que las heridas van sanando, recibir ese telefonazo de Chile para decirte que ahora se ensañaron con tu hijo mayor…

Te veo, Verónica De Negri, llevando a tu hijo al aeropuerto a las seis de la mañana de ese día de mayo, sin sospechar el infortunio. 

Te veo después acariciando la punta de los pies que se asoman de la camilla donde yace tu niño grande, porque solo ahí podías tocarlo, ya que agonizaba conectado a un ventilador mecánico, en una sala de la UTI, con el sesenta y cinco por ciento del cuerpo quemado.

No hay perdón ni hay olvido, pienso, cuando concluyo la lectura de este libro conmovedor.

 Y es que no hay justicia, me digo, para justificar la ira cuando nuevamente en el Chile de las últimas décadas reaparece con fuerza la palabra impunidad.

Y este libro trata de todo eso. De la vida de Rodrigo, de su historia, de la historia de su familia y de su país; del exilio y el retorno; del heroísmo y la solidaridad; del horror y la dignidad. De la resistencia, pero también de la impunidad.     

Rodrigo Rojas de Negri. Hijo del exilio
Pascale Bonnefoy Miralles
Debate, 2021
392 páginas
$16.000

José Ángel Cuevas: el poeta que quiere volver

La obra de Pepe Cuevas (Santiago, 1944) no ha dejado de ser un territorio de memoria y resistencia, un proyecto geopolítico que conversa con las muchedumbres y la ciudad, si es que ambas no son lo mismo para él. No enuncia, sin embargo, desde el púlpito ni grita a las masas para conmoverlas: surfea los nuevos tiempos sin darle la espalda a la historia del exChile, apunta en este texto el joven escritor Nicolás Meneses. Su habla, dice, logra agrupar fiesta, música, conversación; la dialéctica militante, el Chile apolítico, el reporte de guerra, la rabia acumulada, la literatura social y la tradición poética chilena.

Por Nicolás Meneses

Zapatos, pantalón de tela, camisa, chaqueta negra de cuero y un bolso cruzado. Así llegó José Ángel Cuevas a una lectura de poesía a la que lo invitamos en 2013 a la UMCE, y así lo volví a ver casi siempre. Fuimos, increíblemente, la primera generación de estudiantes que lo invitó a su alma mater a leer su poesía. Lo convidamos a almorzar al casino con la beca Junaeb y no paró de hablar y de preguntar por ese pedagógico devenido en universidad con siglas, hacinado, tomado aún por profesoras y profesores contratados en dictadura. Él nos contó de un pedagógico en donde los edificios de cuatro pisos en que teníamos clases se usaban como pensiones para las y los estudiantes de regiones, nos indicaba las salas donde se hacían asambleas y los lugares donde se discutía, organizaba, bebía e incluso peleaba. Nuestro relato de la universidad precarizada, destruida y desmemoriada no lo asustó: “mejor, así se organizan, se juntan”.  

Las invitaciones se repitieron: en las tomas, en los paros, en las lecturas bailables que organizamos, Pepe Cuevas fue un nombre que se repetía. Cada vez que lo llamamos, su respuesta era automáticamente afirmativa. Y cuando llegaba el día, a veces ni se acordaba a qué lo habíamos invitado. Una vez, con ese descaro sutil que muestra en momentos de conversación, nos preguntó si de verdad lo leíamos. Tímidamente, comencé a nombrar parte de sus libros y algunos ni siquiera se acordaba de haberlos publicado. Lo que sí me quedó claro en las pocas ocasiones en que lo vi fue que Pepe Cuevas escribe como quien conversa. En el epílogo de Restaurant Chile (2005), su mejor antología, Raúl Zurita dice que Pepe es un poeta que transita poderosamente desde la intimidad y se instala en el habla, pero no a la manera de Parra, sino en un habla que se colectiviza: los poemas de Pepe Cuevas son retratos a pincel fino de un pueblo que vive un país antes del Golpe y padece un Chile después del fatídico 11 de septiembre del 73, una traición que en el poema “El sueño de Kiko Rojas” imagina frustrada: “Nadie puede/ ni podrá decir que el pueblo de Chile/ fue vencido en un par de horas.// En el sueño se verá/ a los Cordones/ Vicuña Mackenna/ Cerrillos/ Maipú/ fábricas/ e industrias/ que habrán de saltar sobre la Fach/ Escuela Militar/ regimientos sediciosos/ Hay un millón de obreros en la calle”. 

Crédito: Fabián Rivas

Perteneciente a la llamada generación del exilio interior, Cuevas vivió ese contraste de época de un periodo de jolgorio popular a una dictadura cívico-militar brutal. Su poesía arrastra ese ánimo tragicómico que trajo consigo pasar de una posible utopía a la devastación. En dictadura, ya no tiene sentido la poesía, y como tal se hace llamar expoeta, llevándose a todas esas muchedumbres, calles, organizaciones, edificios e hitos que no pararon de desfilar en sus poemas: Efectos personales y dominios públicos (1979), su primera publicación, le sirvió para inscribirse en la SECH e intentar salvaguardarse de la persecución de la DINA, que quería obligarlo a hacer contactos con gente del MIR. El largo poema Introducción a Santiago (1982) es un viaje alucinante, mezcla de monólogo, tomas aéreas de dron y sampleo de “En un largo tour”, de Sol y Lluvia, que nos lleva a ver la vida tal como es; un poema-ciudad que desborda las geolocalicaciones y las rutas que traza Google Maps. Un gran poema-urbe cuyos edificios y alamedas bullen de agitación y los nombres de sus calles se cruzan como peatones desesperados. 

En una entrevista que dio en 2018 a la Revista de Libros decía: “Santiago no me la ha ganado”, recalcando una actitud de persistencia frente a una ciudad tomada por el negocio inmobiliario, las transnacionales y los malls. Es ese rastro, especie de grafiteo en la página, lo que hace de la poesía de Pepe Cuevas un registro público increíblemente contingente. Su obra entrega la falsa impresión de una escritura atrofiada por el Trauma de la Dictadura, la Persecución, el Chile Post y el Expoeta. Y los escribo así, en mayúscula, como uno de los procedimientos de su poesía en que punza las palabras y las graba “al interior del espacio que uno Es” (Proyecto de país, 1994). 

