La tarea que el fondo conceptual del discurso de Boric está anunciando y que él tratará de poner en ejecución es diáfana y correcta: unir a la comunidad nacional, pero sin meterla por eso en una camisa de fuerza. Celebremos pues la diferencia, pero que esta nos sirva no para destruir la nación, sino para fortalecerla y enriquecerla, facilitando que los desacuerdos se expongan y se discutan racionalmente, haciendo del disentir y de la superación del disentir una necesidad virtuosa.
Por Grínor Rojo
Quien quiera que haya escuchado o leído el discurso de anoche del presidente electo de Chile, Gabriel Boric (escribo esto en la mañana del 20 de diciembre), habrá podido percatarse de que en ese discurso hay dos conceptos centrales: la unidad de todos los chilenos en un proyecto común de transformaciones profundas para nuestro país y al mismo tiempo el respeto por las diferencias étnicas, regionales, genéricosexuales, etcétera. Si uno compara este discurso con el de Salvador Allende en una circunstancia análoga, hace casi cincuenta años, la distancia es clara. Los de Boric son otros tiempos, y a la acentuación de la unidad del pueblo, que era la principal preocupación en el discurso de Allende y que el recién electo comparte, lo que este ha añadido es un énfasis en la diferencia.
Y hablar de diferencia es hablar de identidades diferenciadas, lo que nos lleva a la crisis del Estado-nación moderno y, con ella, a la crisis de identidad de los sujetos nacionales, un asunto sobre el que una larga procesión de filósofos, politólogos y científicos sociales, con un bagaje disparejo de argumentaciones pero también con un grado de coincidencia que no es menor, se han pronunciado hasta extenuarse. Habermas, Bauman, Beck o Giddens, por un lado, y Wallerstein, Arrighi o Samir Amin, por el otro, no cuesta mucho demostrar que todos ellos, haciendo uso de diferentes plataformas teóricas, acaban apuntando al mismo lugar: a la relación de poder inversamente proporcional que se ha instituido en el marco histórico de la modernidad tardía entre el capitalismo globalizado y el Estado-Nación, éste según el modelo que se mantuvo en vigencia desde mediados del siglo XX y que, cualesquiera hayan sido sus errores y limitaciones, amplió económica, social y políticamente los derechos de la gente.
El capitalismo globalizado corroe al Estado-nación moderno, tal como lo conocimos hasta las últimas décadas del siglo pasado, y con ello corroe también la identidad de los sujetos nacionales, he ahí la premisa en la que los pensadores arriba mencionados (y otros) se muestran de acuerdo, aun cuando discrepen en cuanto a la extensión y profundidad que atribuyen al fenómeno. Lo evidente es que en su opinión el capitalismo globalizado pasa por sobre los atributos y capacidades que hasta hace no tanto tiempo seguían siendo privativos del Estado nacional. Beck, por ejemplo, en su temprano ¿Qué es la globalización?, de 1997, interpretaba este proceso como un desequilibrio de la tríada virtuosa que en el siglo XX conformaron la economía de mercado, el Estado de bienestar y la democracia representativa. Según él, en el momento en que escribe, “la retórica de importantes figuras de la economía contra las políticas del estado de bienestar [se refiere a los corifeos del neoliberalismo] deja todo lo claro que puede esperarse que el objetivo final es el desmantelamiento de las responsabilidades y del aparato de estado existente, produciendo la utopía de mercado anarquista de un estado mínimo. Paradójicamente, sin embargo, con frecuencia la respuesta a la globalización es la re-nacionalización”.
Queriendo nombrar las cosas por su nombre, Samir Amin recordó por su parte que el capitalismo había sido globalizador y promotor de la desigualdad desde su más tierna infancia y no por casualidad: “el capitalismo real es necesariamente polarizador a escala global, y el desarrollo desigual que genera se ha convertido en la contradicción más violenta y creciente que no puede ser superada según la lógica del capitalismo”. Cree Amin por lo tanto que el proceso globalizador abarca la totalidad del sistema capitalista: “En realidad, todas las regiones del globo [incluyendo a la ‘marginada’ África] están igualmente integradas en el sistema global”. Pero, claro está, no cree Amin que todos los Estados nacionales estén siendo tratados por la globalización de la misma manera. Esta beneficia a algunos de ellos, los del centro dominante y explotador, en detrimento de los otros, los de la periferia dominada y explotada.
