Canto a sí mismo

«Contar experiencias de género y clase en espera de que se hagan reconocibles e impacten a otres a través de una prosa transparente, de frases cortas, claras, de episodios cerrados y perfectos y un desarrollo literario lineal y previsible, ¿no es finalmente un servicio menor al discurso que se desea romper?», escribe Lorena Amaro en esta crítica a Los hombres que no fui, la última novela de Pablo Simonetti, editada por Alfaguara.

Por Lorena Amaro

Los hombres que no fui se titula la última entrega del novelista Pablo Simonetti. Su protagonista, Guillermo Sivori, es un escritor e ingeniero de familia acomodada, quien cuenta en primera persona su recorrido por el que fuera su antiguo departamento en el barrio Lastarria, en el lapso de una subasta de antigüedades. En esta escena aparentemente nostálgica –que se desarrolla ni más ni menos que el viernes del estallido social, 18 de octubre de 2019— se va encontrando con distintos personajes de su pasado, que también han asistido a la subasta, o que aparecen en el recuerdo, rememorados a través de objetos y espacios. Cada capítulo lleva por título un nombre y es en sí una evocación: “Carmen”, “Cristóbal”, “Julián”, “Luisa”, entre otros, una forma de organizar el texto bastante calculada, esquemática. También lo es el modo en que se presenta el tema de la revuelta: las pistas sobre aquel día se encuentran desde la primera página y se van completando gradual (y previsiblemente) hasta un desenlace final –único momento en que se desmarca del registro realista— en que el fragor del levantamiento acaba impactando y, a ojos del narrador, destruyendo, ese “mundo de bellas formas, tiránicas e infructuosas, de reglas inculcadas que podían llegar a ser mortales” de la élite chilena, que se ha encargado de presentarnos con todas sus mañas, rigidez e hipocresía.

El retrato de este grupo de privilegio —al que Simonetti le ha consagrado ya varios libros— busca ser balzaciano. En un par de oportunidades, su personaje reflexiona, de hecho, sobre el realismo como matriz estética e ideológica; en dos de estos pasajes metanarrativos, Simonetti caracteriza a Sivori como tallerista de Gonzalo Contreras y el vínculo se remarca en una escena en que el narrador recuerda a Contreras y Bolaño discutiendo sobre el realismo de Stendhal; el autor de Los detectives salvajes “defendía la idea de que ese estilo que tantos escritores de los noventa reclamaban como suyo no era el de Stendhal. El del francés era más sucio, menos apasionado por la verosimilitud, incluso más melodramático que cualquiera de los cultores del realismo en boga”. Sivori no plantea su posición sobre esta breve polémica (en que Bolaño parece estar poniendo toda la distancia posible, él mismo, con la “nueva narrativa” de sus coetáneos), pero, finalmente, es discípulo de Contreras. Bajo el título “Yael”, Sivori repasa su relación con esta amiga y escritora que, como él, debió vivir las humillaciones del maestro (“Contreras no la valoraba cuando comentaba sus textos”). Es interesante que, pese a que los dos advierten la homofobia, misoginia e incluso la misantropía de este autor (“Yo creo que no le gusta ningún escritor vivo. Chileno, ninguno”), recorren de su mano el camino del debut literario e incluso lo admiran. Sivori profesa la conservadora, aristocrática idea de que “el bridge, como la literatura, se aprende sobre todo a través de linajes de maestros” y Yael reconoce que Contreras es “súper buen profesor y escribe precioso”. El tiempo les permitirá profundizar en esta experiencia de discriminación sufrida por ambos, él como homosexual y ella como mujer: “Según [Contreras], al escribir sobre una minoría tan pequeña, me estaba restando de la necesaria universalidad del arte. Pero resultaba ser un argumento tramposo, porque sus historias, que yo leía con placer y que trataban principalmente de hombres heterosexuales, profesionales, escépticos, de mediana edad, de clase alta, entregados al análisis intelectual de las inclemencias de sus relaciones amorosas, no eran, en ese sentido, precisamente universales”. Lo que no considera Sivori es que la literatura es algo más que sus temas, y en su discurso siguen estando impresas las huellas del taller: Yael lo lee y ayuda con sus comentarios y él cree “hacer lo mismo por ella, y tal como ella dice, soy un astro de la verosimilitud”.

Audre Lorde planteaba, a fines de los 70, que “las herramientas del amo nunca desmantelarán la casa del amo”. Sivori se encuentra atrapado en el realismo, las prácticas y los enfoques sociales de la clase a la que pertenece. Y eso hace de su crítica a Contreras y la casta un alegato ingenuo. Sivori (¿Simonetti?) cree que él y su amiga han sido perseguidos como escritores por causa del “desprecio que sienten las élites literarias por lo femenino y lo popular, para qué decir por una forma gay de ver el mundo. Es fácil tildarnos de cursis, de siúticos, de melodramáticos, calificativos con ese resabio machista que no comprende una estética que no nazca de su forma de ver el mundo ni de su sentido del poder”. Aquí no solo la victimización —recurrente en la novela— parece desmesurada; también lo es confundir lo “popular” con lo masivo, sobre todo porque el narrador se regodea, en su registro pretendidamente crítico, en describir opalinas, muebles Napoleón III y biombos de Coromandel que no parecen nada populares. El argumento sobre el melodrama y la cursilería resulta también bastante pobre: escrituras como las de Pedro Lemebel o Manuel Puig, realmente exageradas en el uso de estos recursos, han sido muy reconocidas por esa “élite literaria” que rechaza (y probablemente siga rechazando) a Sivori, que confunde la literatura con la narración transparente e identificatoria de una experiencia, sin ver que las disidencias sexuales han urdido, a lo largo de décadas, sus propias e interesantes estéticas, lenguajes y aproximaciones a lo que llamamos con demasiada ligereza la “realidad”. Tal vez a Simonetti le ocurre lo mismo que a Sivori y cree que está proponiendo algo nuevo cuando se trata solo del realismo aprendido de su maestro heterosexual y retrógrado.

Contar experiencias de género y clase en espera de que se hagan reconocibles e impacten a otres a través de una prosa transparente, de frases cortas, claras, de episodios cerrados y perfectos y un desarrollo literario lineal y previsible, ¿no es finalmente un servicio menor al discurso que se desea romper? ¿Dónde aloja allí el riesgo, la búsqueda, la crítica del canon literario? Es interesante pensar que la “nueva narrativa” de los 90, de la que formó parte la literatura mediocre de Contreras, tenga por vástagos no a Guillermo Sivori y Yael, sino a dos súper ventas de la vida real: Simonetti y Carla Guelfenbein, quienes fueron sus alumnos. Esto no habla tanto del proyecto de Simonetti como del sobrevalorado ejercicio literario que hizo el propio Contreras, avalado, entre otros, por el diario El Mercurio. Y explica, en parte, lo que Sivori tal vez intuya, cuando recuerda la discusión de Bolaño y su maestro. El problema no es que su escritura venda mucho o sea “sentimental”, sino que su propuesta estética —su sintaxis— es anémica, modesta, precaria, porque antes de él hubo otros, como José Donoso, Cristián Huneeus o Mauricio Wacquez, que exploraron el mundo de la oligarquía con lenguajes, excesos, imágenes que se desmarcaban del repertorio habitual de la novela elitista, además de explorar desde ahí las disidencias sexuales y la “traición a la clase”, con la que fueron mucho más duros que Sivori.

Las últimas páginas de la novela lo muestran frente a la desaparición del mundo que lo despreció y lo hizo sufrir; él celebra lo que cree es el fin de ese mundo por causa del estallido y su propia revancha: “En una esquina de mi corazón, un instinto vengativo se dio por satisfecho”. La “venganza” que describe, sin embargo, es tan ingenua como su crítica social. Primero, porque ese mundo que aparentemente se desmorona ante sus ojos sigue estando allí: en Chile, desde 2019 a la fecha, no se ha tocado materialmente, aún, la estructura de privilegios de una élite. Luego, también, porque el estallido que describe Sivori es visto con los ojos de alguien muy encerrado en su propia historia y poco tiene que ver con el mundo. Poco tiene que ver con el estallido mismo, que está puesto allí a modo de metáfora, como ese departamento en el corazón de Santiago, en uno de los edificios más lujosos del barrio Lastarria.

Los hombres que no fui
Pablo Simonetti
Alfaguara
196 páginas

Sivori no intenta comprender, porque está demasiado ocupado en felicitarse, en contar su sobrevivencia de expulsado del paraíso, en preguntarse “qué forma habría adquirido mi vida de haber sido heterosexual. ¿Habría sido un hombre conservador como la mayoría de mis compañeros de universidad y mis hermanos? Lo creía difícil”. Y no para de maravillarse al tiempo que victimizarse: “Voté por el No en el plebiscito de los ochenta, cuando aún no tenía conciencia política de mi homosexualidad. (…) De haber respetado las reglas, sin duda habría ascendido más rápido en mi trabajo como ingeniero y también habría entrado en el radar de la política. Pero cuando salí del clóset, todas esas formas de poder me fueron vedadas”. ¿Fue votar por el No en 1988 un acto de radicalismo político, cuando hasta Sebastián Piñera se jacta de lo mismo? La verdad es que cuesta leer estos mundos narcisistas de la literatura chilena actual, en que los protagonistas, por alguna razón que tal vez pudiéramos achacarle al salvaje experimento neoliberal en que hemos vivido, disimulan mal su canto a sí mismos: “¿Cómo te salvaste?”, le pregunta Yael a Sivori, admirada de la resistencia de su amigo al conservadurismo. “No sé, ¿con terapia?”, le responde él, para recibir esta frase de vuelta: “Yo creo que te salvaste porque eres un huevón muy potente (…) Harto tuviste que superar y harto que has logrado”.

¿Por qué esta dificultad para salir del yo y de la autocomplacencia? ¿Qué hay, por ejemplo, de los anhelos colectivos que ese mismo día en que transcurre la novela comenzaban a manifestarse en las calles, cerca, pero a mucha distancia del narrador, lejos del mundo oligárquico y encorsetado que él describe con más fruición y nostalgia que dureza? En esta misma línea, que el narrador se presente a sí mismo y su expareja como “dos hombres malcriados” y consentidos por Luisa, la empleada puertas adentro, revela las limitaciones ya no de Sivori, sino de Simonetti, experimentado escritor de novelas que parece no ver que su lenguaje —“malcriados”, o sea niños traviesos, y no “privilegiados”— reproduce las formas elitistas de comprender el mundo de las que pretende distanciarse.

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La dictadura cívico-bestial

Ingrid Olderock: la mujer de los perros, de la periodista Nancy Guzmán, es un libro crudo, revelador y devastador, que contiene varias aristas desconocidas de la DINA, su funcionamiento y su trama, con múltiples evidencias trianguladas con nutridas fuentes documentales y orales que la autora ha indagado por años y que ha volcado en otras importantes investigaciones periodísticas sobre este aparato represivo y sus actores más brutales, como Romo. El pasado en presente.

Por Yanko González

Resulta necesario introducir este libro con un par de apreciaciones que se alejen del estremecimiento y se acerquen a ciertas cavilaciones contextuales. Creo que ello es importante en libros como este donde la barbarie y el terrorismo de Estado se revelan en su morfología microscópica y no en sus abstracciones numéricas, listados o resúmenes, que tienden a desactivar el horror. La primera consideración es entender qué sucede cuando el poder en un Estado es detentado sin contrapesos y de la forma más pura por sus fuerzas represivas. Eso es lo que ocurrió en Chile de manera más “pura” en los primeros años de la dictadura y por ello a esta fase deberíamos llamarla tiranía, especialmente en los 4 años de vigencia de la DINA al mando de Manuel Contreras. Este poder casi total, de vocación totalitaria, vertebrada de manera cardinal por la violencia, es parte de la esencia de la dictadura cívico-militar chilena en sus primeros años y ello hace que aparezcan singularidades históricas en nuestro país en el contexto continental o latinoamericano: el régimen no sólo escenifica actos juveniles nazi-fascistas en Chacarillas, sino también, como lo demuestra pormenorizadamente este libro, cuenta con “cuerpos inéditos” para materializar la barbarie, como lo fueron las brigadas femeninas de la DINA formadas y lideradas por la protagonista de esta obra, la oficial de carabineros Ingrid Olderock.

