Necesitamos la ficción para continuar creyendo que existe algún tipo de diferencia entre lo que hacemos y lo que imaginamos, y porque, en nuestro deseo de comprender la naturaleza secreta de las cosas de este mundo, sentimos una necesidad irreprimible de consuelo.
Por Patricio Pron | Foto de portada: Edvard Munch. Vampyr, 1895. Óleo sobre lienzo, 99,9 × 117,9 cm. Crédito: Munchmuseet / Halvor Bjørngård
“Si los griegos inventaron la tragedia, los romanos la epístola y los renacentistas el soneto ―escribió Elie Wiesel― nuestra generación ha inventado una nueva literatura, la del testimonio”, recordaba Parul Sehgal en The New Yorker un tiempo atrás en una inobjetable, pero muy resistida, “objeción a la narrativa del trauma”. “La consagración del testimonio en todas sus formas —memorias, poesía confesional, relatos de supervivientes, talk-shows— ha elevado el trauma, de indicador de un defecto, a fuente de autoridad moral, incluso a una especie de habilidad”.
Todos conocemos esa narrativa, o hemos escuchado hablar de ella, posiblemente hayamos caído en un momento u otro bajo su influjo: un narrador traumatizado revisita un hecho devastador que le sucedió —una violación, una relación incestuosa, un aborto involuntario, alguna de las muchas formas de discriminación que nuestra sociedad reserva para quienes no se disciplinan, un rapto de violencia, un trastorno psicológico, una manifestación más de la precariedad económica, sentimental y política de nuestros tiempos— y narra cómo lo “superó”. Edward St. Aubyn, Leslie Jamison, Jonathan Safran Foer, Naoise Dolan, Karl Ove Knausgård y Ottessa Moshfegh son algunos de los autores más destacados de esta literatura —ahorrémonos los nombres de sus imitadores en español—, pero sus libros pueden inducir a un error no del todo infrecuente, el de creer que el trauma es sinónimo de un talento como el suyo: la mayor parte del tiempo, como afirmó recientemente Pip Finkemeyer en un artículo en The Guardian sobre las así llamadas sad-girl novels, solo consiste en “millennials privilegiados que leen sobre millennials privilegiados que escriben libros sobre millennials privilegiados”. Uno de los problemas más persistentes de la edición contemporánea —que esta, en su condición de industria, no tiene realmente intenciones de solucionar— es que su diversidad es solo aparente, y que, también por esa razón, las personas de verdad excluidas siguen sin poder hacer oír su voz en términos literarios. De hecho, para esas personas, la literatura ya no existe como posible medio de expresión, y el loop desesperante que describe Finkemeyer es tanto causa como consecuencia de este estado de cosas.
En el presente, “las convenciones de reciprocidad en que se basan los modos de vivir e imaginar la vida atraviesan tal proceso de desbaratamiento que los gestos que improvisamos de manera corriente en la vida cotidiana se ven obligados a ser mucho más explícitos en términos estéticos y afectivos”, afirmó Lauren Berlant en El optimismo cruel, uno de sus libros más importantes. La apelación al trauma se articula en ese rasgo del presente, y es una de las proyecciones más explícitas sobre esa enorme pantalla cinematográfica que es la literatura del modo en que, como sostiene Berlant, los objetos de nuestro deseo —un ascenso, casarse, un cambio de profesión, el éxito comercial, un nuevo automóvil…— se interponen deliberadamente con la satisfacción de ese deseo, dejándonos impotentes y aturdidos. “La manera dominante de entrar en la conversación pública para un escritor joven y hambriento es decidiendo cuál de sus traumas podría monetizar: la anorexia, la depresión, el racismo casual, o quizás una tristeza que mezcla las tres cosas”, sostiene Larissa Pham en un libro reciente. My pain, whose gain?, suele decirse en inglés; si alguien gana dinero con la exhibición de su dolor, muy rara vez esa persona es el autor o la autora, sino, más frecuentemente, sus editores, cierto tipo de prensa, un consenso erróneo en torno a la idea de que los traumas podrían superarse: para quien narra el suyo, y se ve obligado a continuación a dar entrevistas, presentar su libro, participar de clubes de lectura o lo que sea, el haberlo hecho —si es real— se constituye en una intensa, angustiosa revisión de ese trauma.