En América Latina, Aníbal Quijano y Héctor Díaz Polanco también han pedido un cupo en esta mesa, Quijano adoptando una línea de pensamiento que se aproxima a la de Amin, para recordarnos que el capitalismo “ha estado asociado al moderno estado-nación solo en pocos espacios de dominación, mientras que en la parte mayor del mundo ha estado asociado a otras formas de estado y en general de autoridad política” y que un rasgo característico de la circunstancia presente es “la erosión continua del espacio nacional-democrático, o en otros términos la continua desdemocratización y des-nacionalización de todos los estados nacional-dependientes donde no se llegó a la consolidación del moderno estado-nación”. Y Díaz Polanco para darnos a conocer una tesis según la cual el Estado moderno y la heterogeneidad no son incompatibles, ya que “en los últimos dos siglos, el ámbito privilegiado de la multiculturalidad es la estructura nacional (el Estado-nación) que, como norma, surge bajo la forma de un conglomerado con composición heterogénea, mientras se asienta en una ‘comunidad imaginada’ que apela a una antigua singularidad supuestamente fundada en prácticas, aspiraciones y valores compartidos”.
Yo, por mi lado, me interesé en este problema primero en 2003, en un libro que escribí con Alicia Salomone y Claudia Zapata, Postcolonialidad y nación, y posteriormente en 2006, en mi Globalización e identidades nacionales y postnacionales…, ¿de qué estamos hablando? En este segundo libro sugerí la conveniencia de empezar sincerando el significado de los conceptos que se utilizan: (i) el concepto de identidad, que puede a mi modo de ver pensarse aristotélica, dialéctica y contradialécticamente; (ii) los niveles de análisis, el de lo singular, el de lo particular y el de lo universal, en el entendido de que en el nivel de lo particular la identidad puede ser, y es normalmente, una identidad múltiple; y (iii) la trayectoria histórica del fenómeno, al menos en la experiencia de Occidente, a la que me pareció que era posible dividir en tres etapas sucesivas. Ellas eran la etapa de la identidad nacional premoderna, “única que Occidente conoció hasta los siglos XVII y XVIII” y cuyo fundamento más poderoso era la comunidad de la sangre (el más poderoso, pero no el único, ya que los antropólogos y etnólogos que se ocupan del tema suelen considerar, en sus trabajos y según las comunidades a cuyo estudio se abocan, además de la determinación de la sangre, otras, como las sociales y culturales: mismo espacio de convivencia, mismo idioma, mismas tradiciones, misma religión, mismas costumbres, etcétera); la etapa de la identidad moderna, que se inaugura en los siglos XVII y XVIII, vinculada a la expansión y transformaciones de la sociedad capitalista en el marco de dicha coyuntura, así como a la consecuente aparición del Estado moderno cuya índole será ahora contractual-política; y la etapa postmoderna (en el lenguaje que yo prefiero: tardomoderna), para la que cualquier fundamento identitario, sea el esencialista premoderno o el “contractual-político” moderno, carece de sentido. Y cuando esto sobreviene, la idea de identidad nacional pierde validez.
Y con la pérdida de validez de la idea de identidad nacional deja de tenerla también la política como un mecanismo de negociación entre individuos que no obstante sus diferencias singulares y particulares, o sea las inmediatas y mediatas, son capaces de reconocerse como partícipes en un espacio común amplio y dentro del cual tendrían que dirimir posiciones. El “desencanto” con la política, del que tanto se lamentan algunos de nuestros “hombres públicos”, es en realidad una admisión hipócrita del desencanto que sus malas prácticas generan en la ciudadanía, pero sobre todo es un indicio de la frustración que invade a esa ciudadanía cuando esta se da cuenta de su irrelevancia vis-à-vis el rumbo y destino de un constructo nacional que ha dejado de pertenecerle.
Esto desemboca en el enconado paisaje de fraccionamientos que desde hace un cuarto de siglo estamos contemplando en el mundo, el que se instaló a fines del siglo XX en diversos lugares, como por ejemplo en la Unión Soviética y en Yugoslavia en los noventa, y que también atiza tensiones en países que, si bien es cierto que protegen su unidad nacional (y lo más probable es que la sigan protegiendo), ello no los exime de experimentar periódicamente embestidas secesionistas, como Canadá, España, Turquía, por nombrar solo a tres de ellos. La causa última del fenómeno hay que buscarla, sin duda, en el despliegue del capitalismo global y de la batería teórica que lo legitima y defiende.