La obra de Pepe Cuevas no ha dejado de ser un territorio de memoria y resistencia, un proyecto geopolítico que conversa con las muchedumbres y la ciudad, si es que ambas no son lo mismo para él. No enuncia, sin embargo, desde el púlpito ni grita a las masas para conmoverlas como el poeta cohete José Domingo Gómez Rojas. Surfea los nuevos tiempos sin darle la espalda a la historia del exChile, el país antes del Golpe. Sus libros más recientes demuestran un interés en el deteriorado espacio público, y su crítica a la alienación consumista y tecnológica es la más evidente: “una pantalla una voz que nos habla/ es la Voz de los Grupos Económicos/ Oh Patria del Consumo” (“Poema 18”) o “Aquí y ahora se hablará de la Banca,/ cuotas/ intereses/ comisiones muy/ muy altas./ Tanto así que los pobres usuarios/ No las podrán pagar, sencillamente” (“Poema 4”). 

Es quizás a partir de Maquinaria Chile y otras escenas de poesía política (2012) donde la presencia del Chile neoliberal se siente con más fuerza en su poesía y se refrenda en libros como Poesía del American Bar (2012) y Capitalismo tardío (2013). En ellos se hace más claro el camino de un país de militancia política y grandes conquistas sociales al de la privatización y tercerización. Para el expoeta, la realidad de ese Chile es monstruosa, inconcebible. De ahí que su rabia no solo se vuelque a los responsables de repartirse el país como un botín de guerra, sino también a esa gente que dejó de ser pueblo: “Un pueblo vencido se merece estar / a honorarios / no tener previsión / derecho a salud / jubilación mínima / un pueblo vencido/ no tiene derecho a nada / porque las leyes/ laborales les fueron requisadas y expropiadas.// Un pueblo vencido. / Sólo debe ser dócil./ Se lo merece” (“Poema 23”). 

Sin embargo, es el mismo que en sus poemas logra entrar en los engranajes del lenguaje proletario y de los antiguos sectores productivos del país: “Un camión blanco hará su entrada al amanecer/ bajo el estruendo de la maquinaria/ teclados/ émbolos/ rodillos que aparecen/ y desaparecen// el traqueteo fuerte/ del Puente Carrascal/ donde se halla Juan Reveco Ruz/ con su parka subida” (“Indus Lever”). Con ello no hace más que reafirmar su fascinación no solo por el mundo y el lenguaje del trabajo, sino sobre todo por el de las y los trabajadores. 

Pepe Cuevas adolece profundamente la pérdida de identidad del proletariado convertido en operarios y operarias, parte de una cadena productiva impersonalizada, aséptica e inodora. Acompañar a su padre arreglando máquinas de escribir para tantas fábricas lo impregnó de esa fascinación por los oficios. De ahí el tono sentimental de muchos de sus poemas que se lamentan por la pérdida: “¿Por qué destruyeron Ferrocarriles del Estado/ si la Electricidad Nacional los alimentaba/ y corrían por sus líneas 20 vagones llenos como unas estrellas/ en la noche?/ ¿Por qué se detuvo la circulación de los ramales/ Perquenco, Maule, Constitución y Villarrica?/ (…) ERA CHILE EL QUE PASABA POR SUS VENTANAS ABIERTAS/ y ya no pasa” (“La destrucción de ferrocarriles del Estado plantas y materiales”, 1992). 

Si bien parte de la obra de Pepe Cuevas puede leerse como poemas chamullentos de un hablante que repite las mismas quejas en otro orden, es esa insistencia mezclada con una diversidad de procedimientos los que le otorgan a su obra una vitalidad tremenda. Su habla, la de sus poemas, logra agrupar fiesta, música, conversación; la dialéctica militante, el Chile apolítico, el reporte de guerra, el impacto de la publicidad, la rabia acumulada, la historia, los exsindicatos, las exempresas del Estado, imágenes oníricas, la literatura social y la tradición poética chilena. Tampoco hay que olvidar su trabajo gráfico en Álbum del ex-Chile (2008), compuesto por portadas de prensa del período 1970-1973, más poesía y textos testimoniales; la novela Autobiografía de un ex-tremista (2009), y su libro Materiales para una memoria del profesorado (2002), pues mal que mal, Pepe siempre ha sido un profesor de Filosofía del Pedagógico. A pesar de la amplitud de su obra, esta no ha sido bien difundida, y en una entrevista que logré hacerle el año 2019 para Revista Santiago habló sobre su mala experiencia con algunas editoriales. Quizás es por eso que su nombre siempre suene tímidamente como candidato al Premio Nacional.

Quisiera detenerme en una de sus desconocidas obras audiovisuales, Serey llora por Santiago (1999), una producción amateur grabada en San Antonio donde un angustiado Serey (Pepe Cuevas) camina a orillas de la playa y conversa en un restaurant con dos amigos sobre su deseo irrefrenable de volver a la capital. “Soy un hombre de las urbes”, dice en algún momento, ante lo que los parroquianos que lo acompañan le preguntan incrédulos “¿por qué no se vuelve?”. Pero Serey no tiene la respuesta. Lee, escribe poemas, conversa y camina por una playa mirando un mar que desprecia, pensando en su exvida. La pregunta sobre Pepe que me ha perseguido después de la revuelta social es si acaso llegó el momento de que el poeta vuelva y sobrevuele Santiago como en un sueño. Tal vez nos hablará de otro horizonte al modo de uno de esos breves momentos en que se da la oportunidad de ilusionarse: “¿Se podría vivir otra vida, compañeros bolcheviques?/ ¿Volver a juntarnos/ tocar el bombo/ guitarra/ charango/ tratar de cambiar la realidad?/ ¿Transformar el mundo?/ Piénsenlo./ Confío en ustedes./ Sé que no me van a fallar” (Poemas bolcheviques, 2018). 

Michel Lussault, teórico del “geopoder”: ”Chile es un emblema de lo que está en juego en este momento”

Profesor de Estudios Urbanos en la École Normale Supérieure de Lyon y miembro del Laboratorio de Investigación sobre Medio Ambiente, Ciudades y Sociedades UMR 5600, del Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia (CNRS), Lussault es uno de los principales especialistas de lo que se conoce como el Antropoceno urbano, rama de estudios desde la que se busca repensar las formas de habitar en estos tiempos marcados por el cambio global. En esta entrevista, habla sobre ciudadanías transnacionales, sobre cómo el régimen del encierro legitimado privilegia la desconfianza, y afirma que Chile es un ejemplo que contradice el dogma neoliberal “no hay alternativa”.

