Por Federico Galende
Machuca no era un crítico de arte. Esa definición le quedaba corta y lo excedía a la vez, porque su estilo era más bien el de quien extraía de la materia desvalida y suntuosa del arte los retazos con los que armaba su teoría personal del conocimiento. Esta teoría conjugaba una poética profundamente intuitiva con una filosofía de los transportes: tomaba algo de acá para llevarlo allá y viceversa. Su método era el del pelambre, pero porque el pelambre era un aparato de portabilidad. Y por eso no se esforzaba —como suelen hacerlo las críticas o los críticos— en explicar sus invectivas, que atesoraban cuotas parejas de gracia e injuria a la manera de un Borges con calle. Esas explicaciones que no daba a nadie, tampoco las solicitaba.
Machuca usaba el lenguaje en estado de ebullición, como agolpamiento libre de las palabras y como sustancia volátil. No le importaba lo que uno dijera; lo que le importaba era el espacio que se formaba entre las palabras, los gestos, el decorado y las circunstancias. De todo eso extraía la esencia cómica de la vida, que imaginaba como un texto abierto por voces anudadas en bares, galerías y esquinas. En esto era un experto, no porque aspirara a alguna experticia, sino porque estaba especializado involuntariamente en el poder. Su único antecedente en esto era Kafka, quien como se sabe hizo de esta especialidad el fundamento de toda su literatura, quizás la mejor que se escribió durante el siglo XX. Machuca era también una suerte de Kafka, un Kafka cocinado en el punk y vertido en pócimas refinadas y venenosas. Jamás conocí a alguien que, siendo tan indiferente al poder, lo pensara de un modo así de radical.
El poder era para él una forma de lo humano, una forma inmanente a la vida, y precisamente por esto vivir le daba vergüenza. Cargaba el peso de esa vergüenza en la rigidez de sus hombros, en sus pies lentos e inconmovibles, como si vivir significara estar destinado, algo que alcanzaba a comunicar con esos ojos que se movían chispeantes pero confinados a ocupar un segundo plano detrás de la malla de carne que los rodeaba. En esto estaba todo: en su dificultad para soportar que se aspirara a una forma y en la fatalidad de corroborar que la vida era a la larga modelada por esta. Residía quizás aquí el secreto que le impedía servirse la vida de un modo más fácil, y de esto provenía a la vez la dificultad de conversar con él sin tratar al mismo tiempo con su doble.
Había dos Machucas, y en general uno se relacionaba con el que él empujaba hacia afuera levantándole las compuertas a las palabras, que salían a chorros para recubrir por detrás la plegaria del solitario que interrogaba con circunspección la tristeza del existir. Machuca pertenecía al selecto grupo de los críticos y las escritoras que concebían la vida como degradación, y este juicio delicado lo convertía en un piloto suicida. No sabía frenar en las curvas, y si respetaba alguna era porque perduraba en él un tipo de clasicismo. Era el clasicismo que empleaba para su escritura, un modelo tomado del tardoromanticismo del siglo XIX y reinterpretado a la luz de las mitologías de Barthes, lo que le permitía no dejarse vencer por el caramelo de las causas organizadas. No era un revolucionario, era un amante de las inocencias que padecían los seres que no tenían cómo cambiar el mundo, un enamorado discreto de las pequeñas supervivencias que flotaban en el abandono y el desamparo, en todas aquellas y aquellos que se habían venido a pique donándole al universo de las causas un último testimonio de indefensión y de pena.
Él mismo portaba esta pena, que rodeaba de una poética única y totalmente curiosa: la del que habla por lo que no dice. Y esto que no decía era la muerte de la que esperaba una segunda chance, una que concibió como su parte faltante y a la que confió en secreto la sombra completa que un día trazaría en todas nosotras, en todos nosotros. Sabía como pocos mostrar el mundo en la boca de la decrepitud y la humillación, y atisbaba en la nada su salvataje, que en sus libros, agudos y magistrales, decoraba con un manejo de écfrasis y enumeraciones que diagramaban la edad de todas las inocencias. Lo hacía recuperando los gestos sencillos que veía transitar en los bares, las pocilgas y las madrigueras de los perdedores. Tenía una banderita en el corazón (uno de los corazones más nobles que conocí en mi vida) y esperaba el momento en el que pudiera bajarla para decirnos que por fin se había estacionado donde siempre había querido. Había nacido para pensar en serio, y pensar en serio lo llevó a considerar la vida como un chiste pasajero, minado de chispas y atribulaciones.