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El malestar antes del estallido. Génesis del desajuste en el cine chileno 2010-2019

Los eventos sucedidos en el país desde el estallido de octubre y el proceso actual constituyente, nos obligan a preguntarnos si el cine chileno producido en el ciclo 2010-2019 adelantó parte de esta crisis. ¿Fue parte constitutiva de este malestar? ¿Se hizo eco de un malestar social acumulado a lo largo de las décadas anteriores?  Estas son algunas de las preguntas que motivan este artículo, cuya tesis es que en este período, efectivamente, se incubó en la producción cinematográfica local una sensación de agobio y malestar respecto al neoliberalismo como modelo económico, político y cultural y un fuerte rechazo a la clase política. El estallido de octubre nos obliga a revisar la historia reciente del cine para ponernos en contexto y comprender hacia dónde se mueve el cine chileno contemporáneo.

Por Iván Pinto

Del novísimo al giro del 2010

Para avanzar en estas ideas debemos ir un poco más atrás. El año 2005, en el marco del festival de cine de Valdivia, surge el primer movimiento cinematográfico de renovación generacional, un cine cuya recepción posterior no estuvo exento de polémica. La crítica académica y cinéfila acusó recibo de esta nueva generación de cineastas de forma ambivalente, por un lado, celebrando la innovación en el lenguaje, por otro, realizando una crítica a su desanclaje de la tradición histórica del cine político latinoamericano, acusando sus temáticas de un determinado narcisismo individualista, presente en libros como Un cine centrífugo (Carolina Urrutia, 2012); Intimidades desencantadas (Carlos Saavedra, 2012), Una gramática de la melancolía cinematográfica (Estévez, 2017) y El cine en Chile (2005-2015) (Vania Barraza, 2018), los cuales se han movilizado con distintas tesis respecto a la dimensión política de este cine: desde una acusación a su despolitización, al estado del «duelo» de post-dictadura, pasando por las formas en que poética y política pueden formularse en nuevos marcos a partir de una posición no-dicotómica del espacio de lo privado y el de lo político. Películas como Play (Alicia Scherson, 2005), La sagrada familia ( Sebastián Lelio, 2005), Se arrienda (Alberto Fuguet, 2005) o En la cama (Matías Bize, 2005) parecen representar con claridad las dicotomías de este cine: una suerte de ambiente de clase media alta, conflictos que se dan en el terreno de lo doméstico y la exploración de la narrativa y la estética a partir de ángulos nuevos y descentrados.

Quisiera acá hacer un pequeño desplazamiento . Aunque ha sido menos atendida, una película como Ilusiones ópticas (2008) de Cristián Jiménez, enmarcada en este grupo de películas atiende ya a elementos vinculados a la precarización de las relaciones, la mercantilización de la vida cotidiana  y un determinado ambiente de malestar, en el cual los personajes tienden a introyectarse y encerrarse en él.

Este grupo de películas pertenecientes al ciclo 2005-20010 del cine chileno parecen filmar los “patios interiores” del neoliberalismo en su dimensión afectiva, aunque siempre centrados en el retrato de una clase acomodada y muchas veces en la ciudad. La idea de un “encierro” –el mall, la pieza de hotel, la familia o la estructura jerárquica familiar y de clase- parece ser una de las formas en que este cine alegoriza determinada condición subjetiva.

Huacho (2008), de Alejandro Fernández Almendras.

Una línea paralela que encontrará su explosión luego del 2011 pero que encuentra antecedentes en las películas El pejesapo (Jose Luis Sepúlveda, 2006), Huacho (Alejandro Fernández Almendras, 2008) y Perro muerto (Camilo Becerra, 2010), que abren aristas dentro del cine chileno: la marginalidad, el mundo rural o la periferia son ejes que se tratan a partir de una mirada aguda a la precarización de la vida cotidiana, las transformaciones del trabajo, o los dispositivos de exclusión y desigualdad. Estas miradas más bien buscan retratar al neoliberalismo chileno desde su cara menos amable y desde grupos sociales menos favorecidos. Estos universos sociales se expanden en el cine del ciclo 2010-2019, dejan de ser casos aislados para intentar sacudirse de determinaciones de clase y geografía, abordando de lleno el terreno de la incertidumbre cotidiana y la precariedad social.

Un realismo del desajuste

El año 2011 empieza un nuevo ciclo de marchas en nuestro país, que se inaugura con la máxima “por una educación gratuita y de calidad”, una máxima igualitaria que se transforma en algo expansivo que empieza a abrazar a distintas causas y movimientos sociales. El paisaje social de Chile no volvió a ser el mismo luego de ese año. El cine chileno se vio afectado por esto, haciendo eco de esta “pasión igualitaria” que empezó en este nuevo ciclo de revueltas. Esto adquirió distintas formas y abordajes.