Por Ximena Póo F.

En esta larga conversación entre tres idiomas, el reconocido geógrafo Michel Lussault (Tours, 1960) se refiere al Antropoceno como máquina de la desigualdad, pero también a la esperanza que implica seguir resistiendo y actuando en contra de un neoliberalismo depredador que él conoce muy bien. Cuando las miradas del mundo se fijan en las alternativas que en este país del sur del mundo se han desplegado en calles, aulas, plazas, cabildos y ahora en la Convención Constitucional, este diálogo nos ofrece un tiempo para hablar de las “espacialidades” que hemos construido a nivel global y que sostienen la existencia social y, en particular, de ese “espacio intermedio” donde se fisura lo que parece infranqueable. Asimismo, nos hace pensar creativamente en las disputas que surgen en el ámbito de lo que él ha denominado el “geopoder”:

Michel Lussault. Foto: A di Crollalanza.

—Llamo “geopoder” al sistema de ideas, instrumentos y prácticas legitimadas utilizadas por las instituciones y los principales actores sociales para organizar y controlar la vida espacial —explica el teórico francés, fundador y director de la Escuela Urbana de Lyon, institución dedicada al estudio del Antropoceno urbano. Si bien advierte que el cambio global, como se denomina a la suma de cambios ambientales derivados de la acción humana sobre el planeta, aumentará la desigualdad y amenazará las libertades individuales, también cree que la lucha contra este fenómeno es prometedora. Abordar el Antropoceno y enfrentarse al futuro, dice, significa derribar el dogma thatcheriano de “no hay alternativa” y garantizar que existan muchos caminos, sostiene Lussault desde la esquina optimista que a veces no se suele mirar.

Usted ha reflexionado sobre el “geopoder” como sistema, considerando que el espacio, que los territorios, son físicos, simbólicos y metafóricos. Una de sus principales fuentes es Hannah Arendt. ¿Cómo influye en sus construcciones teóricas?

—“Geopoder” es un concepto que he creado a partir del “biopoder” de Michel Foucault. Pero el punto de partida de mi pensamiento se encuentra en Hannah Arendt. Trato de demostrar que el espacio sostiene la existencia social: es la disposición de materiales e ideas por la que las vidas humanas son posibles. No se trata de una condición abstracta a priori, sino de lo que vectoriza y subyace a la experiencia humana por excelencia: la práctica espacial de la cohabitación concreta (lo que yo llamo “espacialidad”) con otros individuos, así como con lo no-humano, los objetos, las cosas. Por esta razón, el ser humano está siempre en un “devenir” espacial, pues esta convivencia es una actividad incesante, una “aventura del acto”. El ser humano está hecho de espacialidades que tejen su existencia. La convivencia, sin embargo, es una actividad difícil. La menor de las interespacialidades —es decir, la relación entre seres humanos separados y distantes— enfrenta al individuo con otras realidades con las que se relaciona. Esto nos devuelve al fundamento de la dimensión espacial de la política, si aceptamos el uso que un geógrafo puede hacer de las reflexiones de Hannah Arendt: el hombre es a-político; la política se origina en el espacio intermedio y se constituye como una relación. Para Arendt, el campo político surge de la organización de cualquier grupo humano en una reunión de entidades distantes y del imperativo de poner en marcha procedimientos para tratar este problema primordial.

Es “el entre” de Arendt, la idea del intermedio.

—Hannah Arendt llama nuestra atención sobre este espacio concreto, relacional, lingüístico y simbólico que separa a los individuos física, psicológica y mentalmente, y nos propone soluciones para establecer los vínculos necesarios para la vida social. Este principio separador constituye, por tanto, un elemento movilizador, a la vez que una restricción y un recurso, porque al apoyarse en lo que Arendt llama el «entre», los humanos construyen la posibilidad misma de vivir juntos. Esta noción de lo intermedio es importante. Para Arendt, las leyes regulan “lo político”, es decir, el ámbito de lo intermedio es constitutivo del mundo humano. Este «entre» crea al mismo tiempo una distancia y un vínculo, y, como tal, constituye el espacio dentro del cual nos movemos y nos comportamos con los demás. Esto nos sitúa en una concepción muy societaria de la política, entendida como una relación espacial; un enfoque que da a la distancia entre las realidades humanas una función destacada. La espacialidad es esta condición que requiere que los individuos y las sociedades aprendan a pensar, gestionar y regular la distancia que separa radicalmente a los seres humanos y, más globalmente, a todas las realidades humanas y no humanas distintas.

Toda la historia de las sociedades está marcada por la conflictividad potencial que expresan el espacio y la distancia: la inmovilidad tan temida por los antiguos griegos es también un corte en el vínculo espacial, una incapacidad para asegurar la coexistencia pacífica entre individuos mediante la regulación del “entre”. En este marco de análisis, llamo “geopoder” al sistema de ideas, instrumentos y prácticas legítimadas utilizadas por las instituciones y los principales actores sociales para organizar y controlar la vida espacial. Por ejemplo, considero que la planificación urbana “oficial” forma parte de este geopoder que pretende controlar a los habitantes.

Los efectos sociales y políticos del Antropoceno afectan principalmente a las poblaciones más pobres y a los territorios más frágiles. ¿Qué análisis hace de la relación Antropoceno-pobreza-crisis climática?

—Intento mostrar que, aunque todo el hábitat humano es vulnerable (porque somos seres frágiles y mortales), el hecho es que los dominantes, los que tienen más capital económico y social, pueden movilizar más medios para atenuar su vulnerabilidad, en el sentido de encontrar modos de existencia que les permitan ser menos sensibles a los daños que vienen. Lo acabamos de experimentar con la actual pandemia, en la que los más pobres han estado mucho más expuestos que los más ricos. Así, hoy en día observamos que las injusticias sociales se ven siempre redobladas por las injusticias medioambientales.

Por esta razón, el Antropoceno es el momento en que debemos tomar conciencia de esta doble injusticia y de los riesgos de regresión política que la acompañan. El cambio global aumentará la desigualdad y amenazará las libertades individuales. Pero la lucha contra los efectos de este cambio también es prometedora, porque podría permitirnos elegir otros modelos sociales y políticos que los propuestos desde hace 40 años como única vía posible, es decir, el modelo neoliberal promovido desde el famoso eslogan de Margaret Thatcher, hablando de la economía de mercado: «No hay alternativa». Para mí, abordar el Antropoceno significa luchar contra esta idea y garantizar que se prueben y puedan existir muchas alternativas.