La diferencia más visible entre la literatura comercial y aquella que no lo es no está, en este momento, ni en el ámbito del vocabulario ni en el de los géneros ni en el de las formas narrativas, sino en la importancia dada al autor y a su experiencia personal: la literatura de calidad —que algunos llaman, no sin ironía, “literatura literaria”— subvierte esa figura, que en la literatura comercial es absolutamente central para la rentabilidad del producto y a menudo su única justificación. Y la narrativa del trauma expresa, en sus peores ejemplos, un narcisismo tan profundo que su intención explícita de convertirse en parte de un diálogo se ve frustrada. En una sociedad como la nuestra, claramente traumatizada por imágenes de tortura, terrorismo, enfermedad y guerra, y por el intercambio que las redes sociales pretenden estimular al tiempo que impiden, hablar de ciertos acontecimientos traumáticos requiere valentía y es enormemente necesario. La transformación de la literatura en un arte dialógico —el término es de Grant Kester y designa el tipo de práctica artística preñada de activismo que es dominante en nuestros días— es importante y útil, aunque solo a condición de que, a diferencia de lo que sucede en la mayor parte de la narrativa del trauma, no sea ni una forma de mercadotecnia ni activismo ramplón y trascienda el ámbito de la experiencia de su autor o autora para dar cuenta del hecho de que el trauma es individual, pero su causa está en el modo en que vivimos de espaldas a nuestras ideas de justicia y equidad y en abierta oposición al mundo físico que nos rodea y limita y que parece que deseamos explotar hasta su destrucción.
De fondo está el problema de que muchas personas creen que el arte tiene que “revelarnos” algo, debe ser útil, tiene que “contarnos” la vida de alguien, tiene que “rasgar el velo” y mostrarnos “la verdad” de las cosas. Pero el arte no hace nada de eso. Como sostiene Maggie Nelson en El arte de la crueldad, “Bacon nos muestra imágenes de Bacon, Arbus nos muestra personajes de Arbus”. El rapto de las sabinas en el Museo del Prado no es un rapto ni una violación: son pigmentos ordenados de una determinada manera para producir un efecto estético ante el que no estamos indefensos, un efecto que podemos aceptar, admirar, rechazar, incluso repudiar, pero que cumple con la idea de un arte dialógico, no en la medida en que se recubre de superioridad moral ni se ampara en una causa colectiva, sino porque genera una reacción en nosotros que no se hubiera producido de otra manera y tiene el potencial de cambiar aunque sea ligeramente la forma en que vemos el mundo y cómo concebimos nuestro lugar en él. No es lo que sucede con la narrativa del trauma —para Sehgal, “aplana, distorsiona, reduce el carácter a síntoma y, a su vez, instruye e insiste en su autoridad moral”—, que, como observa Berlant, tiene una lógica “eminentemente ahistorizante” que impide comprender sus causas sociales, que invalida el proyecto compartido de una acción política que elimine esas causas, que nos deja frustrados y patológicamente deprimidos, conmiserándonos de nuestra situación y consumiendo la conmiseración de otros. Nuestro anhelo de un modo de vivir distinto —en una sociedad liberada de las formas industrializadas de producción, desacelerada, igualitaria, no sexista, horizontal, solidaria, lo suficientemente vigorosa, justa— merece algo más que su satisfacción superficial y requiere detenernos algo menos en nuestro dolor y en nuestro trauma para volver a comprender el dolor de los demás. Como escribió Devin Kelly recientemente, “no hablo solo del cambio climático, sino de la gracia humana, de lo que podría significar vivir en un mundo que resiste la urgencia de culpar, de consumir, de buscar soluciones. De lo que podría significar vivir en un mundo en el que aprendiéramos a reconocer las formas en las que estamos sufriendo individualmente y luego dijéramos: ‘Yo estoy sufriendo, y seguramente tú también’”.
Necesitamos la ficción para hacerlo, para convencernos de que las cosas pueden ser distintas de como son, para continuar creyendo que existe algún tipo de diferencia entre lo que hacemos y lo que imaginamos, y porque, en nuestro deseo de comprender la naturaleza secreta de las cosas de este mundo, sentimos una necesidad irreprimible de consuelo.
Este texto fue publicado originalmente en elDiario.es