Películas como El primero de la familia (Carlos Leiva, 2016), Las analfabetas (Moisés Sepúlveda, 2013) o Volantín cortao (Diego Ayala y Anibal Jofré, 2013) son películas filmadas en el ambiente post-2011. En todas ellas se presenta una mirada crítica a la exclusión, en el primer caso desde las dificultades de un hogar de clase media trabajadora, al momento de querer que su hijo vaya a la universidad; en el segundo desde una crítica a la mirada “verticalizante” del acto educativo en una fábula entre una profesora joven e ilustrada y un personaje de otra generación que quiere aprender a leer, por último en Volantín cortao, la relación entre dos personajes de realidades diferentes, una joven profesional de trabajo social y un chico que está por salir del Sename, cuyas diferencias se esfuman al ser ambos víctimas de una misma lógica de exclusión social. En estos tres filmes hay una mirada descreída de las instituciones sociales, las cuales se observan agotadas, e inútiles al momento de querer salir de determinado circuito de marginación o exclusión. Son ellas mismas parte del problema.

Volantín cortao (2013), de Diego Ayala y Anibal Jofré.

La vida cotidiana y su pesantez, la precariedad de las condiciones de trabajo, la mercantilización de las relaciones humanas parecen temas que vuelven a lo largo de todo este cine post-2011: Sentados frente al fuego (Alejandro Fernández Almendras), Mitómana (José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola, 2011), Mala Junta (Claudia Huaiquimilla, 2016), Matar a un hombre (A. F. Almendras, 2014), Maleza (Ignacio Pavez, 2018), Cuentos sobre el futuro (Pachi Bustos, 2012), Trastornos de sueño (Camilo Becerra y Sofia Gomez, 2018), fieles retratos de una desigualdad social que está lejos del sueño del jaguar latinoamericano chileno. En retrospectiva analizar estos filmes nos dan luces del malestar social que se venía acumulando hasta el estallido. El cine chileno del ciclo 2011-2019 quiso permearse de esta realidad, sacudiéndose de determinados abordajes del ciclo anterior. Se trata de la búsqueda de un mayor «realismo» y el cine puesto al servicio del retrato de las clases sociales al cual el neoliberalismo económico ha pegado más duro. Se trata de un cine que apela a un “borde de lo real” en la ficción tal como ha sido pensado por Carolina Urrutia en su más reciente libro.

En los límites de la ficción

A los casos ya mencionados, muy marcados por determinado realismo dramático, sumamos otros ejes, como el de un cine de comunidades, identidad y exclusión. Es el caso no sólo de Mala junta e a partir de la representación del conflicto mapuche a la luz de la violencia de Estado, si no también de  temáticas como el género y la migración. El caso de Rara (María José San Martín, 2016) se trató de un filme que ayudó a sensibilizar el derecho a la tuición infantil de parejas lesbianas, en el marco de una película que opta por tomar el punto de vista de la niña mientras distintos discursos ideológicos sobre la familia ejercen presión sobre ella. Las temáticas LGBTQ han tenido fuerte presencia también en una serie de películas que han trabajado en un área más exploratoria. El caso señero de Naomi Campbel (Camila José Donoso y Nicolás Videla, 2013) y los filmes posteriores, El diablo es magnífico (Nicolás Videla, 2016) y Casa Roshell (Camila José Donoso, 2018), abrieron camino a nuevos modos de representación del sujeto “trans” a partir de una modalidad también ella misma “trans”, moviéndose en territorios donde la ficción y lo documental se combinan a partir de no-actores y el cuerpo como un soporte performático desde el cual se instala la película (lo que los directores han llamado como “trans-ficciones”).  Abordando el universo de las comunidades haitianas migrantes en Chile, el caso de Perro bomba (Juan Cáceres, 2019) trabaja también con no-actores propios de la comunidad en una lengua creole, en el marco de una reflexión sobre la exclusión y racismo presente en Chile en la actualidad.

Naomi Campbel (2013), de Camila José Donoso y Nicolás Videla.

Desde la ficción, la búsqueda de realidad, ha llevado al cine chileno a trabajar en interacción con escenarios y mundos reales, apoyándose del tratamiento documental para otorgar mayor verosimilitud a las películas llegando a cuestionar los límites entre géneros cinematográficos, algo que ya estaba presente en El pejesapo: se trata de una realidad que estalla a veces en su excesiva intensidad desbordando lo real en la ficción.

Corriendo el cerco del documental

A estas incursiones desde la ficción, debemos agregar el desarrollo del rubro documental, cuyos antecedentes debemos situar al menos desde la década del 50, instalándose como un formato que ha ido creciendo e institucionalizándose desde la década del noventa a nuestros días. Películas como La memoria obstinada (1997) y Aquí se construye (2000) formularon tempranamente dos tendencias claras de desarrollo del documental. Por un lado, el llamado documental autobiográfico que aborda aspectos de la memoria política reciente, confrontando testimonios y relatos generacionales. Sólo centrándonos en los últimos años películas como Sibila (Teresa Arredondo, 2012),  Venían a buscarme (Alvaro de la Barra, 2016), El pacto de Adriana (Lissette Orozco, 2017) y más recientemente Historia de mi nombre (Karin Cuyul, 2019) han aportado nuevos puntos de vista a la construcción de una memoria cívica de nuestro pasado reciente y las heridas que cruzan generaciones, militancias y filiaciones.