Las ciudades han ido cambiando y las ciudadanías también. Hay ciudades globales que superan a los Estados, pero mientras se impone el reto de reflexionar sobre las ciudadanías transnacionales, las fronteras se cierran para la humanidad y siguen abriéndose para los flujos financieros. ¿Qué democracias y qué ciudades estamos construyendo de esta manera? ¿Ve alguna salida?

—Creo que tener en cuenta la urbanización global y el establecimiento de ciudades interconectadas en todo el mundo podría permitirnos cuestionar la lógica política clásica y el dominio geopolítico de los Estados. Pero estas ciudades deben ser espacios democráticos y no solo plataformas funcionales para una economía de mercado depredadora que destruye el medio ambiente y los derechos sociales. Por lo mismo, habría que llegar a un nuevo entendimiento entre las ciudades y los Estados o grupos de Estados, para buscar nuevas formas de producir y distribuir la riqueza y para crear políticas de reorientación ecológica. Estoy a favor de la constitución de los “Estados Unidos de Europa” y del fin de los Estados clásicos heredados de la modernidad, que me parecen todavía portadores de herencias imperialistas, patriarcales y coloniales, como se comprueba al observar el actual resurgimiento de los nacionalismos y soberanismos. Me parece que las federaciones estatales podrían aportar la necesaria regulación y defensa de los derechos y principios para acompañar las políticas y acciones locales. También estoy desarrollando una reflexión en torno a formas de organizar un gobierno mundial que permita que nuestras sociedades se adapten al cambio global, algo que me parece indispensable si queremos que esta adaptación vaya de la mano con una promoción de la ética y la justicia.

Ha dicho que la pandemia ha reforzado la desconfianza, la alienación y el miedo a lo diferente. ¿Cuáles son las advertencias que esta pandemia plantea sobre la vida en las ciudades?

—Hemos visto cómo la pandemia ha subvertido el régimen ordinario de la sociabilidad urbana, que se basa en un mínimo de confianza y que nos permite experimentar lo que yo llamo «relaciones de indiferencia»: compartimos con otros individuos un mismo espacio de práctica que no es el hogar y accedemos a él a través de la movilidad, pero no estamos obligados a compartir con ellos las mismas creencias, ideas, virtudes. Esta sociabilidad de lazos débiles y contingentes, que permite la convivencia civil, es esencial en el ambiente de la gran ciudad, donde el anonimato no es anomia, sino garantía de libertad y emancipación. La urbanidad se basa en este estilo de interacción espacial que nunca está totalmente limitado, a pesar de que las autoridades busquen normarlo sobre todo a través de la arquitectura, el urbanismo y el diseño.

Sin embargo, hoy en día, la simple acción de ir de compras o de hacer ejercicio al aire libre está regulada administrativamente y a veces incluso sometida al escrutinio de la policía. El régimen espacial del encierro legitimado establece así lo contrario de esta relación de indiferencia: la sistematización de la desconfianza. Porque el “distanciamiento social” postula que el otro es una amenaza, que conviene desconfiar de él, mantenerse a una distancia segura. Un analista pesimista vería en ello la difusión de una ideología comparable a la famosa y desastrosa dialéctica del amigo-enemigo que Carl Schmitt situó en el centro de su teoría política. El prójimo se convierte en ese enemigo que siempre es posiblemente malo (incluso sin quererlo, porque puede ser un portador sano, “inocente” pero contagioso). Este período epidémico refuerza esta idea y sustenta opciones políticas sanitarias y de seguridad que son presentadas como ineludibles e incuestionables basadas en la ciencia médica.

¿Qué sabe de los procesos políticos que estamos viviendo en Chile? ¿Cómo definiría el derecho a la ciudad, el derecho a los espacios vitales, el derecho a vivir con dignidad?

—No sé lo suficiente sobre la situación chilena, pero observo un impulso de parte de los movimientos sociales a desafiar el enfoque de “no hay alternativa” y el desarrollo hipersegregado, incluso secesionista de las ciudades; y también a promover la justicia social. Veo, además, una creciente preocupación por el medio ambiente y, por supuesto, una aspiración a la libertad, la emancipación y el reconocimiento de los derechos de los más frágiles, los más “subalternizados”: los pobres, las mujeres, los pueblos indígenas. Por ello, creo que Chile es un emblema de lo que está en juego en este momento. Aquí se plantea una cuestión fundamental: ¿somos capaces de inventar formas de vida social que combinen ética, derechos, justicia social y reparación de un planeta degradado por nuestras actividades? En Chile, como en otras partes, debemos inventar formas de reparar este mundo dañado.

DESTACADOS

“Observo (en Chile) un impulso de parte de los movimientos sociales a desafiar el enfoque de ‘no hay alternativa’ y el desarrollo hipersegregado de las ciudades (…). Veo, además, una creciente preocupación por el medio ambiente y una aspiración a la libertad, la emancipación y el reconocimiento de los derechos de los más frágiles”.

Marco Avilés, periodista peruano: “La columna vertebral de América Latina es el racismo”

Eso y “no el idioma ni el fútbol” es lo que nos define, opina el escritor y editor, quien ha estado a la cabeza de importantes medios de comunicación en su país —entre ellos, la revista Etiqueta Negra— y conoce de primera fuente los avatares de la vida política peruana. Sin embargo, lo que más le preocupa por estos días no es el resultado largamente disputado de las elecciones presidenciales, sino el racismo que a su juicio se desató sin control en la campaña, uno de raíces atávicas que se expanden a lo largo de toda América Latina.

Por Jennifer Abate C.

Marco Avilés (Abancay, 1978) reside hoy en Estados Unidos, donde cursa un doctorado en Estudios Hispanos en la Universidad de Pennsylvania, pero durante toda su vida profesional ha estado íntimamente vinculado a la historia pública peruana. Consultor en temas de racismo, equidad y comunicación, dirigió la prestigiosa revista de periodismo narrativo Etiqueta Negra entre 2006 y 2010, fue editor de la revista Cosas y ha colaborado en medios como The Washington Post, Gatopardo, El País Semanal y The New York Times. El autor de los libros No soy tu cholo (2017), De dónde venimos los cholos (2016) y Día de visita (2012) analiza los resultados de la ajustada elección presidencial de su país (que al cierre de esta edición sigue bajo el escrutinio del Jurado Nacional de Elecciones), en la que Pedro Castillo se impuso sobre Keiko Fujimori por un poco más de 44 mil votos, pero, sobre todo, ahonda en la discriminación que a su juicio visibilizó este proceso.

