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Recuperar la imaginación política, desapropiar la escritura constituyente

“Para que la escritura constitucional sea un espacio común entre las oralidades, con la Convención Constitucional por primera vez en la historia podemos pensar en recuperar la imaginación política. Lo que la paridad y la plurinacionalidad modifica es la posibilidad de producir un presente, pensando la escritura como una producción de maneras otras de constituir lo político”.

Por Sofía Brito

En la versión original de la Constitución de 1980, el derecho de propiedad tiene setenta y nueve incisos, forma con que se nombra a los versos en el lenguaje jurídico.

Si leemos la Constitución como un poema largo y no como ese fantasmagórico y poderoso artefacto con escudo de portada, el derecho de propiedad (19 nº24) sería la estrofa más críptica.

Para entender el lenguaje de la propiedad constitucional, habría que escudriñar en la poética sobre la propiedad de Andrés Bello en el Código Civil, y a la vez en los cuentos de terror de la Unidad Popular sobre la expropiación. Aquella época donde las campañas publicitarias hablaban del comunismo como un régimen expropiador, cuyo gobierno se llevaría la ropa, los muebles y hasta el último cimiento de las casas. El mito que sostiene la dictadura es el de las colas y las cacerolas, por todo lo que “dejaba de haber”, todo lo que “ya no se podía encontrar fácilmente”.

La promesa neoliberal es la promesa de las cosas. “Hacer de Chile un país de propietarios y no de proletarios”, decía Augusto Pinochet. Que cada persona sería capaz de obtenerlas sin depender del Estado. Donde “no todos, sino cualquiera” podría hacerse rico, donde el esfuerzo individual no tendría que mantener a nadie más que uno mismo, donde las uñas propias comenzaron a ser parte de la narrativa del individuo,  el hombre, la familia, el “bolsillo de todos los chilenos”.

Las Constituciones son libros con conceptos de textura abierta, escuché muchas veces en las clases de derecho constitucional. La vaguedad de su lenguaje y su polisemia permiten interpretaciones acordes a los movimientos y cambios sociales. En el caso de la Constitución de 1980, hubo una preocupación en esos siete años de trabajo de la Comisión Ortúzar por mantener los cerrojos de su piel azul marino para quien dijera la palabra pueblo, y una acusasión directa de terrorismo en al artículo noveno a quiénes nos nombraran como pueblos plurales. Las palabras libertad, dignidad, derechos, se mantuvieron enclaustradas en interpretaciones marcadas por ese derecho a la propiedad: el más regulado, el más importante, el más largo y específico.

Las leyes que devienen de esta cúspide normativa se han impuesto con cierta solemnidad, un fraseo formal, una estructura que nos hace reconocible el lenguaje del poder de aquella élite que acumuló sus privilegios a través del despojo y la racionalidad colonial. El primer pilar del poder constituyente dictatorial fue la defensa acérrima a esa división que asienta el derecho de propiedad basada en el miedo. Los delitos contra la propiedad siguen siendo los de mayor palestra pública e importancia en el aparataje judicial y comunicacional. Las cosas corporales e incorporales, los bienes, son lo único que ha sido llorado por el poder en este pasillo neoliberal. La pena de muerte llegó a ser justificada como “un instrumento de rehabilitación muy profunda del alma humana” por Jaime Guzmán[1]. No ha habido verdad ni justicia para las y los detenidos desaparecidos. No hay indulto para lxs presxs politicxs ni reparación por todas las mutilaciones de la revuelta de octubre. La Plaza Dignidad está cercada por un perímetro cuadrado de hierro —hoy pintado de blanco— que protege el pedestal vacío de la estatua del General Baquedano. Sebastián Piñera continúa siendo presidente.

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Desde que la revuelta social de 2019 levantó las banderas por una asamblea constituyente, he estado haciendo talleres sobre proceso constituyente y feminismos. En 2018, los momentos de escritura de La Constitución en debate eran la pausa dentro de todas las actividades, entrevistas, reuniones que requería la movilización de ese tiempo. Todos los viernes nos juntábamos en la sede de LOM, en Concha y Toro, a revisar el libro con Silvia Aguilera para conversar qué es lo que se entendía y lo que no de ese lenguaje jurídico que intentábamos traducir. Dejar de escribir en abogado habiendo estudiado derecho sigue siendo un desafío complejo. No sé si lo que el derecho le hace a la escritura sea una cuestión de endurecimiento, como señalaba Armando Uribe. Más bien creo que el problema es la performatividad leguleya, la pose de dureza que dispone la posición de faro republicano, de expertos en un lenguaje decimonónico que solo sirve/ha servido como gramática de la división de clases.