La evidencia del control cuasi total del Estado por parte de los aparatos represivos se da justamente por las aparentes extravagancias y anomalías de la dictadura. La DINA cuyo imperativo —impuesto por el propio Contreras según documenta Nancy Guzmán— era contar entre sus filas con “prostitutas, ladrones y asesinos”-, releva a las mujeres en un rol inédito, incubando en el régimen una paradoja sólo posible cuando la política y su sustrato ideológico quedan subordinadas a una violencia que, como en el nazi-fascismo, su superficie es “racional”, maquinal, calculada, industrial, pero deviene casi en simultáneo en desvarío bestial y, como sabemos por Hannah Arendt, en la extensión de la “banalidad del mal” que en el caso de Ingrid Olderock toma una fórmula discursiva recurrente: “hacían —dice ella, refiriéndose siempre a los otros colegas de la DINA— muchas tonteras”. “Tonteras” es la nomenclatura que cobija aquí la banalidad del horror. Ahora bien, esta banalidad y desvaríono sólo bestial sino megalómano en el caso de Manuel Contreras que se veía como paladín anticomunista de rango mundial- conduce a una dictadura androcéntrica y patriarcal, que privilegiaba a los varones tanto en la militancia como en la dirección de casi todas sus orgánicas políticas y estatales (para las mujeres estaba la Secretaría Nacional de la Mujer o CEMA Chile), a ocupar mujeres para lo que, en su propia óptica, por “su naturaleza” no habían sido creadas. Para el régimen la mujer en cuanto madre y esposa será “la roca espiritual de la patria”, como lo plantea la Junta de Gobierno en su Declaración de Principios de 1974 y, en términos políticos, a lo más una trinchera civil dada su “especial sensibilidad” a los discursos de orden. De ahí que la dictadura promoverá sistemáticamente su subordinación a través de la imagen de madre y voluntaria, apartándola del binomio público-político entendido por la dictadura como “naturalmente” masculino. Aunque en el libro de Nancy Guzmán se pudiese colegir que las formas de “uso” de estos cuerpos femeninos como armas represivas vienen a reforzar -por su lugar en el campo de fuerzas de poder al interior de la DINA o su gravitación operacional- la subordinación de la mujer en el esquema ideológico del régimen, creo que lo que prima es precisamente -de ahí la paradoja- la contestación contradictoria y obviamente instrumental al predicado androcéntrico. Y ello es atizado por la profundidad alcanzada por la DINA como órgano todopoderoso que se solidifica con el mando de todas las unidades de inteligencia de las ramas de las fuerzas armadas hacia abril de 1974, es decir, muy tempranamente. Ahí es donde la temperatura totalitaria se incrementa a la par que el “todo vale” en pos del exterminio, incluyendo el uso de perros para consumarlo. En ese sentido el binomio “mujer y perro” son menos una metáfora que una hipérbole del desvarío omnímodo: no hay distinción entre lo sagrado (“la mujer”) y lo profano (“el perro”), se difumina todo tabú y límite cultural. Mujer y perro son instrumentos vaciados de sentido para ejecutar el tormento. El monopolio que ejerce la bestialidad explica también —como lo testimonia la propia protagonista— el salvajismo y torpeza de los integrantes de la DINA. Nany Guzmán da varias pruebas de ello. Son sujetos cuya maldad nubla más que aclara su “inteligencia”, como en sus acciones en Madrid y en varios países de Europa, donde la entidad operó a sus anchas y varias de las mujeres se convirtieron, en este todo vale, en “lanzas” internacionales. Trances donde Olderock —sin nunca reconocerlo— amplifica su sombra, transformándose en verdugo y martirizadora de su propia hermana y junto a su perro Volodia y todas sus subordinadas, en torturadoras brutales. Lo curioso —y este libro es clave en ello— que los sesgos, vacíos y omisiones sociohistóricas con respecto a las actorías femeninas alcanzan tal nivel de amplitud y calado en nuestro país, que las mujeres en tanto colectivo “asociativo” han sido omitidas hasta en el protagonismo de la barbarie.

Ingrid Olderock. La mujer de los perros
Crónica sobre la mujer más poderosa y brutal de la DINA

Nancy Guzmán
Montacerdos, 2021 (reedición)
272 páginas

Un segundo elemento clave en este libro y que creo no puede obliterarse a la hora de situarlo, son los alcances que adquiere el apellido de la dictadura chilena: cívico-militar. En esa adjetivación se tiende a asociar la responsabilidad del terrorismo de Estado y la “mano dura” —como el puño de la DINA— a lo “militar”, al mundo castrense, y la dominación política, ideológica, económica o “complicidad pasiva”, se reserva a los civiles, particularmente a la derecha civil. Este libro de Guzmán es especialmente llamativo por desclasificar los modos de reclutamiento y características de las integrantes de esta banda de asesinas y torturadoras: prácticamente ninguna pertenecía a las fuerzas armadas, de hecho, prácticamente todas habían sido rechazadas en sus procesos de postulación años antes (de ahí que estaban en las bases de datos de las fuerzas armadas y permitieron su enrolamiento). Por lo que tenemos vecinas, estudiantes y “dueñas de casa” arrojadas en pocas semanas y con escaso entrenamiento, a exterminar. Las consecuencias son obvias: su poderoso nuevo estatus reproduce en ellas el desvarío totalitario y protagonizan todo tipo de actos de salvajismo y delincuenciales sin freno alguno. De ahí que, por cierto, la chilena es una dictadura cívico militar, pero donde la barbarie la consumaba también y activamente, la civilidad. Y más allá, documentado el uso de otras especies no humanas para amplificar esta barbarie, cabría agregar a lo militar, lo de “cívico-bestial”, para apellidar la dictadura.  

Ingrid Olderock: la mujer de los perros, es un libro crudo, revelador y devastador, que contiene varias aristas desconocidas de la DINA, su funcionamiento y su trama, con múltiples evidencias trianguladas con nutridas fuentes documentales y orales que Guzmán ha indagado por años y que ha volcado en otras importantes investigaciones periodísticas sobre este aparato represivo y sus actores más brutales, como Romo. El pasado en presente (reeditado igualmente por Montacerdos). La crudeza y el estremecimiento, como el lector imaginará, están presenten de manera inevitable a través de las voces de las víctimas de Olderock. No obstante, no hay aquí atisbo de espectacularizar el dolor para comunicarlo. Una prosa viva, pero nunca efectista ni aséptica, logra narrar el horror imbricado a la factualidad de la historia y junto a ello, expone —mostrando la cocina de la investigación y el proceso escritural— la relación que establece la periodista con la protagonista. Más allá del apego irrestricto de los predicados éticos del periodismo, las simetrías y asimetrías de poder, el miedo, las sospechas y las confianzas, el trabajo de Guzmán convierte cada encuentro con “la mujer de los perros” en un intercambio cuya coreografía está sujeta por un guion que literalmente es dramático: vívidamente tensa, por momentos crispada y peligrosa y en algún momento con un revolver cargado sobre la mesa. Las relaciones con este tipo de testigos son siempre paradójicas pues lo que se comunica es lo que se niega, la mudez es más significativa que el habla. La amnesia no supone olvido, sino la voluntariedad del olvido y lo que se sugiere gestualmente es igual o más importante que el discurso que se escucha, en tanto anuncia lo indecible. Es ahí donde el brillo de Guzmán como narradora reluce y es capaz no sólo de ser un espejo de la realidad contada, sino una ventana que nos abre y sugiere mundos, opacos, retorcidos y mudos, a través de la protagonista.


El autor agradece a Newsletter, de librería Qué Leo Valdivia.

18-O: De la esperanza a la regresión autoritaria

A dos años del 18 de octubre, “estamos en una situación donde se dan los elementos propios de las nuevas formas de autoritarismo”, advierte Claudio Nash, quien recuerda que de las más de 8.827 denuncias de violaciones de derechos humanos por parte de agentes militares y policiales, solo se han dictado cuatro condenas. Según el académico, doctor en Derecho y coordinador de la Cátedra de Derechos Humanos de la Universidad de Chile, luego de la revuelta social, y en medio de la pandemia, ha habido “una evidente afectación de la calidad del régimen democrático” y un regreso de la impunidad en el país. De aquí, afirma, que el proceso constituyente sea una esperanza para fortalecer la institucionalidad democrática.

Por Claudio Nash

En las líneas que siguen, busco realizar un breve repaso por una serie de hechos que configuran una peligrosa regresión autoritaria en Chile a partir de las movilizaciones sociales de octubre de 2019.

Recordemos que, por décadas, la transición a la democracia en Chile ha sido considerada un referente de “transición ejemplar” desde una dictadura cívico-militar que horrorizó al mundo (1973-1990) a una democracia próspera que, para muchos, era un modelo digno de imitar (1990-2019), o lo que el propio presidente Sebastián Piñera, en octubre de 2019, denominaba un “oasis” latinoamericano.

Por ello, el estallido social del 18 de octubre de 2019 (18-O) es el hecho político y social más relevante desde el fin de la dictadura cívico-militar. Como recordamos, con motivo de un alza marginal en el pasaje de la movilización pública, se inician una serie de actos de protesta que derivan en un proceso de revuelta social que puso en jaque al sistema heredado por la dictadura (“No eran 30 pesos, eran 30 años”).

La respuesta fue una brutal represión y la criminalización de la protesta social con prácticas de violaciones de derechos humanos propias de una dictadura. Así, Chile volvió a impactar al mundo con imágenes de militares reprimiendo a personas indefensas, la policía deteniendo a miles de personas que se manifestaban pacíficamente, cientos de denuncias de torturas y vejámenes sexuales y lo que impactó en todo el mundo: la denuncia de un uso indiscriminado y criminal de escopetas de perdigones, bombas lacrimógenas y armas químicas que ocasionaron sobre 460 casos de daño ocular, incluidas dos personas que quedaron con ceguera permanente. El horror se volvió a instalar en nuestras calles.

En ese contexto, lo que podía haber sido una acción aislada del gobierno para mantenerse en el poder y defender el modelo económico, político y social impuesto en dictadura, y sostenido durante

Protestas de diciembre de 2019. Crédito: Felipe PoGa

En efecto, el poder legislativo renunció a controlar eficazmente al poder ejecutivo y no solo rechazó el juicio político al presidente Piñera, al Intendente de la Región Metropolitana (quien impuso una política de “Tolerancia Cero” en el entorno de la Plaza de la Dignidad, epicentro político en Santiago), al ministro del Interior, Víctor Pérez (por discriminar políticamente las manifestaciones de opositores y aliados); sino que se sumó a un acelerado proceso de legislación para fortalecer la criminalización de la protesta, aprobando —en medio de una brutal represión— una ley que permitía una profundización en la respuesta punitiva ante la revuelta social (ley antibarricadas). Todo ello, en un contexto donde diversos informes internacionales daban cuenta de la brutalidad de la situación de derechos humanos en Chile.

Por su parte, el poder judicial, llamado a ser una barrera infranqueable ante la violencia ilegítima del Estado, también se alineó con la política de represión. Los tribunales superiores rechazaron sistemáticamente las acciones constitucionales para la protección de derechos humanos; los tribunales penales han sido muy duros con la persecución de quienes protestaban y muy débiles con quienes violaron derechos humanos. En esta misma línea, el Ministerio Público ha sido objeto de críticas muy severas por la falta de oportunidad, eficacia y rigurosidad en la investigación de estas violaciones. Así, a dos años del 18-O, de las más de 8.827 denuncias de graves violaciones de derechos humanos por parte de agentes militares y policiales, solo se han dictado cuatro condenas. La impunidad se volvió a imponer en Chile.