Marco Avilés. Foto: Ann S. Kim.

Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural.  Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres. 

Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.  

***

Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal. 

Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio. 

La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.  

De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias. 

El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.  

Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos.  Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder).  Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad. 

Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno.  El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.

Elisa Araya: “Este no es un país de oportunidades”

La primera rectora en la historia de la UMCE espera que su llegada abra el espacio a más mujeres, pero también quiere colaborar en una reestructuración del sistema educacional en Chile que permita que personas como ella, que no provienen de la élite, puedan acceder a los espacios donde se toman las decisiones. Ese es el proyecto que busca encabezar como autoridad de la universidad pedagógica de Chile. “Mientras no digamos que las escuelas son todas iguales en calidad para todas y todos los niños de este país, no hay justicia posible en educación”.

Por Jennifer Abate C.

Desde el 7 de julio, Elisa Araya es la rectora de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (UMCE). Ese hito la convierte en la primera mujer a la cabeza de dicha institución y en una de las escasas tres rectoras de universidades estatales en el país. Se trata de un avance que ya la tiene en conversaciones con las rectoras Natacha Pino (Universidad de Aysén) y Marisol Durán (Universidad Tecnológica Metropolitana) para definir cómo “llevar al CUECH algunas de nuestras ideas para motivar a más mujeres académicas a participar en puestos de decisión al interior de las universidades y en equipos de gestión, y a tener más voz pública”. Sin embargo, ese suceso quedó en segundo plano cuando, tras conocerse los resultados de la elección, el hijo de la rectora Araya tuiteó: “Mi vieja vendió helados en la micro mientras iba a la U, cuando nací vivíamos allegados donde mi abuela y como no había plata fuimos declarados indigentes para el parto. Se ganó una beca y trabajó limpiando wc’s mientras hacía su PhD. Hoy fue electa como rectora de la UMCE”.

Elisa Araya. Foto: Felipe PoGa.

Aunque la doctora en Ciencias de la Educación y exdirectora del Departamento de Educación Física y Recreación de la UMCE se tomó bien la expectación periodística que provocó esa suerte de revelación y respondió diversas entrevistas, algo no dejaba de inquietarle: ¿hasta qué punto se extendía el clasismo en un país que se sorprendía tanto frente a una trayectoria que en otro punto del globo podría haber sido considerada común y corriente? “Meritocracia” fue la palabra que se usó para describir su triunfo tras una vida alejada de las comodidades económicas, pero Araya prefiere no usar un concepto en el que no cree. “Justicia social” es el que más le acomoda.

¿Qué sintió con el revuelo mediático que generó el hecho de que una mujer que no proviene de la élite se convirtiera en rectora de una universidad?

—Cuando me empezaron a llamar [desde los medios de comunicación], me dije: “¿qué pasa acá? No creo que ser rectora de una universidad sea tan impactante”. Pero el origen, la proveniencia social, impacta. ¿Cómo es posible que esto ocurra en un país en que siempre se habla de las oportunidades y de la meritocracia? Es un discurso con el cual estoy absolutamente en desacuerdo, porque no es así, este no es un país de oportunidades. El mérito implicaría que todos partiéramos más o menos de la misma línea de base y eso no es así. ¿Cuánto talento, capacidad, inteligencia, creatividad está bien distribuida en todos los sectores sociales? Las oportunidades no están, por eso ha sido tan sorpresivo, impactante, y la gente me ha llamado para hablar de eso. Nuestro país está todavía muy al debe en justicia social.

Usted prefiere no hablar de meritocracia, pero sí le gusta el concepto de justicia social. ¿Cómo la alcanzamos?

—Es obvio que toda actividad humana requiere que la persona que está involucrada genere un esfuerzo individual, que haya perseverancia; no hay aprendizaje, avance o logro si una no está involucrada, pero toda tarea existe en un contexto social, colectivo; una está en una sociedad, en una comunidad. Eso implica que para que yo pueda desarrollar mi proyecto personal, la colectividad debe generar condiciones. Cuando decimos justicia social, quiere decir que las condiciones que como sociedad ponemos al servicio de los proyectos individuales y colectivos tienen que ser idénticas en dignidad, en calidad. Por ejemplo, todas las escuelas y liceos de Chile deberían ser equivalentes en calidad, en infraestructura; con profesores idóneos, espacios adecuados, bibliotecas, computadores. Si tienes establecimientos educacionales de primer mundo conviviendo con escuelas precarizadas, ¿dónde está la igualdad de oportunidades? Esa es una falacia. Mientras no digamos que las escuelas son todas iguales en calidad para todas y todos los niños de este país, no hay justicia posible en educación.

¿Cómo llegamos a este punto de desvalorización de la educación pública? Precisamente por lo que usted describe, quienes pueden elegir se inclinan por colegios privados.

—Eso es parte de la instalación del modelo neoliberal en Chile. Cuando Chile estaba intentando ingresar a la OCDE, esta señaló explícitamente que el sistema educativo chileno estaba segregado y, más aún, que estaba ex profeso organizado de una manera que segrega. Creo que el primer acto de desmantelamiento de la educación pública fue en tiempos de la dictadura. La Universidad de Chile fue desmembrada. Curiosamente, la Universidad de Chile, que era la universidad estatal y nació con la república, nunca más volvió a estar en todo Chile, y en cambio el Inacap, que también era estatal, está presente en todo el país. Es lo que pasó en el 80 con la escisión del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile y la municipalización de las escuelas. Hace 30 años, el sector municipal tenía el 60, 70% de la matrícula, y ahora tiene el 40, el 30%. Las escuelas municipales, a pesar de todos los esfuerzos que hacen sus profesores, han sido empobrecidas. De hecho, el sinónimo de lo público en Chile es “para pobres”: educación pública para pobres, salud pública para pobres, transporte público para pobres, todo lo privado es para otros, para los que pueden pagar, pero la sorpresa que nos trajo la pandemia es que parece que nuestra población es más pobre de lo que pensábamos.  Necesitamos Estados eficientes, robustos y que generen protección mutua, y eso significa educación y salud de la misma calidad para todos.