Consecuencia de todo esto es el repliegue y, con el repliegue el rebrote de las que, sin ningún ánimo menoscabador, me gustaría nombrar aquí como identidades “tribales”. Descartada la competencia del mecanismo contractual y político, que como he dicho fue hegemónico en el mundo hasta las ultimas décadas del siglo XX (pese a las deficiencias con que el “pacto” se puso en práctica en una infinidad de ocasiones, el principio rector era ese como quiera que sea) y que dio origen a las entidades nacionales modernas y a la identificación de los ciudadanos por su compromiso para con ellas, y habida cuenta de la entrada en funciones de la máquina homogenizadora global, va a ser la pertenencia a la “tribu” la que renazca dialécticamente como una alternativa viable de respuesta a la pregunta por la relación con el otro. Las mujeres, los pueblos originarios, las diversidades sexogenéricas, los jóvenes, etcétera, empiezan a mostrar cada grupo un perfil propio y a exigir que la especificidad de su diferencia sea atendida a la hora de implementar políticas públicas. Fue el problema que preocupó a Alain Touraine en 1997, en su ¿Podremos vivir juntos? Iguales y diferentes, donde estudió el choque contemporáneo entre la “cultura global” (“mundo instrumental”, escribe Touraine) y las “identidades culturales” (“mundos simbólicos”), y en la consecuente procura de refugio y resistencia de los sujetos que se sentían lesionados por el proceso de globalización en y desde sus diversidades comunitarias: étnica, religiosa, regional, barrial, familiar inclusive (esta cuando ese sujeto le daba la espalda a cualquier lealtad para con una identidad particular que fuese más extensa que la de su propia familia: “¿Por qué tengo que ir a votar? A mí los políticos no me han dado nada, igual debo salir a ganarme la vida todos los días y la únicas personas en que confío son los miembros de mi entorno familiar”).
Inquieto sin embargo por el sesgo egoísta, sectario y autoritario que una radicalización de la demanda por la diferencia podía/tiende a adoptar, aunque sin desconocer por eso el derecho de los diferentes a empujarla y hacerla efectiva, Touraine se inclinó por una recomendación de sensatez, esto es, por el llamado a la construcción de un sujeto en el que esas identidades dispares converjan, se contrapesen y convivan. En América Latina, será el chileno José Bengoa quien se adelante a formular la misma aprensión, seguida de una propuesta similar. En su La emergencia indígena en América Latina, del 2000, Bengoa fue enfático: “Los indígenas han cuestionado las bases del Estado Republicano Latinoamericano, construido sobre la idea de ‘un solo pueblo, una sola Nación, un solo Estado’. La unidad artificial y colonial de Pueblo, Nación y Estado, presente en todas las constituciones latinoamericanas, ha negado la existencia de pueblos indígenas, de la diversidad étnica y cultural de las sociedades del continente”. Por lo mismo, considera Bengoa que “la ruptura del concepto nacional populista de ciudadanía es fundamental para comprender la emergencia étnica en América Latina en los años noventa”. ¿Y en cuanto a su propuesta? Ahí se muestra más cauto, acaso por lo precoz de aquella intervención suya. Reconoce que la demanda de autonomía en la emergencia indígena “está cuestionando las bases mismas de la conformación social y política de nuestros países” y se pregunta dubitativamente: “¿Qué ocurrirá con este proceso?”. Entre tanto, opta por entregarle su voto a una “sociedad multiétnica y multicultural”, eso en los mismos momentos en que en países como Ecuador y Bolivia se empezaba a hablar ya de un Estado plurinacional, lo que a no mucho andar quedaría plasmado en sus constituciones.