La segunda tendencia es lo que creo podríamos llamar el “documental de creación”, en el que Ignacio Agüero es un nombre muy relevante. Su película El otro día (2012) da presencia a un relato poético y arborescente que se pregunta por el encuentro con el otro, a partir de personajes que tocan a su puerta. Desde una singular forma de acercarse a sus personajes Agüero trabaja con la espontaneidad de los otros frente a cámara, realizando de forma subrepticia una cartografía subjetiva de un Santiago que es muchas ciudades. En un diálogo cruzado, la obra de José Luis Torres Leiva se ha movido libremente entre documental y ficción encontrando en El viento sabe que vuelvo a casa (2016) la utilización de el “método Agüero” al interior de su propio film a modo de una ficción que justifica el documental. Un juego de cajas chinas donde los límites entre ambos géneros son difusos, libres y poéticos.

Películas como  La once (Maite Alberdi, 2014), Pena de muerte (2014), La muerte de Pinochet (Bettina Perut e Iván Osnovikoff, 2011) o Il siciliano (José Luis Sepúlveda, Carolina Adriazola y Claudio Pizarro, 2018) han ido corriendo el cerco del documental hacia territorios fronterizos y móviles, abriendo el cine chileno a nuevas tendencias expresivas, centralmente, hacia una determinada condición performática y corpórea de la realidad cotidiana, en cuyo límite se juega un desacomodo crucial a las formas institucionales de representación.

El cine de la movilización

Sustentando nuestro planteamiento respecto a un cine que se ve fuertemente impactado por el ciclo de protestas iniciado el año 2011, surge un cine documental que acompañó directamente a las movilizaciones sociales surgidas a partir de este giro, así como abordó temáticas vinculadas a la educación y la desigualdad social.

Esto encuentra antecedentes previos en el documental  La revolución de los pingüinos (Jaime Díaz, 2008) y se profundiza luego del 2011 con películas que abordaron directamente el universo de las movilizaciones como Tres instantes, un grito (Cecilia Barriga, 2013), El vals de los inútiles (Edison Cajas, 2013) y Ya no basta con marchar (Hernan Saavedra, 2016), películas que registraron “in situ” a los movimientos estudiantiles, a veces desde el apego melancólico otras desde la pregunta por las nuevas formas de la revuelta que se instauraron en las marchas.

Si escuchas atentamente (2015), de Nicolás Guzmán.

Otro grupo de películas abordan ecos o aspectos más indirectos pero igualmente relevantes: Propaganda (Colectivo Mafi, 2014) aplica la metodología del “plano Lumière” para abordar el desprestigio de la política durante la campaña presidencial del 2013, tensionando la relación entre la política- institucional- y lo político- como disenso.

Crónica de un comité (Jose Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola, 2016) aborda la historia de un comité político que busca justicia para Manuel Gutiérrez, asesinado por la policía durante las protestas del 2011. Tomando recursos del documental directo y militante y llevando el punto de vista del documental hacia la auto-representación de los sujetos filmados (ellos mismos toman la cámara), llevan la pregunta por la militancia hacia las zonas áridas de sus condiciones materiales y de vida de quienes abogan por mayor justicia en nuestro país. Por último, Si escuchas atentamente (Nicolás Guzman, 2015) es un documental ajeno a la marcha que toma el seguimiento de tres adolescentes salidos de un liceo público de un barrio periférico de la ciudad, para indagar en el universo subjetivo del deseo, entendido como horizonte de expectativa en un universo social que no cesa de ser segregado y marginado de oportunidades. Desde una óptica diagonal, se trata de una película que realiza una feroz crítica al modelo mercantilista y desigual de la educación de nuestro país.

El cine de la movilización encuentra un auge luego del estallido del 2019. A la luz de este nuevos colectivos se organizan y antiguos se reactivan en una producción profusa, viral y vinculada al llamado “agit-prop” (propaganda de agitación).

Dos colectivos nuevos: Ojo Chile y Colectivo Registro Callejero se encuentran en plena actividad de registro de los sucesos desde sus redes sociales y canales, en ejercicios que pasean entre el testimonio, el video clip y el montaje experimental, siempre vinculado a la contingencia y el universo de las protestas. A estos dos casos se suma la reactivación de MAFI, quienes en su cuenta de Instagram reactivaron sus memorables planos durante estos agitados días, y una serie de cortos de la Escuela Popular de Cine, sobre la contingencia, denunciando abusos de violencia y montajes policiales, vinculando su trabajo al reciclaje y la contra-información, desmontando las versiones oficiales, todo desde su cuenta youtube.  Este grupo de películas- cortos virales, registros, ejercicios- en plena expansión parece ser un punto de llegada provisorio para este recorrido, uno que nos llevó a lo largo de diversa experiencias cinematográficas “previas” al estallido social, en diálogo profundo con el acontecer país.  Se trató, a nuestro parecer, del cine que filmó el malestar antes del estallido.