¿Cómo enfrentamos esa situación? ¿Basta con entregar más recursos a la educación pública o considera que es necesaria una reforma estructural que cambie el foco y que ponga lo público al centro?

—Es bien difícil, pero yo creo que efectivamente hay que hacer una reforma estructural muy de fondo y tiene que estar acompañada de un debate nacional donde todos podamos poner nuestras ideas en discusión y también las comunidades. «Elegir» es un verbo que nos han machacado en los últimos años, “elige esto”, “elige esto otro”, cuando la elección no es tal, tú no eliges. Un estudiante de colegio municipal marginalizado no puede elegir cualquier cosa, pero te dicen que si tiene talento, puede elegir; si tiene méritos, se puede ir a un colegio mejor. Hemos convertido muchas de nuestras comunas y barrios en verdaderos guetos, son un apartheid de pobreza y eso hay que desmantelarlo. ¿Cómo? Discutiendo el sistema educativo que tenemos, entendiendo la importancia del capital humano en un país. Lo que Chile tiene para desarrollarse son chilenos y chilenas y las personas que viven aquí. La contribución de cada uno de nosotros depende de si nos entregan las oportunidades, pero de verdad. Eso significa que nuestras escuelas tienen que ser equivalentes en calidad, no podemos perder ningún talento, ni uno, en los próximos años. Hay que discutir la estructura general del sistema, hay que hablar del financiamiento de las escuelas y las universidades. No nos tienen que decir: “mira, aquí hay un estudiante con bequita”, y todos peleándonos por ese estudiante. No, nos tienen que reconocer por nuestros aportes. Hemos estado todos estos años en discusiones, compitiendo por recursos. ¿Cuál es la estrategia que nos han mostrado otras sociedades más avanzadas para salir del subdesarrollo, para estar en lugares de mayor bienestar? Un Estado eficiente, poderoso, que invierte en capital social, que son las personas; en educación, en salud.

A su juicio, ¿qué es lo que hay detrás de la baja valoración de la profesión docente? Y, más importante todavía, ¿qué cree que se puede hacer para revertir esa situación?

—Una de las cosas que me parece que hay que hacer es mejorar las condiciones de las escuelas en general, su infraestructura, los materiales de los que disponen; ya vimos los efectos de la conectividad. Además, hay que mostrar en qué consiste la carrera docente, en qué consiste ser profesor realmente. Es una profesión tremendamente compleja, agobiante y agotadora. Hay que desarrollar una carrera docente ad hoc, que tenga reconocimiento social. Hay que prestigiar la carrera con campañas que muestren qué significa ser profesor y ese prestigio social tiene que ir de la mano de remuneraciones atractivas. Nos hablan de los países escandinavos o de Japón, que tiene un sistema escolar con altos rendimientos, y se les olvida decir que en Finlandia, por ejemplo, las escuelas son todas iguales, de la misma calidad, y que la profesión docente es de las mejor pagadas. En Chile no es atractivo ser profesor desde un punto de vista económico. Yo les insisto a mis estudiantes: es un camino muy reconfortante, tiene muchas recompensas, es muy bonita la relación que uno logra tener con los estudiantes.

Y en su caso, ¿por qué tomó la decisión de ser profesora?

—Es que a mí me encanta. Creo que todas las niñas, los niños, jugaban a ser profesores. Hay investigaciones que muestran, sobre todo en niños pequeños, que los seres humanos tenemos esa tendencia a enseñarle a otros, y las investigaciones ponen estos ejemplos: cuando un niño pequeño le habla a una guagua, fíjate cómo lo hace, en general se pone enfrente, se agacha y le habla despacio o le mueve la cabeza para mostrarle algo. Eso es muy curioso, está en nuestro ADN como especie esa necesidad de guiar al que viene detrás, a la manada, a la tribu. Me parece fascinante estar con niños o con jóvenes, porque es ser testigo del desarrollo del otro. Cuando un estudiante no está entendiendo algo y tú estás con él, trabajas con él, y en un momento te dice: “ya lo tengo”, y después lo ves en otro nivel de su discurso y de su entendimiento, eso es muy reconfortante. Siempre creí que la profesión de educadora era esa oportunidad de estar con más gente, aprender todos los días. Que alguien te haga una pregunta que tú nunca te habías hecho es realmente fascinante.

Foto: Felipe PoGa.

La profesora que marcha

Usted habla mucho de transformaciones sociales, que son el anhelo de una gran parte de Chile tras las movilizaciones que comenzaron en octubre de 2019. ¿Cómo vivió usted la revuelta social?

—Fue un momento increíble, muy épico, porque estábamos en conversaciones con los estudiantes, estábamos mirando cosas que sucedían en nuestra escuela, en nuestra carrera. Tras el 18 de octubre se cerraron las universidades por un par de semanas, y cuando abrimos no había estudiantes. Entonces hicimos asambleas, convoqué a los chicos y a las chicas y empezamos a conversar. Fue tan impactante para mí escuchar a mis estudiantes. Nosotros tratábamos de que no perdieran clases. ¿Cómo hacemos para salvar el semestre? Y ellos decían: “profesora, lo que corresponde ahora es estar en la calle, no es el momento del aula”. Y hablaban de lo que les estaba pasando a ellos, de esta necesidad de un cambio, de otro país. Yo los acompañé un par de veces, hicimos la caminata desde la UMCE hasta la Plaza de la Dignidad y fue muy bonito, porque había mucha energía juvenil. Creo que los adultos y los profesores, sobre todo, podemos estar con ellos, podemos discutir, podemos reflexionar, problematizar. Para mí, el 18 de octubre tuvo muchas reminiscencias de épocas pasadas. Me acordé de la marcha del No, yo era joven y participamos porque estábamos seguros de que era el momento para que se terminara la dictadura. Creo que hay muchos jóvenes que estaban en esa energía de cambiar el modelo, porque este modelo de desarrollo ha generado pobreza, marginalidad y exclusión.

¿Con qué país sueña en el contexto de la nueva Constitución?