Es en este contexto que la pandemia del covid-19 vino a transformarse en una aliada inesperada para el gobierno. Por una parte, la población tuvo que encerrarse para cuidar la salud y, por tanto, las protestas sociales se detuvieron; por otra, la necesidad de adoptar medidas de emergencia frente a la crisis sanitaria le permitió al gobierno profundizar la tendencia autoritaria en el país, como quedó en evidencia con la concentración del poder en el Ejecutivo (estado de excepción constitucional de catástrofe), con la desaparición de los controles interinstitucionales y con el manto de impunidad con que se cubrieron las violaciones de derechos humanos.

Un claro ejemplo de la forma en que la pandemia se vino a sumar a las tendencias autoritarias es la situación respecto del pueblo mapuche. El estado de catástrofe le permitió al Ejecutivo sacar a los militares a las calles con fines de orden público. Así, desde febrero de 2021 implementaron “patrullajes conjuntos” en la zona de mayor conflicto entre el Estado y las comunidades mapuche. Esta medida se adoptó sin posibilidad de control político ni judicial, y sin necesidad de concretar la reforma constitucional que se tramita en el Congreso sobre el rol de la FFAA en la custodia de “infraestructura crítica”. Además, a dos años del 18-O, el gobierno ha decretado un estado de excepción constitucional de emergencia para el Wallmapu, única forma de mantener a los militares en labores de orden público una vez levantado el estado de catástrofe por la pandemia.

Otro ejemplo es la respuesta ante la crisis migratoria en el norte del país, que también es represiva. Por cierto, las imágenes de deportaciones colectivas de migrantes y la violencia contra refugiados venezolanos en Iquique quedarán en la historia del racismo y la violencia en Chile. Esta crisis humanitaria, la falta de política estatal y la violencia desatada son elementos que dan cuenta de un proceso de degradación política y moral, cuyas consecuencias aún no podemos dimensionar en toda su magnitud.

Ante cualquier atisbo de que las manifestaciones públicas puedan volver a las calles, el gobierno reacciona con la misma violencia que lo hizo en 2019; al mismo tiempo, el Senado sigue dilatando una solución política a la situación de los presos políticos de la revuelta popular.

En síntesis, represión y criminalización siguen siendo la respuesta ante las crisis del modelo.

Estamos en una situación donde se dan los elementos propios de las nuevas formas de autoritarismo en la región. En efecto, ya no es necesario un golpe de Estado para imponer por la fuerza un modelo económico, político y social rechazado por la ciudadanía. Actualmente, lo que priman son formas autoritarias que coexisten con el régimen formalmente democrático, donde se ve afectada de manera seria la dinámica institucional, sin controles interinstitucionales, sin garantía efectiva de derechos humanos y con un discurso cada vez más agresivo de las autoridades, con una evidente afectación de la calidad del régimen democrático.

Crédito: Felipe PoGa

En el caso chileno, no podemos desvincular la actual regresión autoritaria de las prácticas violatorias de derechos humanos ocurridas en dictadura. Ciertamente, en el régimen militar las violaciones graves, generalizadas y sistemáticas de derechos humanos fueron parte esencial de la imposición de un modelo de sociedad fuertemente ideologizado (neoliberalismo económico, autoritarismo político, individualismo cultural y corrupción estructural). En el marco del 18-O y la pandemia, queda en evidencia que las violaciones de derechos humanos han sido usadas para defender el modelo amenazado por la ciudadanía movilizada. Así, el autoritarismo siempre ha estado al servicio de un modelo abusivo, discriminador y corrupto.

Este escenario desolador explica por qué el proceso constituyente sea visto como una luz de esperanza para detener la regresión autoritaria a través del fortalecimiento de la institucionalidad democrática. Ciertamente, el resultado más visible del proceso de revuelta popular en Chile es haber dado paso a un proceso constituyente tendiente a sustituir la Constitución impuesta por la dictadura (que sintetiza el modelo vigente), por una nueva discutida en forma democrática, paritaria y con representación de los pueblos originarios.

Entonces, el gran desafío de la Convención Constitucional es proponer al país una Constitución fundada en el pleno respeto y garantía de los derechos humanos. Para lograr dicho objetivo se debe asumir la profundidad del autoritarismo que impregna la institucionalidad vigente y proponer un diseño político que permita su superación a través de una mayor participación social, controles interinstitucionales efectivos y mecanismos eficaces de protección de derechos humanos.

En síntesis, luego de las expectativas abiertas por millones de personas en las calles durante la primavera de 2019, vivimos un proceso de regresión autoritaria frente al cual el proceso constituyente es nuestra esperanza, pero nada asegura su éxito sin un pueblo movilizado tras la deliberación constitucional.

El “oasis” del que se ufanaba el presidente Piñera en 2019 parecía estar envenenado, pero aún hay esperanza de limpiarlo y hacerlo accesible para todes y no solo algunos.

Las humanidades y la universidad

«Estamos conscientes de que en este clima utilitarista y funcionalista vinculado de alguna manera a la globalización, resulta difícil —pero no imposible— recrear o actualizar la idea clásica de universidad, en que las humanidades desempeñaban un rol importante como mediación de distintos saberes y de la educación», escribe Bernardo Subercaseaux, quien plantea, además, que «debemos tal vez reflexionar si no resulta necesario repensar las humanidades y lo que entendemos por ellas en un contexto en que se está redefiniendo lo humano y su rol en relación a su entorno viviente».

Por Bernardo Subercaseaux

El pasado y la tradición clásica

Cuando José Martí, pensando en las culturas precolombinas, escribió «nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra»[1], expresaba la voluntad de una epistemología del sur pero no una realidad operante. Las humanidades y la universidad en que nos hemos formado son, en su origen, herederas de Grecia y del humanismo renacentista, de esa corriente intelectual y de pensamiento que emergió en Italia en el siglo XV y no tardo en expandirse por España y Europa en el siglo XVI, tanto en las Universidades como en las Cortes y en sectores de la propia Iglesia. Corriente que tomo distancia del escolasticismo y de las letras sagradas concebidas dogmáticamente, interesándose por la Studia Humanitatis, por los estudios clásicos, las artes liberales, la filología, la retórica, la historia y la filosofía moral. Estudios que no solo tenían el propósito de revivir un pasado, sino de reactivar una autonomía que permitiría al ser humano observar la naturaleza y a sí mismo, insertándose en la historia y convirtiendo a ambas en su reino. De allí la influencia en las Cortes, en la nobleza pensante, en la ciencia y en las Universidades, sobre todo hasta el Concilio de Trento, efectuado entre 1545 y 1563.

De esa tradición —con un sesgo crecientemente secularizante— es heredera la Facultad de Filosofía y la Universidad de Chile, de una concepción de las humanidades como un conjunto de saberes que miran y teorizan lo irreductiblemente humano, que se instalan por así decirlo en aquello que lo define como tal: su lenguaje, su pensamiento, su vivencia de la temporalidad, su proyección futura, su vocación de trascendencia y de belleza, sus creencias y su libertad. En la tradición alemana se habla de «ciencias del espíritu», ciencias que implican una comprensión más que una mera descripción o un inventario, disciplinas en que predomina la hermenéutica autorreflexiva sobre los meros datos. Tradicional y disciplinariamente se configuran en filosofía, historia, literatura, lingüística y lenguas clásicas. También en educación en el sentido de paideia. No se trata de un canon fijo, hoy día se le suman los estudios de género, de la comunicación, de los medios y de distintas áreas regionales e identidades culturales, en una perspectiva interdisciplinaria con las ciencias sociales

A través de estas disciplinas y subdisciplinas las humanidades enseñan a pensar y a expresarse, a pensar críticamente y con creatividad. A diferencia por ejemplo de la ingeniería o de la medicina, que son áreas performativas, que valen en la medida en que contribuyen a sanar enfermos o a construir puentes (que no se caigan), las humanidades en cambio se bastan a sí mismas y desde ellas hacen más personas a las personas y más ciudadanos a los ciudadanos.

En la Revolución francesa, alimentada por el Iluminismo, se cierran las facultades del Antiguo Régimen y pierde fuerza la Iglesia Católica en todos los niveles de la educación. A comienzos del siglo XIX, Napoleón, como emperador, y honrando l’État c’est moi, crea un modelo de universidad que se conoce como universidad napoleónica y que se materializa hasta hoy día en las «Ecole Normal Superiereure». Modelo que no corresponde a una universidad generalista sino a unidades que se focalizan en la formación de profesionales, modelo que en cuanto a ingreso de estudiantes opera selectivamente y que depende completamente del Estado. Tiene como propósito la formación de profesionales al servicio de la nación. Con este modelo se instala entonces como eje la relación entre Universidad y Nación. En sus inicios el modelo prescribía la filosofía y el pensar critico dejando en un lugar irrelevante a las humanidades, lo que con el tiempo fue modificándose, abriéndose parcialmente al pensar y a la filosofía. Entre otros, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Albert Camus estudiaron en estas grandes Écoles, que dependían y dependen todavía en todos sus aspectos del Estado.

Paralelamente, y a contrapelo del modelo napoleónico, se instala en Alemania, a comienzos del siglo XIX otro modelo: la universidad humboldtiana, llamada así por el rol que cumplió Wilheim Von Humboldt creador de la Universidad de Berlín (1810) y hermano del naturalista. Este modelo privilegia la libertad de cátedra, el seminario y la ciencia, e incorpora la conferencia como modalidad de docencia. Desempeñan un rol protagónico prestigiosos profesores a través de sus seminarios. Se trata de revivir la unidad del saber dando un rol central a la filosofía, considerando a profesores y alumnos como una comunidad de investigación en pro del conocimiento y la ciencia. Un modelo que establece una vinculación estrecha y permanente entre investigación y docencia, y en que las humanidades juegan un rol relevante. Se trata de superar el modelo napoleónico en que las facultades y los saberes focalizados en la formación de profesionales pierden comunicación entre sí, y en que la filosofía deja de ser la mediadora intelectual entre las ciencias, de este modo el modelo alemán se diferencia del napoleónico en que la ausencia de investigación fue reemplazada por una enseñanza utilitarista casi exclusivamente enfocada a la vida profesional. Humboldt propicio también la idea de que la institución universitaria debía ser apoyada por el Estado, pero sin que este interviniera en sus asuntos internos. La autonomía contemplaba que cada Facultad eligiese a sus catedráticos y pudiese decidir sobre la creación o supresión de materias de estudios, formación de institutos etc. El modelo de la Universidad Humboldtiana contó entre otros con el apoyo de Kant, Hegel, Humboldt, Fichte, Shelling y Schleimacher, y no tardo en expandirse en las universidades alemanas.

El modelo anglosajón fue y sigue siendo más ecléctico y menos rígido, permite una continuidad entre las humanidades y las ciencias básicas, fue el que conoció de primera mano Andrés Bello y que está sintetizado en su dictum «todas las verdades se tocan». Para Bello, las humanidades «son preparativos indispensables para todas las ciencias y para todas las carreras de la vida». En base a estas tradiciones, la élite ilustrada decimonónica creó en 1842 la Universidad de Chile, como una institución de élite y en la perspectiva de una visión de la nación de tinte oligárquico y excluyente, permeada por el iluminismo y los intereses del sector dominante de la sociedad decimonónica. Durante el rectorado de Ignacio Domeyko (1867-1883) la institución se inclinó al modelo napoleónico. Más tarde, en las primeras décadas del siglo XX, en una combinación de espacios humboldtianos y napoleónicos que continúa hasta hoy día, la Universidad fue sin embargo porosa a los cambios que se estaban produciendo en la sociedad y a nivel internacional, un contexto en que se fue ampliando el concepto de nación a sectores medios y populares, clima que incidió en la creación de la FECH en 1907, en la Asamblea Obrera de Alimentación Nacional (conformada por obreros y estudiantes, 1918-20) y en órganos de comunicación como la revista Claridad (1920).