Pero, aun percibiéndolo y abordándolo parcialmente, por ejemplo cuando Touraine concluye que la política tiene el deber de controlar los excesos del mercado, a lo que no se le dio entonces la importancia debida fue a la parte que les cabía a los intereses y maquinaciones del capitalismo en la raíz del problema. Porque no se trataba únicamente de la respuesta reactiva de unos sujetos a los que acosan las tendencias homogenizantes que los dispositivos del capitalismo globalizado descargan sobre ellas/ellos, sino que, muy a menudo, eran los desmembramientos que el capitalismo globalizado provocaba directamente y para su propio beneficio. Samir Amin de nuevo:
«Existe una estrategia política global para dirigir el mundo. Su objetivo es asegurar la máxima desintegración de potenciales fuerzas anti-sistema, facilitando el declive del sistema estatal. Es decir, que haya tantas Eslovenias, Chechenias, Kosovos y Kuwaits como sea posible. La utilización de las demandas de ser reconocidas e incluso la manipulación de las mismas, son todas bienvenidas en este sentido. Cuestiones como comunidad, afiliación étnica, religión, o cualquiera otra forma de identidad son por tanto una de las mayores preocupaciones de nuestra era».
No está abogando Samir Amin por un desconocimiento de las diferencias, sin embargo, una acusación que podría haberlo convertido en blanco de reproches injustos, pero que él anticipa y refuta de inmediato. Lo que nos está diciendo es que el capitalismo impone mejor su dominio y lo mantiene con mayor eficacia en un mapa global desmembrado y que eso es algo acerca de lo cual es preciso precaverse. Si al socialdemócrata Touraine le quitaban el sueño en 1997 los peligros que el reclamo por la diferencia puede entrañar para la buena salud de la democracia, al socialista Amin lo que lo preocupa en 2001 es que ese reclamo se transforme en una herramienta cándida y dócil al servicio de la avidez del capital. Es el síndrome de “etnofagia” de que habla por su lado Díaz Polanco, es decir la habilidad del capitalismo para cooptar, fomentar, devorar y nutrirse con las diferencias de no importa qué signo. Cualquiera sea el caso, sin embargo, a mí me resulta evidente que los postcoloniales, los practicantes de la devoción del fragmento y que de esa manera aseguran estarse oponiendo a la globalización, están remando a su favor.
En suma: la tarea que el fondo conceptual del discurso de Boric está anunciando y que él tratará de poner en ejecución es diáfana y correcta: unir a la comunidad nacional, pero sin meterla por eso en una camisa de fuerza. Ni en una camisa de fuerza de ultraizquierda (la que pone en el centro a la clase obrera o al pueblo todo y afirma que cualquier identidad que no sea esa es inadmisible) ni menos en una de ultraderecha, para la que tampoco existen las diferencias (una derecha para la cual los chilenos y las chilenas somos intercambiables, los hombres y las mujeres, los del sur y los del norte, los de Vitacura o Las Condes con los de la comuna de Ercilla, y quien diga lo contrario es un traidor a la patria). Como es sabido, esta segunda fue la íntima convicción de Pinochet, ha sido asimismo la de nuestra oligarquía, forjadora de una identidad nacional que se dice igual para todos, pero que en realidad es desigual, hecha para su particular consumo, y que fue la que durante la reciente elección hizo suya el adversario de Boric. De paso, y como se sabe, el ultranacionalismo es uno de los rasgos claves del fascismo y su consecuencia previsible es la xenofobia.
Celebremos pues la diferencia, pero que esta nos sirva no para destruir la nación, sino para fortalecerla y enriquecerla, facilitando que los desacuerdos se expongan y se discutan racionalmente, haciendo del disentir y de la superación del disentir una necesidad virtuosa. En mi opinión, donde este principio se actualiza hoy en Chile de la mejor manera es en la Convención Constitucional. No sé si sus integrantes se propusieron que ello fuera así desde que sus actividades se pusieron en marcha, pero ese cuerpo de chilenos, que está compuesto por el grupo más variopinto del que se tenga registro en la historia de nuestras instituciones civiles y en el que por lo mismo podían anticiparse todo tipo de querellas, ha sabido sortear ese peligro. Tal vez sea por el trabajo en conjunto que realizan sus integrantes —todos o la gran mayoría—, que ellas/ellos se han dado cuenta de que sus identidades particulares, de etnia, de región, de género, de religión o lo que sea, por muy legítimas que sean y sin traicionarlas, no son incompatibles las unas con las otras, y sobre todo que no son incompatibles con la identidad nacional, la lealtad que las chilenas y los chilenos le debemos, para decirlo con las palabras del presidente Gabriel Boric, a un país que no es el falazmente armónico de los oligarcas, sino uno que de verdad es el “de todas y de todos”, y en el que por eso “todas y todos” participamos con igualdad de derechos e igualdad de obligaciones.