—Mi gran expectativa es que la gente participe, que converse en sus casas, con los vecinos. Mi expectativa es que podamos sentarnos a conversar aunque pensemos distinto. Hay personas que creen que este modelo es bueno y que la libertad de enseñanza es muy importante. Bueno, no estamos de acuerdo, pero conversemos y busquemos un punto donde ni tu perspectiva ni la mía, sino que la nuestra, converja. Necesitamos madurar como sociedad, no tenerle miedo al conflicto. También quiero que se protejan los recursos naturales, que cambiemos nuestro modelo de desarrollo extractivista por uno desarrollista; además creo en el decrecimiento y no en el crecimiento, pero esas son mis ideas. Estoy abierta a otras y a jugar ese juego de la conversación para que sea algo colectivo.

Elisa Loncon y el día en que Chile empezó a cambiar

La Convención Constitucional fue encabezada por dos académicos de universidades públicas, instituciones que han resistido al intento de desmantelamiento de un sistema que solo ve en ellas el freno y competencia al lucrativo negocio de las universidades privadas —escribe en esta columna Faride Zerán, vicerrectora de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile y directora de Palabra Pública— . En esa calidad, ambos representaban no solo el lugar donde el sentido de lo púbico ha prevalecido sobre lo privado, sino el espacio que resiste a las lógicas mercantiles; el de la ética pública y el pensamiento crítico capaz de reconectar la esfera académica con las esferas pública y política al servicio de las grandes transformaciones democráticas de nuestras sociedades.

Por Faride Zerán

El 4 de julio fue un día histórico y también luminoso. Desde muy temprano, las calles céntricas se habían repletado con ciento de manifestantes que se congregaban en distintos puntos para caminar al son de bailes, tambores y cánticos hasta las cercanías de la sede del exCongreso Nacional, epicentro de la instalación de los 155 integrantes de la Convención Constitucional, elegidos con paridad de género y con representantes de las primeras naciones, en un proceso inédito que volcaba los ojos del mundo hacia este largo y angosto país.

Esa misma mañana, convencionales de los pueblos originarios se habían convocado en torno a una ceremonia ancestral en el cerro Huelén para luego desplegarse en las calles, y en medio de los saludos y aplausos de quienes se apostaban en las veredas, hacían su entrada triunfal hasta el edificio que albergaba la Convención.

Pero ese día de aires festivos, pese a la pandemia y a las más de cuarenta mil muertes producto del virus, el gobierno había enviado a las Fuerzas Especiales (FFEE) de Carabineros a rodear el recinto donde se llevaría a cabo la ceremonia, enfrentándolas con familiares de los constituyentes que seguían las transmisiones junto a miembros de organizaciones sociales y agrupaciones de derechos humanos  que pedían la liberación de los presos de la revuelta, desatándose una fuerte represión que puso en riesgo el éxito de la ceremonia republicana  más importante de los últimos tiempos.

De nada había servido la petición de algunos convencionales electos ante las autoridades de gobierno para que no se desplegaran las FFEE, las mismas que amparaban a funcionarios que habían protagonizado las violaciones a los derechos humanos en contra de cientos de manifestantes que, desde el 18 de octubre de 2019, lograron configurar un movimiento social cuya potencia se expresaba precisamente en la existencia de ese histórico acto.

Pese a la tensión, y una vez replegada la fuerza policial, se reanudó la sesión bajo la ecuánime conducción de la abogada Carmen Gloria Valladares, sobrina nieta de Gabriela Mistral y funcionaria pública del Tribunal Electoral que debía constituir legalmente la convención. Así, entre lágrimas y aplausos, se iniciaba un nuevo ciclo en la historia de Chile, cuyo correlato era la profundidad del cambio cultural expresado horas más tarde, cuando era electa como presidenta de la Convención Constitucional la intelectual y académica mapuche Elisa Loncon.

Todos los símbolos, todos los gestos, todos las emociones se desplegaron esa luminosa mañana de julio cuando Elisa Loncon avanzó hacia la testera ataviada con sus vestidos y joyas mapuche, acompañada por la machi Francisca Linconao, autoridad espiritual, ex presa política y figura reconocida de los pueblos ancestrales.

Así, en un discurso bilingüe e histórico, y en medio de una diversidad de rostros, pueblos, estratos sociales, sexos, territorios y edades; de una diversidad política, social y cultural que muchos nunca habían visto asomarse en los espacios mediáticos o públicos donde decía representarse el Chile real, la académica de la Universidad de Santiago, Doctora en Lingüística de la Universidad de Leiden, en Holanda; y Coordinadora de la Red por los Derechos Educativos y Linguísticos de los Pueblos indígenas de Chile habló de pluralismo, diversidad sexual, niñez, derechos de los pueblos originarios, Estado plurinacional y de ampliar la democracia. “Estamos instalando aquí una manera de ser plural, una manera de ser democráticos, una manera de ser participativos”, dijo, y anunció que esta Convención “transformará a Chile en un Chile plurinacional, en un Chile intercultural, en un Chile que no atente contra los derechos de las mujeres, contra los derechos de las cuidadoras…”.

Junto a Elisa Loncon, era elegido vicepresidente de la Convención Constitucional Jaime Bassa, abogado constitucionalista, Doctor en Derecho por la Universidad de Barcelona, Magister en Derecho Público de la Universidad de Chile y académico de la Universidad de Valparaíso, quien abrió su discurso señalando que “hoy día empezamos a transitar un camino republicano, pero también un camino popular”.

De esta manera, la Convención Constitucional era encabezada por dos académicos de universidades públicas, instituciones que han resistido al intento de desmantelamiento de un sistema que solo ve en ellas el freno y competencia al lucrativo negocio de las universidades privadas.

En esa calidad, ambos representaban no solo el lugar donde el sentido de lo púbico ha prevalecido sobre lo privado, sino el espacio que resiste a las lógicas mercantiles; el de la ética pública y el pensamiento crítico capaz de reconectar la esfera académica con las esferas pública y política al servicio de las grandes transformaciones democráticas de nuestras sociedades.

Es por ello que ante la imposibilidad de sesionar al día siguiente en la sede de la Convención Constitucional por la desidia —sino boicot— de funcionarios gubernamentales que no habilitaron el lugar, la imagen de la presidenta de la Convención, junto al vicepresidente y al rector de la Universidad de Chile, sentados a los pies de la estatua de Andrés Bello en su Casa Central, proyectaba no solo la fuerza de una postal republicana; sino también la derrota de quienes quisieron acabar con las universidades públicas, instituciones del Estado cuyos espacios fueron puestos al servicio de la Convención Constitucional. Quizás ese 4 de julio fue el día más largo del año, especialmente para una parte significativa de la sociedad que había estado expresando en las urnas su voluntad de imaginar un nuevo país. Para todos ellos, sin duda se trata del día en que Chile empezó a cambiar de verdad.