El presente

Somos herederos de estas tradiciones y de este pasado, con sus altos y bajos, pero con un cambio significativo, el eje institucional ya no es universidad y nación, ese eje esta hoy mediado por otro que opera casi como un tirano: universidad y mercado, terreno en que las humanidades son prácticamente concebidas como un ornato, un ámbito en que incluso la educación suele ser enfocada en términos tecnocráticos (el Mineduc y la Reforma del Curriculum de Comunicación y Lenguaje, los intentos de eliminar Filosofía). También, paralelamente, asistimos a un contexto de cambios históricos y culturales marcado por dos fenómenos:

1. El rol y significación creciente que tienen las nuevas tecnologías, tecnologías que implican nada menos que una transformación en las relaciones de tiempo y espacio. Ello incide en las estrategias y métodos de enseñanza—aprendizaje tanto en los niveles formal como informal, piénsese en la educación a distancia y en las humanidades digitales que ya constituyen un campo académico, y también en fenómenos psico sociales como el fomento de la impaciencia desde niños a adultos. Tecnologías que posibilitan un Estado evaluador que operacionaliza un escrutinio y control permanente en los procesos administrativos y de gestión (mirando de preferencia los números) con especial dedicación a las universidades públicas. Se trata además de un ámbito propicio para aplicar concepciones del management empresarial, concepciones cuantitativas y burocráticas de la administración universitaria, (¿no les suena acaso el concepto de accountability o de rendición de cuentas?), un proceso en que importan estándares e indicadores numéricos que certifican la calidad o excelencia, y acreditan la mercadería con fecha de vencimiento (como un yogurt)[2], dejándola apta para circular en el circuito de intercambio de equivalentes en que se ha convertido el sistema universitario, parámetros que tienden a castigar a los sectores menos funcionales en la perspectiva de una industria académica, entre los cuales se encuentran las humanidades. Una industria que como en toda industria importan sobre todo la situación contable y los ritmos de producción.

Las nuevas tecnologías proveen fórmulas para la tecnocracia vigilante de la universidad, tanto por el Estado (sistemas de acreditación, rendición de cuentas a la Contraloría[3]), como de la propia universidad (autoevaluación, planes quinquenales de desarrollo y otros), lo que se traduce en formularios y requerimientos burocráticos en que los profesores ocupados como están en responder eficientemente, van dejando de lado los espacios de intercambio académico formales e informales, que eran una de las características más estimulantes de la vida universitaria. Estos sistemas de escrutinio, vigilancia y control que inciden en la mercantilización del trabajo académico, implican la pérdida de autonomía de la Universidad con respecto al Estado y, lo que es más grave, un menoscabo de la lógica académica. El afán que busca medirlo y regularlo todo proviene de una lógica de ingeniería social, desde un Estado que en el caso chileno se declara subsidiario, pero que por otro lado se supone supremo planificador de la sociedad, garante de conseguir los aplausos de la globalización (la OCDE, el Banco Mundial, PISA), parámetros enrielados en un predominio del economicismo respecto al cual persiste la duda si ideológicamente es aséptico y neutral. Son indicios de la injerencia de la mentalidad empresarial en la educación y en particular en la universidad tanto en las privadas como en las públicas. Un contexto en que los alumnos son considerados por la administración como clientes, y en que queda poco de la idea intelectual humanista de esa institución.

Cabe señalar que no poca responsabilidad en lo que acontece tenemos los propios académicos, que como mansos borregos o por acomodarnos, aceptamos acríticamente lo que proviene del Estado o de las autoridades universitarias. Nuestras autoridades se hincan ante la OCDE o Bolonia, o ante dudosos rankings internacionales o ante agencias de indexación de revistas que son grandes empresas mercantiles. Aceptamos, por ejemplo, y empezamos a operar con el criterio de las competencias proveniente de Bolonia o con la idea de acortar las carreras, con mandatos de modalidades de evaluación y autoevaluación que vienen desde arriba hacia abajo, métodos que según algunos colectivos tienen un sesgo de autoritarismo patriarcal, aceptamos todo sin que como académicos hayamos tenido el espacio para deliberar serenamente acerca de los pro y los contra de esos lineamientos[4].

Estamos conscientes de que en este clima utilitarista y funcionalista vinculado de alguna manera a la globalización, resulta difícil —pero no imposible— recrear o actualizar la idea clásica de universidad, en que las humanidades desempeñaban un rol importante como mediación de distintos saberes y de la educación. Probablemente, tendremos, a lo más, que conformarnos con «Un café para Platón», como reza la canción de Fernando Ubiergo. Y esto a pesar de que, como señala Martha Nussbaum, la largamente despreciada educación humanística de la universidad resulta hoy día poco menos que imprescindible para la supervivencia de una sociedad democrática global.

2. El segundo fenómeno, va más allá del ecosistema académico aliado a las nuevas tecnologías, al accountability, y a las leyes de educación superior desde 1980. Apunta a una redefinición de lo humano, redefinición que implica tal vez la necesidad de repensar y actualizar las humanidades, que en su origen, como señalamos, se centran en lo más propiamente humano, insertadas por ende en una concepción en que subyace el antropocentrismo. Hoy día en el contexto del cambio climático de signos apocalípticos, cambios producidos por el ser humano, hay un nuevo sujeto que entra en escena: nos referimos a la vida no humana. En varios planos estamos transitando desde un pensamiento humanocéntrico a un pensamiento biocéntrico, en que la naturaleza y los demás seres vivos se han constituido en un actor clave, de allí el posthumanismo y la ecocrítica, corrientes intelectuales y de pensamiento que plantean una crítica al antropocentrismo, y que están hoy instaladas en el pensamiento filosófico. Se trata de corrientes que plantean un cambio de paradigma y un nuevo «nosotros» que incluye a todo lo viviente. Ideas que ya están circulando en el ambiente académico e incluso en algunos departamentos de filosofía, como los de la USACH y la PUC (seminarios sobre la filosofía animal y el realismo especulativo, respectivamente), pero que también subyacen en el menú vegano de nuestra facultad.

Todo lo cual tiene consecuencias o está teniendo consecuencias fundamentales para el conocimiento, pues se presume que nada puede seguir siendo pensado desde el eje de una soberbia humana que con fines utilitaristas opera como soberana en relación a una naturaleza y un mundo animal pasivos y a su disposición[5]. Se piensa que el ser humano si quiere vivir en un planeta sustentable no puede seguir habitando como dueño y señor absoluto de su entorno. Se trata de un tránsito de lo humanocéntrico a lo biocéntrico, visión que privilegia la vida en todas sus expresiones, perspectiva que por lo demás coincide con la cosmovisión mítico—poética de los pueblos originarios en que humanidad, naturaleza y animalidad vendrían a ser una y la misma cosa.

Como dice el paleontólogo y biólogo Stephen Jay Gould «la revolución de Darwin se completará cuando nos hagamos cargo de la no predictibilidad y la no direccionalidad de la vida y cuando tomemos en serio eso de que el humano es solo una minúscula brizna, recién nacida ayer, en el enorme árbol de la vida», a riesgo de la destrucción del planeta. El posthumanismo es, en síntesis, un nuevo modo de pensar que surge luego de una toma de consciencia de las represiones culturales y de las fantasías propias del humanismo y su concepción teleológica del progreso, un modo de autoconciencia histórica que relativiza y critica la soberbia humana sobre todo lo viviente.

Frente a esta corriente de posthumanismo hay, sin embargo, otra, que a diferencia de la anterior, en lugar de criticar al antropocentrismo lo glorifica, destacando al humano como creador de nuevas tecnologías, de la inteligencia artificial, de la nanotecnología, de la genética y de la robótica, un humano capaz de crear computadoras cuánticas que pueden hacer todo lo que el hombre puede y no puede, incluso mediante la biotecnología y la genética crear nada menos que una nueva vida[6]. Lo que nos importa es que ambas direcciones del pensamiento posthumanista implican una redefinición o al menos una ampliación de lo humano.

Paralelamente, asistimos a una ampliación subterránea del círculo de la empatía, a una pugna cultural y de ideas en que crece el pensar y el ponerse solidariamente en el lugar del otro, sean mujeres, LTBG, pueblos originarios, discapacitados, adultos mayores, enfermos crónicos que quieren la eutanasia, niños, animales y naturaleza. Por otra parte, como dice Peter Sloterdijk, teniendo en cuenta la banalización de la cultura proveniente de las industrias culturales, el humanismo clásico —en tanto modelo educativo vinculado al ideal de una cultura letrada— carece hoy de vigencia, debido a la omnipresencia de la cultura de masas, de la imagen y de la informática. La lectura letrada —afirma Sloterdiijk— ya no es el paradigma de la cultura.

Cabe preguntarnos, considerando este contexto, si acaso lo reconocemos como parte de la escena contemporánea global, un contexto que sopla desde el norte y del que nos hemos apropiado, y que de alguna manera estuvo incluso presente en la revuelta social del 2019 (banderas ambientalistas, animalistas, feministas, de género y mapuche). Si es así, debemos tal vez reflexionar si no resulta necesario repensar las humanidades y lo que entendemos por ellas en un contexto en que se está redefiniendo lo humano y su rol en relación a su entorno viviente. A fin de cuentas, el concepto de lo humano es un concepto histórico y abierto, que con el tiempo ha venido siendo redefinido en sintonía con los cambios de época y las distintas tradiciones culturales.

El futuro

Con la universidad transformada en una suerte de industria académica, y con la crítica a la máquina antropocéntrica o su glorificación a lo Yuval Noah Harari

(De homo sapiens a Dioses), el futuro es algo incierto, está por ser pensado, mirando hacia atrás y hacia adelante sin anteojeras (si es que ello es posible). Tal vez lo primero que cabe es analizar y diagnosticar la situación en que estamos insertos tanto a nivel de universidad como de país. Entender qué significa, cuáles son los pro y los contra de que la universidad y el sistema de educación superior se hayan enrielado en los parámetros de la industria académica; entender que no se trata de volver atrás a la universidad elitista en que algunos de nosotros nos formamos (en que apenas había alrededor de 130 mil alumnos) , entender —con mirada crítica— que la universidad de hoy opera como una multiversidad, con unidades o facultades sujetas a distintos propósitos, una institución de masas, que responde al mercado o a lo que algunos autores llaman el «cuasi mercado», apuntando con este concepto a las demandas y exigencias del Estado[7]. Pero también, a pesar de las críticas que podamos tener sobre esa realidad, en Chile ella ha permitido el ingreso de cientos y miles de alumnos de sectores populares que por primera vez tienen acceso a la universidad. Entender también que la concepción clásica de las humanidades aunque de alguna manera en ciertos aspectos sigue vigente («Un café para Platón»), está tal vez pidiendo un aggiornamento que nos permita defender mejor el valor de su impronta en la formación de personas y ciudadanos, articulando el cosmopolitismo con lo local y la diversidad cultural.

Resulta necesario, entonces, preguntarnos si acaso no se requiere reactualizar nuestra concepción de las humanidades y ponerla al día, en sintonía con una redefinición de lo humano en curso. Pensar que hay que derrumbar al capitalismo y a la lógica de mercado para que el asunto deje de ser incierto y la universidad recupere su autonomía y prevalezca una lógica académica, aparece como una utopía de difícil tramité. Más bien lo posible es la estrategia del Caballo de Troya, erosionar lo operante aprovechando los espacios y contradicciones que conlleva el sistema. Cabe señalar que las universidades en el sistema socialista eran —o son aún— probablemente menos autónomas en el plano académico de lo que son, por ejemplo, en los Estados Unidos. No es casual que intelectuales críticos significativos como Foucault, Derrida, Zizek y Said, afines al Caballo de Troya, hayan elegido pasar años importantes de su trayectoria académica en esas universidades (situadas en el corazón mismo del capitalismo). Escuchar también lo que nos puede decir Judith Butler al respecto. En fin, como dice el verso de Antonio Machado, «caminante no hay camino, se hace camino al andar». Un andar que en este caso implica pensar, debatir, confundirnos y aclararnos, pero también actuar.


[1] “Nuestra América” 1891.

[2] Véase Bernardo Subercaseaux «Una agencia de acreditación que necesita acreditarse» El mostrador, 2019

[3] Las Universidades públicas tienen en este sentido un control mayor que las privadas.