Despojarse de la poética guzmaniana de la ley es uno de los nudos democráticos de la Convención Constitucional y de quienes, desde nuestro trabajo/activismos, buscamos contribuir a ese proceso. La escritura constituyente necesita soltura de mano y lengua, acortar las distancias entre lo que con desprecio ha sido llamado coloquial, así como  eliminar los bastiones de privilegio que se asientan en una supuesta sabiduría predominante en el culto formal y han dividido estos territorios entre quienes “hablan bien y hablan mal”. La élite ha sustentado su acumulación en un poder/saber que a fuego ha redactado constituciones desde la racionalidad colonial europeizante, así con Diego Portales como con la reforma de 2005.

De algún modo, así lo intuíamos en esas jornadas de edición con Silvia. No teníamos idea que se venía un 18 de octubre, pero sí habíamos sentido con el equipo de autores esa distancia en investigaciones sobre los Encuentros Locales Autoconvocados del proceso constituyente del gobierno de Bachelet. Muchas de las y los asistentes a estos debates sentían, en algún punto, que había un saber que les había sido negado para discutir “estos temas”. El proceso constituyente de Bachelet terminó siendo desechado con el cambio de gobierno. Lo que se fraguaba en las placas subterráneas todavía no tenía tiempo, fue surgiendo desde un saber histórico, quizás, que buscaba derrocar la Constitución de 1980 desde su misma promulgación. Así que cuando la consigna por la asamblea constituyente se volvió común, nos apuramos con los últimos detalles y lanzamos el libro el 18 de noviembre de 2019, con la esperanza de poder ser una herramienta.

Desde ahí recibimos solicitudes de asambleas territoriales y cabildos para ir a explicar qué era una Constitución. Fue un desafío muy hermoso en mi propia des-abogadización pensar en metodologías que permitieran hacer nexos entre esos saberes negados con la vida cotidiana, entre nuestro cuerpo y nuestros territorios, entre nuestras relaciones interpersonales y la forma en que nos relacionamos con el Estado. Destituir la propietarización con la cual fue codificada la Constitución de 1980 en espacios locales, territoriales, vecinales. Espacios que se han pensado a sí mismos siempre como lugares aislados no-importantes para la política. El taller constituyente ha sido, sobre todo, un lugar de catarsis para preguntar(nos) cómo podrían ser las formas en que ordenamos nuestras vidas (con este acento) de otros modos. Pienso que la apertura del gran triunfo del Apruebo y la composición de la Convención Constitucional es una escritura constituyente desapropiada, es decir —como señala Cristina Rivera Garza—, una escritura cuya poética se sostiene sin propiedad, o retando constantemente el concepto y la práctica de la propiedad, pero en una interdependencia mutua con respecto al lenguaje[2].

Para que la escritura constitucional no sea un asunto de técnica o de experticia, para que sea un espacio común entre las oralidades, con la Convención Constitucional por primera vez en la historia podemos pensar en recuperar la imaginación política. Lo que la paridad y la plurinacionalidad modifican es la posibilidad de producir un presente, pensando la escritura como un trabajo, una producción de maneras otras de constituir lo político. Invitan a leer y descolonizar(nos)[3]. Invitan a repensar el lugar del representar y dar paso al presentar/estar presente, en lo que ahonda la escritora mexicana:

“Lejos pues del paternalista «dar voz» de ciertas subjetividades imperiales o del ingenuo colocarse en los zapatos de otros, se trata aquí de prácticas de escritura que traen esos zapatos y a esos otros a la materialidad de un texto que es, en este sentido, siempre un texto fraguado relacionalmente, es decir, en comunidad.”

El cuidado por la equidad territorial, la justicia epistemológica y la educación popular en la Convención tienen la potencia de hacernos construir otro espacio de lo político más allá de las cocinas o, más bien, sacar lo político de esa cocina ficcional de lo ya-hecho ya-cocinado, para revisar con ello el rol que ha tenido lo doméstico y el trabajo de cuidados.

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Pienso que no hay mejor última lectura posible para el derecho a la propiedad neoliberal que las AFP teniendo que sufrir su primer temblor en décadas. Si las ficciones que habilitó el poder constituyente dictatorial son las del miedo y la muerte, el poder constituyente de octubre cambió el sentido de las cacerolas; las disidencias cambiamos el sentido de las colas, los pueblos y pueblas son plurales, y la dignidad rayada en los muros ha transformado la de los incisos: estamos abriendo, en las resistencias, otras metáforas para constituirnos contra la precarización de la vida.


[1] Fundación Jaime Guzmán. “Jaime Guzmán, Pena de muerte”. Video en línea: https://www.youtube.com/watch?v=slEaQZONKtc

[2] Rivera Garza, Cristina. “Necropolítica y escritura”. En: Los muertos indóciles. Santiago: Los libros de la mujer rota, 2020. p. 128.

[3] La interpelación de la presidenta Elisa Loncon a la constituyente Marcela Cubillos tras semanas de acoso político colonialista, irrumpe y habilita la plurinacionalidad como modo de repensar las ficciones que se han instalado como regímenes de verdad en nuestros territorios sobre la cultura, la lengua, los cánones de belleza blancos/europeos e inclusive cuáles son las vestimentas “adecuadas” para el ejercicio de la política.