Palabra de Estudiante. Disidencias sexuales: la deuda histórica continúa

Ad portas de un mes importante para las disidencias sexuales y de género, y ante la gran ausencia de personas trans en la Convención Constitucional, resulta fundamental reflexionar en torno a la deuda histórica para con las disidencias, sobre todo cuando en estos momentos de alta tensión y “oferta” electoral hay sectores o personas que nos utilizan como sujetos de aprovechamiento político.

Por Tomás Barrera Méndez

A semanas de una de las elecciones más importantes de los últimos 30 años, y encontrándonos en un momento histórico, inmersos en una pandemia, una crisis social y una revuelta que no ha culminado —y que dejó decenas de jóvenes presos políticos que, hasta hoy, no tienen respuesta sobre su libertad—, tuvimos la oportunidad de escoger quiénes serán las personas que redactarán la nueva Constitución, una demanda central emanada desde la ciudadanía movilizada a partir del 18 de octubre de 2019.  

Celebramos con éxito la inscripción de candidaturas provenientes de las diversidades sexuales y de género, quienes se atrevieron a asumir nuevos desafíos no solo para el cambio constitucional, sino también para disputar alcaldías y concejalías, espacios claves para la organización de los gobiernos comunales. Tras realizar un mapeo general de las candidaturas abiertamente pertenecientes a la diversidad sexual, Les Constituyentes —como se denomina el Observatorio Nacional LGBTIQ+— confirmó que el número total de ellas fue 52, lo cual habla de un avance claro en materias de participación activa en la disputa del poder. Esto evidencia, sin lugar a dudas, un progreso, pero pensamos que se debe perseguir más.

Luego de las elecciones efectuadas el 15 y 16 de mayo, y tras una derrota aplastante de la exConcertación y la derecha, que obtuvieron las cifras más bajas en estas elecciones, nos percatamos de que de las 52 candidaturas vinculadas a los movimientos disidentes, solo ocho lograron llegar a la Convención Constitucional, representando un escaso 5,2% de los escaños totales. Otro antecedente importante es que las personas trans no tendrán representación en la escritura de la nueva Constitución, lo que es un factor esencial y preocupante a la hora de plantearnos las futuras reglas que van a regir el Estado y nuestras formas de convivencia, pues una vez más, y como se ha hecho de forma histórica, las personas trans quedaremos fuera de las decisiones relevantes que nos atañen. Como si fuera poco, no solo estaremos excluídes, sino además personas cisgénero decidirán por nosotres, lo cual sigue generando un grado de marginación a la hora de enfrentar uno de los momentos más importantes que tenemos como sociedad.

Ad portas de un mes importante para las disidencias sexuales y de género, y ante la gran ausencia de personas trans en la Convención Constitucional, resulta fundamental reflexionar en torno a la deuda histórica para con las disidencias, sobre todo cuando en estos momentos de alta tensión y “oferta” electoral hay sectores o personas que nos utilizan como sujetos de aprovechamiento político. En estas circunstancias de doble marginación (ausencia y ser hablad-s por otr-s), es primordial hacer un llamado a la reflexión crítica y al ejercicio de la presión desde la población trans, para así lograr que las discusiones que hemos instalado desde las organizaciones puedan quedar plasmadas dentro de la nueva Constitución.

En junio, mes en que se conmemora en Estados Unidos el gran hito de Stonewall, no podemos dejar de recordar a Marsha P. Johnson y a Silvia Rivera, entre otras, quienes sufrieron la violencia de la policía y de grupos conservadores solo por manifestarse, exigir sus derechos y reclamar su visibilidad. Las mismas luchas que motivaron la revuelta de Stonewall siguen siendo aquellas por las que nos encontramos peleando hoy. No cabe duda de que en Chile hemos avanzado y que, a pesar de los fallos tras los que se esconden los poderes del patriarcado, contamos con la Ley Antidiscriminación y la Ley de Identidad de Género, que vienen a dignificar la vida de las personas que diariamente tenemos que vivir la exclusión.

En este mismo mes en el que nos preparamos para conmemorar fechas importantes para la comunidad LGBTIQ+, vemos con preocupación el avance de los discursos de odio que se ven materializados, por ejemplo, en el proyecto de ley ingresado por los diputados RN Cristóbal Urruticoechea y Harry Jürgensen, quienes, en plena pandemia y crisis económico-social, como si no pudieran siquiera sospechar los horrores a los que nuestra comunidad se ha visto expuesta en este escenario, propusieron prohibir el lenguaje neutro dentro de las escuelas, lo que no solo es un sinsentido dado el contexto actual, sino también constituye un acto de discriminación y transodio contra las identidades no binarias, replicando ideas conservadoras que buscan mantener la homogeneización masculina de la población.

A lo anterior, debemos sumar los problemas que han tenido personas trans al presentarse en los centros de vacunación contra el covid-19, dado que no se les ha respetado su nombre y sexo registral, a pesar de estar amparados por la Ley de Identidad de Género, fenómeno infame que hemos visto replicado incluso en las elecciones pasadas, lo que es una falta grave a su integridad.  Agregamos la denuncia que realiza el colectivo Organizando Trans Diversidades, en la que mencionan que incluso en el pase de movilidad implementado por el Gobierno esto no se ha respetado. Nuevamente, nos tenemos que enfrentar con situaciones de discriminación frente a las que el Gobierno no solo guarda un silencio cómplice, sino también elude su responsabilidad y  preocupación por el derecho a la identidad de las personas trans.

Sin duda, este es un mes en el que, a la luz de las luchas del pasado y su vigencia, continuamos reivindicando nuestra existencia como comunidad disidente sexual y de género, y afirmando que el contexto actual de profunda vulneración contra la población trans es impresentable. Esperemos que las personas electas constituyentes no nos excluyan otra vez de los espacios y no hagan oídos sordos a las demandas que desde hace años hemos impulsado, entre las que están el reconocimiento de las diversas formas de constituir familias, el derecho a la identidad de todas las personas sin exclusión, el reconocimiento del derecho a la no discriminación y a una vida libre de violencia, y el establecimiento del acceso a la educación sexual integral como un derecho clave para todas las edades.