[4] Me pregunto si no ha ocurrido esta carencia de conocimiento y deliberación participativa serena y adecuada  con el Modelo Educativo que acaba de estrenar la Universidad, U. de Chile 2021. Conocemos solo una encuesta que llegó como muchas desde la Casa Central, pero nada más.

[5] Jóvenes desafían a huasos entaquillados en defensa de vacunos en pleno rodeo, en España, en algunas autonomías se restringe o prohibe el toreo.

[6] En Chile, en cuanto a medicina, estas novedades operan solo en las clínicas privadas del barrio alto, en la salud pública la espera para una simple operación de cadera es hoy, a causa de la pandemia, —según el Minsal— de 560 días.

[7] Carlos Hoevel La industria académica . Las universidades bajo el imperio de la tecnocracia global, Editorial Teseo, Buenos Aires, 2021.

Guatero espacial. Un manual para el arte contemporáneo

La exposición “Museo en Campaña”, que hasta el 31 de octubre estará en la Galería Gabriela Mistral, queda al debe en dos sentidos, opina Diego Parra: “como exposición de la colección —en el contexto de los 30 años de este espacio—, pero más importante: como intervención en el espacio público”. Hablar de “provocación” de antemano como carta de presentación es peligroso, advierte, “porque son los espectadores quienes deberían decidir si algo los provoca o no, no la institución. Pero también porque se asume que ser crítico consiste únicamente en provocar por provocar”.

Por Diego Parra Donoso

“Provocadora” y “subversiva” son los adjetivos que la curaduría de “Museo en campaña”, de la Galería Gabriela Mistral, usa para describir una enorme bolsa de plástico metalizado que emerge desde la tradicional vitrina del espacio ubicado en la Alameda, junto al Ministerio de Educación. Mi primer acercamiento fue desde la esquina de Teatinos, cuando hacía la fila para comprar algo en la farmacia. Solo pude ver una cosa enorme que sobresalía en la vereda, habitualmente copada de vendedores ambulantes y gente que circula entre supermercados, negocios, restoranes y oficinas públicas. Luego, decidí ir a la exposición en cuestión para constatar esos adjetivos que signan la intervención realizada por Javier González Pesce, el curador-artista, y Smiljan Radic, reconocido arquitecto chileno.

Lo primero que me llamó la atención fue el quiosco ubicado frente al espacio, ya que se veía apretujado por esta manga metálica, como si estuviera siendo expulsado de su usual emplazamiento. Los frutos secos y animales plásticos que se venden ahí quedaban escondidos por la intervención, y el quiosquero en su interior estaba sentado con cara de pocos amigos. Le pregunté qué le parecía que le taparan la pasada, y la respuesta fue bastante previsible. Tampoco están los tradicionales ambulantes que tanta discusión provocaron la semana pasada, ante la decisión de la alcaldía de Santiago de “legalizar” a mil de ellos. Lo más probable es que tanta atención dedicada al lugar los terminara ahuyentando, por lo menos hasta que esa bolsa reflectante desaparezca, la vitrina sea repuesta en su lugar y la vereda retome su flujo cotidiano.

Al entrar a la intervención en sí (que se parece a una de esas bolsas de vino de baja calidad llamadas coloquialmente “guateros espaciales”, por su envoltorio metalizado), vemos un conjunto de obras desconectadas entre ellas. Unas piedras, unos fierros, una pintura en el suelo, fideos descomponiéndose en un tupperware, unas pantallas, entre otros elementos. Nada en el espacio tiene fichas, nada parece separar a una obra de otra, por lo que bien podríamos estar viendo un objeto cualquiera que alguien dejó allí o una sublime pieza contemporánea. Sin ir más lejos, una escalera de tijeras que se usan para encender y apagar todos los días el mecanismo que infla el globo podría perfectamente sumarse a la exposición, donde participan Rodrigo Araya, Magdalena Atria, Fabiola Burgos, Jorge Cabieses-Valdés, Patricia Domínguez, Nicolás Franco, María Karatntzi, Martín La Roche, Alejandro Leonhardt, Francisca Sánchez y Johanna Unzueta.

Frontis de la Galería Gabriela Mistral. Crédito: GGM

Sin bien suelo ser poco prejuicioso con las obras contemporáneas y su heterodoxia a nivel técnico (me parece un argumento conservador hablar de la falta de virtuosismo del artista), “Museo en Campaña”, en su interior, supone un fracaso de marca mayor. Las obras no alcanzan a tocarse entre sí y dejan en el vacío más absoluto al espectador (al “común” o al “especializado”), pues son piezas que carecen de contexto, ya sea el original de sus primeras exposiciones, donde eran parte de alguna serie o un trabajo mayor; o por la falta de entorno que el globo metálico produce al aislar por completo el espacio galerístico. Lo curioso aquí es que la galería ya es en sí misma una zona diferenciada del entorno urbano que la acoge, los muros blancos, la iluminación fría y su gran vitrina son la confirmación de aquello. Por lo que volver a aislar al arte de su contexto, ahora mediante una membrana opaca, me parece un error, especialmente en un lugar público que ha sido testigo constante de la verdadera apropiación e intervención: la Alameda.

Es también llamativo que esta intervención (¿artística?, ¿curatorial?) venga a celebrar los 30 años de la GGM —de los cuales nueve han contado con la dirección de Florencia Loewenthal—, puesto que debía revisar hitos de su colección, pero se optó por una propuesta sin mayor capacidad de inscribir las piezas en un sentido histórico y estético (esta es la segunda vez que ocurre, la primera vez fue en 2017 en el Centro Nacional de Arte de Cerrillos, con la exposición “Lo que ha dejado huellas”, curada por la artista Magdalena Atria). La intervención claramente envuelve a las obras, y de un modo fagocitante las anula en su individualidad, es decir, el globo adquiere carácter de obra y el resto de los artistas quedan un poco a la deriva y víctimas de lo que la curaduría disponga, sin demasiada agencia. Guardando las proporciones, este problema es de larga data. En 1972, Daniel Buren y Robert Smithson se quejaban de lo expansivo de las decisiones curatoriales del suizo Harald Szeemann en la documenta V, quien se apropiaba de la creatividad de los artistas para coronarse a sí mismo como metacreador. Volviendo a la colección de la GGM, si hay algo que esta requiere es una investigación que ponga en valor sus piezas, que estas adquieran sentido tanto en el lugar que las alberga, como en el país en el que se desenvuelven. Una obra que está guardada en los depósitos, sin investigación o activación alguna, es literalmente una obra muerta.

No quisiera dejar de analizar la intervención en sí, puesto que este género siempre permite pensar asuntos propios del espacio público urbano, pero también del arte contemporáneo en  su complejidad y contradicciones. En una primera instancia siempre es valorable que el arte logre “tomarse” zonas que normalmente están sometidas a un estricto control con respecto a sus flujos peatonales, puesto que desde el privilegio que supone la autonomía del arte se pueden instalar problemas y preguntas que toda la comunidad donde este se inserta puede aprovechar. De hecho, muchas intervenciones sirven como acciones camufladas, donde los artistas ceden dichos lugares protegidos a las comunidades movilizadas para que las usen a su antojo. Este no es el caso: González Pesce y Radic desarrollan una intervención aislada y reticente al trato con la ciudad. Lo dije al principio: los ambulantes se fueron quizá atemorizados por la atención que atrae el lugar, y también por la invasión de la vereda. Tal vez, el dato más decidor sea que el quiosquero con cara de pocos amigos recibió un pago por el artista-curador para que no reclamase por lo mucho que esta “subversiva y provocadora” intervención afectaba su trabajo. ¿Qué tipo de intervención urbana es esa que debe pagar al entorno para “no molestar”? Cualquier obra que trabaje sobre el espacio público debe ser capaz de desarrollar una propuesta específica que tome como antecedente lo que hay en ese lugar. Cuando el arte desciende como un alienígena sobre el entorno y expulsa a los menos privilegiados de su lugar, lo que está haciendo es ser funcional al poder y fracasar en su función de arte crítico.

Foto de la intervención. Crédito: Diego Parra

Además, vale la pena tener en cuenta que la “radicalidad” de la propuesta —que, según dijo González Pesce en una entrevista dominical, no teme ser vandalizada— queda bastante puesta en entredicho al notar que el sector donde se ubica debe ser de los lugares mejor resguardados de Santiago. Carabineros se ubican en un pasaje cercano de manera permanente, mientras que el edificio del MINEDUC tiene vallas papales desde que tengo uso de memoria, y ni hablar del Palacio de la Moneda. Diariamente, la intervención es desinflada y guardada en la galería para evitar a esa “calle” que supuestamente no le temen ¿Habrán pensado los autores en lo seguro que es jugar en ese entorno? Hablar de “provocación” de antemano e insistir en esa idea como carta de presentación es algo arriesgado, porque las propuestas pueden no estar a la altura. Son los espectadores quienes deberían decidir si algo los provoca o no, no la institución. Pero también porque se asume que ser crítico consiste únicamente en provocar por provocar, y sabemos que eso no es así. La provocación como gesto vacío (y pequeñoburgués) solo repercute en los limitados espacios del arte y sus amigos, pero nunca en la sociedad de manera más amplia.

Quizá la imagen de un globo lleno de aire, es decir, lleno pero vacío al final del día, sea lo que mejor resume esta propuesta de González Pesce. Y también supone un profundo error desde la GGM, que parece no entender que las colecciones deben ser trabajadas por expertos en el tema antes que por artistas que las usen como ocasión de nuevas obras propias. La exposición “Museo en Campaña” queda al debe en dos sentidos: como exposición de la colección, pero más importante, como intervención en el espacio público. No deja de ser preocupante que el artista-curador haya optado por desconocer (u omitir) el carácter conflictivo propio de la calle, pasando por encima de todo lo que debía ser un insumo para su proyecto. Mi sensación final es que estamos frente al manual de todo-lo-que-no-hay-que-hacer cuando un artista trabaja con el espacio público en la ciudad. Si hay alguien que puede sacar cuentas alegres, seguro es el quiosquero que una vez que reciba su compensación, podrá notar los beneficios de un arte subversivo.

Museo en campaña
Curada por Javier González Pesce y Smiljan Radic
Hasta el 31 de octubre, en Galería Gabriela Mistral

El malestar antes del estallido. Génesis del desajuste en el cine chileno 2010-2019

Los eventos sucedidos en el país desde el estallido de octubre y el proceso actual constituyente, nos obligan a preguntarnos si el cine chileno producido en el ciclo 2010-2019 adelantó parte de esta crisis. ¿Fue parte constitutiva de este malestar? ¿Se hizo eco de un malestar social acumulado a lo largo de las décadas anteriores?  Estas son algunas de las preguntas que motivan este artículo, cuya tesis es que en este período, efectivamente, se incubó en la producción cinematográfica local una sensación de agobio y malestar respecto al neoliberalismo como modelo económico, político y cultural y un fuerte rechazo a la clase política. El estallido de octubre nos obliga a revisar la historia reciente del cine para ponernos en contexto y comprender hacia dónde se mueve el cine chileno contemporáneo.

Por Iván Pinto

Del novísimo al giro del 2010

Para avanzar en estas ideas debemos ir un poco más atrás. El año 2005, en el marco del festival de cine de Valdivia, surge el primer movimiento cinematográfico de renovación generacional, un cine cuya recepción posterior no estuvo exento de polémica. La crítica académica y cinéfila acusó recibo de esta nueva generación de cineastas de forma ambivalente, por un lado, celebrando la innovación en el lenguaje, por otro, realizando una crítica a su desanclaje de la tradición histórica del cine político latinoamericano, acusando sus temáticas de un determinado narcisismo individualista, presente en libros como Un cine centrífugo (Carolina Urrutia, 2012); Intimidades desencantadas (Carlos Saavedra, 2012), Una gramática de la melancolía cinematográfica (Estévez, 2017) y El cine en Chile (2005-2015) (Vania Barraza, 2018), los cuales se han movilizado con distintas tesis respecto a la dimensión política de este cine: desde una acusación a su despolitización, al estado del «duelo» de post-dictadura, pasando por las formas en que poética y política pueden formularse en nuevos marcos a partir de una posición no-dicotómica del espacio de lo privado y el de lo político. Películas como Play (Alicia Scherson, 2005), La sagrada familia ( Sebastián Lelio, 2005), Se arrienda (Alberto Fuguet, 2005) o En la cama (Matías Bize, 2005) parecen representar con claridad las dicotomías de este cine: una suerte de ambiente de clase media alta, conflictos que se dan en el terreno de lo doméstico y la exploración de la narrativa y la estética a partir de ángulos nuevos y descentrados.

