La obra de la directora Manuela Oyarzún, estrenada en 2023 en el GAM y repuesta en 2024 en Fundación CorpArtes, aborda la vida y el pensamiento del biólogo Humberto Maturana. “A lo pies de un árbol logra hacernos ver la conflictiva relacionalidad en la que se reúne lo existente, desde la levedad de un corpúsculo celular hasta la densidad de esos grandes organismos que son las ciudades”, escribe Mauricio Barría.
Por Mauricio Barría | Foto: Patricio Melo
En un ensayo de 1803, Heinrich von Kleist planteaba que el habla y el pensamiento son acciones concomitantes. Es decir, no sucede que una siga a la otra, o que en el habla simplemente resuene aquello que el pensamiento ha elucubrado un instante antes. El pensamiento deviene cuerpo en el habla, porque, para Kleist, este se elabora siempre en relación con otro, para un otro. El pensamiento es, entonces, una dinámica interaccional y no solo una función de la interioridad de un sujeto.
Con esta “sencilla” reflexión, el poeta y dramaturgo alemán se adelantaba siglos a imaginar lo que en palabras de hoy llamaríamos la performatividad del pensamiento. ¿Es, entonces, posible escenificarlo? Y si el pensamiento se elabora paulatinamente en el habla, ¿acaso esa travesía no se asemeja a una dramaturgia?
Esas son algunas de las preguntas que atraviesan el último montaje de Manuela Oyarzún, A los pies del árbol. Dramaturga y directora teatral, su obra se ha distinguido por la búsqueda de nuevos lenguajes escénicos. Desde trabajos donde la experimentalidad es sutil, como en Cabeza de ovni (2006) o Surubai (2010), hasta montajes que desbordan todo referente, como Terremoto de Chile (2011), en el que desarma por completo el aparato teatral rompiendo no solo con la linealidad de un relato, sino también con la idea de obra como algo acabado. La memoria de este maravilloso ejercicio quedó registrada en un libro publicado en 2013: T. Investigación y práctica escénica sobre el terremoto de Chile, volumen pionero de lo que hoy llamaríamos práctica como investigación.
A los pies del árbol, protagonizada por Patricia Rivadeneira —y estrenada en 2023 en el GAM y repuesta este año en Fundación CorpArtes—, trata sobre la vida y el pensamiento del biólogo Humberto Maturana, quien contribuyó a la comprensión de los sistemas biológicos y a la idea misma de vida con la noción de autopoiesis. Además, junto a Francisco Varela fueron precursores de las actuales neurociencias.
La dramaturgia se construye en base a una selección de textos del libro El árbol del conocimiento, sumado a testimonios del propio Maturana y de cercanos a él. Si bien cabe pensar en esto como una suerte de teatro documento, el fin dista de aquello. En el documentalismo, se trata de poner evidencias para mostrar la certidumbre de un hecho. En este caso, el uso de documentos o testimonios contribuyen a activar un pensamiento escénico más que a evidenciar una realidad. Los testimonios, citas y comentarios traman un delicado tejido que ensambla más un relato heterogéneo que un argumento, en el que se van entrelazando diversos tópicos del pensamiento de Maturana con elementos de su biografía. A veces, uno se pierde respecto de los referentes que se aluden; en otros momentos, son muy estimulantes, en especial cuando cita a la madre, una escena en que la propia biografía de la directora pareciera querer filtrarse.
Oyarzún llama a su trabajo una “intervención teatral”, y quizá vale la pena agregar la idea de instalación escénica. En efecto, lo primero que llama la atención al ingresar a la sala es el espacio diseñado con un conjunto de cuerdas o cables que conforman un entramado, aludiendo acaso a la imagen de una red neuronal. Al costado izquierdo, hay una estructura de andamios desde donde se sostienen los cabos de esas cuerdas y donde se ubica la propia directora-interprete, que de tanto en tanto ejerce su rol de activadora, cantante, corifea y DJ. En el extremo opuesto, hay otro andamio, en el que está Alejandro Miranda —connotado musico teatral y compositor de la obra—, quien en algún momento lo abandona y ocupa el espacio plano del escenario. Las palabras son acciones, dice en una ocasión la interprete, pero también interacciones, sonidos y luz. Todos los elementos que concurren en el montaje se entrelazan en una lógica de correspondencias sensibles: sonidos que son luz, cuerpos que son palabras, luz que es cuerpo. Y entre esta red de estímulos, la interpretación de Patricia Rivadeneira resulta generosa y precisa, pues no desea ponerse en el lugar del maestro ni del conferencista magistral. No se trata de una perfoconferencia sobre la vida del biólogo. Fiel al concepto de red de interacciones, su interpretación se convierte en una especie de nodo conector, la chispa eléctrica que activa el sistema nervioso. Es así que el montaje se va sucediendo en un orden más bien rizomático, lo que hace difícil describirlo linealmente. El relato heterogéneo y esta concurrencia desjerarquizada de lenguajes son la mejor metáfora de un proceso autopoiético.
Pero hay algo más que palpita en esta obra. Es la permanente referencia a la situación en la que estamos como espectadores. El teatro, o más bien el suceso teatral, es citado como ejemplo paradigmático de la condición autopoiética. Ya al inicio, Rivadeneira nos dice: “Para que yo juzgue a esto como un teatro, es necesario que yo reconozca que ciertas relaciones se dan entre partes que llamo: escenario, cuerpos, vestuario, música, luz, audiencia, palabras, de manera tal que se haga posible (…). Lo relevante son las relaciones que deben ocurrir para que esto sea”, y no las definiciones de estilos o géneros escénicos. Este gesto autorreflexivo que Oyarzún impone a su montaje no es nuevo. Se trata de pensar, y hacerlo es siempre reflexionar cómo vamos elaborando el pensamiento mientras sucede. La metáfora teatral resulta no solo oportuna, sino plenamente consistente. Para la dramaturga, el teatro logra desplazarse de esa tradicional metáfora social del “teatro del mundo” hacia una dimensión ontológica. No es, entonces, solo la sociedad o la cultura, como creía el dramaturgo ruso Nikolai Evreinov, lo que funciona teatralmente; es el devenir de la existencia como tal la que pareciera funcionar de este modo, sobre todo al imaginarla como una red de interacciones. Es decir, cuando llegamos a percatarnos de que la materia y los cuerpos vivos no son identidades fijas ni simplemente en movimiento, sino interacciones o intracciones, como las llamaría la filósofa estadounidense Karen Barad, es decir, que las cosas existen en el contacto mutuo de unas y otras, ni antes ni después. Y es que, desde siempre, el suceso teatral ha funcionado como una apertura afectiva para la comprensión de este fenómeno, en la que el acto de afectar y dejarse afectar no está exento de tensión. A lo pies de un árbol logra hacernos ver la conflictiva relacionalidad en la que se reúne lo existente, desde la levedad de un corpúsculo celular hasta la densidad de esos grandes organismos que son las ciudades. La vida es conflicto, y ese conflicto moviliza, desencadena, despliega. Como en el teatro, el suceder autopoiético es una intensa y necesaria tensión gracias a la cual nos encontramos. En efecto, la metáfora teatral se consuma en la idea de una dramática de la vida, experiencia a la que el trabajo sensorial del montaje nos invita en cada momento de su ejecución.
A los pies del árbol es una obra sobre cómo podemos entender la vida como teatro y el teatro como pensamiento en proceso. Y es que pensar siempre ha ocurrido con/en el cuerpo, y es hoy la experiencia más radical que podemos hacer en un mundo signado por la inmediatez y la falsa intensidad de lo espectacular.