Quisiera acá hacer un pequeño desplazamiento . Aunque ha sido menos atendida, una película como Ilusiones ópticas (2008) de Cristián Jiménez, enmarcada en este grupo de películas atiende ya a elementos vinculados a la precarización de las relaciones, la mercantilización de la vida cotidiana  y un determinado ambiente de malestar, en el cual los personajes tienden a introyectarse y encerrarse en él.

Este grupo de películas pertenecientes al ciclo 2005-20010 del cine chileno parecen filmar los “patios interiores” del neoliberalismo en su dimensión afectiva, aunque siempre centrados en el retrato de una clase acomodada y muchas veces en la ciudad. La idea de un “encierro” –el mall, la pieza de hotel, la familia o la estructura jerárquica familiar y de clase- parece ser una de las formas en que este cine alegoriza determinada condición subjetiva.

Huacho (2008), de Alejandro Fernández Almendras.

Una línea paralela que encontrará su explosión luego del 2011 pero que encuentra antecedentes en las películas El pejesapo (Jose Luis Sepúlveda, 2006), Huacho (Alejandro Fernández Almendras, 2008) y Perro muerto (Camilo Becerra, 2010), que abren aristas dentro del cine chileno: la marginalidad, el mundo rural o la periferia son ejes que se tratan a partir de una mirada aguda a la precarización de la vida cotidiana, las transformaciones del trabajo, o los dispositivos de exclusión y desigualdad. Estas miradas más bien buscan retratar al neoliberalismo chileno desde su cara menos amable y desde grupos sociales menos favorecidos. Estos universos sociales se expanden en el cine del ciclo 2010-2019, dejan de ser casos aislados para intentar sacudirse de determinaciones de clase y geografía, abordando de lleno el terreno de la incertidumbre cotidiana y la precariedad social.

Un realismo del desajuste

El año 2011 empieza un nuevo ciclo de marchas en nuestro país, que se inaugura con la máxima “por una educación gratuita y de calidad”, una máxima igualitaria que se transforma en algo expansivo que empieza a abrazar a distintas causas y movimientos sociales. El paisaje social de Chile no volvió a ser el mismo luego de ese año. El cine chileno se vio afectado por esto, haciendo eco de esta “pasión igualitaria” que empezó en este nuevo ciclo de revueltas. Esto adquirió distintas formas y abordajes.

Películas como El primero de la familia (Carlos Leiva, 2016), Las analfabetas (Moisés Sepúlveda, 2013) o Volantín cortao (Diego Ayala y Anibal Jofré, 2013) son películas filmadas en el ambiente post-2011. En todas ellas se presenta una mirada crítica a la exclusión, en el primer caso desde las dificultades de un hogar de clase media trabajadora, al momento de querer que su hijo vaya a la universidad; en el segundo desde una crítica a la mirada “verticalizante” del acto educativo en una fábula entre una profesora joven e ilustrada y un personaje de otra generación que quiere aprender a leer, por último en Volantín cortao, la relación entre dos personajes de realidades diferentes, una joven profesional de trabajo social y un chico que está por salir del Sename, cuyas diferencias se esfuman al ser ambos víctimas de una misma lógica de exclusión social. En estos tres filmes hay una mirada descreída de las instituciones sociales, las cuales se observan agotadas, e inútiles al momento de querer salir de determinado circuito de marginación o exclusión. Son ellas mismas parte del problema.

Volantín cortao (2013), de Diego Ayala y Anibal Jofré.

La vida cotidiana y su pesantez, la precariedad de las condiciones de trabajo, la mercantilización de las relaciones humanas parecen temas que vuelven a lo largo de todo este cine post-2011: Sentados frente al fuego (Alejandro Fernández Almendras), Mitómana (José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola, 2011), Mala Junta (Claudia Huaiquimilla, 2016), Matar a un hombre (A. F. Almendras, 2014), Maleza (Ignacio Pavez, 2018), Cuentos sobre el futuro (Pachi Bustos, 2012), Trastornos de sueño (Camilo Becerra y Sofia Gomez, 2018), fieles retratos de una desigualdad social que está lejos del sueño del jaguar latinoamericano chileno. En retrospectiva analizar estos filmes nos dan luces del malestar social que se venía acumulando hasta el estallido. El cine chileno del ciclo 2011-2019 quiso permearse de esta realidad, sacudiéndose de determinados abordajes del ciclo anterior. Se trata de la búsqueda de un mayor «realismo» y el cine puesto al servicio del retrato de las clases sociales al cual el neoliberalismo económico ha pegado más duro. Se trata de un cine que apela a un “borde de lo real” en la ficción tal como ha sido pensado por Carolina Urrutia en su más reciente libro.

En los límites de la ficción

A los casos ya mencionados, muy marcados por determinado realismo dramático, sumamos otros ejes, como el de un cine de comunidades, identidad y exclusión. Es el caso no sólo de Mala junta e a partir de la representación del conflicto mapuche a la luz de la violencia de Estado, si no también de  temáticas como el género y la migración. El caso de Rara (María José San Martín, 2016) se trató de un filme que ayudó a sensibilizar el derecho a la tuición infantil de parejas lesbianas, en el marco de una película que opta por tomar el punto de vista de la niña mientras distintos discursos ideológicos sobre la familia ejercen presión sobre ella. Las temáticas LGBTQ han tenido fuerte presencia también en una serie de películas que han trabajado en un área más exploratoria. El caso señero de Naomi Campbel (Camila José Donoso y Nicolás Videla, 2013) y los filmes posteriores, El diablo es magnífico (Nicolás Videla, 2016) y Casa Roshell (Camila José Donoso, 2018), abrieron camino a nuevos modos de representación del sujeto “trans” a partir de una modalidad también ella misma “trans”, moviéndose en territorios donde la ficción y lo documental se combinan a partir de no-actores y el cuerpo como un soporte performático desde el cual se instala la película (lo que los directores han llamado como “trans-ficciones”).  Abordando el universo de las comunidades haitianas migrantes en Chile, el caso de Perro bomba (Juan Cáceres, 2019) trabaja también con no-actores propios de la comunidad en una lengua creole, en el marco de una reflexión sobre la exclusión y racismo presente en Chile en la actualidad.

Naomi Campbel (2013), de Camila José Donoso y Nicolás Videla.

Desde la ficción, la búsqueda de realidad, ha llevado al cine chileno a trabajar en interacción con escenarios y mundos reales, apoyándose del tratamiento documental para otorgar mayor verosimilitud a las películas llegando a cuestionar los límites entre géneros cinematográficos, algo que ya estaba presente en El pejesapo: se trata de una realidad que estalla a veces en su excesiva intensidad desbordando lo real en la ficción.

Corriendo el cerco del documental

A estas incursiones desde la ficción, debemos agregar el desarrollo del rubro documental, cuyos antecedentes debemos situar al menos desde la década del 50, instalándose como un formato que ha ido creciendo e institucionalizándose desde la década del noventa a nuestros días. Películas como La memoria obstinada (1997) y Aquí se construye (2000) formularon tempranamente dos tendencias claras de desarrollo del documental. Por un lado, el llamado documental autobiográfico que aborda aspectos de la memoria política reciente, confrontando testimonios y relatos generacionales. Sólo centrándonos en los últimos años películas como Sibila (Teresa Arredondo, 2012),  Venían a buscarme (Alvaro de la Barra, 2016), El pacto de Adriana (Lissette Orozco, 2017) y más recientemente Historia de mi nombre (Karin Cuyul, 2019) han aportado nuevos puntos de vista a la construcción de una memoria cívica de nuestro pasado reciente y las heridas que cruzan generaciones, militancias y filiaciones.

La segunda tendencia es lo que creo podríamos llamar el “documental de creación”, en el que Ignacio Agüero es un nombre muy relevante. Su película El otro día (2012) da presencia a un relato poético y arborescente que se pregunta por el encuentro con el otro, a partir de personajes que tocan a su puerta. Desde una singular forma de acercarse a sus personajes Agüero trabaja con la espontaneidad de los otros frente a cámara, realizando de forma subrepticia una cartografía subjetiva de un Santiago que es muchas ciudades. En un diálogo cruzado, la obra de José Luis Torres Leiva se ha movido libremente entre documental y ficción encontrando en El viento sabe que vuelvo a casa (2016) la utilización de el “método Agüero” al interior de su propio film a modo de una ficción que justifica el documental. Un juego de cajas chinas donde los límites entre ambos géneros son difusos, libres y poéticos.

Películas como  La once (Maite Alberdi, 2014), Pena de muerte (2014), La muerte de Pinochet (Bettina Perut e Iván Osnovikoff, 2011) o Il siciliano (José Luis Sepúlveda, Carolina Adriazola y Claudio Pizarro, 2018) han ido corriendo el cerco del documental hacia territorios fronterizos y móviles, abriendo el cine chileno a nuevas tendencias expresivas, centralmente, hacia una determinada condición performática y corpórea de la realidad cotidiana, en cuyo límite se juega un desacomodo crucial a las formas institucionales de representación.

El cine de la movilización

Sustentando nuestro planteamiento respecto a un cine que se ve fuertemente impactado por el ciclo de protestas iniciado el año 2011, surge un cine documental que acompañó directamente a las movilizaciones sociales surgidas a partir de este giro, así como abordó temáticas vinculadas a la educación y la desigualdad social.

Esto encuentra antecedentes previos en el documental  La revolución de los pingüinos (Jaime Díaz, 2008) y se profundiza luego del 2011 con películas que abordaron directamente el universo de las movilizaciones como Tres instantes, un grito (Cecilia Barriga, 2013), El vals de los inútiles (Edison Cajas, 2013) y Ya no basta con marchar (Hernan Saavedra, 2016), películas que registraron “in situ” a los movimientos estudiantiles, a veces desde el apego melancólico otras desde la pregunta por las nuevas formas de la revuelta que se instauraron en las marchas.

Si escuchas atentamente (2015), de Nicolás Guzmán.

Otro grupo de películas abordan ecos o aspectos más indirectos pero igualmente relevantes: Propaganda (Colectivo Mafi, 2014) aplica la metodología del “plano Lumière” para abordar el desprestigio de la política durante la campaña presidencial del 2013, tensionando la relación entre la política- institucional- y lo político- como disenso.

Crónica de un comité (Jose Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola, 2016) aborda la historia de un comité político que busca justicia para Manuel Gutiérrez, asesinado por la policía durante las protestas del 2011. Tomando recursos del documental directo y militante y llevando el punto de vista del documental hacia la auto-representación de los sujetos filmados (ellos mismos toman la cámara), llevan la pregunta por la militancia hacia las zonas áridas de sus condiciones materiales y de vida de quienes abogan por mayor justicia en nuestro país. Por último, Si escuchas atentamente (Nicolás Guzman, 2015) es un documental ajeno a la marcha que toma el seguimiento de tres adolescentes salidos de un liceo público de un barrio periférico de la ciudad, para indagar en el universo subjetivo del deseo, entendido como horizonte de expectativa en un universo social que no cesa de ser segregado y marginado de oportunidades. Desde una óptica diagonal, se trata de una película que realiza una feroz crítica al modelo mercantilista y desigual de la educación de nuestro país.

El cine de la movilización encuentra un auge luego del estallido del 2019. A la luz de este nuevos colectivos se organizan y antiguos se reactivan en una producción profusa, viral y vinculada al llamado “agit-prop” (propaganda de agitación).

Dos colectivos nuevos: Ojo Chile y Colectivo Registro Callejero se encuentran en plena actividad de registro de los sucesos desde sus redes sociales y canales, en ejercicios que pasean entre el testimonio, el video clip y el montaje experimental, siempre vinculado a la contingencia y el universo de las protestas. A estos dos casos se suma la reactivación de MAFI, quienes en su cuenta de Instagram reactivaron sus memorables planos durante estos agitados días, y una serie de cortos de la Escuela Popular de Cine, sobre la contingencia, denunciando abusos de violencia y montajes policiales, vinculando su trabajo al reciclaje y la contra-información, desmontando las versiones oficiales, todo desde su cuenta youtube.  Este grupo de películas- cortos virales, registros, ejercicios- en plena expansión parece ser un punto de llegada provisorio para este recorrido, uno que nos llevó a lo largo de diversa experiencias cinematográficas “previas” al estallido social, en diálogo profundo con el acontecer país.  Se trató, a nuestro parecer, del cine que filmó el malestar antes del estallido.

Manuela Infante: “Cuestionar el paradigma de lo humano es cuestionar la supremacía masculina, blanca, europea, especista”

La dramaturga y autora de Cristo y Estado vegetal, que hace exactos 20 años estrenó junto a la compañía Teatro de Chile la polémica Prat, vuelve con Cómo convertirse en piedra —hasta el 17 de octubre en Matucana 100—, una obra en la que explora otra vez lo no-humano, a través de una puesta en escena donde iluminación, sonido, texto y movimiento entran en una coreografía conjunta para convertirse en aquello que se nombra, pero nunca entra en escena. Se trata de una crítica a la mirada antropocéntrica y al modo en que los seres humanos nos relacionamos entre nosotros y con otras especies.

Por Denisse Espinoza

Manuela Infante (1980) ha construido una trayectoria donde lo teatral es una plataforma no solo para contar historias, sino para cuestionar la vida en su significado más profundo. Si en montajes como Prat, Juana, Cristo y Xuárez el problema central era la representación de lo biográfico, la relación entre ficción y realidad, en los últimos años la dramaturga egresada de la U. de Chile ha reflexionado, en obras como Zoo, Realismo y Estado vegetal, qué implicancias tiene ser humano hoy, en un mundo en crisis y donde parece cada vez más urgente modificar las formas de vivir y relacionarnos.

En esa trayectoria, la obra de Infante se ha vuelto cada vez más abstracta y difícil de clasificar, alejándose de las concepciones y perspectivas del teatro más tradicional. A algunos, quizás, Cómo convertirse en piedra les parecerá demasiado sesuda —si es que la expectativa es entender la historia—, pero a otros les supondrá un viaje sensorial con ideas que comienzan a gestarse durante la hora y media que dura el montaje, pero que quedarán resonando varios días después.

Es eso lo que sucede justamente en el contexto de esta entrevista. Tras ver la función del viernes 24 de septiembre —un día después de su estreno en M100— fue difícil desmarcar la obra de lo que sucedió ese fin de semana en Iquique, cuando una marcha antiinmigrantes terminó con manifestantes quemando las pertenencias y carpas de familias extranjeras que estaban instaladas hace meses en la Plaza Brasil. Infante no nos habla solo de piedras: lo que hace, en el fondo, es cuestionar nuestros modos de habitar el mundo: siglos de pensamiento en los que lo humano se ha alzado sobre lo inerte, y donde incluso algunos seres humanos han logrado asentar su hegemonía por sobre otros que tildan de inferior

Crédito: Danny Willems.

“En el preguntarse sobre cómo está construida esa división entre lo humano y lo no-humano, genealógica e históricamente, aparece la pregunta sobre quién la construye, quién necesita expulsar a otro para construir ese concepto de humanidad con H mayúscula”, lanza Infante.

“Cuando ejerces acciones de apropiación o de explotación, y ahí las piedras, la tierra y los seres humanos están siendo explotados por igual, necesitas generar estas fronteras y exteriorizar estas otredades que vas a explotar o de las que te vas a apropiar. Y claro, no tiene que ver solamente con los entes no-humanos. Me interesan harto esas distinciones dentro de la humanidad, de quién califica como humano y quién no, y ahí entra esa división, que fue justamente donde comencé con la obra Zoo, sobre los zoológicos humanos. Y es interesante, porque es una situación supersimbólica de lo que sucede hoy y cómo acontece esa distinción humano-salvaje en los tiempos del protocapitalismo”, agrega.

En algún sentido, sin embargo, te has ido cada vez más alejando de lo humano, y en otras entrevistas has definido tu quehacer como una “dramaturgia feminista no-humanista”, poniendo en veredas opuestas ambos conceptos. ¿Por qué?

—Sabemos quién es este humano: en la construcción del humanismo, sabemos que decimos “hombre” para decir “humanidad”, y sabemos que ese hombre lo que primero que deja fuera es a la mujer. Pero pienso que una dramaturgia feminista tiene que partir también por un cuestionamiento a lo que constituye una voz válida en nuestro paradigma patriarcal y esa voz válida tiene ciertas características, y te lo digo porque veo mucho esfuerzo por escribir narrativa feminista, dramaturgia feminista, y resulta casi siempre en ejercicios de tematización de los problemas del feminismo. Me parece más poderoso -en términos de cambiar el patriarcado- pensar desde nuestras disciplinas en modificar las estructuras formales. De ahí nace esta dramaturgia ramificada, esta dramaturgia mineral. Son maneras de cuestionar las formas dramáticas hegemónicas que nos han sido entregadas por una cultura teatral y literaria que es patriarcal y antropocéntrica. Gran parte de cuestionar el paradigma de lo humano es cuestionar la supremacía masculina, blanca, europea, especista. Están todas amarradas, no son independientes.

En Cómo convertirse en piedra todo es simbólico. Las piedras como tal nunca aparecen en escena y todo el tiempo nos enfrentamos a un montaje “blando”, compuesto por el suelo de Marte, construido por una alfombra arrugada que luego se transforma en una roca gigante, o pequeños minerales hechos con medias rellenas. Las actrices Marcela Salinas y Aliosha de la Sotta y el actor Rodrigo Pérez cargan con sus dobles de trapo que resultan ser metáforas de esa parte no humana que Infante afirma que todos tenemos. Porque si en Estado vegetal la gran revelación era que la humanidad posee efectivamente en su carga genética ADN de las plantas (según la investigación del biólogo Stefano Mancuso), en Cómo convertirse en piedra queda rondando la incógnita de lo inerte como constitutivo de la humanidad.

Y es allí que aparece la metodología de Infante de llevar hasta el límite a sus actrices y a su actor en los modos de interpretación, que también son elementos clave de la obra: la utilización de tres looperas —un dispositivo electrónico en el que se pueden registrar melodías cortas para luego reproducirlas y tocar encima de ellas— que van sobreponiendo y repitiendo sin cesar los parlamentos de la obra, tejiendo un entramado de voces y diálogos a veces difíciles de seguir, pero que van fijándose en la memoria del espectador.

¿Cómo vas desarrollando en forma concreta el título de la obra Cómo convertirse en piedra?

—Esta metodología que tengo la llamo «imitar la no humanidad con el cuerpo de la obra», y es en el fondo recoger las indicaciones desde cualquiera que sea la otredad con la que estoy trabajando. Para hablar de piedras, yo recojo de las piedras la forma en que voy a hablar de ellas. Hay un ejercicio superfenomenológico en ese sentido, y tiene que ver con recoger de aquello que observas los medios formales a través de los que vas a hablar de lo observado. Y de esa imitación viene la idea de que la piedra es un apilamiento de capas de cosas que se aglomeran en el tiempo. Tiene que ver con proponer nuevos modelos de narración y de actuación.

Cómo convertirse en piedra es hermana de Estado vegetal, en el sentido en que ocupa el mismo método. Ahora se radicaliza la otredad. Es decir, si antes compartíamos por lo menos la vida con las plantas, ahora estamos haciendo el ejercicio de hacer teatro -que es por excelencia vivo- imitando algo no-vivo. Entonces hay un deseo de empujar las cosas más lejos, es decir, hasta qué punto aguanta este ejercicio. En Estado vegetal ya estaba la loopera, pero ahora hay tres que se intercalan entre sí, que tienen memoria, y eso me permitió una manera de escribir en loop, que ya había desarrollado antes, pero que ahora se complejiza y se toma toda la obra. La loopera es el soporte estructural básico de la obra.

—La pregunta clave es qué hay de piedra en mí, y ahí aparece la idea de ser un ser vivo, pero también la de ser un ser no-vivo. En la obra se habla de la estructura ósea de los seres humanos y de su mineralidad como lo no-humano, entonces a partir de ahí se abrió una conciencia de que no solo somos seres vivos, sino que somos seres no-vivos. Por eso los personajes acarrean sus cadáveres, están duplicados en la versión no-viva de ellos. Lo que hicimos desde el día uno, y de manera superintuitiva, fue hacer nuestros propios cadáveres, y desde entonces y en adelante, por meses y meses de ensayos, ellos cargaron estos cuerpos y en eso hay algo muy emotivo. La pregunta por la propia muerte o por la propia no-vida es una pregunta superexistencial que compartimos todes en el mundo, entonces creo que en la metodología hay hartas formas de trabajo que buscan mirar estas cosas no solo de manera conceptual.

-En Estado Vegetal fueron muy importantes las lecturas del neurobiólogo Stefano Mancuso y en general has dicho que lees mucha filosofía para tus obras. ¿Qué lecturas intervinieron en Cómo convertirse en piedra?

—La filosofía es un gusto personal. Acá leí un libro de Elizabeth Povinelli q se llama Geontologies, también leí harto a Nietzsche y Goethe que era coleccionistas, a Roger Callois, quien tiene un libro sobre piedras, también un texto que se llama Sakuteiki de principios estéticos del jardín japonés y un compilado hermoso de ensayos de autoras que se llama Anthropocene feminism.

Cómo convertirse en piedra. Crédito: Daniel Montecinos.

La idea de Cómo convertirse en piedra nació en 2018 durante una residencia que Manuela Infante hizo en el Kyoto Experiment y el Kyoto Art Center de Japón y que luego concretó en Chile, en el Centro Nave y el Parque Cultural de Valparaíso. En ella se mezclan las estéticas asiáticas y los relatos locales, que se cuelan y resuenan como noticias en un periódico. El de un minero intoxicado por el arduo trabajo de extraer minerales en una zona de sacrificio en pos del desarrollo del país, unos científicos que acaban de encontrar vida en Marte y que son interrogados al respecto, una mujer moribunda a causa de una golpiza recibida por su pareja celópata o el cadáver de una mujer que habla desde las profundidades de la fosa común donde fue enterrada junto a otros en dictadura son algunas de las historias que quedan flotando en escena.

—Trabajamos mucho con la improvisación, y la gracia de eso es que las actrices se vuelven como unos médiums de la contingencia. Si tú estás improvisando en una sala por seis horas diarias durante muchos días empieza a salir de ti lo que te rodea, entonces de maneras extrañas aparece la contingencia, lo que te preocupa en lo cotidiano, por eso el estallido y la pandemia están cruzando la obra, no de manera literal, pero siento que todo eso está ahí.

—Vivimos en un sistema que se apropia y neutraliza muy rápido toda crisis y todo cambio posible, y es de alguna manera lo que pasó con el estallido también. Uno vive estas especies de resacas de la ilusión, de que ahora sí que va a cambiar todo, pero lo cierto es que vivimos en un sistema político y económico muy hábil para absorber esos movimientos. Solamente basta pensar que por la pandemia terminamos trabajando de manera más esclavizante que antes, que en el fondo toda esta idea de trabajo desde casa termina haciendo más eficientes las formas de producción: las empresas ya ni siquiera necesitan tener espacios físicos, la gente trabaja a todas horas, no hay límites en su horario laboral y pone su propio internet al servicio de la empresa. Son las maneras en que el capitalismo tardío saca beneficios de cualquier crisis. Creo que eso es lo más escalofriante, verlo ocurrir una y otra vez.

En este planteamiento de nuevas formas de narración, ¿qué lugar tiene concretamente en tu dramaturgia problemáticas como la ecología y el cambio climático?

—El ecologismo es algo que me importa en la vida privada, en la vida civil hago las cosas que tengo que hacer para aportar a frenar el daño a la naturaleza, pero en términos de las obras no las veo como ecologistas, porque no están en esa cruzada de salvar el planeta para salvarnos a nosotros, que es lo que me parece escuchar harto. El planeta tiene que sobrevivir para que nosotros sobrevivamos, dentro de eso está el concepto de la sustentabilidad y en eso cabe preguntarse qué es sustentable para quién. Me parece más eficiente políticamente cuestionar los paradigmas que permiten la explotación.

Cómo convertirse en piedra. Crédito: Daniel Montecinos.

Tu trabajo pareciera que se ha vuelto cada vez más interdisciplinar, más en el orden de una instalación artística, donde es esencial la luz, la danza, el sonido.

—Eso parte por el hecho de que para mí uno de los lenguajes básicos es la sonoridad y la música. Para mí las obras son una cosa a medio camino entre un concierto y una obra de teatro, y no digo un concierto en el sentido en que estén cantando canciones, sino como un concierto que apela a los sentidos de una manera completamente distinta a la de una obra de teatro. Un concierto va a tocar los espacios sensoriales más desde la contemplación y no tanto desde el entendimiento. Creo que ese interés mío de buscar ese tipo de experiencia, más integral estéticamente, también pasa por esa resistencia a que las obras de teatro sean entendidas solamente como cosas que portan sentido, cosas que nos entregan lecturas o críticas de la realidad. Creo que también hay algo muy antropocéntrico con mirar el teatro solo desde ese lado, entonces hay un ejercicio bien consciente de ir haciendo cosas más musicales, y me he ido acercando a un texto que es cada vez más absurdo. En Cómo convertirse en piedra hay escenas que se parecen a Beckett en Esperando a Godot, y eso para mí es supersorprendente, porque pasa por tratar de contrastar la idea del teatro como un lugar al que se va a leer o a entender cosas.

Veinte años de la obra germinal

Fue en 2001 que Manuela Infante entró en el mapa de la escena teatral chilena. Lo hizo con un estruendo. Tenía 22 años, y junto a sus compañeros y compañeras de Teatro de la U. de Chile, con quienes fundó la compañía Teatro de Chile, se aprestaban a hacer su debut oficial con Prat, obra que recibió el financiamiento de más de dos millones de pesos del Fondart para ser montada en la Sala Sergio Aguirre, tras una aplaudida primera presentación en el Festival de Dramaturgia y Dirección Víctor Jara, donde estuvo dirigida por la propia Infante y María José Parga.

Sin embargo, ante el anuncio de un estreno masivo, la obra fue criticada por varios sectores de derecha, incluida la propia Armada de Chile, que intentó censurarla debido a la manera en que se representaba a Arturo Prat: un chiquillo de 16 años vulnerable y atormentado por su tendencia al alcohol y por las dudas de convertirse en héroe.

La polémica escaló a tal punto que fue tema de debate dentro del Senado chileno, lo que empujó a Nivia Palma, directora del Fondart, a presentar su renuncia, tras evidenciar en una carta que Mariana Aylwiyn, consejera de la Cultura y futura Ministra de Educación, le había prohibido asistir al estreno de la obra y hablar con los medios de comunicación sobre el tema.

Finalmente, Prat se estrenó un año después, el 17 de octubre de 2002.

¿Qué significado tiene para ti hoy el episodio de Prat, a 20 años de su creación?

—Éramos muy chicos, teníamos 20 años y lo recuerdo como un episodio de mucha violencia. Ahora que lo miro con perspectiva, creo que no solo había violencia política sino violencia de género; había un rechazo absoluto a quienes éramos, no solamente a lo que estábamos diciendo. Pero también me doy cuenta de que esa obra cayó en un momento preciso, donde había una especie de necesidad del sector artístico de cuestionar ese tipo de cosas. Hay que recordar que en que el año 2000 todavía no se había hecho vox populi que la transición a la democracia había dejado intacta tantas cosas de la dictadura; todavía había una especie de fe en la democracia nueva, y había un acuerdo tácito de no poner en tela de juicio eso. La obra de alguna forma rompió ese acuerdo, yo lo rompí de cabra chica, de no entender qué era lo que se podía y no se podía hacer en ese acuerdo tácito, sobre todo el hecho de que no se podían tocar las Fuerzas Armadas, y eso tiene que ver con que Pinochet nunca haya sido procesado. Entonces la obra tocó unos nervios muy complejos. Con el arrebato y la valentía que daba la juventud, nos paramos en medio de eso sin ningún cuidado. Las partes que atacaban y defendían tuvieron una minibatalla sobre la libertad de expresión. Creo que podría haber sido esta obra u otra, porque eso necesitaba ocurrir.

Muchas personas se involucraron en la polémica, que escaló a niveles políticos. ¿A quiénes recuerdas?

—A Nivia Palma, tremenda. Recuerdo con mucho respeto lo que ella hizo, que puso su trabajo sobre la mesa por hacer lo que ella consideraba correcto contra esta nefasta ministra que era consejera de la cultura, Mariana Aylwin, un apellido que en ese entonces estaba asociado a la democracia, y claro, después nos fuimos dando cuenta quiénes eran realmente y qué lugar habían ocupado en la historia. También recuerdo mucho la gente de teatro, se armó una red supersólida de apoyo a la libertad de expresión, porque nosotros teníamos un litigio y ahí apareció una ONG a nivel sudamericano que ofreció defenderme, entonces aparecieron muchas personas a apoyar y a defender, lo que fue bastante inesperado. Esta obra hizo que existiéramos y que todos supieran quiénes éramos, y de alguna forma la obra que vino después (Juana) fue como la prueba a quienes cuestionaban si podíamos hacer algo aparte de polemizar. De hecho, siempre se dice que Prat la vio en realidad muy poca gente.

¿Qué queda de las inquietudes de Prat en tus actuales obras?

—Creo que en Prat ya estaba el germen de lo que estábamos hablando ahora, de este texto que ya empieza a caer en el absurdo. En Prat había una dramaturgia donde yo dejaba muchos espacios para la improvisación, algo que yo llamaba una dramaturgia con hoyos, en ese caso en vivo. Entonces ya era una dramaturgia que estaba buscando espacios para que aparecieran manifestaciones de lo presente, por decirlo así, y que es lo mismo que está extendido a esta nueva forma de dramaturgia mineral y que tiene que ver con cuestionar el relato lineal, la idea de que las obras son portadoras de sentido. También siempre ha habido una dramaturgia colaborativa, en la que recojo mucho en lo que escribo el trabajo de las actrices y su capacidad de traer el mundo a la sala de ensayo. Todo eso ya estaba ahí.

¿Cuál es tu próxima obra?

—En enero estreno en el Teatro Nacional de Catalunya Fuego, fuego, un ejercicio similar al de Cómo convertirse en piedra, que se pregunta por el fuego en un mundo en el que pareciera que estamos en llamas. Para mí es traer a la mesa este elemento que se usa a la hora de las protestas en la ciudad, tanto en Chile como en otros lugares. También mira los incendios forestales, como el de Santa Olga hace algunos años, que quemó el pueblo completo; también ve el fuego desde el punto de vista físico y químico, con asociaciones al rito del sacristán, es decir, al fuego visto como este agente transformador que también es destructor. En fin, tengo una colección de relatos y conceptos con los cuales tengo que ir trabajando, así como lo hice en Cómo convertirse en piedra.

¿Tu idea es seguir trabajando en Europa?

—Eso tiene más que ver con un tema de recursos y formas de trabajo, sobre todo hoy en día que acá en Chile la cosa está tan difícil. Creo que en Europa les resulta interesante mi voz porque es una mirada sureña a ellos mismos, quienes tienen mucha necesidad de que alguien les ofrezca un reflejo crítico de quienes son, pero me parece que las cosas que están pasando a nivel de teatro en Sudamérica son fascinantes. No diría que allá están más avanzados, porque ese es como el relato del primer y tercer mundo que se repite sin fin.

Me parece que esos avances en materia de cómo valoran los europeos la cultura dentro de la sociedad están permitidos por los privilegios de ser países que han saqueado al resto del mundo durante centenios. Tienen los recursos para sostener a su gente, no sé si es porque son éticamente más avanzados -no estaría tan segura de eso-, sino más bien porque repartieron para todos, incluido a los artistas, porque la plata que saquearon y saquean no se les acaba nunca.

La Chile en la historia de Chile: Julieta Kirkwood (1936-1985)

Por Valentina Aravena

Fue hace más de seis décadas, un 8 de enero de 1949, cuando se concretó uno de los hitos emblemáticos en la historia del movimiento feminista en Chile: el derecho a voto para las mujeres. Un camino que recorrieron destacadas activistas de la época, como Elena Caffarena u Olga Poblete, entre tantas otras mujeres que marcaron un precedente para las nuevas generaciones. Por aquel entonces, Julieta Kirkwood era solo una adolescente.

Sería más tarde, durante la década del 70 y tras haber estudiado Sociología y Ciencias Políticas en la Universidad de Chile, que se convertiría en una de las voces más influyentes del feminismo en el país, siendo reconocida como la refundadora del movimiento feminista chileno. Como militante socialista e investigadora de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), Kirkwood se involucró activamente en la movilización de mujeres y comenzó a articular instancias de participación y difusión en los inicios de la dictadura. Fundó organizaciones, editó revistas, dictó charlas y talleres y salió a las calles, mientras se entregaba a un intenso ejercicio de producción teórica que la llevaría a ser reconocida en todo el continente.

Elisa Loncon y Nelly Richard en la Cátedra de Pensamiento Situado. Crédito: Felipe PoGa.

Para las investigadoras Pierina Ferreti y Luna Follegati, su feminismo es ambicioso. “Se propone reinventar la democracia empujándola hacia la transformación del orden político-sexual y ampliar el proyecto histórico del socialismo sumado a la transformación de las estructuras sociales con el objetivo de una revolución de la vida cotidiana”, señalan en Preguntas que Hicieron Movimiento. Escritos Feministas 1979-1985, libro que reúne una selección de notas de la socióloga que, en conjunto, buscan dar claves de su pensamiento. 

“Como rebelde —añade Cynthia Rimsky en el prólogo— Julieta Kirkwood no cumple con la distancia convenida a una intelectual respecto de su objeto de estudio. Busca una forma de pensar y escribir sobre la actualidad que entreteja el análisis del pasado, la experiencia del presente y la anticipación del futuro”. Como activista política e intelectual, dedicó gran parte de su vida a visibilizar el entramado de luchas suprimidas por el saber patriarcal, buscando archivos y documentos, reviviendo la herencia de las feministas obreras, estudiando la participación histórica de las mujeres en la política, y explicando por qué es tan relevante su participación en todos los aspectos de la democracia.

La atención hacia su producción intelectual fue, hasta hace poco, escasa. “El silencio en torno a Julieta Kirkwood no fue casual. Formó parte de un conjunto de omisiones que se instalaron en el Chile de la transición a la democracia”, escriben Ferreti y Follegati. Debido a la lógica despolitizadora de los gobiernos civiles de centro-izquierda y una democracia restringida, la articulación popular y el movimiento feminista pierden el protagonismo conseguido años “Su radicalidad no calzaba con la estrecha ‘medida de lo posible’ que se imponía de facto”, detallan las autoras. 

Hoy, a 85 años de su natalicio, su pensamiento parece más vigente que nunca. La emergencia en 2018 del movimiento de mujeres organizadas, sumado al triunfo de jóvenes feministas en las elecciones de mayo de 2021, son la prueba de que se ha abierto un nuevo espacio a las tensiones que alguna vez Kirkwood buscó reunir, como advierten Ferreti y Follegati: “izquierda y feminismo, socialismo y democracia, movimientos y partidos”.  


Fuentes:

 “La relevancia que cobra Julieta Kirkwood en el Chile actual”, de Estefanía Labrín, 2021. En uchile.cl

Preguntas que Hicieron Movimiento. Escritos Feministas 1979-1985, de Pierina Ferreti y Luna Follegati. Banda Propia, 2021.